Persuasión – Jane Austen
Ocasiones no faltaron para que Ana pudiera observar. Llegó un momento en que
estando en compañía de los cuatro, pudo formar su propia opinión sobre aquel
estado de cosas; pero era demasiado lista para darla a conocer al resto, sabiendo
que no agradaría ni a la esposa ni al marido. A pesar de creer que Luisa
era la preferida, no lograba imaginar (por lo que recordaba del carácter del
capitán Wentworth) que pudiera estar enamorado de ninguna de las dos. Ellas
parecían estarlo de él; pero, a decir verdad, no era el caso hablar de amor. Se
trataba más bien de una apasionada admiración, que sin duda terminaría en
enamoramiento. Carlos Hayter comprendía que casi no contaba, no obstante
Enriqueta por momentos parecía dividir sus atenciones entre ambos. Ana
hubiera deseado hacerles ver la verdad y prevenir a todos en contra de los
males a los que se exponían, sin embargo no atribuía malas intenciones a
ninguno. Y se sintió satisfecha al descubrir que el capitán Wentworth no parecía
consciente del daño que ocasionaba. No había engreimiento ni compasión en
sus modales. Es posible que nunca hubiera oído hablar o hubiera pensado en
Carlos Hayter. Su único error consistía en aceptar (que no es otra la expresión
que puede emplearse) las atenciones de las dos muchachas.
Tras breve lucha, Carlos Hayter pareció abandonar el campo. Pasó tres días
sin dejarse ver por Uppercross, lo que significaba un verdadero cambio. Hasta
rehusó una formal invitación a cenar. Mr. Musgrove, en una ocasión, lo encontró
muy ocupado con unos voluminosos libros, y consiguió que el señor y la señora
Musgrove comentaran que algo le ocurría, y que si estudiaba de tal manera
acabaría por morir. María creyó, aliviada, que había sido rechazado por
Enriqueta, mientras su marido vivía pendiente de verlo aparecer al día siguiente.
A Ana, por su parte, le parecía bastante sensata la actitud de Carlos Hayter.
Una mañana, mientras Carlos Musgrove y el capitán Wentworth andaban
juntos de cacería, y mientras las mujeres de la quinta estaban sentadas
trabajando sosegadamente, recibieron la visita de las hermanas de la Casa Grande.
Era una hermosa mañana de noviembre, y las señoritas Musgrove venían
andando en medio de los terrenos sin otro propósito, según afirmaron, que dar
un “largo’ paseo. Suponían que, poniéndolo así, María no tendría deseos de
acompañarlas. Pero ésta, ofendida de que no se la supusiera buena para las
caminatas, respondió al instante:
-¡Oh!, me gustaría ir con ustedes; me gusta muchísimo caminar.
Ana se convenció, por las miradas de las dos hermanas, que aquello era, ni
más ni menos, lo que deseaban evitar, y se asombró una vez más de la creencia
que surge de los hábitos familiares de que todo paso que damos debe ser
comunicado y realizado en conjunto, a pesar de que no nos agrade o nos cree
dificultades. Trató de disuadir a María de compartir el paseo de las hermanas,
pero todo fue inútil. Y siendo así, pensó que lo mejor sería aceptar la invitación
que las Musgrove le hacían también a ella, ya que por cierto era mucho más
cordial. Con ella podría volverse su hermana y dejar a las Musgrove libres para
cualquier plan que hubiesen trazado.
-¡No sé por qué suponen que no me gusta caminar! -exclamó María mientras
subían la escalera-. Todos piensan que no soy buena para ello. Sin embargo no
les hubiera agradado que rechazara su invitación. Cuando la gente viene
expresamente a invitarnos, ¿cómo podemos rehusar?
Justo al momento de partir, volvieron los caballeros. Habían llevado consigo-un
cachorro que les había arruinado la diversión y a causa del cual regresaban a
casa temprano. Su tiempo disponible y sus ánimos parecían convidarlos a este
paseo, que aceptaron sin vacilar. Si Ana lo hubiese previsto, ciertamente se
hubiera quedado en casa; la curiosidad y el interés eran lo único que la llevaba
con gusto al paseo. Pero era demasiado tarde para echar pie atrás, y los seis se
pusieron en marcha en la dirección que llevaban las señoritas Musgrove,
quienes al parecer se consideraban encargadas de guiar la caminata.
