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Capítulo 9

Mujercitas – Louisa May Alcott
MEG VISITA LA FERIA DE LAS VANIDADES

—La verdad es que esos chicos han contraído el sarampión con mucha
oportunidad —dijo Meg ese día de abril, mientras empaquetaba el baúlmundo
en su dormitorio, ayudada por sus hermanas.
—¡Qué amable ha sido Annie Moffat no olvidando su promesa! Debe ser
magnífico tener dos semanas de recreo —respondió Jo, que parecía un
molino de viento al plegar las faldas con sus largos brazos.
—¡Y el tiempo es tan agradable! Me alegro mucho de eso —añadió Beth,
arreglando lazos para el cuello y el pelo en su mejor estuche, que había
prestado a su hermana mayor para ocasión tan importante.
—Me gustaría ir a divertirme y vestirme con esta ropa tan bonita —dijo
Amy, con la boca llena de alfileres, que estaba poniendo en el acerico de su hermana.
—Ojalá vinieran todas conmigo; pero como no puede ser, guardaré mis
aventuras para contarlas cuando vuelva. Es lo menos que puedo hacer,
cuando han sido tan buenas prestándome cosas y ayudándome en los
preparativos — respondió Meg, contemplando el sencillo equipo, que a sus ojos parecía casi perfecto.
—¿Qué te dio mamá de la caja de tesoros? —preguntó Amy, que no había
presenciado la apertura de cierta caja de cedro, en la cual la señora March
guardaba unas reliquias del esplendor pasado para regalarlas a sus hijas en ocasión oportuna.
—Un par de medias de seda, aquel bello abanico tallado y una faja azul.
Deseaba el traje de seda violeta, pero no hay tiempo para arreglarlo; de modo
que debo contentarme con mi viejo traje de lana escocesa.
—Quedará muy bien encima de mi nueva falda de muselina con la faja
para realzarla. Quisiera no haber roto mi pulsera de coral para poder prestártela — dijo Jo.
—En la caja de tesoros hay un collar de perlas antiguo y muy bello; pero
mamá dice que las flores naturales son el adorno más hermoso para una
joven, y Laurie ha prometido enviarme todas las que yo desee —respondió
Meg—. Ahora, veamos: está mi nuevo traje gris… Riza la pluma de mi
sombrero, Beth…; después, mi traje de muselina de lana fina para el domingo
y la pequeña reunión… Parece algo pesado para la primavera, ¿verdad? ¡Qué
bien estaría el traje de seda violeta!
—No importa, tienes el de tartán para la reunión importante y tú estás
angelical cuando te vistes de blanco —dijo Amy, encantada ante el montoncito de elegancias.
—No está escotado y no tiene bastante vuelo, pero tendrá que servir. Mi
traje azul ha quedado tan bien después de estar vuelto del revés y adornado,
que parece nuevo. Mi chaqueta de seda no está a la moda, ni mi sombrero es
como el de Sallie. No quise decir nada, pero me llevé un gran chasco con mi
paraguas. Dije a mamá que me comprase uno con mango blanco, pero lo
olvidó y compró uno verde con mango feo y amarillo. Es fuerte y práctico,
así que no debo quejarme, pero sé que me dará vergüenza llevarlo al lado del
paraguas de seda que tiene Annie, con mango de oro —suspiró Meg, mirando
con ojo crítico el pequeño paraguas.
—Cámbialo —aconsejó Jo.
—No seré tan tonta de ofender a mamá, cuando se ha tomado tantas
molestias para obtener mis cosas. Es una tontería, y no voy a dejarme vencer
por ella. Mis medias de seda y los dos pares de guantes son mi consuelo.
¡Qué buena eres en prestarme los tuyos, Jo! Me siento tan rica y elegante con
dos pares nuevos y los viejos limpios. —Y Meg echó otra mirada al estuche
de los guantes—. Annie Moffat tiene lazos azules y rosas en sus gorros de
noche; ¿quieres poner algunos en los míos?
—No, por cierto; los gorros de noche adornados no combinarían con
vestidos sencillos y sin adornos. Los pobres no deben adornarse —dijo Jo con decisión.
—Me pregunto si podré tener alguna vez encaje verdadero en mis trajes y
lazos en mis gorros —susurró Meg, impaciente.
—El otro día decías que serías completamente feliz nada más que con
poder visitar a Annie Moffat —observó Beth con suma tranquilidad.
