Orgullo y prejuicio – Jane Austen
El señor Collins no era un hombre inteligente, y a las deficiencias de su naturaleza no las había
ayudado nada ni su educación ni su vida social. Pasó la mayor parte de su vida bajo la autoridad de un
padre inculto y avaro; y aunque fue a la universidad, sólo permaneció en ella los cursos meramente
necesarios y no adquirió ningún conocimiento verdaderamente útil. La sujeción con que le había educado
su padre, le había dado, en principio, gran humildad a su carácter, pero ahora se veía contrarrestada por una
vanidad obtenida gracias a su corta inteligencia, a su vida retirada y a los sentimientos inherentes a una
repentina e inesperada prosperidad. Una afortunada casualidad le había colocado bajo el patronato de lady
Catherine de Bourgh, cuando quedó vacante la rectoría de Hunsford, y su respeto al alto rango de la señora
y la veneración que le inspiraba por ser su patrona, unidos a un gran concepto de sí mismo, a su autoridad
de clérigo y a sus derechos de rector, le habían convertido en una mezcla de orgullo y servilismo, de
presunción y modestia.
Puesto que ahora ya poseía una buena casa y unos ingresos más que suficientes, Collins estaba
pensando en casarse. En su reconciliación con la familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar
su proyecto, pues tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan hermosas y
agradables como se decía. Éste era su plan de enmienda, o reparación, por heredar las propiedades del
padre, plan que le parecía excelente, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y
desinteresado por su parte.
Su plan no varió en nada al verlas. El rostro encantador de Jane le confirmó sus propósitos y
corroboró todas sus estrictas nociones sobre la preferencia que debe darse a las hijas mayores; y así,
durante la primera velada, se decidió definitivamente por ella. Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que
hacer una alteración; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la
señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, naturalmente, a confesar sus
esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre
complacientes sonrisas y generales estímulos, la señora Bennet le hizo una advertencia sobre Jane: «En
cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía argumentarlo; no podía contestar positivamente, aunque
no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía prevenirle, aunque, al
fin y al cabo, era cosa que sólo a ella le incumbía, de que posiblemente no tardaría en comprometerse.»
Collins sólo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la señora Bennet, hizo el
cambio rápidamente. Elizabeth, que seguía a Jane en edad y en belleza, fue la nueva candidata.
La señora Bennet se dio por enterada, y confiaba en que pronto tendría dos hijas casadas. El
hombre de quien el día antes no quería ni oír hablar, se convirtió de pronto en el objeto de su más alta estimación.
El proyecto de Lydia de ir a Meryton seguía en pie. Todas las hermanas, menos Mary, accedieron
a ir con ella. El señor Collins iba a acompañarlas a petición del señor Bennet, que tenía ganas de deshacerse
de su pariente y tener la biblioteca sólo para él; pues allí le había seguido el señor Collins después del
desayuno y allí continuaría, aparentemente ocupado con uno de los mayores folios de la colección, aunque,
en realidad, hablando sin cesar al señor Bennet de su casa y de su jardín de Hunsford. Tales cosas le
descomponían enormemente. La biblioteca era para él el sitio donde sabía que podía disfrutar de su tiempo
libre con tranquilidad. Estaba dispuesto, como le dijo a Elizabeth, a soportar la estupidez y el engreimiento
en cualquier otra habitación de la casa, pero en la biblioteca quería verse libre de todo eso. Así es que
empleó toda su cortesía en invitar a Collins a acompañar a sus hijas en su paseo; y Collins, a quien se le
daba mucho mejor pasear que leer, vio el cielo abierto. Cerró el libro y se fue.
Y entre pomposas e insulsas frases, por su parte, y corteses asentimientos, por la de sus primas,
pasó el tiempo hasta llegar a Meryton. Desde entonces, las hermanas menores ya no le prestaron atención.
No tenían ojos más que para buscar oficiales por las calles. Y a no ser un sombrero verdaderamente
elegante o una muselina realmente nueva, nada podía distraerlas.
Pero la atención de todas las damiselas fue al instante acaparada por un joven al que no habían
visto antes, que tenía aspecto de ser todo un caballero, y que paseaba con un oficial por el lado opuesto de
la calle. El oficial era el señor Denny en persona, cuyo regreso de Londres había venido Lydia a averiguar,
y que se inclinó para saludarlas al pasar. Todas se quedaron impresionadas con el porte del forastero y se
preguntaban quién podría ser. Kitty y Lydia, decididas a indagar, cruzaron la calle con el pretexto de que
querían comprar algo en la tienda de enfrente, alcanzando la acera con tanta fortuna que, en ese preciso
momento, los dos caballeros, de vuelta, llegaban exactamente al mismo sitio. El señor Denny se dirigió
directamente a ellas y les pidió que le permitiesen presentarles a su amigo, el señor Wickham, que había
venido de Londres con él el día anterior, y había tenido la bondad de aceptar un destino en el Cuerpo. Esto
ya era el colmo, pues pertenecer al regimiento era lo único que le faltaba para completar su encanto. Su
aspecto decía mucho en su favor, era guapo y esbelto, de trato muy afable. Hecha la presentación, el señor
Wickham inició una conversación con mucha soltura, con la más absoluta corrección y sin pretensiones.
