Orgullo y prejuicio – Jane Austen
Al día siguiente todo era nuevo e interesante para Elizabeth. Estaba dispuesta a pasarlo bien y muy
animada, pues había encontrado a su hermana con muy buen aspecto y todos los temores que su salud le
inspiraba se hablan desvanecido. Además, la perspectiva de un viaje por el Norte era para ella una constante fuente de dicha.
Cuando dejaron el camino real para entrar en el sendero de Hunsford, los ojos de todos buscaban
la casa del párroco y a cada revuelta creían que iban a divisarla. A un lado del sendero corría la empalizada
de la finca de Rosings. Elizabeth sonrió al acordarse de todo lo que había oído decir de sus habitantes.
Por fin vislumbraron la casa parroquial. El jardín que se extendía hasta el camino, la casa que se
alzaba en medio, la verde empalizada y el seto de laurel indicaban que ya habían llegado. Collins y
Charlotte aparecieron en la puerta, y el carruaje se detuvo ante una pequeña entrada que conducía a la casa
a través de un caminito de gravilla, entre saludos y sonrisas generales. En un momento se bajaron todos del
landó, alegrándose mutuamente al verse. La señora Collins dio la bienvenida a su amiga con el más sincero
agrado, y Elizabeth, al ser recibida con tanto cariño, estaba cada vez más contenta de haber venido.
Observó al instante que las maneras de su primo no habían cambiado con el matrimonio; su rigida cortesía
era exactamente la misma de antes, y la tuvo varios minutos en la puerta para hacerle preguntas sobre toda
la familia. Sin más dilación que las observaciones de Collins a sus huéspedes sobre la pulcritud de la
entrada, entraron en la casa. Una vez en el recibidor, Collins con rimbombante formalidad, les dio por
segunda vez la bienvenida a su humilde casa, repitiéndoles punto por punto el ofrecimiento que su mujer
les había hecho de servirles un refresco.
Elizabeth estaba preparada para verlo ahora en su ambiente, y no pudo menos que pensar que al
mostrarles las buenas proporciones de la estancia, su aspecto y su mobiliario, Collins se dirigía
especialmente a ella, como si deseara hacerle sentir lo que había perdido al rechazarle. Pero aunque todo
parecía reluciente y confortable, Elizabeth no pudo gratificarle con ninguna señal de arrepentimiento, sino
que más bien se admiraba de que su amiga pudiese tener una aspecto tan alegre con semejante compañero.
Cuando Collins decía algo que forzosamente tenía que avergonzar a su mujer, lo que sucedía no pocas
veces, Elizabeth volvía involuntariamente los ojos hacia Charlotte. Una vez o dos pudo descubrir que ésta
se sonrojaba ligeramente; pero, por lo común, Charlotte hacía como que no le oía. Después de estar
sentados durante un rato, el suficiente para admirar todos y cada uno de los muebles, desde el aparador a la
rejilla de la chimenea, y para contar el viaje y todo lo que había pasado en Londres, el señor Collins les
invitó a dar un paseo por el jardín, que era grande y bien trazado y de cuyo cuidado se encargaba él
personalmente. Trabajar en el jardín era uno de sus más respetados placeres; Elizabeth admiró la seriedad
con la que Charlotte hablaba de lo saludable que era para Collins y confesó que ella misma lo animaba a
hacerlo siempre que le fuera posible. Guiándoles a través de todas las sendas y recovecos y sin dejarles
apenas tiempo de expresar las alabanzas que les exigía, les fue señalando todas las vistas con una
minuciosidad que estaba muy por encima de su belleza. Enumeraba los campos que se divisaban en todas
direcciones y decía cuántos árboles había en cada uno. Pero de todas las vistas de las que su jardín, o la
campiña, o todo el reino podía enardecerse, no había otra que pudiese compararse a la de Rosings, que se
descubría a través de un claro de los árboles que limitaban la finca en la parte opuesta a la fachada de su
casa. La mansión era bonita, moderna y estaba muy bien situada, en una elevación del terreno.
Desde el jardín, Collins hubiese querido llevarles a recorrer sus dos praderas, pero las señoras no
iban calzadas a propósito para andar por la hierba aún helada y desistieron. Sir William fue el único que le
acompañó. Charlotte volvió a la casa con su hermana y Elizabeth, sumamente contenta probablemente por
poder mostrársela sin la ayuda de su marido. Era pequeña pero bien distribuida, todo estaba arreglado con
orden y limpieza, mérito que Elizabeth atribuyó a Charlotte. Cuando se podía olvidar a Collins, se respiraba
un aire más agradable en la casa; y por la evidente satisfacción de su amiga, Elizabeth pensó que debería olvidarlo más a menudo.