—Verdad que lo dije. Bueno; estoy alegre y no me quejaré; pero parece
que cuanto más se recibe más se quiere… ¿No es así? ¡Vaya! Ya está todo
listo y empaquetado, excepto mi traje de baile, el cual dejaré para mamá —
dijo Meg, animándose a pasar la vista del baúl a medio llenar al vestido
blanco, tantas veces planchado y remendado, al cual denominaba vestido de baile.
Al día siguiente hacía un tiempo espléndido, y Meg partió triunfante para
pasar quince días de novedad y placer. La señora March había consentido en
la visita con cierto disgusto, temiendo que Meg no volviera tan contenta
como iba. Pero ella había rogado tanto, Sallie había prometido tan
repetidamente cuidarla bien, y parecía tan agradable un poco de distracción
después del trabajo invernal, que la señora March cedió y su hija fue a probar
por vez primera la vida mundana.
Los Moffat afectaban un estilo mundano, y la sencilla Meg se sintió al
principio algo intimidada por lo magnífico de la casa y la elegancia de sus
moradores. Pero a pesar de su vida frívola eran gente amable y pronto la
hicieron sentirse cómoda. Tal vez Meg, sin comprender por qué, tuvo la
sensación de que no eran personas muy cultivadas o inteligentes, y de que
todo su oropel no bastaba para ocultar el material ordinario de que estaban
hechas. Era ciertamente agradable comer bien, pasearse en coche, ponerse los
mejores vestidos todos los días y no hacer más que divertirse. Esto convenía
a sus gustos; pronto comenzó a imitar las maneras y la conversación de sus
compañeras, a darse tono y servirse de frases francesas, rizarse el pelo,
apretarse la cintura y hablar de modas tan bien como podía. Cuanto más veía
las cosas bonitas de Annie, tanto más las envidiaba y suspiraba por ser rica.
Ahora su casa le parecía desnuda y triste cuando pensaba en ella, el trabajo se
le hacía más difícil que nunca, y se sentía como una muchacha muy poco
favorecida por la fortuna, a pesar de los guantes nuevos y las medias de seda.
No tenía, sin embargo, mucho tiempo para quejarse, porque las tres chicas
estaban muy ocupadas en «divertirse mucho». Iban de tiendas, paseaban,
andaban a caballo y hacían visitas todo el día; por la tarde iban al teatro y a la
ópera, o jugaban en casa, porque Annie Moffat tenía muchísimos amigos y
sabía cómo divertirles. Sus hermanas mayores eran señoritas muy correctas;
una tenía novio, lo cual parecía a Meg muy interesante y romántico. El señor
Moffat era un viejo regordete y jovial, amigo del padre de ella, y su esposa,
una señora regordeta y alegre que tomó tanto cariño a Meg como su hija se lo
había tomado. Todos la atendían mucho, y «Daisy», como la llamaban, estaba
en buen camino de tener la cabeza trastornada.
Cuando llegó la noche del pequeño baile descubrió que el vestido de
muselina de lana fina no iba bien, porque las otras chicas se ponían vestidos
ligeros y se engalanaban hermosamente; así que sacó el vestido de tartán, que
parecía más viejo, soso y gastado que nunca al lado del flamante vestido de
Sallie. Meg notó la mirada que las chicas echaron a su traje, y después una a
la otra, y sus mejillas se encendieron porque, a pesar de su dulzura, era muy orgullosa.
Nadie habló de ello, pero Sallie se ofreció a arreglarle el pelo, Annie a
atarle la faja y Belle, la que tenía novio, alabó la blancura de sus brazos; pero
en la amabilidad con que la trataban, Meg no vio más que lástima hacia su
pobreza, y se sintió desanimada al verse aparte, mientras las otras reían,
charlaban y corrían como ligeras mariposas. Su malestar iba haciéndose más
amargo cuando entró la doncella con una cajita de flores. Antes de que
pudiese hablar, Annie la había destapado dejando a la vista las bellas rosas,
brezos y helechos que contenía.
—Deben ser para Belle; George siempre le envía algunas flores, pero
éstas son encantadoras —exclamó Annie.
—Son para la señorita March, según dijo el mensajero. Aquí hay una
carta —repuso la doncella, entregándosela a Meg.
—¡Qué gusto! ¿De quién son? No sabíamos que tenías novio —gritaron
las chicas, llenas de curiosidad y sorpresa.
— La carta es de mamá y las flores de Laurie —contestó sencillamente
Meg, aunque muy contenta de que no la hubieran olvidado.
—¿De veras? —dijo Annie, dudosa, mientras Meg metía la cartita a
hurtadillas en su bolsillo, como un talismán contra la vanidad y el falso orgullo.
