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Acto IV

Otelo – William Shakespeare
ESCENA PRIMERA.
Plaza delante del castillo

Salen OTELO y YAGO.
YAGO.
Que pensáis?
OTELO.
¿Qué he de pensar, Yago?
YAGO.
¿Qué os parece de ese beso?
OTELO.
Beso ilícito.
YAGO.
Puede ser sin malicia.
OTELO.
¿Sin malicia? Eso es hipocresla y querer engañar al demonio.
Arrojarse á tales cosas sin malicia es querer tentar la omnipotencia
divina.
YAGO.
Con todo es pecado venial. Y si yo hubiera dado á mi mujer un
pañuelo…
OTELO.
¿Qué?
YAGO.
Señor: en dándosele yo, suyo es, y puede regalársele á quien
quiera.
OTELO.
También es suyo mi honor, y sin embargo no puede darle.
YAGO.
El honor, general mío, es cosa invisible, y á veces le gasta más
quien nunca le tuvo. Pero el pañuelo…
OTELO.
¡Por Dios vivo! Ya le hubiera yo olvidado. Una cosa que me dijiste
anda revoloteando sobre mí como el grajo sobre techo infestado de
pestilencia. Me dijiste que Casio había recibido ese pañuelo.
YAGO.
¿Y qué importa?
OTELO.
Pues no me parece nada bien.
YAGO.
¿Y si yo os dijera que presencié vuestro agravio, ó á lo menos
que le he oído contar, porque hay gentes que apenas han logrado, á
fuerza de importunidades, los favores de una dama, no paran hasta
contarlo?
OTELO.
¿Y él ha dicho algo?
YAGO.
Sí, general mío. Pero tranquilizaos, porque todo lo desmentirá.
OTELO.
¿Y qué es lo que dijo?
YAGO.
Que estuvo con ella… No sé qué más dijo.
OTELO.
¿Con ella?
YAGO.
Sí, con ella.
OTELO.
¡Con ella! ¡Eso es vergonzoso, Yago! ¡El pañuelo… confesión… el
pañuelo! ¡Confesión y horca! No: ahorcarle primero y confesarle
después… Horror me da el pensarlo. Horribles presagios turban mi
mente. Y no son vanas sombras, no… Oídos, labios… ¿Será
verdad?… Confesión, pañuelo… (Cae desmayado.)
YAGO.
¡Sigue, sigue, eficaz veneno mío! El mismo se va enredando
incauta y desatentadamente. Así vienen á perder su fama las más
castas matronas, sin culpa suya. ¡Levantaos, señor, levantaos! ¿Me
oís, Otelo? ¿Qué sucede, Casio? (A Casio que entra.)
CASIO.
¿Qué ha pasado?
YAGO.
El general tiene un delirio convulsivo, lo mismo que ayer.
CASIO.
Frótale las sienes.
YAGO.
No: es mejor dejar que la naturaleza obre y el delirio pase, porque
si no, empezará á echar espumarajos por la boca, y caerá en un
arrebato de locura. Ya empieza á moverse. Retírate un poco. Pronto
volverá de su accidente. Después que se vaya, te diré una cosa muy
importante. (Se va Casio.) General, ¿os duele aún la cabeza?
OTELO.
¿Te estás burlando de mí?
YAGO.
¿Burlarme yo? No lo quiera Dios. Pero quiero que resistáis con
viril fortaleza vuestro infeliz destino.
OTELO.
Marido deshonrado, más que hombre, es una bestia, un
monstruo.
YAGO.
Pues muchas bestias y muchos monstruos debe de haber en el
mundo.
OTELO.
¿Él lo dijo?
YAGO.
Tened valor, general, pensando que casi todos los que van sujetos
al yugo, pueden tirar del mismo carro que vos. Infinitos maridos hay
que, sin sospecha, descansan en tálamos profanados por el
adulterio, aunque ellos se imaginan tener la posesión exclusiva.
Mejor ha sido vuestra fortuna. Es gran regocijo para el demonio, el
ver á un honrado varón tener por casta á la consorte infiel. En
cambio, al que todo lo sabe, fácil le es tomar venganza de su injuria.
OTELO.
Bien pensado, a fe mía.
YAGO.
Acéchalos un rato y ten paciencia. Cuando más rendido estabais
al peso de la tristeza, llegó á este aposento Casio. Yo le despedí,
dando una explicación plausible de vuestro desmayo. Prometió venir
luego á hablarme. Ocultaos, y reparad bien sus gestos, y la
desdeñosa expresión de su semblante. Yo le haré contar otra vez el
lugar, ocasión y modo con que triunfó de vuestra esposa. Reparad
su semblante, y tened paciencia, porque si no, diré que vuestra ira
es loca é impropia de hombre racional.
