Oliver Twist – Charles Dickens
TERRIBLES CONSECUENCIAS
Había pasado una semana, llegó el domingo y Nancy consiguió por fin acudir al
puente de Londres. A las doce en punto, llegaron Rose Maylie y el señor Brownlow.
-Alejémonos de aquí -dijo Nancy en voz baja -. Hablaremos más tranquilos abajo, al pie de la escalera.
Lo que ella no sabía es que cualquier precaución era inútil porque Noah Claypole
seguía sus pasos y oía sus palabras.
-Siento no haber podido venir la otra noche, pero Bill Sikes me retuvo en casa por la fuerza…
-Conozco el contenido de la entrevista que mantuvo el otro día con esta
señorita-dijo el señor Brownlow señalando a Rose-, y creemos que debemos
arrancarle a ese Monks su secreto como sea. De no ser así, habná que entregar a
Fagin a la policía, ya que él es el único que conoce la verdad.
-¡Nunca! -exclamó Nancy-. Yo jamás me volveré contra mis compañeros, porque
ninguno de ellos se ha vuelto contra mí.
-Entonces díganos al menos dónde podemos encontrar a Monks -repuso el señor Brownlow.
-Darán con él en una taberna llamada Los Tres Patacones.
-¿Cómo reconoceremos a ese criminal?
-Es moreno, alto y fuerte; parece mayor, aunque no tiene más de veintiocho años
y tiene los ojos negros y muy hundidos. Sufre frecuentes ataques de nervios que le
hacen tirarse al suelo y morderse las manos y los labios hasta hacerse sangre. Ah, y otra cosa: tiene en la garganta…
-¿Una mancha roja como una quemadura? -interrumpió el señor Brownlow.
-Sí -contestó Nancy sorprendida-. ¿Lo conoce?
-Creo que sí. Pero ya veremos, puede que no sea el mismo. En cualquier caso, nos
ha dado una información valiosísima. ¿Cómo podríamos agradecérselo?
-Ya nada pueden hacer por mí, he perdido toda esperanza. Soy esclava de mi
propia vida, y es muy tarde para dar marcha atrás. Ahora, por favor, márchense, es lo mejor que pueden hacer.
-Déjenos ayudarla: aún está a tiempo de cambiar su vida…
-No insistan, se lo ruego. Buenas noches, señor Buenas noches, señorita Maylie.
Rose y el señor Brownlow se alejaron y Nancy marchó a su casa. Cuando los tres
estaban ya lejos, Noah echó a correr para contar a Fagin lo que había descubierto.
Antes de que amaneciera, Fagin ya estaba al tanto de todo lo ocurrido. Se
encontraba en su casa, preso del pánico, acurrucado ante la chimenea, con el
corazón lleno de odio. Llegó entonces Bill Sikes a entregarle un paquete.
-¿Qué te pasa? -le preguntó éste al verle la cara completamente desencajada.
Fagin le contó lo que había descubierto Noah. Sikes, entonces, fuera de sí, salió a
la calle; caminó a paso rápido hasta su casa, sin pararse ni un momento a pensar en
lo que iba a hacer. Subió de prisa las escaleras, entró en la habitación, cerró la
puerta con llave y fue hacia la cama donde Nancy estaba durmiendo.
-¡Arriba! -la despertó Sikes a gritos.
-¿Qué te pasa? -le preguntó ella, todavía medio dormida.
Sin decir una palabra, el ladrón la agarró por el cuello y la arrastró hasta el centro de la habitación.
-¡Bill! ¡Bill! -gritó la muchacha-. ¿Qué he hecho?
-Anoche lo espiaron. Ahora lo sé todo.
-Entonces, perdóname la vida como yo he perdonado que tú me hayas arrastrado a
mí a esta existencia infame -dijo la muchacha aferrándose a él-. Piensa un poco, Bill.
Ahórrate este crimen. ¡Juro que te he sido fiel, Bill!