Sintiéndose casi feliz otra vez, escogió algunos helechos y rosas para sí
misma y pronto arregló las otras en bonitos ramilletes para adornar a sus
amigas, ofreciéndoselos tan graciosamente, que Clara, la hermana mayor, le
dijo que era «la niña más amable que había visto». La buena acción puso fin a
su abatimiento, y cuando las demás fueron a que las viera la señora Moffat,
se miró al espejo y se encontró con una cara con ojos alegres, según ponía los
helechos en su pelo rizado y fijaba las rosas en el traje, que no le parecía tan usado.
Aquella noche se divirtió mucho, porque bailó cuanto quiso; todos fueron
muy amables y recibió tres cumplidos. Annie la hizo cantar y alguien dijo
que tenía una voz bien timbrada; el comandante Lincoln preguntó quién era
«la muchachita fresca de ojos bellos», y el señor Moffat insistió en bailar con
ella porque «no vacilaba y tenía un paso muy ligero». Pasó un rato muy
agradable, hasta que oyó por casualidad una conversación que la perturbó
muchísimo. Estaba sentada a la puerta del invernadero, esperando a su
compañero que iba a traerle un helado, cuando oyó una voz al otro lado de la
pared florida que preguntaba:
—¿Qué edad tiene él?
—Dieciséis o diecisiete años, diría yo —dijo otra voz.
—¡Qué magnífico partido para una de esas chicas!, ¿no le parece a usted?
Sallie dice que son amigos íntimos ahora y el viejo está chiflado por ellas.
—Supongo que la señora March tiene sus proyectos, y está haciendo un
juego prudente, temprano como es. Claro es que la muchacha no piensa
todavía en ello —dijo la señora Moffat.
—Ella dijo aquella mentira tocante a su mamá como si se diera cuenta, y
se ruborizó cuando llegaron las flores. ¡Pobrecilla! ¡Estaría tan bonita si se vistiera a la moda!
— ¿Piensa usted que se ofendería si nos ofreciéramos a prestarle otro
vestido para el jueves? —preguntó otra voz.
—Es orgullosa, pero no creo que le importaría, porque no tiene más traje
que ese viejo de tartán. Puede que se lo rasgue esta noche, lo que será una
buena oportunidad para ofrecerle otro nuevo.
—Veremos; invitaré a ese Laurence en honor de ella y nos divertiremos mucho con ello después.
En esto apareció el compañero de Meg, que la encontró algo colorada y
agitada. Era orgullosa y en aquel momento su orgullo le fue útil, porque la
ayudó a ocultar su mortificación por lo que acababa de oír; porque por
inocente que fuera, no pudo menos de comprender la murmuración de sus
amigas. Trató de olvidarla, pero no pudo. Las frases «la señora March tiene
sus proyectos», «esa mentira acerca de su mamá» y «el viejo vestido de tartán»
venían insistentemente a su memoria, hasta darle ganas de llorar y escaparse
a casa para contar sus penas y pedir consejos. Como esto era imposible, hizo
lo que pudo para simular alegría; y lo consiguió tan bien, que nadie hubiera
sospechado el esfuerzo que le costaba. Estuvo muy contenta cuando terminó,
y pudo irse tranquilamente a la cama, donde podía pensar hasta dolerle la
cabeza y refrescar con algunas lágrimas sus mejillas ardientes.
Aquellas necias, aunque bien intencionadas palabras, le habían
descubierto a Meg un mundo desconocido, perturbando la paz de aquel en
que hasta entonces había vívido tan felizmente como un niño. Su inocente
amistad con Laurie había sido estropeada por la conversación tonta que había
oído; su confianza en su madre había sido un poco sacudida por los proyectos
mundanos que la señora Moffat le atribuía, y la sensata resolución de
contentar con el simple vestido que convenía a la hija de un hombre pobre
estaba debilitada por la innecesaria lástima que las otras chicas le habían demostrado.
La pobre Meg pasó la noche sin dormir y se levantó con los ojos pesados,
infeliz, algo enojada hacia sus amigas y medio avergonzada de sí misma por
no haber hablado francamente y aclarado todo. Aquella mañana todas estaban
dormilonas, y las chicas no tenían suficiente energía para reanudar su tejido.
Enseguida Meg notó algo en la conducta de sus amigas; la trataban más
respetuosamente, pensó, se interesaban en lo que decía y la miraban con ojos
que descubrían su curiosidad. Todo esto la sorprendió y la lisonjeó, aunque
no lo comprendió, hasta que la señorita Belle levantó los ojos de su escritura
y dijo con aire sentimental:
—Querida Meg, he enviado una invitación a tu amigo el señor Laurence
para el jueves. Quisiéramos conocerlo y hacerte este cumplido.
