Orgullo y prejuicio – Jane Austen
Por más que la señora Bennet, con la ayuda de sus hijas, preguntase sobre el tema, no conseguía
sacarle a su marido ninguna descripción satisfactoria del señor Bingley. Le atacaron de varias maneras: con
preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy hábiles que fueran, él las
eludía todas. Y al final se vieron obligadas a aceptar la información de segunda mano de su vecina lady
Lucas. Su impresión era muy favorable, sir William había quedado encantado con él. Era joven, guapísimo,
extremadamente agradable y para colmo pensaba asistir al próximo baile con un grupo de amigos. No podía
haber nada mejor. El que fuese aficionado al baile era verdaderamente una ventaja a la hora de enamorarse;
y así se despertaron vivas esperanzas para conseguir el corazón del señor Bingley.
––Si pudiera ver a una de mis hijas viviendo felizmente en Netherfield, y a las otras igual de bien casadas,
ya no desearía más en la vida le dijo la señora Bennet a su marido.
Pocos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet y pasó con él diez
minutos en su biblioteca. Él había abrigado la esperanza de que se le permitiese ver a las muchachas de
cuya belleza había oído hablar mucho; pero no vio más que al padre. Las señoras fueron un poco más
afortunadas, porque tuvieron la ventaja de poder comprobar desde una ventana alta que el señor Bingley
llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro.
Poco después le enviaron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la señora Bennet tenía
ya planeados los manjares que darían crédito de su buen hacer de ama de casa, recibieron una respuesta que
echaba todo a perder. El señor Bingley se veía obligado a ir a la ciudad al día siguiente, y en consecuencia
no podía aceptar el honor de su invitación. La señora Bennet se quedó bastante desconcertada. No podía
imaginar qué asuntos le reclamaban en la ciudad tan poco tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y
empezó a temer que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin establecerse definitivamente
y como es debido en Netherfield. Lady Lucas apaciguó un poco sus temores llegando a la conclusión de
que sólo iría a Londres para reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto corrió el rumor de que
Bingley iba a traer a doce damas y a siete caballeros para el baile. Las muchachas se afligieron por
semejante número de damas; pero el día antes del baile se consolaron al oír que en vez de doce había traído
sólo a seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile entraron en el salón, sólo eran cinco en
total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven.
El señor Bingley era apuesto, tenía aspecto de caballero, semblante agradable y modales sencillos
y poco afectados. Sus hermanas eran mujeres hermosas y de indudable elegancia. Su cuñado, el señor
Hurst, casi no tenía aspecto de caballero; pero fue su amigo el señor Darcy el que pronto centró la atención
del salón por su distinguida personalidad, era un hombre alto, de bonitas facciones y de porte aristocrático.
Pocos minutos después de su entrada ya circulaba el rumor de que su renta era de diez mil libras al año. Los
señores declaraban que era un hombre que tenía mucha clase; las señoras decían que era mucho más guapo
que Bingley, siendo admirado durante casi la mitad de la velada, hasta que sus modales causaron tal
disgusto que hicieron cambiar el curso de su buena fama; se descubrió que era un hombre orgulloso, que
pretendía estar por encima de todos los demás y demostraba su insatisfacción con el ambiente que le
rodeaba; ni siquiera sus extensas posesiones en Derbyshire podían salvarle ya de parecer odioso y
desagradable y de que se considerase que no valía nada comparado con su amigo.
El señor Bingley enseguida trabó amistad con las principales personas del salón; era vivo y franco,
no se perdió ni un solo baile, lamentó que la fiesta acabase tan temprano y habló de dar una él en
Netherfield. Tan agradables cualidades hablaban por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El señor
Darcy bailó sólo una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley, se negó a que le presentasen a
ninguna otra dama y se pasó el resto de la noche deambulando por el salón y hablando de vez en cuando
con alguno de sus acompañantes. Su carácter estaba definitivamente juzgado. Era el hombre más orgulloso
y más antipático del mundo y todos esperaban que no volviese más por allí. Entre los más ofendidos con
Darcy estaba la señora Bennet, cuyo disgusto por su comportamiento se había agudizado convirtiéndose en
una ofensa personal por haber despreciado a una de sus hijas.
Había tan pocos caballeros que Elizabeth Bennet se había visto obligada a sentarse durante dos
bailes; en ese tiempo Darcy estuvo lo bastante cerca de ella para que la muchacha pudiese oír una
conversación entre él y el señor Bingley, que dejó el baile unos minutos para convencer a su amigo de que
se uniese a ellos.
––Ven, Darcy ––le dijo––, tienes que bailar. No soporto verte ahí de pie, solo y con esa estúpida
actitud. Es mejor que bailes.