Ana no deseaba estorbar a nadie, y, por ello, en los recodos del camino se las
ingeniaba para quedarse al lado de su hermana. Su placer provenía del ejercicio
y del hermoso día, de la vista de las últimas sonrisas del año sobre las
manchadas hojas y los mustios cercados, y del recuerdo de algunas
descripciones poéticas del otoño, estación de peculiar e inextinguible influencia
en las almas tiernas y de buen gusto; estación que ha arrancado a cada poeta
digno de ser leído alguna descripción o algunos sentimientos. Se ocupaba
cuanto podía en atraer estas remembranzas a su mente; pero era imposible que
estando cerca del capitán Wentworth y de las hermanas Musgrove no hiciera
algún esfuerzo por oír su charla. Nada demasiado importante pudo escuchar, sin
embargo. Era una plática ligera, como la que pueden sostener jóvenes
cualesquiera en un paseo más o menos íntimo. Conversaba él más con Luisa
que con Enriqueta. Luisa, sin duda, le llamaba más la atención. Esta atención
parecía crecer y hubo unas frases de Luisa que sorprendieron a Ana. Después
de otro más de los continuos elogios que se hacían al hermoso día, el capitán Wentworth señaló:
-¡Qué tiempo admirable para el almirante y mi hermana! Tenían la intención de
ir lejos en el coche esta mañana; quizá los veamos aparecer detrás de una de
estas colinas. Algo dijeron de venir por este lado. Me pregunto por dónde andarán
arruinando su día. Me refiero, claro está, al trajín del coche. Esto ocurre con
mucha frecuencia y a mi hermana parece no importarle para nada el traqueteo.
-¡Oh! Ya sé que a ustedes les gusta correr -exclamó Luisa-, pero en el lugar de
su hermana, haría absolutamente lo mismo. Si amara a un hombre de la misma
manera que ella ama al almirante, estaría siempre con él; nada podría
separarnos, y preferiría volcar con él en un coche que viajar sin peligro dirigida por otro.
Había hablado con entusiasmo.
-¿Es verdad eso? -repuso él, adoptando el mismo tono-. ¡Es usted admirable! –
Después guardaron silencio por un rato.
Ana no pudo volver a refugiarse en la evocación de algún verso. Las dulces
escenas de otoño se alejaron, con excepción de algún suave soneto en el que
se hacía referencia al año que termina, las imágenes de la juventud, de la
esperanza y de la primavera declinantes, el que ocupó su memoria vagamente.
Se apresuró a decir mientras marchaban por otro sendero:
-¿No es éste uno de los caminos que conducen a Winthrop? -Pero nadie la
escuchó, o al menos, nadie respondió.
Winthrop, o sus alrededores, donde los jóvenes solían vagabundear, era el
lugar al que se dirigían. Una larga marcha entre caminos donde trabajaban los
arados, y en los que los surcos recién abiertos hablaban de las tareas del labrador,
iban en contra de la dulzura de la poesía y sugerían una nueva primavera.
Llegaron entonces a lo alto de una colina que separaba a Uppercross de
Winthrop y desde donde se podía contemplar una vista completa del lugar, al pie de la elevación.
Winthrop, nada bello y carente de dignidad, se extendía ante ellos; una casa
baja, insignificante, rodeada de las construcciones y edificios típicos de una granja.
María exclamó:
-¡Válgame Dios! Ya estamos en Winthrop. No tenía idea de haber caminado
tanto. Creo que deberíamos volver ahora; estoy demasiado cansada.
Enriqueta, consciente y avergonzada, no viendo aparecer al primo Carlos por
ninguno de los senderos ni surgiendo de ningún portal, se disponía a cumplir con el deseo de María.
-¡Oh, no! -dijo Carlos Musgrove.
-No, no -dijo Luisa con mayor energía y, llevando a su hermana a un pequeño
rincón, pareció argumentar con ella airadamente sobre el asunto.
Carlos, por otra parte, deseaba ver a su tía, ya que el destino los había llevado
tan cerca. Era asimismo evidente que, temeroso, trataba de inducir a su esposa
a que los acompañara. Pero éste era uno de los puntos en los que la dama
mostraba su tenacidad, y así, pues, cuando se le recomendó la idea de
descansar un cuarto de hora en Winthrop, ya que estaba agotada, respondió:
-¡Oh, no, desde luego que no! -segura de que el descenso de aquella colina le
ocasionaría una molestia que no recompensaría ningún descanso en aquel
lugar. En una palabra, sus ademanes y sus modos afirmaban que no tenía la
más remota intención de ir.