Meg se ruborizó, pero con cierta idea maliciosa de reírse de las chicas, respondió modestamente:
—Eres muy amable, pero temo que no vendrá.
—¿Por qué no, cherie? —preguntó la señorita Belle con cierta alarma.
—Es demasiado viejo.
—Hija mía, ¿qué quieres decir? ¿Qué edad tiene?, quisiera saber — preguntó la señorita Clara.
—Cerca de los setenta, creo —respondió Meg, haciéndose la tonta.
—¡Qué pícara eres! Queremos decir el joven —exclamó la señorita Belle.
—No hay ningún joven; Laurie no es más que un chico —y Meg se rio
también de la mirada sorprendida que las hermanas canjearon al describir ella así a su novio supuesto.
—De tu edad, poco más o menos —dijo Inés.
— Más bien de la edad de mi hermana Jo; yo cumpliré diecisiete años en Agosto.
—Qué amable es enviándote flores, ¿no te parece? —dijo Annie.
—Sí; lo hace a menudo con todas nosotras, porque tiene muchas en su
casa y a nosotras nos gustan mucho. Mi madre y el viejo señor Laurence son
amigos, comprenderán así, que no hay nada extraño en que nosotros, niños,
juguemos juntos —respondió Meg, esperando que, con estas explicaciones no volverían sobre el asunto.
—Es claro que Meg todavía no se da cuenta —dijo la señorita Clara, con una seña de cabeza a Belle.
—Un estado de inocencia pastoral en todo ello —respondió la señorita Belle encogiéndose de hombros.
—Voy a salir para hacer algunas compritas para las muchachas; ¿puedo
hacer algo por ustedes, señoritas? — preguntó la señora Moffat, entrando
como un elefante vestida de seda y encajes.
—No, gracias, señora —respondió Sallie—; tengo mi traje nuevo de seda
rosa para el jueves y no me hace falta nada.
—Ni yo —comenzó a decir Meg, pero se detuvo, porque pensó que le
hacían falta varias cosas y no podía obtenerlas.
—¿Qué traje te vas a poner? —preguntó Sallie.
—Mi viejo traje blanco otra vez, si puedo arreglarlo de modo que pueda
pasar; anoche se rasgó por varias partes —repuso Meg, tratando de hablar
con naturalidad, aunque se sentía muy preocupada.
—¿Por qué no envías a casa por otro? —dijo Sallie, que no era muy observadora.
—No tengo ningún otro —contestó Meg, haciendo un pequeño esfuerzo;
pero Sallie no se dio cuenta y exclamó, amable y sorprendida:
—¿No tienes más que aquél? ¡Qué curioso! —no acabó su discurso,
porque Belle meneó la cabeza y la interrumpió, diciendo amablemente:
—Nada de eso. ¿De qué sirve tener muchos vestidos cuando aún no se
está de largo? No necesitas enviar a casa, Meg, aunque tuvieras una docena,
porque yo tengo un traje encantador de seda azul, que me ha quedado chico,
y tú te lo pondrás para darme gusto. ¿Verdad, querida?
—Eres muy amable, pero no me importa usar mi vestido viejo, si no te
ofendes; es bastante bueno para una chica de mi edad —respondió Meg.
—No, dame el placer de vestirte a la moda. Lo deseo mucho y estarás
verdaderamente encantadora con algo de ayuda. No permitiré que alguien te
vea hasta que tu tocado esté completo, y entonces entraremos súbitamente
como Cenicienta y madrina en el baile —dijo Belle con voz persuasiva.
Meg no pudo rehusar la oferta hecha tan amablemente, porque el deseo de
ver si estaría «verdaderamente encantadora» después de ciertos tocados le
hizo aceptar y olvidar todos sus primeros sentimientos desagradables hacia los Moffat.
La noche del jueves Belle se encerró con su doncella y las dos lograron
hacer de Meg una gentil dama. Le rizaron el pelo, le frotaron el cuello y los
brazos con cierto polvo perfumado, tocaron sus labios con pomada coralina y
le hubieran dado color a las mejillas si Meg no se hubiese opuesto. La
empaquetaron en un traje azul celeste tan apretado que apenas podía respirar,
y tan escotado que la modesta Meg se ruborizó al mirarse al espejo. Un juego
de filigrana de plata se añadió a su atavío, compuesto de pulseras, collar,
broche, y aún pendientes, porque Hortense los fijó con seda de color rosa que
no se notaba. Un ramillete de capullos de rosas al pecho y una écharpe
reconciliaron a Meg con el escote, y un par de zapatos de seda azul de
tacones altos satisfizo el deseo de su corazón. Un pañuelo de encaje, un
abanico de plumas y un ramillete en mango de plata completaron su tocado, y
la señorita Belle al mirarla encontró la misma satisfacción de una niña que
acaba de vestir a su gusto una muñeca.
