Readme

Capítulo 13

Persuasión – Jane Austen

El resto del tiempo que Ana había de pasar en Uppercross, nada más que dos
días, los pasó en la Casa Grande, y la satisfizo sentirse útil allí, tanto como
compañía inmediata, como ayudando a los preparativos para el futuro, que la
intranquilidad de los señores Musgrove no les permitía atender.
A la siguiente mañana, temprano, recibieron noticias de Lyme; Luisa seguía
igual. Ningún síntoma grave había aparecido. Horas más tarde, llegó Carlos para
dar noticias más detalladas. Estaba de bastante buen ánimo. No podía
esperarse una recuperación rápida, pero el caso marchaba tan bien como la
gravedad del golpe lo permitía. Hablando de los Harville, le parecía increíble la
bondad de esta gente, en especial los desvelos de la señora Harville como
enfermera. En verdad, no dejó a María nada por hacer. Esta y él habían sido
persuadidos de volverse a la posada a la mañana siguiente. María se había
puesto histérica por la mañana. Cuando él salió, ella se disponía a salir de paseo
con el capitán Benwick, lo que suponía le haría bien. Carlos casi se alegraba de
qué no hubiese vuelto a casa el día anterior, pero la verdad era que la señora
Harville no dejaba a nadie nada por hacer.
Carlos pensaba volver a Lyme en la misma tarde, y su padre tuvo un momento
la intención de acompañarlo, pero las señoras no se lo permitieron. No haría
sino aumentar las molestias de los otros, e intranquilizarse más; un plan mucho
mejor fue propuesto y se siguió. Se envió un coche a Crewherne por una
persona que sería mucho más útil; la antigua niñera de la familia, quien, habiendo
educado a todos los niños hasta ver al mimado y delicado Harry en el colegio,
vivía por entonces en la desierta habitación de los pequeños, remendando
medias, componiendo todas las abolladuras y desperfectos que caían en sus
manos y que, naturalmente, se sintió muy feliz de ir a ayudar y atender a la
querida señorita Luisa. Vagos deseos de enviar allí a Sarah surgieron en la
señora Musgrove y en Enriqueta, pero sin Ana aquello podía resolverse difícilmente.
Al día siguiente quedaron en deuda con Carlos Hayter. Tomó como cosa
propia el ir a Lyme, y las noticias que trajo fueron aún más alentadoras. Los
momentos en los que recuperaba el sentido parecían más frecuentes. Todas las
noticias comunicaban que el capitán Wentworth continuaba inconmovible en Lyme.
Ana debía dejarlos al día siguiente y todos temían este acontecimiento. ¿Qué
harían sin ella? Muy mal podían consolarse entre sí. Y tanto dijeron en este
sentido que Ana no tuvo más recurso que comunicar a todos su deseo secreto:
que fueran a Lyme en seguida. Poco le costó persuadirlos; decidieron irse a la
mañana siguiente, alojarse en alguna posada y aguardar allí hasta que Luisa
pudiese ser trasladada. Debían evitar toda molestia a las buenas gentes que la
cuidaban: debían al menos aliviar a la señora Harville del cuidado de sus hijos;
y, en general, estuvieron tan contentos de la decisión, que Ana se alegró de lo
que había hecho, y pensó que la mejor manera de pasar su última mañana en
Uppercross era ayudando a los preparativos de ellos y enviándolos allá a
temprana hora, aunque el quedar sola en la desierta casa fuese la consecuencia inmediata.
¡Ella era la última, con excepción de los niños en la quinta, la última de todo el
grupo que había animado y llenado ambas casas, dando a Uppercross su
carácter alegre! ¡Gran cambio, en verdad, en tan pocos días!
Si Luisa sanaba, todo estaría nuevamente bien. Habría aún más felicidad que
antes. No cabía duda, al menos para ella, de lo que seguiría a la recuperación.
Unos pocos meses, y el cuarto, ahora desierto, habitado sólo por su silencio,
sería nuevamente ocupado por la alegría, la felicidad y el brillo del amor, por
todo aquello que menos en común tenía con Ana Elliot.
Una hora sumida en estas reflexiones, en un sombrío día de noviembre, con
una llovizna empañando los objetos que podían verse desde la ventana, fue
suficiente para hacer más que bienvenido el sonido del coche de Lady Russell y,
pese al deseo de irse, no pudo abandonar la Casa Grande, o decir adiós desde
lejos a la quinta, con su oscura y poco atractiva terraza, o mirar a través de los
empañados cristales las humildes casas de la villa, sin sentir pesadumbre en su
corazón. Las escenas pasadas en Uppercross lo volvían precioso. Tenía el
recuerdo de muchos dolores, intensos una vez, pero acallados en ese momento
y también algunos momentos de sentimientos más dulces, atisbos de amistad y
de reconciliación, que nunca más volverían y que nunca dejarían de ser un
precioso recuerdo. Todo esto dejaba tras de sí… todo, menos el recuerdo.