El ladrón, sordo ante las súplicas de Nancy, agarró una pistola y golpeó con ella a
la muchacha una y otra vez hasta que ésta cayó al suelo cegada por la sangre, que
fluía de una profunda brecha en su cabeza. La muchacha consiguió no obstante
ponerse de rodillas y, juntando las manos, se puso a rezar El ladrón cogió entonces
un garrote y la remató de un solo golpe en la cabeza.
Cuando los primeros rayos de sol iluminaron la habitación donde yacía el cadáver
de Nancy, Sikes quemó las ropas que llevaba, ya que estaban manchadas de sangre.
Luego, escapó de allí con su perro; una sola idea ocupaba su mente: huir Anduvo tan
rápido que, al cabo de una hora, estaba fuera de Londres.
Caminó durante todo el día por campos, prados y bosques sin hallar un lugar
seguro donde esconderse, porque en todas partes se hablaba del horrible crimen. Al
anochecer, tomó la decisión de volver a la ciudad.
-No hay mejor lugar para esconderse. Mis amigos me ayudarán -pensó.
Mientras tanto, en una chabola de un mísero barrio a orillas del Támesis estaban
escondidos Toby Crackit, Chitling y un expresidiario llamado Kags.
-¿Es cierto que han cogido a Fagin? -preguntó Toby Crackit.
-Sí, esta tarde -contestó Chitling-. Charley Bates y yo conseguimos escapar por la
chimenea; a Bolter lo trincaron a la vez que a Fagin. Imagino que Charley estará a
punto de llegar Ya no hay lugar donde esconderse; de todos los que acudíamos a Los
Tres Patacones, no ha quedado nadie a salvo. ¡Menuda redada!
Al caer la noche, los tres hombres seguían sentados, silen ciosos, a la espera de
alguna noticia. Un fuerte golpe en la puerta rompió de pronto aquel denso silencio;
después, los pasos de alguien que subía las escaleras y, por fin, los tres hombres
vieron entrar a Bill Sikes. Se quedaron boquiabiertos; no les dio tiemp o a reaccionar
y, al instante, entró también Charley Bates quien, al reconocer a Sikes, dio un paso atrás.
-¡Vamos, Charley! Soy yo -dijo Sikes yendo hacia él.
-No te acerques -contestó el otro-. Me das… asco.
Y, dirigiéndose a los demás, se puso a gritar:
-¡Mirad a este monstruo! ¡Miradlo bien! Merecería ser que mado a fuego lento por el
crimen que ha cometido. Voy a entregarlo a la policía y vosotros me vais a ayudar
Llevado por su rabia, Charley Bates se abalanzó contra Sikes, lo derribó, y ambos
rodaron por el suelo. Pero Sikes era más fuerte que el muchacho, y consiguió
inmovilizarlo sin demasia do esfuerzo. Estaba a punto de darle el golpe final, cuando
se oyó un tumulto de gente que se acercaba a la chabola; el rumor de que el asesino
estaba allí, se había extendido por el barrio y una multitud se acercaba para
lincharlo. Toby Crackit sugirió a Sikes que escapara por una de las ventanas.
El asesino soltó a su víctima y miró a su alrededor desconcertado. Charley Bates se
incorporó, corrió hacia la ot ra ventana, la abrió y se puso a gritar:
-¡Socorro! ¡El asesino está aquiil ¡Suban, suban rápido!
Bill Sikes agarró al muchacho, lo arrastró hasta la habitación contigua y allí lo dejó
encerrado con llave. Luego, cogió una larga cuerda, subió al desván y, tras levantar
un tragaluz, salió al tejado. Desde arriba, vio a la multitud encolerizada que gritaba
exigiendo su muerte, y oyó cómo la gente intentaba entrar en la casa. Ató un
extremo de la cuerda a una chimenea y en el otro hizo un nudo corredizo para
intentar descender hasta la calle. Pero en el mismo instante en que se pasaba el lazo
por la cabeza para deslizarlo luego hasta las axilas, algo extraño le ocurrió: levantó
la vista al cielo y creyó ver el rostro ensangrentado de su víctima. El pánico se
apoderó de él, lanzó un grito de terror y perdió el equilibrio cayendo al vacío, donde quedó colgando sin vida.