OTELO.
¿Lo entiendes bien, Yago? Ahora, por muy breve tiempo, voy á
hacer el papel de sufrido, luego el de verdugo.
YAGO.
Dices bien, pero no conviene que te precipites. Ahora escóndete.
(Se aleja Otelo.)|cursiva}} Para averiguar dónde está Casio, lo mejor
es preguntárselo á Blanca, una infeliz á quien Casio mantiene, en
cambio de su venal amor. Tal es el castigo de las rameras: engañar
á muchos, para ser al fin engañadas por uno solo. Siempre que le
hablan de ella, se ríe estrepitosamente. Pero aquí viene el mismo
Casio. (Sale Casio.) Su risa provocará la ira de Otelo. Toda la
alegría y regocijo del pobre Casio la interpretará con la triste luz de
sus celos. ¿Qué tal, teniente mío?
CASIO.
Mal estoy, cuando te oigo saludarme con el nombre de ese cargo,
cuya pérdida tanto me afana.
YAGO.
Insistid en vuestros ruegos, y Desdémona lo conseguirá. (En voz
baja.) Si de Blanca dependiera el conseguirlo, ya lo tendríais.
CASIO.
¡Pobre Blanca!
OTELO.
(Aparte.) ¡Qué risa la suya!
YAGO.
Está locamente enamorada de ti.
CASIO.
¡Ah, sí! ¡pobrecita! Pienso que me ama de todas veras.
OTELO.
(Aparte.) Hace como quien lo niega, y al mismo tiempo se ríe.
YAGO.
Óyeme, Casio.
OTELO.
(Aparte.) Ahora le está importunando para que repita la narración.
¡Bien! ¡cosa muy oportuna!
YAGO.
¿Pues no dice que os casareis con ella? ¿Pensáis en eso?
CASIO.
¡Oh qué linda necedad!
OTELO.
(Aparte.) ¿Triunfas, triunfas?
CASIO.
¡Yo casarme con ella! ¿Yo con una perdida? No me creas capaz
de semejante locura. ¡Ah, ah!
OTELO.
(Aparte.) ¡Cómo se ríe este truhan afortunado!
YAGO.
Pues la gente dice que os vais á casar con ella.
CASIO.
Dime la verdad entera.
YAGO.
Que me emplumen, si no la digo.
OTELO.
¿Con que me han engañado? Está bien.
CASIO.
Ella misma es la que divulga esa necedad, pero yo no le he dado
palabra alguna.
OTELO.
Yago me está haciendo señas. Ahora va á empezar la historia.
CASIO.
Ahora poco la he visto: en todas partes me sigue. Días pasados
estaba yo en la playa hablando con unos venecianos, cuando ella
me sorprende y se arroja á mi cuello…
OTELO.
(Aparte.) Y te diría: «hermoso Casio» ó alguna cosa por el estilo.
CASIO.
Y me abrazaba llorando, y se empeñaba en llevarme consigo.
OTELO.
Y ahora contará cómo le llevó á mi lecho. ¿Por qué, por qué
estaré yo viendo las narices de ese infame, y no el perro á quien he
de arrojárselas?
CASIO.
Tengo que dejarla.
YAGO.
(Vase.)
Mírala: allí viene.
CASIO.
¡Y qué cargada de perfumes! (Sale Blanca.) ¿Por qué me
persigues sin cesar?
BLANCA.
¡El diablo es quien te persigue! ¿Para qué me has dado, hace
poco, ese pañuelo? ¡Qué necia fui en tomarle! ¿Querías que yo te
copiase la labor? ¡Qué inocencia! Encontrarle en su cuarto, y no
saber quién le dejó. Será regalo de alguna querida, ¿y tenias
empeño en que yo copiase la labor? Aquí te lo devuelvo: dásele:
que no quiero copiar ningún dibujo de ella.
CASIO.
Pero, Blanca, ¿Qué te pasa? Calla, calla.
OTELO.
¡Poder del cielo! ¿No es ese mi pañuelo?
BLANCA.
Vente conmigo, si quieres cenar esta noche. Si no, ven cuando
quieras.
YAGO.
Síguela.
CASIO.
Tengo que seguirla. Si, no, alborotará á las gentes.
YAGO.