Ana no había regresado a Kellynch desde su partida de casa de Lady Russell
en septiembre. No había sido necesario, y las ocasiones que se le presentaron
las había evitado. Ahora iba a ocupar su puesto en los modernos y elegantes
apartamentos, bajo los ojos de su señora.
Alguna ansiedad se mezclaba a la alegría de Lady Russell al volver a verla.
Sabía quién había frecuentado Uppercross. Pero felizmente Ana había mejorado
de aspecto y apariencia o así lo imaginó la dama. Al recibir el testimonio de su
admiración, Ana secretamente la comparó con la de su primo y esperó ser
bendecida con el milagro de una segunda primavera de juventud y belleza.
Durante la conversación comprendió que había también un cambio en su
espíritu. Los asuntos que habían llenado su corazón cuando dejó Kellynch, y que
tanto había sentido, parecían haberse calmado entre los Musgrove, y eran a la
sazón de interés secundario. Hasta había descuidado a su padre y hermana y a
Bath. Lo más relevante parecía ser lo de Uppercross, y cuando Lady Russell
volvió a sus antiguas esperanzas y temores y habló de su satisfacción de la casa
de Camden Place, que había alquilado, y su satisfacción de que Mrs. Clay
estuviese aún con ellos, Ana se avergonzó de cuánta más importancia tenían
para ella Lyme y Luisa Musgrove, y todas las personas que conociera allí;
cuánto más interesante era para ella la amistad de los Harville y del capitán
Benwick, que la propia casa paterna en Camden Place, o la intimidad de su
hermana con la señora Clay. Tenía que esforzarse para aparentar ante Lady
Russell una atención similar en asuntos que, era obvio, debían interesarle más.
Hubo cierta dificultad, al principio, al tratar otro asunto. Hablaban del accidente
de Lyme. No hacía cinco minutos de la llegada de Lady Russell, el día anterior,
cuando fue informada en detalle de todo lo ocurrido, pero ella deseaba averiguar
más, conocer las particularidades, lamentar la imprudencia y el fatal resultado, y
naturalmente el nombre del capitán Wentworth debía ser mencionado por las
dos. Ana tuvo conciencia de que no tenía ella la presencia de ánimo de Lady
Russell. No podía pronunciar el nombre y mirar a la cara a Lady Russell hasta
no haberle informado brevemente a ésta de lo que ella creía existía entre el
capitán y Luisa. Cuando lo dijo, pudo hablar con más tranquilidad.
Lady Russell no podía hacer más que escuchar y desear felicidad a ambos.
Pero en su corazón sentía un placer rencoroso y despectivo al pensar que el
hombre que a los veintitrés años parecía entender algo de lo que valía Ana
Elliot, estuviera entonces, ocho años más tarde, encantado por una Luisa Musgrove.
Los primeros tres o cuatro días pasaron sin sobresaltos, sin ninguna
circunstancia excepcional, como no fueran una o dos notas de Lyme, enviadas a
Ana, no sabía ella cómo, y que informaban satisfactoriamente de la salud de
Luisa. Pero la tranquila pasividad de Lady Russell no pudo continuar por más
tiempo, y el ligero tono amenazante del pasado volvió en tono decidido:
-Debo ver a Mrs. Croft; debo verla pronto, Ana. ¿Tendrá usted el valor de
acompañarme a visitar aquella casa? Será una prueba para nosotras dos.
Ana no rehusó; muy por el contrario, sus sentimientos fueron sinceros cuando dijo:
-Creo que usted será quien sufra más. Sus sentimientos son más difíciles de
cambiar que los míos. Estando en la vecindad, mis afectos se han endurecido.
Podrían haber dicho algo más sobre el asunto. Pero tenía tan alta opinión de
los Croft y consideraba a su padre tan afortunado con sus inquilinos, creía tanto
en el buen ejemplo que recibiría toda la parroquia, así como de las atenciones y
alivio que tendrían los pobres, que, aunque apenada y avergonzada por la
necesidad del reencuentro, no podía menos que pensar que los que se habían
ido eran los que debían irse, y que, en realidad, Kellynch había pasado a
mejores manos. Esta convicción, desde luego, era dolorosa, y muy dura, pero
serviría para prevenir el mismo dolor que experimentaría Lady Russell al entrar
nuevamente en la casa y recorrer las tan conocidas dependencias.
En tales momentos Ana no podría dejar de decirse a sí misma: “¡Estas
habitaciones deberían ser nuestras! ¡Oh, cuánto han desmerecido en su destino!
