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Capítulo 33

Orgullo y prejuicio – Jane Austen

En sus paseos por la alameda dentro de la finca más de una vez se había encontrado Elizabeth
inesperadamente con Darcy. La primera vez no le hizo ninguna gracia que la mala fortuna fuese a traerlo
precisamente a él a un sitio donde nadie más solía ir, y para que no volviese a repetirse se cuidó mucho de
indicarle que aquél era su lugar favorito. Por consiguiente, era raro que el encuentro volviese a producirse,
y, sin embargo, se produjo incluso una tercera vez. Parecía que lo hacía con una maldad intencionada o por
penitencia, porque la cosa no se reducía a las preguntas de rigor o a una simple y molesta detención; Darcy
volvía atrás y paseaba con ella. Nunca hablaba mucho ni la importunaba haciéndole hablar o escuchar
demasiado. Pero al tercer encuentro Elizabeth se quedó asombrada ante la rareza de las preguntas que le
hizo: si le gustaba estar en Hunsford, si le agradaban los paseos solitarios y qué opinión tenía de la felicidad
del matrimonio Collins; pero lo más extraño fue que al hablar de Rosings y del escaso conocimiento que
tenía ella de la casa, pareció que él suponía que, al volver a Kent, Elizabeth residiría también allí. ¿Estaría
pensando en el coronel Fitzwilliam? La joven pensó que si algo quería decir había de ser forzosamente una
alusión por ese lado. Esto la inquietó un poco y se alegró de encontrarse en la puerta de la empalizada que
estaba justo enfrente de la casa de los Collins.
Releía un día, mientras paseaba, la última carta de Jane y se fijaba en un pasaje que denotaba la
tristeza con que había sido escrita, cuando, en vez de toparse de nuevo con Darcy, al levantar la vista se
encontró con el coronel Fitzwilliam. Escondió al punto la carta y simulando una sonrisa, dijo:
––Nunca supe hasta ahora que paseaba usted por este camino.
––He estado dando la vuelta completa a la finca ––contestó el coronel––, cosa que suelo hacer
todos los años. Y pensaba rematarla con una visita a la casa del párroco. ¿Va a seguir paseando?
––No; iba a regresar.
En efecto, dio la vuelta y juntos se encaminaron hacia la casa parroquial.
––¿Se van de Kent el sábado, seguro? ––preguntó Elizabeth.
––Sí, si Darcy no vuelve a aplazar el viaje. Estoy a sus órdenes; él dispone las cosas como le parece.
––Y si no le placen las cosas por lo menos le da un gran placer el poder disponerlas a su antojo.
No conozco a nadie que parezca gozar más con el poder de hacer lo que quiere que el señor Darcy.
––Le gusta hacer su santa voluntad replicó el coronel Fitzwilliam––. Pero a todos nos gusta. Sólo
que él tiene más medios ––para hacerlo que otros muchos, porque es rico y otros son pobres. Digo lo que
siento. Usted sabe que los hijos menores tienen que acostumbrarse a la dependencia y renunciar a muchas cosas.
––Yo creo que el hijo menor de un conde no lo pasa tan mal como usted dice. Vamos a ver,
sinceramente, ¿qué sabe usted de renunciamientos y de dependencias? ¿Cuándo se ha visto privado, por
falta de dinero, de ir a donde quería o de conseguir algo que se le antojara?
––Ésas son cosas sin importancia, y acaso pueda reconocer que no he sufrido muchas privaciones
de esa naturaleza. Pero en cuestiones de mayor trascendencia, estoy sujeto a la falta de dinero. Los hijos
menores no pueden casarse cuando les apetece.
––A menos que les gusten las mujeres ricas, cosa que creo que sucede a menudo.
––Nuestra costumbre de gastar nos hace demasiado dependientes, y no hay muchos de mi rango
que se casen sin prestar un poco de atención al dinero.
«¿Se referirá esto a mí?», pensó Elizabeth sonrojándose. Pero reponiéndose contestó en tono jovial:
––Y dígame, ¿cuál es el precio normal de un hijo menor de un conde? A no ser que el hermano
mayor esté muy enfermo, no pedirán ustedes más de cincuenta mil libras…
Él respondió en el mismo tono y el tema se agotó. Para impedir un silencio que podría hacer
suponer al coronel que lo dicho le había afectado, Elizabeth dijo poco después:
––Me imagino que su primo le trajo con él sobre todo para tener alguien a su disposición. Me
extraña que no se case, pues así tendría a una persona sujeta constantemente. Aunque puede que su
hermana le baste para eso, de momento, pues como está a su exclusiva custodia debe de poder mandarla a su gusto.
––No ––dijo el coronel Fitzwilliam––, esa ventaja la tiene que compartir conmigo. Estoy
encargado, junto con él, de la tutoría de su hermana.
––¿De veras? Y dígame, ¿qué clase de tutoría es la que ejercen? ¿Les da mucho que hacer? Las
chicas de su edad son a veces un poco difíciles de gobernar, y si tiene el mismo carácter que el señor Darcy,
le debe de gustar también hacer su santa voluntad.
Mientras hablaba, Elizabeth observó que el coronel la miraba muy serio, y la forma en que le
preguntó en seguida que cómo suponía que la señorita Darcy pudiera darles algún quebradero de cabeza,
convenció a Elizabeth de que, poco o mucho, se había acercado a la verdad. La joven contestó a su pregunta directamente:
