Orgullo y prejuicio – Jane Austen
A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que
bajara a cenar. Ésta no pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que le hicieron y en las cuales
tuvo la satisfacción de distinguir el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada; al
oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo horrible que era tener un mal
resfriado y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su
indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth la antipatía que en
principio había sentido por ellas.
En realidad, era a Bingley al único del grupo que ella veía con agrado. Su preocupación por Jane
era evidente, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una intrusa,
que era como los demás la consideraban. Sólo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita Bingley
estaba absorta con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que
estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre indolente que no vivía más que para comer, beber y
jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué
hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió inmediatamente junto a Jane. Nada más salir del
comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en efecto, pésimos, una mezcla de
orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst opinaba lo
mismo y añadió:
––En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una excelente caminante. Jamás
olvidaré cómo apareció esta mañana. Realmente parecía medio salvaje.
En efecto, Louisa. Cuando la vi, casi no pude contenerme. ¡Qué insensatez venir hasta aquí! ¿Qué
necesidad había de que corriese por los campos sólo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo traía los
cabellos, tan despeinados, tan desaliñados!
––Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro. Y el abrigo que se
había puesto para taparlas, desde luego, no cumplía su cometido.
––Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa ––dijo Bingley––, pero todo eso a mí me pasó
inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto inmejorable al entrar en el salón esta
mañana. Casi no me di cuenta de que llevaba las faldas sucias.
––Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy ––dijo la señorita Bingley––; y me figuro
que no le gustaría que su hermana diese semejante espectáculo.
––Claro que no.
––¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta los tobillos y sola,
completamente sola! ¿Qué querría dar a entender? Para mí, eso demuestra una abominable independencia y
presunción, y una indiferencia por el decoro propio de la gente del campo.
––Lo que demuestra es un apreciable cariño por su hermana ––dijo Bingley.
––Me temo, señor Darcy ––observó la señorita Bingley a media voz––, que esta aventura habrá
afectado bastante la admiración que sentía usted por sus bellos ojos.
––En absoluto ––respondió Darcy––; con el ejercicio se le pusieron aun más brillantes.
A esta intervención siguió una breve pausa, y la señora Hurst empezó de nuevo.
––Le tengo gran estima a Jane Bennet, es en verdad una muchacha encantadora, y desearía con
todo mi corazón que tuviese mucha suerte. Pero con semejantes padres y con parientes de tan poca clase,
me temo que no va a tener muchas oportunidades.
––Creo que te he oído decir que su tío es abogado en Meryton.
––Sí, y tiene otro que vive en algún sitio cerca de Cheapside.
––¡Colosal! –– añadió su hermana. Y las dos se echaron a reír a carcajadas.
––Aunque todo Cheapside estuviese lleno de tíos suyos ––exclamó Bingley––, no por ello serían
las Bennet menos agradables.
––Pero les disminuirá las posibilidades de casarse con hombres que figuren algo en el mundo ––
respondió Darcy.
Bingley no hizo ningún comentario a esta observación de Darcy. Pero sus hermanas asintieron
encantadas, y estuvieron un rato divirtiéndose a costa de los vulgares parientes de su querida amiga.
Sin embargo, en un acto de renovada bondad, al salir del comedor pasaron al cuarto de la enferma
y se sentaron con ella hasta que las llamaron para el café. Jane se encontraba todavía muy mal, y Elizabeth
no la dejaría hasta más tarde, cuando se quedó tranquila al ver que estaba dormida, y entonces le pareció
que debía ir abajo, aunque no le apeteciese nada. Al entrar en el salón los encontró a todos jugando al loo, e
inmediatamente la invitaron a que les acompañase. Pero ella, temiendo que estuviesen jugando fuerte, no
aceptó, y, utilizando a su hermana como excusa, dijo que se entretendría con un libro durante el poco
tiempo que podría permanecer abajo. El señor Hurst la miró con asombro.
––¿Prefieres leer a jugar?––le dijo––. Es muy extraño.
––La señorita Elizabeth Bennet ––dijo la señorita Bingley–– desprecia las cartas. Es una gran
lectora y no encuentra placer en nada más.
––No merezco ni ese elogio ni esa censura ––exclamó Elizabeth––. No soy una gran lectora y
encuentro placer en muchas cosas.
––Como, por ejemplo, en cuidar a su hermana ––intervino Bingley––, y espero que ese placer
aumente cuando la vea completamente repuesta.
Elizabeth se lo agradeció de corazón y se dirigió a una mesa donde había varios libros. Él se
ofreció al instante para ir a buscar otros, todos los que hubiese en su biblioteca.
––Desearía que mi colección fuese mayor para beneficio suyo y para mi propio prestigio; pero soy
un hombre perezoso, y aunque no tengo muchos libros, tengo más de los que pueda llegar a leer.
Elizabeth le aseguró que con los que había en la habitación tenía de sobra.
––Me extraña ––dijo la señorita Bingley–– que mi padre haya dejado una colección de libros tan
pequeña. ¡Qué estupenda biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!
––Tiene que ser buena ––contestó––; es obra de muchas generaciones.
––Y además usted la ha aumentado considerablemente; siempre está comprando libros.
––No puedo comprender que se descuide la biblioteca de una familia en tiempos como éstos.