Ya le habían dicho que lady Catherine estaba todavía en el campo. Se volvió a hablar de ella
mientras cenaban, y Collins, sumándose a la conversación, dijo:
––Sí, Elizabeth; tendrá usted el honor de ver a lady Catherine de Bourgh el próximo domingo en la
iglesia, y no necesito decirle lo que le va a encantar. Es toda afabilidad y condescendencia, y no dudo que
la honrará dirigiéndole la palabra en cuanto termine el oficio religioso. Casi no dudo tampoco de que usted
y mi cuñada María serán incluidas en todas las invitaciones con que nos honre durante la estancia de
ustedes aquí. Su actitud para con mi querida Charlotte es amabilísima. Comemos en Rosings dos veces a la semana y nunca consiente que volvamos a pie. Siempre pide su carruaje para que nos lleve, mejor dicho, uno de sus carruajes, porque tiene varios.
––Lady Catherine es realmente una señora muy respetable y afectuosa ––añadió Charlotte––, y una vecina muy atenta.
––Muy cierto, querida; es exactamente lo que yo digo: es una mujer a la que nunca se puede considerar con bastante deferencia.
Durante la velada se habló casi constantemente de Hertfordshire y se repitió lo que ya se había
dicho por escrito. Al retirarse, Elizabeth, en la soledad de su aposento, meditó sobre el bienestar de
Charlotte y sobre su habilidad y discreción en sacar partido y sobrellevar a su esposo, reconociendo que lo
hacía muy bien. Pensó también en cómo transcurriría su visita, a qué se dedicarían, en las fastidiosas
interrupciones de Collins y en lo que se iba a divertir tratando con la familia de Rosings. Su viva imaginación lo planeó todo en seguida.
Al día siguiente, a eso de las doce, estaba en su cuarto preparándose para salir a dar un paseo,
cuando oyó abajo un repentino ruido que pareció que sembraba la confusión en toda la casa. Escuchó un
momento y advirtió que alguien subía la escalera apresuradamente y la llamaba a voces. Abrió la puerta y
en el corredor se encontró con María agitadísima y sin aliento, que exclamó:
––¡Oh, Elizabeth querida! ¡Date prisa, baja al comedor y verás! No puedo decirte lo que es.
¡Corre, ven en seguida!
En vano preguntó Elizabeth lo que pasaba. María no quiso decirle más, ambas acudieron al
comedor, cuyas ventanas daban al camino, para ver la maravilla. Ésta consistía sencillamente en dos
señoras que estaban paradas en la puerta del jardín en un faetón bajo.
––¿Y eso es todo? ––exclamó Elizabeth––. ¡Esperaba por lo menos que los puercos hubiesen
invadido el jardín, y no veo más que a lady Catherine y a su hija!
––¡Oh, querida! ––repuso María extrañadísima por la equivocación––. No es lady Catherine. La
mayor es la señora Jenkinson, que vive con ellas. La otra es la señorita de Bourgh. Mírala bien. Es una
criaturita. ¡Quién habría creído que era tan pequeña y tan delgada!
––Es una grosería tener a Charlotte en la puerta con el viento que hace. ¿Por qué no entra esa señorita?
––Charlotte dice que casi nunca lo hace. Sería el mayor de los favores que la señorita de Bourgh entrase en la casa.
––Me gusta su aspecto ––dijo Elizabeth, pensando en otras cosas––. Parece enferma y
malhumorada. Sí, es la mujer apropiada para él, le va mucho.
Collins y su esposa conversaban con las dos señoras en la verja del jardín, y Elizabeth se divertía
de lo lindo viendo a sir William en la puerta de entrada, sumido en la contemplación de la grandeza que
tenía ante sí y haciendo una reverencia cada vez que la señorita de Bourgh dirigía la mirada hacia donde él estaba.
Agotada la conversación, las señoras siguieron su camino, y los demás entraron en la casa. Collins,
en cuanto vio a las dos muchachas, las felicitó por la suerte que habían tenido. Dicha suerte, según aclaró
Charlotte, era que estaban todos invitados a cenar en Rosings al día siguiente.