—La señorita está encantadora, tres jolie, ¿no es verdad? —exclamó
Hortense, cruzando las manos con fingido arrobamiento.
—Ven y preséntate —dijo la señorita Belle, precediéndola al cuarto donde esperaban las otras.
Al seguirla con mucho crujir de seda, retintín de pendientes, movimiento
de bucles y palpitación de corazón, Meg pensaba que al fin su diversión había
comenzado de veras, porque el espejo le dijo claramente que estaba
«verdaderamente encantadora».
—Mientras yo me visto, Annie, enséñale cómo arreglar su falda y esos
tacones franceses, o dará un tropezón. No arruinen el trabajo encantador de
mis manos —dijo Belle, saliendo precipitadamente, muy satisfecha de su éxito.
—Temo bajar; me siento tan extraña, tiesa y medio desnuda… —susurró
Meg a la señorita Sallie cuando tocó la campana y la señora Moffat envió a
decir que bajasen las señoritas.
— No pareces la misma, pero estás muy bonita. No puedo lucir a tu lado,
porque Belle tiene gusto y estás completamente francesa, te lo aseguro. Deja
colgar las flores; no te ocupes demasiado de ellas y no tropieces —respondió Sallie.
Acordándose bien del aviso, Meg bajó la escalera sin tropiezo y entró
majestuosamente en el salón, donde estaban reunidos los Moffat y algunos
invitados tempranos. Pronto descubrió que hay algo encantador en los
vestidos elegantes que atrae a cierta clase de gente y asegura su respeto.
Algunos jóvenes que no habían hecho caso de ella antes se tornaron de
repente muy amables: algunos muchachos que no habían hecho más que
mirarla con extrañeza durante la reunión anterior, ahora no se contentaron
con mirarla, sino que rogaron ser presentados a ella y le dijeron toda clase de
tonterías; y algunas damas ancianas, que sentadas en sofás criticaban a los
demás, preguntaron con interés quién era. Oyó a la señora Moffat que respondía a una de ellas:
—Daisy March… Su padre es coronel en el ejército… Una de nuestras
mejores familias, pero cambios de fortuna, ¿sabe usted?… Amiga de los
Laurence; una persona encantadora, le aseguro; mi Eduardo está loco por ella.
—¡Vaya, vaya! —dijo la otra dama, levantando sus anteojos para
inspeccionar otra vez a Meg, que trató de aparentar no haber oído, ni
ofenderse por las mentiras de la señora Moffat.
La «extraña sensación» no desapareció, pero se imaginó hacer el nuevo
papel de una dama elegante y logró hacerlo bastante bien, aunque el traje
ajustado le causaba dolores en el costado, la cola del traje se le ponía entre los
pies y temía constantemente que los pendientes se le cayeran y se rompiesen.
Estaba abanicándose y riéndose de las bromas tontas de cierto mozo, que
trataba de ser chistoso, cuando de pronto dejó de reír y se quedó
desconcertada, porque vio a Laurie enfrente de ella. El la miraba fijamente,
sin disimular su sorpresa ni su desaprobación, según pensó ella; porque
aunque saludó y sonrió, algo en sus ojos honestos la hizo ruborizarse y desear
haberse puesto su vestido viejo. Para completar su confusión, vio a Belle
hacerle señas a Annie y ambas pasaban la mirada de ella a Laurie, más tímido
y aniñado que de costumbre, cosa que ella observó con placer.
«¡Qué locas son metiéndome tales ideas en la cabeza! No haré caso de
ello, ni cambiaré lo más mínimo», pensó Meg, y atravesó la sala con mucho
crujir de seda para dar la mano a su amigo.
— Me alegro que hayas llegado, porque temía que no vinieras —dijo con aire de persona mayor.
—Jo quiso que viniera para contarle cómo estabas.
—¿Qué le dirás? —preguntó Meg llena de curiosidad por saber lo que
pensaba de ella, aunque sintiéndose por primera vez algo desconcertada delante de él.
—Diré que no te conocí, porque pareces tan crecida y tan diferente que
me da miedo de ti —dijo, jugueteando con el botón del guante.
—¡Qué tontería! Las chicas me han vestido por diversión y me gusta. ¿No
se asombraría Jo si me viera?
—Creo que sí.
—¿No te agrada mi apariencia?
—No, no me agrada.
—¿Por qué no?