¿Y cenarás con ella?
CASIO.
Pienso que sí.
YAGO.
Allí os buscaré, porque tengo que hablaros.
CASIO.
¿Vendréis a cenar con nosotros?
YAGO.
Iré.
OTELO.
(A Yago.) ¿Qué muerte elegiré para él, Yago?
YAGO.
Ya visteis con qué algazara celebraba su delito.
OTELO.
¡Ay, Yago!
YAGO.
¿Visteis el pañuelo?
OTELO.
¡Era el mío!
YAGO.
El mismo. Y ya veréis qué amor tiene á vuestra insensata mujer.
Ella le regala su pañuelo, y él se le da á su querida.
OTELO.
Nueve años seguidos quisiera estarla matando. ¡Oh, qué divina y
admirable mujer!
YAGO.
No os acordéis de eso.
OTELO.
Esta noche ha de bajar al infierno. No quiero que viva ni un día
más. Mi corazón es de piedra: al herirle me hiero la mano. ¡Oh, qué
hermosa mujer! No la hay igual en el mundo. Merecía ser esposa de
un emperador que la obedeciese como siervo.
YAGO.
No os acordéis de eso.
OTELO.
¡Maldición sobre ella! Pero ¿Quién negará su hermosura? ¡Y qué
manos tan hábiles para la labor! ¡Qué voz para el canto! Es capaz
de amansar las fieras. ¡Qué gracia, qué ingenio!
YAGO.
Eso la hace mil veces peor.
OTELO.
Sí, ¡mil veces peor! Y es, además, tan dulce, tan sumisa.
YAGO.
Demasiado blanda de condición.
OTELO.
Dices verdad. Pero, á pesar de todo, amigo Yago, ¡qué dolor, qué
dolor!
YAGO.
Si tan enamorado estáis de ella, á pesar de su alevosía, dejadla
pecar á rienda suelta. Para vos es el mal: si os dais por contento, ¿á
los demás qué nos importa?
OTELO.
Pedazos quiero hacerla. ¡Engañarme á mí!
YAGO.
¡Oh, perversa mujer!
OTELO.
¡Enamorarse de mi teniente!
YAGO.
Eso es todavía peor.
OTELO.
Búscame un veneno, Yago, para esta misma noche. No quiero
hablarla, no quiero que se disculpe, porque me vencerán sus
hechizos. Para esta misma noche, Yago.
YAGO.
No estoy por el veneno. Mejor es que la ahoguéis sobre el mismo
lecho que ha profanado.
OTELO.
¡Admirable justicia! Lo encuentro muy bien.
YAGO.
De Casio yo me encargo. Allá á las doce de la noche sabréis lo
demás.
OTELO.
¡Admirable plan! ¿Pero qué trompeta es la que suena?
YAGO.
Alguna embajada de Venecia, enviada por el Dux. Allí veo á
Ludovico acompañado de vuestra mujer.
(Salen Ludovico, Desdémona, etc.)
LUDOVICO.
General, os saludo respetuosamente.
OTELO.
Bien venido seáis.
LUDOVICO.
Os saludan el Dux y Senadores de Venecia.
(Le da una carta.)
OTELO.
Beso la letra, expresión de su voluntad. (Besa la carta.)
DESDÉMONA.
¿Qué pasa por Venecia, primo mío Ludovico?
YAGO.
Caballero, mucho me alegro de veros en Chipre.
LUDOVICO.
Gracias, hidalgo, ¿y dónde está el teniente Casio?
YAGO.
Vivo y sano.
DESDÉMONA.
Entre él y mi marido ha habido ciertas disensiones, pero vos los
pondréis en paz, de seguro.
OTELO.
¿Así lo crees?
DESDÉMONA.
¿Qué dices, esposo mío?
OTELO.
(Leyendo.) «Es preciso cumplirlo sin demora.»
LUDOVICO.
No os oye: está ocupado en la lectura: ¿Con que, han reñido él y
Casio?
DESDÉMONA.
Sí, y no sé cuánto hubiera yo dado por hacer las paces entre
ellos, porque tengo buena voluntad á Casio.
OTELO.
¡Rayos y centellas!
DESDÉMONA.
¡Esposo mío!
OTELO.
¿Piensas lo que estás diciendo?
DESDÉMONA.
¿Cómo? ¿Está furioso?
LUDOVICO.
Puede ser que le haya hecho mal efecto la carta, porque (si no me
equivoco) se le manda en ella volver á Venecia, dejando en el
gobierno á Casio.
