Oliver Twist – Charles Dickens
LOS PRIMEROS AÑOS
DE OLIVER TWIST
Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos transeúntes
hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y pronto
daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al hospicio, una institución
regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los necesitados.
Al día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella sin que nadie supiera quién
era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.
En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida. Transcurrido este
tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la ciudad donde
vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban sometidos a la
crueldad de la señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a apropiarse del
dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su manutención. De modo, que
aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre, y la mayoría enfermaba de privación y frío.
El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba encerrado en la carbonera
con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por haber cometido el
imperdonable pecado de decir que tenían hambre. El señor Blumble, celador de la
parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho que sobresaltó a la señora Mann.
El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo que la
señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños, ocultando así las
malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.
-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? -exclamó horrorizada la señora Mann.
Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:
-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente.
-Vengo a llevarme a Oliver Twist -dijo el celador-. Hoy cumple nueve años y ya es mayor para permanecer aquí.
-Ahora mismo lo traigo -dijo la señora Mann saliendo de la habitación.
Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado; nadie hubiera dicho que era el
mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato, el
celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar
Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nunca había recibido un
gesto cariñoso ni una palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él.
“¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he tenido nunca?”, se preguntó. Y,
por primera vez en su vida, sintió el niño la sensación de su soledad.
Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado ante la junta parroquial y allí,
el señor Limbkins, que era el director, se dirigió a él.
-¿Cómo te llamas, muchacho?
Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un fuerte pescozón que le hizo
echarse a llorar, había sido el celador que se encontraba detrás de él.
-Este chico es tonto -dijo un señor de chaleco blanco.
-¡Chist! -ordenó el primero. Y, dirigiéndose a Oliver, dijo-: Hasta ahora, la
parroquia te ha criado y mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que hagas
algo útil. Estás aquí para aprender un oficio. ¿Entendido?
-Sí. Sí, señor-contestó Oliver entre sollozos.
En el hospicio, el hambre seguía atormentando a Oliver y a sus compañeros: sólo
les daban un cacillo de gachas al día, excepto los días de fiesta en que recibían,
además de las gachas, un trocito de pan. Al cabo de tres meses, los chicos
decidieron cometer la osadía de pedir más comida y, tras echarlo a suertes, le tocó a
Oliver hacerlo. Aquella noche, después de cenar, Oliver se levantó de la mesa, se acercó al director y dijo:
-Por favor, señor, quiero un poco más.
-¿Qué? -preguntó el señor Limbkins muy enfadado.
-Por favor, señor, quiero un poco más -repitió el muchacho.
El chico fue encerrado durante una semana en un cuarto frío y oscuro; allí pasó los
días y las noches llorando amargamente. Sólo se le permitía salir para ser azotado
en el comedor delante de todos sus compañeros. El caso del “insolente muchacho”
fue llevado a la junta parroquial; ésta decidió poner un cartel en la puerta del
hospicio ofreciend c¡nco libras a quien aceptara hacerse cargo de Oliver.
El señor Gamfield era un hombre de rasgos groseros y gestos rudos, deshollinador
de profesión. Una mañana iba paseando por la calle, pensaba cómo podría pagar sus
deudas; al pasar frente al hospicio, sus ojos se clavaron en el cartel recién colocado.
-¡Sooo! -ordenó el señor Gamfield azotando a su burro.
El hombre del chaleco blanco estaba en la puerta, y al momento entendió que
Gamfield era el tipo de amo que le hacía falta a Oliver; de modo que fue a llamar al
señor Limb kins. Éste salió inmediatamente y, al ver el interés que manifestaba el
deshollinador por el muchacho, se frotó las manos y dijo con aire apesadumbrado:
-Usted quiere al chico para realizar un oficio peligroso; así que cinco libras nos parece mucho dinero.
-Entonces, ¿cuánto me darán si me lo quedo? -preguntó Gamfield.
-Tres libras y diez chelines -contestó el director.