Después de una serie de debates y consultas, convinieron con Carlos y sus
dos hermanas que él y Enriqueta bajarían por unos pocos minutos a ver a su tía,
mientras el resto de la partida los esperaría en lo alto de la colina. Luisa parecía
la principal organizadora del plan; y como bajó algunos pasos por la colina
hablando con Enriqueta, María aprovechó la oportunidad para mirarla,
desdeñosa y burlona, y decir al capitán Wentworth:
-No es muy grato tener tal parentela. Pero le aseguro a usted que no he estado
en esa casa más de dos veces en mi vida.
No recibió más respuesta que una artificial sonrisa de asentimiento, seguida de
una desabrida mirada, al tiempo que le volvía la espalda; y Ana conocía
demasiado bien el significado de esos gestos. El borde de la colina donde
permanecieron era un alegre rincón; Luisa volvió, y María, habiendo encontrado
un lugar confortable para sentarse, en los umbrales de un pórtico, se sentía por
demás satisfecha de verse rodeada de los demás. Pero Luisa llevó consigo al
capitán Wentworth con el objeto de buscar unas nueces que crecían junto a un
cerco, y cuando desaparecieron de su vista, María dejó de ser dichosa.
Comenzó a enfadarse hasta con el asiento que ocupaba…; seguramente Luisa
había encontrado uno mejor en alguna otra parte. Se aproximó hasta la misma
entrada del sendero, pero no logró verlos por ninguna parte. Ana había
encontrado un buen asiento para ella, en un banco soleado, detrás de la cerca
en donde estaba segura se encontraban los otros dos. María volvió a sentarse,
pero su tranquilidad fue breve; tenía la certeza de que Luisa había encontrado
un buen asiento en alguna otra parte, y ella debía compartirlo.
Ana, realmente cansada, se alegraba de sentarse; y bien pronto oyó al capitán
Wentworth y a Luisa marchando detrás del cerco, en busca del camino de vuelta
entre el rudo y salvaje sendero central. Venían hablando. La voz de Luisa era la
más distinguible. Parecía estar en medio de un acalorado discurso. Lo primero que Ana escuchó fue:
-Y por esto la hice ir. No podía soportar la idea de que se asustara de la visita
por semejante tontería. Qué, ¿habría acaso yo dejado de hacer algo que he
deseado hacer y que creo justo por los aires y las intervenciones de una persona
semejante, o de cualquier otra persona? No, por cierto que no es tan fácil
hacerme cambiar de idea. Cuando deseo hacer algo, lo hago. Y Enriqueta tenía
toda la determinación de ir a Winthrop hoy, pero lo hubiera abandonado todo por una complacencia sin sentido.
-¿Entonces se hubiera vuelto, de no haber sido por usted?
-Así es. Casi me avergüenza decirlo.
-¡Suerte para ella tener un criterio como el de usted a mano! Después de lo
que me ha dicho, y de lo que yo mismo he observado la última vez que los vi
juntos, no me cabe la menor duda de lo que está ocurriendo. Me doy cuenta de
que no es sólo una visita de cortesía a su tía. Gran dolor espera a ambos,
cuando se trate de asuntos importantes para ellos cuando se requieran en realidad
certeza y fuerza de carácter, si ya ella no tiene determinación para
imponerse en una niñería como ésta. Su hermana es una criatura encantadora,
pero bien veo que es usted quien posee un carácter decidido y firme. Si aprecia
la felicidad de ella, procure infundirle su espíritu. Esto, sin duda, es lo que usted
ya está haciendo. El peor mal de un carácter indeciso y débil es que jamás se
puede contar con él enteramente. Jamás podemos tener la certeza de que una
buena impresión sea duradera. Cualquiera puede cambiarla; dejemos que sean
felices aquellos que son firmes. ¡Aquí hay una nuez! -exclamó, cogiendo una de
una rama alta-. Tomemos este ejemplo; una hermosa nuez, que, dotada de
fuerza original, ha sobrevivido a todas las tempestades del otoño. Ni un punto, ni
un rincón débil. Esta nuez -prosiguió con juguetona solemnidad-, mientras muchas
de las de su familia han caído y han sido pisoteadas, es aún dueña de toda
la felicidad que puede poseer una nuez. -Luego, volviendo a su tono habitual,
continuó-: Mi mayor deseo para todas aquellas personas que me interesan es
que sean firmes. Si Luisa Musgrove desea ser feliz en el otoño de su vida, debe
preservar y emplear todo el poder de su mente.
Al terminar de hablar sólo le respondió el silencio. Hubiese sido una sorpresa
para Ana que Luisa hubiera podido contestar de inmediato a este discurso.