El observó el pelo rizado, a los hombros desnudos y al traje recargado de
adornos con tal expresión que la desconcertó más que la respuesta.
—No me agradan adornos ni plumas.
No pudiendo aguantar tales cosas de un muchacho más joven que ella,
Meg lo dejó, diciendo con petulancia:
—Jamás he visto un chico más descortés.
Sintiéndose muy enfadada, se acercó a una ventana apartada para
refrescar sus mejillas, porque el traje apretado le hacía salir a la cara colores
demasiado vivos. Mientras estaba allí pasó el comandante Lincoln y un
minuto después le oyó decir a su madre:
—Se han burlado de aquella muchachita. Deseaba que usted la viese, pero
la han estropeado por completo; esta noche no es nada más que una muñeca.
—¡Ay de mí! —suspiró Meg—. Ojalá hubiera sido sensata y me hubiese
puesto mi vestido; no habría dado una impresión desagradable ni me hubiera
sentido tan molesta y avergonzada. Apoyó la frente sobre el vidrio frío y
permaneció allí, medio oculta por las cortinas, sin hacer caso de que había
comenzado su vals favorito, cuando alguien la tocó, y volviéndose vio a
Laurie que parecía arrepentido al decir con su mejor reverencia y la mano extendida:
—Perdona mi descortesía y ven a bailar conmigo.
—Temo que te sea muy desagradable —dijo Meg, tratando de parecer ofendida, pero sin lograrlo.
— De ninguna manera; me dará mucho placer. Ven, seré bueno. No me
agrada tu traje, pero pienso que estás encantadora.
Meg sonrió, se ablandó y susurró, mientras esperaban para tomar el pasó:
—Ten cuidado de no tropezar con mi falda; es una peste; fue una tontería ponérmela.
—Sujétala con un alfiler alrededor del cuello y entonces será de cierta
utilidad. Comenzaron a bailar ligeramente y con gracia; pues habiendo
practicado en casa, se acompañaban bien, y era un placer verlos tan jóvenes y
ágiles dar vueltas y vueltas rápidamente, sintiéndose más amigos que nunca
después de su pequeño disgusto.
—Laurie, quiero que me hagas un favor; ¿lo harás? —dijo Meg, mientras
su compañero la abanicaba cuando le faltó el aliento, aunque no quiso reconocer por qué.
—¡Claro que sí! —respondió Laurie con presteza.
—No comentes en casa el traje que me he puesto esta noche. No podrán
comprender la broma y le disgustará a mamá.
— ¿Entonces, por qué te lo has puesto? —dijeron tan claramente los ojos
de Laurie, que Meg se apresuró a añadir:
—Yo misma les diré todo y confesaré a mamá qué tonta he sido. Pero
prefiero hacerlo yo misma; no dirás nada, ¿verdad?
—Te doy mi palabra que no diré nada; pero, ¿qué diré cuando me pregunten?
—Di que estaba bonita y que me divertía muchísimo.
—Lo primero lo diré de todo corazón; pero, ¿y lo demás? No me parece
que te diviertas muchísimo. ¿Es verdad?
—No, en este momento. No pienses que soy horrible; solamente quería
divertirme un poco, pero ya veo que no vale la pena hacerlo de este modo y
me voy cansando de ello.
—Aquí viene Ned Moffat; ¿qué desea? —dijo Laurie, frunciendo las cejas.
—Le he prometido tres bailes y supongo que viene a buscarlos. ¡Qué
fastidioso! —murmuró Meg, con aire lánguido, que hizo mucha gracia a Laurie.
No le habló otra vez hasta la hora de la cena, cuando la vio beber
champaña con Ned y su amigo Fisher, que se conducían como un par de
locos, según se dijo Laurie para sí porque se sentía con cierto derecho
fraternal para proteger a las March y pelear por ellas siempre que necesitaran un defensor.
—Mañana tendrás un dolor de cabeza terrible si bebes demasiado. Yo no
lo haría, Meg; no le gustaría a tu madre, ya sabes —susurró, acercándose a
ella, mientras Ned se volvía para volver a llenar su vaso y Fisher se inclinaba a recoger su abanico.
—Esta noche no soy Meg; soy una muñeca que hace toda clase de
tonterías. Mañana me quitaré todos mis adornos y plumas y seré muy buena
otra vez — respondió con risa afectada.
—Entonces quisiera que ya fuese mañana —murmuró Laurie,
marchándose disgustado por el cambio de ella.