––¡Descuidar! Estoy segura de que usted no descuida nada que se refiera a aumentar la belleza de
ese noble lugar. Charles, cuando construyas tu casa, me conformaría con que fuese la mitad de bonita que
Pemberley.
––Ojalá pueda.
––Pero yo te aconsejaría que comprases el terreno cerca de Pemberley y que lo tomases como
modelo. No hay condado más bonito en Inglaterra que Derbyshire.
––Ya lo creo que lo haría. Y compraría el mismo Pemberley si Darcy lo vendiera.
––Hablo de posibilidades, Charles.
––Sinceramente, Caroline, preferiría conseguir Pemberley comprándolo que imitándolo.
Elizabeth estaba demasiado absorta en lo que ocurría para poder prestar la menor atención a su
libro; no tardó en abandonarlo, se acercó a la mesa de juego y se colocó entre Bingley y su hermana mayor
para observar la partida.
––¿Ha crecido la señorita Darcy desde la primavera? ––preguntó la señorita Bingley––. ¿Será ya
tan alta como yo?
––Creo que sí. Ahora será de la estatura de la señorita Elizabeth Bennet, o más alta.
––¡Qué ganas tengo de volver a verla! Nunca he conocido a nadie que me guste tanto. ¡Qué figura,
qué modales y qué talento para su edad! Toca el piano de un modo exquisito.
––Me asombra ––dijo Bingley–– que las jóvenes tengan tanta paciencia para aprender tanto, y
lleguen a ser tan perfectas como lo son todas.
––¡Todas las jóvenes perfectas! Mi querido Charles, ¿qué dices?
––Sí, todas. Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas de malla. No conozco a ninguna que no
sepa hacer todas estas cosas, y nunca he oído hablar de una damita por primera vez sin que se me informara
de que era perfecta.
––Tu lista de lo que abarcan comúnmente esas perfecciones ––dijo Darcy–– tiene mucho de
verdad. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no son otros que hacer bolsos de malla o forrar
biombos. Pero disto mucho de estar de acuerdo contigo en lo que se refiere a tu estimación de las damas en
general. De todas las que he conocido, no puedo alardear de conocer más que a una media docena que sean
realmente perfectas.
––Ni yo, desde luego ––dijo la señorita Bingley.
––Entonces observó Elizabeth–– debe ser que su concepto de la mujer perfecta es muy exigente.
––Sí, es muy exigente.
––¡Oh, desde luego! exclamó su fiel colaboradora––. Nadie puede estimarse realmente perfecto si
no sobrepasa en mucho lo que se encuentra normalmente. Una mujer debe tener un conocimiento profundo
de música, canto, dibujo, baile y lenguas modernas. Y además de todo esto, debe poseer un algo especial en
su aire y manera de andar, en el tono de su voz, en su trato y modo de expresarse; pues de lo contrario no
merecería el calificativo más que a medias.
––Debe poseer todo esto ––agregó Darcy––, y a ello hay que añadir algo más sustancial en el
desarrollo de su inteligencia por medio de abundantes lecturas.
––No me sorprende ahora que conozca sólo a seis mujeres perfectas. Lo que me extraña es que
conozca a alguna.
––¿Tan severa es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible?
––Yo nunca he visto una mujer así. Nunca he visto tanta capacidad, tanto gusto, tanta aplicación y
tanta elegancia juntas como usted describe.
La señora Hurst y la señorita Bingley protestaron contra la injusticia de su implícita duda,
afirmando que conocían muchas mujeres que respondían a dicha descripción, cuando el señor Hurst las
llamó al orden quejándose amargamente de que no prestasen atención al juego. Como la conversación
parecía haber terminado, Elizabeth no tardó en abandonar el salón.
––Elizabeth ––dijo la señorita Bingley cuando la puerta se hubo cerrado tras ella–– es una de esas
muchachas que tratan de hacerse agradables al sexo opuesto desacreditando al suyo propio; no diré que no
dé resultado con muchos hombres, pero en mi opinión es un truco vil, una mala maña.
––Indudablemente ––respondió Darcy, a quien iba dirigida principalmente esta observación–– hay
vileza en todas las artes que las damas a veces se rebajan a emplear para cautivar a los hombres. Todo lo
que tenga algo que ver con la astucia es despreciable.
La señorita Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la respuesta como para continuar con el
tema. Elizabeth se reunió de nuevo con ellos sólo para decirles que su hermana estaba peor y que no podía
dejarla. Bingley decidió enviar a alguien a buscar inmediatamente al doctor Jones; mientras que sus
hermanas, convencidas de que la asistencia médica en el campo no servía para nada, propusieron enviar a
alguien a la capital para que trajese a uno de los más eminentes doctores. Elizabeth no quiso ni oír hablar de
esto último, pero no se oponía a que se hiciese lo que decía el hermano. De manera que se acordó mandar a
buscar al doctor Jones temprano a la mañana siguiente si Jane no se encontraba mejor. Bingley estaba
bastante preocupado y sus hermanas estaban muy afligidas. Sin embargo, más tarde se consolaron cantando
unos dúos, mientras Bingley no podía encontrar mejor alivio a su preocupación que dar órdenes a su ama
de llaves para que se prestase toda atención posible a la enferma y a su hermana.