Aún estaban todos allí de pie charlando agradablemente, cuando un ruido de caballos atrajo su atención y
vieron a Darcy y a Bingley que, en sus cabalgaduras, venían calle abajo. Al distinguir a las jóvenes en el
grupo, los dos caballeros fueron hacia ellas y empezaron los saludos de rigor. Bingley habló más que nadie
y Jane era el objeto principal de su conversación. En ese momento, dijo, iban de camino a Longbourn para
saber cómo se encontraba; Darcy lo corroboró con una inclinación; y estaba procurando no fijar su mirada
en Elizabeth, cuando, de repente, se quedaron paralizados al ver al forastero. A Elizabeth, que vio el
semblante de ambos al mirarse, le sorprendió mucho el efecto que les había causado el encuentro. Los dos
cambiaron de calor, uno se puso pálido y el otro colorado. Después de una pequeña vacilación, Wickham se
llevó la mano al sombrero, a cuyo saludo se dignó corresponder Darcy. ¿Qué podría significar aquello? Era
imposible imaginarlo, pero era también imposible no sentir una gran curiosidad por saberlo.
Un momento después, Bingley, que pareció no haberse enterado de lo ocurrido, se despidió y siguió adelante con su amigo.
Denny y Wickham continuaron paseando con las muchachas hasta llegar a la puerta de la casa del
señor Philips, donde hicieron las correspondientes reverencias y se fueron a pesar de los insistentes ruegos
de Lydia para que entrasen y a pesar también de que la señora Philips abrió la ventana del vestíbulo y se
asomó para secundar a voces la invitación.
La señora Philips siempre se alegraba de ver a sus sobrinas. Las dos mayores fueron especialmente
bien recibidas debido a su reciente ausencia. Les expresó su sorpresa por el rápido regreso a casa, del que
nada habría sabido, puesto que no volvieron en su propio coche, a no haberse dado la casualidad de
encontrarse con el mancebo del doctor Jones, quien le dijo que ya no tenía que mandar más medicinas a
Netherfield porque las señoritas Bennet se habían ido. Entonces Jane le presentó al señor Collins a quien
dedicó toda su atención. Le acogió con la más exquisita cortesía, a la que Collins correspondió con más
finura aún, disculpándose por haberse presentado en su casa sin que ella hubiese sido advertida
previamente, aunque él se sentía orgulloso de que fuese el parentesco con sus sobrinas lo que justificaba
dicha intromisión. La señora Philips se quedó totalmente abrumada con tal exceso de buena educación.
Pero pronto tuvo que dejar de lado a este forastero, por las exclamaciones y preguntas relativas al otro. La
señora Philips no podía decir a sus sobrinas más de lo que ya sabían: que el señor Denny lo había traído de
Londres y que se iba a quedar en la guarnición del condado con el grado de teniente. Agregó que lo había
estado observando mientras paseaba por la calle; y si el señor Wickham hubiese aparecido entonces,
también Kitty y Lydia se habrían acercado a la ventana para contemplarlo, pero por desgracia, en aquellos
momentos no pasaban más que unos cuantos oficiales que, comparados con el forastero, resultaban «unos
sujetos estúpidos y desagradables». Algunos de estos oficiales iban a cenar al día siguiente con los Philips,
y la tía les prometió que le diría a su marido que visitase a Wickham para que lo invitase también a él, si la
familia de Longbourn quería venir por la noche. Así lo acordaron, y la señora Philips les ofreció jugar a la
lotería y tomar después una cena caliente. La perspectiva de semejantes delicias era magnífica, y las chicas
se fueron muy contentas. Collins volvió a pedir disculpas al salir, y se le aseguró que no eran necesarias.
De camino a casa, Elizabeth le contó a Jane lo sucedido entre los dos caballeros, y aunque Jane los
habría defendido de haber notado algo raro, en este caso, al igual que su hermana, no podía explicarse tal
comportamiento.
Collins halagó a la señora Bennet ponderándole los modales y la educación de la señora Philips.
Aseguró que aparte de lady Catherine y su hija, nunca había visto una mujer más elegante, pues no sólo le
recibió con la más extremada cortesía, sino que, además, le incluyó en la invitación para la próxima velada,
a pesar de serle totalmente desconocido. Claro que ya sabía que debía atribuirlo a su parentesco con ellos,
pero no obstante, en su vida había sido tratado con tanta amabilidad.