Meg bailó, coqueteó, charló y rio por cualquier cosa como hacían las
demás. Después de la cena trató de bailar un paso alemán, con tanta torpeza,
que casi hizo caer a su compañero con su falda larga, y brincó de tal modo
que escandalizó a Laurie, que al verla pensaba retarla bastante. Pero no
encontró ocasión para ello, porque Meg se mantuvo fuera de su alcance hasta
el momento de despedirse.
—¡Recuerda! —dijo, tratando de sonreír, porque el dolor de cabeza había ya comenzado.
—Silencio hasta la muerte —dijo Laurie, saludándola melodramáticamente.
Este breve diálogo excitó la curiosidad de Anne; pero Meg estaba
demasiado cansada para charlar. Se acostó con la sensación de haber estado
en un baile de máscaras y de no haberse divertido tanto como había
imaginado. Estuvo enferma todo el día siguiente, y el sábado volvió a casa
fatigadísima de sus dos semanas de diversión y hastiada de la atmósfera de
lujo que había respirado.
—¡Qué grato parece estar tranquila y no tener que estar siempre cuidando
los modales! El hogar es un sitio agradable, aunque no sea magnífico —dijo
Meg, contemplando el cuarto con expresión tranquila, sentada en compañía
de su madre y Jo la tarde del domingo.
—Me alegra oírte hablar así, querida mía, porque yo temía que el hogar te
pareciera algo triste y pobre después de haber vivido entre lujos —respondió
su madre, que le había echado muchas miradas ansiosas aquel día. Los ojos
maternos pronto notan cualquier cambio en la cara de sus hijos.
Meg había relatado vivamente sus aventuras y no se cansaba de repetir
que había pasado un tiempo encantador; pero, sin embargo, algo parecía
afligirla. Cuando las chicas más jóvenes se fueron a acostar, se quedó sentada
mirando fijamente al fuego, hablando poco y muy preocupada. Dieron las
nueve y Jo propuso acostarse. De repente Meg se levantó y sentándose en el
taburete de Beth apoyó los codos sobre las rodillas de su madre y dijo con decisión;
—Mamá, quiero «confesar».
—Me lo imaginaba; ¿qué tienes que confesar, querida mía?
—¿Debo ausentarme? —preguntó Jo.
—Claro que no; ¿no te digo siempre todo? Me daba vergüenza hablar de
ello delante de las niñas; pero quiero que sepan todas las cosas terribles que
hice en casa de los Moffat.
—Estamos preparadas —dijo la señora March, sonriendo, aunque algo preocupada.
—Les dije cómo me vistieron, pero no dije que me pusieron polvo en la
cara; me apretaron la cintura, me rizaron y me pusieron como un verdadero
figurín. A Laurie no le pareció bien; lo sé, aunque no dijo nada, y un
caballero me llamó «una muñeca». Yo sabía que era una necedad, pero me
adularon y dijeron que era encantadora y muchísimas otras tonterías, así que
dejé que me pusieran en ridículo.
—¿Eso es todo? — preguntó Jo, mientras la señora March miraba
silenciosamente la cara abatida de su preciosa hija sin decidirse a censurar sus tonterías.
—No; bebí champaña, brinqué y traté de coquetear; me comporté de un
modo detestable —contestó Meg, con tono acusador.
—Sospecho que hay algo más —y la señora March acarició la mejilla
suave, que se ruborizó súbitamente, mientras la joven respondía lentamente:
—Sí; es muy tonto, pero quiero decírselos porque detesto que la gente
diga o piense tales cosas de nosotras y de Laurie.
Entonces relató las murmuraciones oídas en casa de los Moffat, y a
medida que hablaba notó que Jo y su madre apretaban fuertemente los labios
como disgustadas de que hubiesen metido tales ideas en la mente inocente de Meg.
—¡En mi vida he oído mayores estupideces! —gritó Jo con indignación
—. ¿Por qué no se lo dijiste así al momento?
—No podía; ¡estaba tan desconcertada! Al principio no pude evitar oírlas
y después estaba tan furiosa y avergonzada que me olvidé que debía alejarme.
—Espera a que yo vea a Annie Moffat y verás cómo se arreglan las
ridiculeces. ¿Conque tenemos «proyectos» y somos amigas de Laurie porque
es rico y luego puede casarse con una de nosotras? ¡Cuánto se reirá cuando le
diga lo que aquellas tontas dicen de nosotras!
—Si se lo dices a Laurie, no te lo perdonaré jamás. Ella no debe hacerlo,
¿verdad, mamá? —dijo Meg, alarmada.
—No; no repitan esa necia charla y olvídenla lo antes posible —contestó
gravemente la señora March—. Fui muy imprudente en dejarte visitar a
personas que conozco tan poco, amables probablemente, pero mundanas, mal
educadas y llenas de ideas vulgares acerca de los jóvenes. No puedo decir
cuánto siento el mal que esta visita puede haberte hecho, Meg.