DESDÉMONA.
Mucho me alegro.
OTELO.
¿Te alegras?
DESDÉMONA.
¡Esposo mío!
OTELO.
Pláceme verte loca.
DESDÉMONA.
¿Qué dices, esposo?
OTELO.
¡Aparta, demonio!
DESDÉMONA.
¿Tal he merecido?
LUDOVICO.
Ni con juramento lo creería nadie en Venecia. ¡Qué ultraje tan
brutal! ¿No veis cómo está llorando?
OTELO.
¡Víbora! Si el llanto de las mujeres pudiera fecundar la tierra, de
cada gota nacería un cocodrilo. ¡Lejos, lejos de aquí!
DESDÉMONA.
Me iré por no verte enojado.
LUDOVICO.
¡Qué humildad y modestia! Compadeceos de ella, señor
gobernador. Volvedla á llamar.
OTELO.
Venid aquí, señora.
DESDÉMONA.
¿Qué me queréis, esposo mío?
OTELO.
¿Qué la queréis vos?
LUDOVICO.
Nada, señor.
OTELO.
Sí. ¿Qué la queréis? ¿No me decíais que la llamase? Sí, sí, ella
volverá y llorará, porque sabe llorar, caballero, sabe llorar, y es muy
humilde, muy sumisa, como antes decíais. Llora, llora más.—Esta
carta me manda volver… ¡Oh perfidia astuta!—Me mandan volver.—
Retírate. Luego nos veremos.—Obedezco. Volveré á Venecia.
¡Lejos, lejos de aquí, Desdémona! (Se va Desdémona.) Casio me ha
de suceder. Esta noche venid á cenar conmigo. Bien venido seáis á
Chipre. (Aparte.) ¡Monos lascivos, esposos sufridos!
(Se va.)
LUDOVICO.
¿Y este es aquel moro, de quien tantas ponderaciones oí en el
Senado? ¿Este el de alma severa, firme é imperturbable contra los
golpes de la suerte ó los furores de la pasión?
YAGO.
Parece otro.
LUDOVICO.
¿Estará sano? ¿Habrá perdido la cabeza?
YAGO.
Es lo que es. No está bien que yo os diga más. ¡Ojalá que volviera
á ser lo que ha sido!
LUDOVICO.
¿Cómo podrá haberse arrebatado hasta el extremo de golpear á
su mujer?
YAGO.
Mal ha hecho, pero ojalá sea el último ese golpe.
LUDOVICO.
¿Es costumbre suya, ó efecto de la lectura de la carta?
YAGO.
¡Cuánto lo deploro! Pero estaría mal en mí el descubriros lo que
sé. Vos mismo lo iréis viendo, y en sus actos lo descubriréis, de tal
modo que nada os quede que saber ni que preguntarme.
LUDOVICO.
Yo le creía de muy diverso carácter. ¡Qué lástima!

ESCENA II
Sala del castillo

OTELO y EMILIA.
OTELO.
¿Nada has visto?
EMILIA.
Ni oído ni sospechado.
OTELO.
Pero á Casio y á ella los has visto juntos.
EMILIA.
Pero nada sospechoso he advertido entre ellos, y eso que ni una
sola de sus palabras se me ha escapado.
OTELO.
¿Nunca han hablado en secreto?
EMILIA.
Jamás, señor.
(Se va Emilia.)
OTELO.
¿Nunca te mandaron salir?
EMILIA.
Nunca.
OTELO.
¿Nunca te han enviado á buscar los guantes ó el velo ó cualquier
otra cosa?
EMILIA.
Jamás.
OTELO.
Rara cosa.
EMILIA.
Me atrevería á jurar que es fiel y casta. Desterrad de vuestro
ánimo toda sospecha contra ella. Maldito sea el infame que os la
haya infundido. Caiga sobre él el anatema de la serpiente. Si ella no
es mujer de bien, imposible es que haya mujer honrada ni esposo
feliz.
OTELO.
Llámala. Dile que venga pronto. (Vase Emilia.) Ella habla claro,
pero si fuera confidente de sus amores, ¿no diría lo mismo? Es
moza ladina y quizá oculta mil horribles secretos. Y sin embargo, yo
la he visto arrodillada y rezando. (Salen Desdémona y Emilia.)
DESDÉMONA.
¿Qué mandáis, señor?
OTELO.
Ven, amada mía.
DESDÉMONA.
¿Qué me quieres?
OTELO.
Verte los ojos. Mírame á la cara.
DESDÉMONA.