¡Palabras tan interesantes, dichas con tanto calor! Podía imaginar lo que Luisa
sentía. En cuanto a ella, temía moverse por miedo a ser vista. Al paso de ellos,
una gruesa rama la protegió y pasaron sin advertir su presencia. Antes de
desaparecer, sin embargo, volvió a oírse la voz de Luisa:
-María es muy buena en ciertos aspectos -dijo-, pero a veces me enfada con
su estupidez y orgullo, el orgullo de los Elliot. Tiene demasiado del orgullo de los
Elliot. Hubiéramos preferido que Carlos se casara con Ana. ¿Sabía usted que
era a ésta a quien pretendía?
Después de una pausa, el capitán Wentworth preguntó:
-¿Quiere decir que ella lo rechazó?
-Eso mismo.
¿Cuándo ocurrió esto?
-No podría decirlo con exactitud, porque Enriqueta y yo estábamos por
entonces en el colegio. Creo que un año antes de que se casara con María.
Hubiera deseado que Ana aceptara. A todos nos gustaba ella muchísimo más, y
papá y mamá siempre han creído que todo fue obra de su gran amiga Lady
Russell. Ellos creen que Carlos no era lo suficientemente cultivado para conquistar
a Lady Russell, y que, por consiguiente, ésta persuadió a Ana de rechazarlo.
Las voces se alejaban y Ana no pudo oír más. Sus propias emociones la
mantuvieron quieta. El destino fatal del que escucha no podía aplicársele
enteramente. Había oído hablar de ella misma, pero no había oído hablar mal y,
sin embargo, aquellas palabras eran de dolorosa importancia. Supo entonces
cómo consideraba su propio carácter el capitán Wentworth. Y el sentimiento y la
curiosidad adivinados en las palabras de él la agitaban en extremo.
Tan pronto pudo, fue a reunirse con María, y ambas se dirigieron a su primitivo
puesto. Pero sólo sintió un alivio cuando todos se encontraron de nuevo
reunidos y la partida se puso en marcha. Su estado de ánimo requería de la
soledad y del silencio que pueden hallarse en un grupo numeroso de personas.
Carlos y Enriqueta volvieron acompañados, como era de presumir, por Carlos
Hayter. Los detalles de todo este asunto Ana no podía entenderlos; hasta el
capitán Wentworth parecía no estar del todo enterado. Era evidente, sin
embargo, cierto retraimiento de parte del caballero, y cierto enternecimiento de
parte de la dama, como asimismo que ambos se alegraban de verse
nuevamente. Enriqueta parecía un poco avergonzada, pero su dicha era
evidente. En cuanto a Carlos Hayter, se le notaba demasiado feliz, y ambos se
dedicaron el uno a la otra casi desde los primeros pasos de la vuelta a Uppercross.
Todo parecía indicar que era Luisa la candidata para el capitán Wentworth:
jamás había sido algo tan evidente. Si es que eran necesarias nuevas divisiones
de la partida o no, no podía decirse, pero lo cierto es que ambos caminaron lado
a lado casi tanto tiempo como la otra pareja. En una amplia pradera donde había
espacio para todos, se habían dividido ya de esta manera, en tres partidas
distintas. Ana necesariamente pertenecía a aquella de las tres que mostraba
menos animación y complacencia. Se había unido a Carlos y a María, tan
cansada que llegó a aceptar el otro brazo de Carlos. Pero Carlos, pese a
encontrarse de buen humor con respecto a ella, parecía enfadado con su
esposa. María se había mostrado insumisa, y ahora debía sufrir las
consecuencias, que no eran otras que el abandono que hacía del brazo de ella a
cada momento para cortar con su bastón algunas ortigas que sobresalían del
cerco. María comenzó a quejarse, como siempre, arguyendo que el estar situada
al lado del cerco hacía que se la molestase a cada instante, mientras que Ana
marchaba por el lado opuesto sin ser incomodada; a esto respondió él
abandonando el brazo de ambas y emprendiendo la persecución de una
comadreja que vio por casualidad; entonces casi llegaron a perderlo de vista.
La larga pradera bordeaba un sendero, cuya vuelta final debían cruzar; y
cuando toda la comitiva hubo llegado al portal de salida, el coche que se había
oído marchar en la distancia por largo tiempo llegó hasta ellos, y resultó ser el
birlocho del almirante Croft. El y su esposa acababan de realizar el proyectado
paseo y regresaban a casa. Después de enterarse de la larga caminata hecha
por los jóvenes, amablemente ofrecieron un asiento a cualquiera de las señoras
que se encontrara particularmente cansada; de esta forma le evitarían andar una
milla y, por otra parte, proyectaban cruzar Uppercross. La invitación fue general,
pero todas la declinaron. Las señoritas Musgrove no se sentían fatigadas para
nada; en cuanto a María, o bien se sintió ofendida de que no le hubiesen
preguntado primero, o bien el orgullo de los Elliot se sublevó ante la idea de
hacer de tercero en la silla de un pequeño birlocho.