— No te preocupes por eso; no dejaré que me haga mal; olvidaré todo lo
malo y solamente me acordaré de lo bueno, porque pasé muy buenos ratos y
te doy las gracias por haberme permitido ir. Sé que soy una muchacha tonta y
permaneceré contigo hasta que sea capaz de cuidarme por mí misma. ¡Pero es
tan agradable recibir elogios y cumplidos, que no puedo negar que me
gustan! — dijo Meg, medio avergonzada por la confesión.
—Eso es perfectamente natural y no pernicioso, si tu inclinación no se
convierte en pasión y te hace conducirte de manera estúpida o indigna de una
señorita. Aprende a reconocer y apreciar las alabanzas que vale la pena
recibir y atraerte la admiración de personas buenas por ser modesta tanto como hermosa, Meg.
Meg quedó pensativa un momento, mientras Jo, de pie, con las manos a la
espalda, la miraba interesada y perpleja. Ver a Meg ruborizarse y hablar de
admiración, novios y cosas parecidas era una novedad. Jo experimentaba la
sensación de que durante aquellos quince días su hermana había crecido
extraordinariamente y se alejaba de ella hacia un mundo donde no podía seguirla.
—Madre mía, ¿tienes «proyectos», como dice la señora Moffat? — preguntó Meg, ruborizada.
—Sí, querida mía, tengo muchísimos; todas las madres los tienen; pero
sospecho que los míos son algo diferentes de los de la señora Moffat. Te diré
algunos, porque ha llegado el tiempo en que una palabra puede poner en
buena dirección esa cabecita y corazón romántico sobre asuntos muy graves.
Eres joven, Meg, pero no demasiado joven para no comprenderme, y los
labios maternos son los mejores para hablar de tales cosas a jóvenes como tú.
Jo, también a ti te llegará el turno quizás, así que escuchen mis «proyectos» y
ayúdenme a realizarlos si son buenos.
Jo se sentó en un brazo de la butaca con el aspecto de quien va a
participar en un acto solemne. Tomando una mano de cada una, la señora
March dijo con seriedad y a la vez con optimismo:
— Quiero que mis hijas sean hermosas, distinguidas y buenas, que se
hagan querer y respetar; que tengan una juventud feliz; que se casen bien y
prudentemente; que pasen vidas útiles y felices, tan libres de dificultades y
tristeza como Dios quiera concedérselas. Ser amada y distinguida por un
hombre bueno es lo mejor que puede ocurrirle a una mujer, y mi esperanza es
que mis hijas conozcan esta hermosa experiencia. Es natural pensar en ello.
Meg, es justo esperarlo y prudente prepararse para ello, de manera que
cuando llegue la hora puedan sentirse listas para sus deberes y dignas de la
felicidad. Hijas mías, soy ambiciosa para ustedes; pero no deseo que hagan
un papel ruidoso en el mundo, ni que se casen con hombres ricos porque son
ricos o que tengan casas espléndidas, que no sean verdaderos hogares, porque
falte el amor en ellos. El dinero es cosa útil y preciosa, y también noble
cuando se emplea bien; pero no quiero que lo consideren como el primero o
el único premio que ganar. Preferiría verlas esposas de hombres pobres si
fueran felices, amadas y contentas, que reinas en sus tronos sin propia estimación ni paz.
—Las muchachas pobres no tienen oportunidades, dijo Belle, si no se
hacen valer —suspiró Meg.
—Entonces seremos solteronas —repuso Jo seriamente.
—Bien dicho, Jo; más vale ser solteronas felices que casadas desgraciadas
o muchachas inmodestas a caza de maridos —dijo decididamente la señora
March—. No hagas caso, Meg; la pobreza rara vez intimida al hombre que
ama de veras. Algunas de las madres y más estimadas mujeres que conozco
eran muchachas pobres, pero tan dignas de ser amadas que no alcanzaron a
ser solteronas. Dejen tales cosas al tiempo. Hagan feliz este hogar, para que
estén preparadas para sus propios hogares, si es ésa vuestra suerte, y
contentas si no lo es. Recuerden una cosa, hijas mías: su madre está siempre
lista para ser su confidente, y vuestro padre para ser vuestro amigo;
esperamos y confiamos que nuestras hijas, casadas o solteras, constituirán el
orgullo y consuelo de nuestras vidas.
—Lo seremos, mamá, lo seremos —exclamaron ambas con todo su
corazón, mientras su madre les daba las buenas noches.

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