¿Qué horrible sospecha?…
OTELO.
(A Emilia.) Aléjate, déjanos solos, y cierra la puerta. Si alguien se
acerca, haznos señal tosiendo. Mucha cautela. Vete.
DESDÉMONA.
Te lo suplico de rodillas. ¿Qué pensamientos son los tuyos? No te
entiendo, pero pareces loco furioso.
OTELO.
¿Y tú qué eres?
DESDÉMONA.
Tu fiel esposa.
OTELO.
Si lo juras, te condenas eternamente, aunque puede que el
demonio, al ver tu rostro de ángel, dude en apoderarse de ti. Vuelve,
vuelve á condenarte: júrame que eres mujer de bien.
DESDÉMONA.
Dios lo sabe.
OTELO.
Dios sabe que eres tan falsa como el infierno.
DESDÉMONA.
¿Falsa yo? ¿con quién? ¿Por qué, esposo mío? ¿Yo falsa?
OTELO.
¡Lejos, lejos de aquí, Desdémona!
DESDÉMONA.
¡Dia infausto! ¿Por qué lloras, amado mío? ¿Soy yo la causa de
tus lágrimas? No me eches la culpa de haber perdido tu empleo,
quizá por odio de mi padre. Lo que tú pierdes, lo pierdo yo también.
OTELO.
¡Ojalá que el cielo agotara sobre mi fortaleza todas las
calamidades! ¡Ojalá que vertiese sobre mi frente dolores y
vergüenzas sin número, y me sepultara en el abismo de toda
miseria, ó me encerrara en cautiverio fierísimo y sin esperanza!
Todavía encontraría yo en algún rincón de mi alma una gota de
paciencia. ¡Pero convertirme en espantajo vil, para que el vulgo se
mofe de mí y me señale con el dedo! ¡Y aún esto podría yo sufrirlo!
Pero encontrar cegada y seca para siempre la que juzgué fuente
inagotable de vida y de afectos, ó verla convertida en sucio pantano,
morada de viles renacuajos, en nido de infectos amores, ¿Quién lo
resistirá? ¡Ángel de labios rojos! ¿por qué me muestras ceñudo
como el infierno tu rostro?
DESDÉMONA.
Creo que me tiene por fiel y honrada mi esposo.
OTELO.
Fiel como las moscas que en verano revolotean por una
carnicería. ¡Ojalá nunca hubieras brotado, planta hermosísima, y
envenenadora del sentido!
DESDÉMONA.
¿Pero qué delito es el mío?
OTELO.
¿Por qué en tan bello libro, en tan blancas hojas, sólo se puede
leer esta palabra: «ramera»? ¿Qué delito es el tuyo, me preguntas?
Infame cortesana, si yo me atreviera á contar tus lascivas hazañas,
el rubor subiría á mis mejillas, y volaría en cenizas mi modestia.
¿Qué delito es el tuyo? El mismo sol, la misma luna se escandalizan
de él, y hasta el viento que besa cuanto toca, se esconde en los
más profundos senos de la tierra, por no oírlo. ¿Cuál es tu delito?
¡Infame meretriz!
DESDÉMONA.
¿Por qué me ofende así?
OTELO.
Pues qué, ¿no eres mujer ramera?
DESDÉMONA.
No: te lo juro como soy cristiana. Yo me he conservado tan pura é
intacta como el vaso que sólo tocan los labios del dueño.
OTELO.
¿No eres infiel?
DESDÉMONA.
No: así Dios me salve.
OTELO.
¿De veras lo dices?
DESDÉMONA.
¡Piedad, Dios mío!
OTELO.
(Se va Otelo.)
(Se va.)
(Salen Emilia y Yago.)
Perdonadme, señora: os confundí con aquella astuta veneciana
que fue esposa de Otelo. (Levantando la voz.) Tú que enfrente de
san Pedro guardas la puerta del infierno… (Sale Emilia.) Contigo
hablaba. Ya está arreglado todo. Recoge tu dinero: cierra la puerta,
y nada digas.
EMILIA.
¿Qué sospecha atormenta á vuestro marido? ¿Qué os sucede,
señora?
DESDÉMONA.
Me parece que estoy soñando.
EMILIA.
Señora, ¿Qué le sucede á mi señor? decídmelo.
DESDÉMONA.
¿Y quién es tu señor?
EMILIA.
El vuestro, el moro.
DESDÉMONA.