-No seas tonto -dijo el señor del chaleco blanco-, llévatelo. Es exactamente el
muchacho que necesitas. Unos cuant os palos le vendrán bien y no te preocupes por
su manutención: no está acostumbrado a llenar su estómago, ¡ja, ja, ja!
El trato quedó inmediatamente cerrado. A continuación, se ordenó al señor Bumble
que llevara aquella misma tarde a OI¡ver ante el juez para que aprobara y firmara el
contrato. El magistrado se encontraba en una estancia enorme sentado detrás de un
escitorio. Bumble colocó a Oliver frente a él y dijo:
-Éste es el muchacho, señoría.
El anciano se puso las gafas y sus ojos toparon con el rostro pálido y aterrorizado de Oliver.
-¡Muchachito! -dijo el anciano-. ¿Por qué estás asustado?
Oliver, desconcertado por el tono suave y benévolo del juez, cayó de rodillas y, juntando las manos, suplicó:
-¡Por favor, señor! Mándeme al cuarto oscuro… máteme de hambre si quiere…; pero no me obligue a ir con este hombre.
Tras unos instantes de silencio, el juez dijo en tono solemne:
-Me niego a firmar este contrato. Llévese al muchacho de nuevo al hospicio, y trátelo bien. Creo que lo necesita.
A la mañana siguiente, el cartel en el que se ofrecían cinco libras a quien quisiera
llevarse a Oliver, estaba otra vez colocado en la puerta del hospicio. El primero en
interesarse por el negocio fue el señor Sowerberry, encargado de la funeraria
parroquial. Era un hombre escuálido que siempre vestía un traje negro y raído.
Después de revisar minuciosamente al muchacho, decidió quedárselo.
La junta parroquial decidió que Oliver se fuera con él aquella misma noche. Pero de
camino a casa de su nuevo amo, el chico no pudo reprimir las lágrimas.
-Eres el muchacho más desagradecido que he visto en mi vida -le dijo el señor Bumble.
-No, no señor No soy desagradecido; pero es que me sien to tan solo -contestó
Oliver entre sollozos-. Por favor, señor, no se enfade conmigo.
Cuando llegaron a la funeraria del señor Sowerberry, Bumble ordenó a Oliver que se secara las lágrimas.
-Aquí estoy con el muchacho.
-¡Dios mío! -exclamó la señora Sowerberry-. s muy pequeño.
-Sí, es bastante pequeño, pero no se preocupe, señora -dijo el señor Bumble-, ya crecerá.
-¡Claro que crecerá! -contestó la mujer malhumorada-. ¿Y quién lo va a pagar?
Mantener a los niños de la parroquia cuesta más de lo que se obtiene de ellos.
¡Menudo ahorro!
Y dirigiéndose a Oliver añadió:
-¡Venga, talego de huesos.
La mujer del dueño de la funeraria abrió una pequeña puerta y empujó a Oliver por
una empinada escalera. Al final de ella, se encontraba la cocina, que era un sótano
de piedra húmeda y oscura. Allí sentada estaba una muchacha sucia y desastrada.
-Charlotte -ordenó la señora Sowerberry-, dale a este muchacho algunas de las
sobras que hemos apartado para Trip.
Los ojos de Oliver se iluminaron al ver llegar el cuenco de comida y se lanzó sobre
unos restos que hasta el perro habná desdeñado, Cuando hubo acabado de comer, la
señora Sowerberry llevó a Oliver hasta la tienda bajo cuyo mostrador había puesto un viejo colchón.
-Dormirás aquí. Supongo que no te molestará estar entre ataúdes. Y si te molesta, te aguantas. No hay otro sitio.
Solo ya en la funeraria, Oliver sintió un escalofrío, el hueco donde estaba el colchón
también parecía un sepulcro. Oliver lo miró y, por un momento, deseó que aquélla
fuera de verdad su tumba; así podría dormir eternamente y descansar en el camposanto, con la hierba acariciando su cabeza.