La partida había cruzado ya el sendero y subía por el declive opuesto, y el
almirante había puesto en movimiento su caballo cuando el capitán Wentworth
se aproximó para decir algo a su hermana. Qué era pudo adivinarse por el efecto causado.
-Señorita Elliot, de seguro está usted cansada -dijo Mrs. Croft.Permítanos el
placer de llevarla a casa. Hay muy cómodamente lugar para tres, puedo
asegurárselo. Si todos tuviéramos sus proporciones diría que hay sitio para
cuatro. Debe venir con nosotros. -Ana estaba aún en el sendero y, aunque
instintivamente quiso negarse, no se le permitió proseguir. El almirante acudió
en ayuda de su esposa, y fue imposible rehusar a ambos. Se apretujaron cuanto
fue posible para dejarle espacio, y el capitán Wentworth, sin decir palabra, la ayudó a trepar al carruaje.
Sí, lo había hecho. Se encontraba sentada en el coche, y era él quien la había
colocado allí, su voluntad y sus manos lo habían hecho; esto se debía a la
percepción que él tuvo de su fatiga y a su deseo de darle descanso. Se sintió
muy afectada al comprobar la disposición de ánimo que abrigaba hacia ella y
que todos estos detalles ponían de manifiesto. Esta pequeña circunstancia
parecía el corolario de todo lo que había ocurrido antes. Ella lo entendía. No
podía perdonarla, pero no podía ser descorazonado hacia ella. Pese a
condenarla en el pasado, recordándolo con justo y gran resentimiento, a pesar
de no importarle nada de ella y de comenzar a interesarse por otra, no podía
verla sufrir sin el deseo inmediato de darle alivio. Era el resto de los antiguos
sentimientos; un impulso de pura e inconsciente amistad; una prueba de su
corazón amable y cariñoso, y ella no podía contemplar todo esto sin
sentimientos confusos, mezcla de placer y dolor, sin poder decir cuál de los dos prevalecía.
Sus respuestas a las atenciones y preguntas de sus compañeros fueron
inconscientes al principio. Habían andado la mitad del rudo sendero antes de
que ella comprendiera de lo que estaban hablando. Hablaban de “Federico’.
-Ciertamente está interesado en alguna de estas dos muchachas, Sofía -decía
el almirante-; pero ni él mismo sabe en cuál de las dos. Ya las ha cortejado
bastante como para saber a cuál escoger. Ah, esta indecisión es consecuencia
de la paz. Si hubiera guerra ya habría escogido hace tiempo. Los marinos,
señorita Elliot, no podemos permitirnos el lujo de hacer un cortejo largo en
tiempos de guerra. ¿Cuántos días pasaron, querida, entre el primer día que te vi
y aquel en que nos sentamos juntos en nuestras propiedades de North Yarmouth?
-Mejor no hablar de ello, querido -dijo Mrs. Croft suavemente-, porque si miss
Elliot oyera cuán rápidamente llegamos a entendemos, nunca entendería que
hayamos sido tan felices juntos. Te conocía, sin embargo, de oídas desde mucho antes.
-Y yo había oído hablar de ti como de una muchacha muy bonita. Por otra
parte, ¿qué teníamos que esperar? No me gusta esperar mucho por nada.
Desearía que Federico se diese prisa y nos trajese a casa una de estas damitas
de Kellynch. Siempre habrá allí compañía para ellas. Y en verdad son muy
agradables, aunque apenas distingo a una de la otra.
-Muchachas sinceras y de buen carácter realmente -dijo Mrs. Croft en tono de
tranquilo elogio, con algo en la manera de hablar que hizo pensar a Ana que no
consideraba a ninguna de las dos hermanas dignas de casarse con su hermanoy
de una familia muy respetable. No se podría encontrar mejores parientes… ¡Mi
querido almirante, ese poste! ¡Nos vamos contra ese poste!
Pero, empuñando ella misma las riendas, evitó el peligro; más adelante evitó
un surco y el caer bajo las ruedas de un coche grande; Ana, ligeramente
divertida de la manera de conducir de ambos, unidos sobre las riendas, lo que
también podía ser un-símbolo de su unión en otros aspectos, se encontró
tranquilamente de vuelta en su casa.