Ya no lo es, Emilia, no hablemos más. No puedo llorar, ni hablar
sin llorar. Esta noche ataviarás mi lecho con las galas nupciales. Di
a Yago que venga.
EMILIA.
¡Qué alteración es esta!
DESDÉMONA.
¿Será justo lo que hace conmigo? ¿Habré andado alguna vez
poco recatada, dando ocasión á sus sospechas?
YAGO.
¿Me llamabais? ¿Estáis sola,
señora?
DESDÉMONA.
No lo sé. El que reprende á un niño debe hacerlo con halago y
apacible manera, y yo soy como un niño.
YAGO.
¿Pues qué ha sido, señora mía?
EMILIA.
¡Ay, Yago! El moro la ha insultado, llamándola ramera y otros
vocablos groseros y viles, intolerables para todo pecho bien nacido.
DESDÉMONA.
¿Y yo merecía eso?
YAGO.
¿Qué, señora mía?
DESDÉMONA.
Lo que él me ha dicho.
YAGO.
¡Llamarla ramera! No dijera tal un pícaro en la taberna, hablando de
su querida.
EMILIA.
¿Y todo por qué?
DESDÉMONA.
Lo ignoro. Pero yo no soy lo que él ha dicho.
YAGO.
Serenaos, por Dios. No lloréis. ¡Dia infeliz!
EMILIA.
¡Para eso ha dejado su patria y á su padre y á tantos ventajosos
casamientos! ¡Para que la llamen «ramera»! Ira me da el pensarlo.
DESDÉMONA.
Esa es mi desdicha.
YAGO.
¡Ira de Dios caiga sobre él! ¿Quién le habrá infundido tan necios
recelos?
DESDÉMONA.
Dios lo sabe, Yago.
EMILIA.
Maldita sea yo, si no es algún malsin calumniador, algún vil
lisonjero quien ha tramado esta maraña, para conseguir de él algún
empleo. Ahorcada me vea yo, si no acierto.
YAGO.
No hay hombre tan malvado. Dices un absurdo. Cállate.
DESDÉMONA.
Y si le hay, Dios le perdone.
EMILIA.
¡Perdónele la cuchilla del verdugo! ¡Roa Satanás sus huesos!
¡Llamarla ramera! ¿Con qué gentes ha tratado? ¿Qué sospecha,
aún la más leve, ha dado? ¿Quién será el traidor bellaco que ha
engañado al moro? ¡Dios mío! ¿por qué no arrancas la máscara á
tanto infame? ¿Por qué no pones un látigo en la mano de cada
hombre honrado, para que á pencazos batanee las desnudas
espaldas de esa gavilla sin ley, y los persiga hasta los confines del
orbe?
YAGO.
No grites tanto.
EMILIA.
¡Infames! De esa laya seria el que una vez te dio celos, fingiendo
que yo tenia amores con el moro.
YAGO.
¿Estás en tu juicio? Cállate.
DESDÉMONA.
Yago, amigo Yago, ¿Qué haré para templar la indignación de
Otelo? Dímelo tú. Te juro por el sol que nos alumbra que nunca
ofendí á mi marido, ni aún de pensamiento. De rodillas te lo digo:
huya de mi todo consuelo y alegría, si alguna vez le he faltado en
idea, palabra ú obra; si mis sentidos han encontrado placer en algo
que no fuera Otelo: si no le he querido siempre como ahora le
quiero, como le seguiré queriendo, aunque con ingratitud me arroje
lejos de sí. Ni la pérdida de su amor aunque baste á quitarme la
vida, bastará á despojarme del afecto que le tengo. Hasta la palabra
«adúltera» me causa horror, y ni por todos los tesoros y grandezas
del mundo cometería yo tal pecado.
YAGO.
Calma, señora; el moro es de carácter violento, y además está
agriado por los negocios políticos, y descarga en vos el peso de sus
iras.
DESDÉMONA.
¡Ojalá que así fuera! Pero mi temor es…
YAGO.
Pues la causa no es otra que la que os he dicho. Podéis creerlo.
(Tocan las trompetas.) ¿Ois? Ha llegado la hora del festin. Ya
estarán aguardando los enviados de Venecia. No os presentéis
llorando, que todo se remediará. (Vanse Emilia y Desdémona.) (Sale
Rodrigo.) ¿Qué pasa, Rodrigo?
RODRIGO.
Pienso que no procedes de buena fe conmigo.
YAGO.
¿Y por qué?
RODRIGO.
No hay dia que no me engañes, y más parece que dificultas el
éxito de mis planes, que no que le allanas; y a fe mía, que ya no
tengo paciencia ni sufriré más, porque fuera ser necio.