––No pienso hacerlo. Sabes cómo lo detesto, a no ser que conozca personalmente a mi pareja. En
una fiesta como ésta me sería imposible. Tus hermanas están comprometidas, y bailar con cualquier otra
mujer de las que hay en este salón sería como un castigo para mí.
––No deberías ser tan exigente y quisquilloso ––se quejó Bingley––. ¡Por lo que más quieras!
Palabra de honor, nunca había visto a tantas muchachas tan encantadoras como esta noche; y hay algunas
que son especialmente bonitas.
––Tú estás bailando con la única chica guapa del salón ––dijo el señor Darcy mirando a la mayor
de las Bennet.
––¡Oh! ¡Ella es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero justo detrás de ti está
sentada una de sus hermanas que es muy guapa y apostaría que muy agradable. Deja que le pida a mi pareja
que te la presente.
––¿Qué dices? ––y, volviéndose, miró por un momento a Elizabeth, hasta que sus miradas se
cruzaron, él apartó inmediatamente la suya y dijo fríamente: ––No está mal, aunque no es lo bastante guapa
como para tentarme; y no estoy de humor para hacer caso a las jóvenes que han dado de lado otros. Es
mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas porque estás malgastando el tiempo conmigo.
El señor Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó; y Elizabeth se quedó allí con sus no
muy cordiales sentimientos hacia él. Sin embargo, contó la historia a sus amigas con mucho humor porque
era graciosa y muy alegre, y tenía cierta disposición a hacer divertidas las cosas ridículas.
En resumidas cuentas, la velada transcurrió agradablemente para toda la familia. La señora Bennet
vio cómo su hija mayor había sido admirada por los de Netherfield. El señor Bingley había bailado con ella
dos veces, y sus hermanas estuvieron muy atentas con ella. Jane estaba tan satisfecha o más que su madre,
pero se lo guardaba para ella. Elizabeth se alegraba por Jane. Mary había oído cómo la señorita Bingley
decía de ella que era la muchacha más culta del vecindario. Y Catherine y Lydia habían tenido la suerte de
no quedarse nunca sin pareja, que, como les habían enseñado, era de lo único que debían preocuparse en los
bailes. Así que volvieron contentas a Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los principales
habitantes. Encontraron al señor Bennet aún levantado; con un libro delante perdía la noción del tiempo; y
en esta ocasión sentía gran curiosidad por los acontecimientos de la noche que había despertado tanta
expectación. Llegó a creer que la opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser desfavorable; pero
pronto se dio cuenta de que lo que iba a oír era todo lo contrario.
––¡Oh!, mi querido señor Bennet ––dijo su esposa al entrar en la habitación––. Hemos tenido una
velada encantadora, el baile fue espléndido. Me habría gustado que hubieses estado allí. Jane despertó tal
admiración, nunca se había visto nada igual. Todos comentaban lo guapa que estaba, y el señor Bingley la
encontró bellísima y bailó con ella dos veces. Fíjate, querido; bailó con ella dos veces. Fue a la única de
todo el salón a la que sacó a bailar por segunda vez. La primera a quien sacó fue a la señorita Lucas. Me
contrarió bastante verlo bailar con ella, pero a él no le gustó nada. ¿A quién puede gustarle?, ¿no crees? Sin
embargo pareció quedarse prendado de Jane cuando la vio bailar. Así es que preguntó quién era, se la
presentaron y le pidió el siguiente baile. Entonces bailó el tercero con la señorita King, el cuarto con María
Lucas, el quinto otra vez con Jane, el sexto con Lizzy y el boulanger…
––¡Si hubiese tenido alguna compasión de mí ––gritó el marido impaciente–– no habría gastado
tanto! ¡Por el amor de Dios, no me hables más de sus parejas! ¡Ojalá se hubiese torcido un tobillo en el
primer baile!
––¡Oh, querido mío! Me tiene fascinada, es increíblemente guapo, y sus hermanas son
encantadoras. Llevaban los vestidos más elegantes que he visto en mi vida. El encaje del de la señora
Hurst…
Aquí fue interrumpida de nuevo. El señor Bennet protestó contra toda descripción de atuendos.
Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con gran amargura y algo de
exageración, la escandalosa rudeza del señor Darcy.
––Pero puedo asegurarte ––añadió–– que Lizzy no pierde gran cosa con no ser su tipo, porque es
el hombre más desagradable y horrible que existe, y no merece las simpatías de nadie. Es tan estirado y tan
engreído que no hay forma de soportarle. No hacía más que pasearse de un lado para otro como un pavo
real. Ni siquiera es lo bastante guapo para que merezca la pena bailar con él. Me habría gustado que
hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena lección. Le detesto.