––No se asuste. Nunca he oído decir de ella nada malo y casi aseguraría que es una de las mejores
criaturas del mundo. Es el ojo derecho de ciertas señoras que conozco: la señora Hurst y la señorita
Bingley. Me parece que me dijo usted que también las conocía.
––Algo, sí. Su hermano es un caballero muy agradable, íntimo amigo de Darcy.
––¡Oh, sí! ––dijo Elizabeth secamente––. El señor Darcy es increíblemente amable con el señor
Bingley y lo cuida de un modo extraordinario.
––¿Lo cuida? Sí, realmente, creo que lo cuida precisamente en lo que mayores cuidados requiere.
Por algo que me contó cuando veníamos hacia aquí, presumo que Bingley le debe mucho. Pero debo pedirle que me perdone, porque no tengo derecho a suponer que Bingley fuese la persona a quien Darcy se refería. Son sólo conjeturas.
––¿Qué quiere decir?
––Es una cosa que Darcy no quisiera que se divulgase, pues si llegase a oídos de la familia de la
dama, resultaría muy desagradable.
No se preocupe, no lo divulgaré.
––Tenga usted en cuenta que carezco de pruebas para suponer que se trata de Bingley. Lo que
Darcy me dijo es que se alegraba de haber librado hace poco a un amigo de cierto casamiento muy
imprudente; pero no citó nombres ni detalles, y yo sospeché que el amigo era Bingley sólo porque me
parece un joven muy a propósito para semejante caso, y porque sé que estuvieron juntos todo el verano.
––¿Le dijo a usted el señor Darcy las razones que tuvo para inmiscuirse en el asunto?
––Yo entendí que había algunas objeciones de peso en contra de la señorita.
––¿Y qué artes usó para separarles?
––No habló de sus artimañas ––dijo Fitzwilliam sonriendo––. Sólo me contó lo que acabo de decirle.
Elizabeth no hizo ningún comentario y siguió caminando con el corazón henchido de indignación.
Después de observarla un poco, Fitzwilliam le preguntó por qué estaba tan pensativa.
––Estoy pensando en lo que usted me ha dicho ––respondió Elizabeth––. La conducta de su primo
no me parece nada bien. ¿Por qué tenía que ser él el juez?
––¿Quiere decir que su intervención fue indiscreta? ––No veo qué derecho puede tener el señor
Darcy para decidir sobre una inclinación de su amigo y por qué haya de ser él el que dirija y determine, a su
juicio, de qué modo ha de ser su amigo feliz. Pero ––continuó, reportándose––, no sabiendo detalles, no
está bien censurarle. Habrá que creer que el amor no tuvo mucho que ver en este caso.
Es de suponer ––dijo Fitzwilliam––, pero eso aminora muy tristemente el triunfo de mi primo.
Esto último lo dijo en broma, pero a Elizabeth le pareció un retrato tan exacto de Darcy que creyó
inútil contestar. Cambió de conversación y se puso a hablar de cosas intrascendentes hasta que llegaron a la
casa. En cuanto el coronel se fue, Elizabeth se encerró en su habitación y pensó sin interrupción en todo lo
que había oído. No cabía suponer que el coronel se refiriese a otras personas que a Jane y a Bingley. No
podían existir dos hombres sobre los cuales ejerciese Darcy una influencia tan ilimitada. Nunca había
dudado de que Darcy había tenido que ver en las medidas tomadas para separar a Bingley y a Jane; pero el
plan y el principal papel siempre lo había atribuido a la señorita Bingley. Sin embargo, si su propia vanidad
no le ofuscaba, él era el culpable; su orgullo y su capricho eran la causa de todo lo que Jane había sufrido y
seguía sufriendo aún. Por él había desaparecido toda esperanza de felicidad en el corazón más amable y
generoso del mundo, y nadie podía calcular todo el mal que había hecho.
El coronel Fitzwilliam había dicho que «había algunas objeciones de peso contra la señorita». Y
esas objeciones serían seguramente el tener un tío abogado de pueblo y otro comerciante en Londres…
«Contra Jane ––pensaba Elizabeth–– no había ninguna objeción posible. ¡Ella es el encanto y la
bondad personificados! Su inteligencia es excelente; su talento, inmejorable; sus modales, cautivadores.
Nada había que objetar tampoco contra su padre que, en medio de sus rarezas, poseía aptitudes que no
desdeñaría el propio Darcy y una respetabilidad que acaso éste no alcanzase nunca.» Al acordarse de su
madre, su confianza cedió un poquito; pero tampoco admitió que Darcy pudiese oponerle ninguna objeción
de peso, pues su orgullo estaba segura de ello–– daba más importancia a la falta de categoría de los posibles
parientes de su amigo, que a su falta de sentido. En resumidas cuentas, había que pensar que le había
impulsado por una parte el más empedernido orgullo y por otra su deseo de conservar a Bingley para su hermana.
La agitación y las lágrimas le dieron a Elizabeth un dolor de cabeza que aumentó por la tarde, y
sumada su dolencia a su deseo de no ver a Darcy, decidió no acompañar a sus primos a Rosings, donde
estaban invitados a tomar el té. La señora Collins, al ver que estaba realmente indispuesta, no insistió, e
impidió en todo lo posible que su marido lo hiciera; pero Collins no pudo ocultar su temor de que lady
Catherine tomase a mal la ausencia de Elizabeth.


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