YAGO.
¿Me oyes, Rodrigo?
RODRIGO.
Demasiado te he oído, porque tienes tan buenas palabras como
malas obras.
YAGO.
Ese cargo es muy injusto.
RODRIGO.
Razón me sobra. He gastado cuanto tenia. Con las joyas que he
regalado á Desdémona, bastaba para haber conquistado á una
sacerdotisa de Vesta. Tú me has dicho que las ha recibido de buen
talante: tú me has dado todo género de esperanzas, prometiéndome
su amor muy en breve. Todo inútil.
YAGO.
Bien está, muy bien; prosigue.
RODRIGO.
¡Qué está muy bien, dices! Pues no quiero proseguir. Nada está
bien, sino todo malditamente, y empiezo á conocer que he sido un
insensato y un majadero.
YAGO.
Está bien.
RODRIGO.
Repito que está muy mal. Voy á ver por mí mismo á Desdémona,
y con tal que me vuelva mis joyas, renunciaré á todo amor y á toda
loca esperanza. Y si no me las vuelve, me vengaré en ti.
YAGO.
¿Y eso es todo lo que se te ocurre?
RODRIGO.
Sí, y todas mis palabras las haré buenas con mis obras.
YAGO.
Veo que eres valiente, y desde ahora te estimo más que antes.
Dame la mano, Rodrigo. Aunque no me agradan tus sospechas,
algún fundamento tienen, pero yo soy inocente del todo.
RODRIGO.
Pues no lo pareces.
YAGO.
Así es en efecto, y lo que has pensado no deja de tener agudeza
y discreción. Pero si tienes, como has dicho ahora, y ya lo voy
(Vanse.)
creyendo, corazón y bríos y mano fuerte, esta noche puedes
probarlo, y si mañana no logras la posesión de Desdémona,
consentiré que me mates, aunque sea a traición.
RODRIGO.
¿Lo que me propones es fácil, ó á lo menos posible?
YAGO.
Esta noche se han recibido órdenes del Senado, para que Otelo
deje el gobierno, sustituyéndole Casio.
RODRIGO.
Entonces Otelo y Desdémona se irán juntos á Venecia.
YAGO.
No: él se irá á Levante, llevando consigo á su mujer, si algún
acontecimiento imprevisto no lo impide, es decir si Casio no
desaparece de la escena.
RODRIGO.
¿Qué quieres decir con eso?
YAGO.
Que convendría quitarle de en medio.
RODRIGO.
¿Y he de ser yo quien le mate?
YAGO.
Tú debes de ser, si quieres conseguir tu objeto, y satisfacer tu
venganza. Casio cena esta noche con su querida y conmigo.
Todavía no sabe nada de su nombramiento. Espérale á la puerta:
yo haré que salga á eso de las doce de la noche, y te ayudaré á
matarle. Sígueme: no te quedes embobado. Yo te probaré
clarísimamente la necesidad de matarle. Ya es hora de cenar. No te
descuides.
RODRIGO.
Dame alguna razón más que me convenza.
YAGO.
Ya te la daré.

ESCENA III
Sala del castillo

OTELO, LUDOVICO, DESDÉMONA, EMILIA.
LUDOVICO.
Señor: no os molestéis en acompañarme.
OTELO.
No: me place andar en vuestra compañía.
LUDOVICO.
Adiós, señora. Os doy muy cumplidas gracias.
OTELO.
Y yo me felicito de vuestra venida.
LUDOVICO.
¿Vamos, caballero? ¡Oh! aquí está Desdémona.
DESDÉMONA.
¡Esposo mío!
OTELO.
Retírate pronto á acostar. No tardaré en volver. Despide á la
criada, y obedéceme.
DESDÉMONA.
Así lo haré, esposo mío.
(Vanse todos menos Emilia y Desdémona.)
EMILIA.
¿Qué tal? ¿Se ha amansado en algo el mal humor de tu marido?
DESDÉMONA.
Me prometió volver pronto, y me mandó que me acostase,
despidiéndose en seguida.
EMILIA.
¿Y por qué dejarte sola?
DESDÉMONA.
Él lo mandó y sólo me toca obedecer, y no resistirme en nada.
Dame la ropa de noche, y aléjate.
EMILIA.
¡Ojalá no le hubieras conocido nunca!
DESDÉMONA.
Nunca diré yo eso. Le amo con tal extremo que hasta sus celos y
sus furores me encantan. Desátame las cintas.
EMILIA.
Ya está; ¿adorno vuestro lecho con las ropas nupciales como me
dijisteis?
DESDÉMONA.
Lo mismo da. ¡Qué fáciles somos en cambiar de pensamientos! Si
muero antes que tú, amortájame con esas ropas.
EMILIA.
¡Pensar ahora en morirte! ¡Qué absurdo!
DESDÉMONA.
Bárbara se llamaba una doncella de mi madre. Su amante la
abandonó, y ella solía entonar una vieja canción del sauce, que
expresaba muy bien su desconsuelo. Todavía la cantaba al tiempo
de morir. Esta noche me persigue tenazmente el recuerdo de
aquella canción, y al repetirla siento la misma tristeza que Bárbara
sentía. No te detengas… ¡Es agradable Ludovico!
EMILIA.
Mozo gallardo.
DESDÉMONA.
Y muy discreto en sus palabras.
EMILIA.
Dama veneciana hay, que iría de buen grado en romería á Tierra
Santa sólo por conquistar un beso de Ludovico.
DESDÉMONA (canta).
«Llora la niña al pie del sicomoro. Cantad el sauce: cantad su
verdor. Con la cabeza en la rodilla y la mano en el pecho, llora la
infeliz. Cantad el fúnebre y lloroso sauce. La fuente corría repitiendo
sus quejas. Cantad el sauce y su verdor. Hasta las piedras se
movían a compasión de oírla.»
Recoge esto.
«Cantad el sauce, cantad su verdor.»
Vete, que él volverá muy pronto. (Canta.) «Tejed una guirnalda de
verde sauce. No os quejéis de él, pues su desdén fue justo.»
No, no es así el cantar. Alguien llama.
EMILIA.
Es el viento.
DESDÉMONA.
(Canta.) «Yo me quejé de su inconstancia, y él ¿Qué me
respondió? Cantad el sauce, cantad su verdor. Si yo me miro en la
luz de otros ojos, busca tú otro amante.»
Buenas noches. Los ojos me pican. ¿Será anuncio de lágrimas?
EMILIA.
No es anuncio de nada.
DESDÉMONA.
Siempre lo he oído decir. ¡Qué hombres! ¿Crees, Emilia, que
existen mujeres que engañen á sus maridos de tan ruin manera?
EMILIA.
Ya lo creo que existen.
DESDÉMONA.
¿Lo harías tú, Emilia, aunque te diesen todos los tesoros del
mundo?
EMILIA.
¿Y tú qué harías?
DESDÉMONA.
Nunca lo haría, te lo juro por esa luz.
EMILIA.
Yo no lo haría por esa luz, pero quizá lo haría a oscuras.
DESDÉMONA.
¿Lo harías, si te dieran el mundo entero?
EMILIA.
Grande es el mundo, y comparado con él, parece pequeño ese
delito.
DESDÉMONA.
Yo creo que no lo harías.
EMILIA.
Sí que lo haría, para deshacerlo después. No lo haría por un collar
ni por una sortija ni por un manto, pero si me daban el mundo, y
podía yo hacer rey á mi marido, ¿Cómo había de dudar?
DESDÉMONA.
Pues yo, ni por todo el mundo haría tal ofensa á mi marido.
EMILIA.
Es que el mundo no la juzgaría ofensa, y si os daban el mundo,
como la ofensa era en vuestro mundo, fácil era convertirla en bien.
DESDÉMONA.
Pues yo no creo que haya tales mujeres.
EMILIA.
Más de una y más de veinte: tantas que bastarían para llenar un
mundo. Pero la culpa es de los maridos. Si ellos van á prodigar con
otras el amor que es nuestro, ó nos encierran en casa por ridículos
celos, ó nos golpean, ó gastan malamente nuestra hacienda, ¿no
hemos de enfurecernos también? Cierto que somos benignas de
condición, pero capaces de ira. Y sepan los maridos que las mujeres
tienen sentidos lo mismo que ellos, y ven y tocan y saborean, y
saben distinguir lo dulce de lo amargo. Cuando ellos abandonan á
su mujer por otra, ¿Qué es lo que buscan sino el placer a que les
domina sino la pasión? ¿Qué les vence sino la flaqueza? ¿nosotras
no tenemos también apetitos, pasiones y flaquezas? Conforme nos
traten, así seremos.
DESDÉMONA.
Adiós. El Señor me ampare, y haga que el maltrato de mi marido
produzca en mi virtudes, y no vicios.

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