¡Cuán indignamente ocupadas están! ¡Una antigua familia haber sido arrojada
de esa manera! ¡Extraños en un lugar que no les corresponde!” No, por cierto,
con excepción de cuando recordaba a su madre y el lugar en que ella
acostumbraba sentarse y presidir. Ciertamente no podría pensar así.
Mrs. Croft la había tratado siempre con una amabilidad que le hacía sospechar
una secreta simpatía. Esta vez, al recibirla en su casa, las atenciones fueron especiales.
El desgraciado accidente de Lyme fue pronto el centro de la conversación. Por
lo que sabían de la enferma era claro que las señoras hablaban de las noticias
recibidas el día anterior, y así se supo que el capitán Wentworth había estado en
Kellynch el último día (por primera vez desde el accidente) y de allí había
despachado a Ana la nota cuya procedencia ella no había podido explicar, y había
vuelto a Lyme, al parecer sin intenciones de volver a alejarse de allí. Había
preguntado especialmente por Ana. Había hablado de los esfuerzos realizados
por ella, ponderándolos. Eso fue hermoso… y le causó más placer que cualquier otra cosa.
En cuanto a la catástrofe en sí misma, era juzgada solamente en una forma
por las tranquilas señoras, cuyos juicios debían darse sólo sobre los hechos.
Concordaban en que había sido el resultado de la irreflexión y de la imprudencia.
Las consecuencias habían sido alarmantes y asustaba aun pensar cuánto había
sufrido ella; con una rápida mirada alrededor después de curada, cuán fácil sería
que continuara sufriendo del golpe. El almirante concretó todo esto diciendo:
-¡Ay, en verdad es un mal negocio! Una nueva manera de hacer la corte es
ésta. ¡Un joven rompiendo la cabeza a su pretendida! ¿No es así, miss Elliot?
¡Esto sí que se llama romper una cabeza y hacer una bonita mezcla!
Las maneras del almirante Croft no eran del agrado de Lady Russell, pero
encantaban a Ana. La bondad de su corazón y la simplicidad de su carácter eran irresistibles.
-En verdad esto debe de ser muy malo para usted -dijo de pronto, como
despertando de un ensueño-, venir y encontrarnos aquí. No había pensado en
ello antes, lo confieso, pero debe de ser muy malo… Vamos, no haga
ceremonias. Levántese y recorra todas las habitaciones de la casa, si así lo desea.
-En otra ocasión, señor. Muchas gracias, pero no ahora.
-Bien, cuando a usted le convenga. Puede recorrer cuanto guste. Ya
encontrará nuestros paraguas colgando detrás de la puerta. Es un buen lugar,
¿verdad? Bien -recobrándose-, usted no creerá que éste es un buen lugar
porque ustedes los guardaban siempre en el cuarto del criado. Así pasa
siempre, creo. La manera que tiene una persona de hacer las cosas puede ser
tan buena como la de otra, pero cada cual quiere hacerlo a su manera. Ya
juzgará usted por sí misma, si es que recorre la casa.
Ana, sintiendo que debía negarse, lo hizo así, agradeciendo mucho.
-¡Hemos hecho pocos cambios, en verdad! -continuó el almirante, después de
pensar un momento-. Muy pocos. Ya le informamos acerca del lavadero, en
Uppercross. Esta ha sido una gran mejora. ¡Lo que me sorprende es que una
familia haya podido soportar el inconveniente de la manera en que se abría por
tanto tiempo! Le dirá usted a Sir Walter lo que hemos hecho y que mister
Shepherd opina que es la mejora más acertada hecha hasta ahora. Realmente,
hago justicia al decir que los pocos cambios que hemos realizado han servido
para mejorar el lugar. Mi esposa es quien lo ha dirigido. Yo he hecho bien poco,
con excepción de quitar algunos grandes espejos de mi cuarto de vestir, que era
el de su padre. Un buen hombre y un verdadero caballero, cierto es, pero… yo
pienso, señorita Elliot -mirando pensativamente-, pienso que debe haber sido un
hombre muy cuidadoso de su ropa, en su tiempo. ¡Qué cantidad de espejos!
Dios mío, uno no podía huir de sí mismo. Así que pedí a Sofía que me ayudara y
pronto los sacamos del medio. Y ahora estoy muy cómodo con mi espejito de
afeitar en un rincón y otro gran espejo al que nunca me acerco.
Ana, divertida a pesar suyo, buscó con cierta angustia una respuesta, y el
almirante, temiendo no haber sido bastante amable, volvió al mismo tema.
-La próxima vez que escriba usted a su buen padre, miss Elliot, transmítale mis
saludos y los de mistress Croft, y dígale que estamos aquí muy cómodos y que
no encontramos ningún defecto al lugar. La chimenea del comedor humea un
poco, a decir verdad, pero sólo cuando el viento norte sopla fuerte, lo cual no
ocurre más que tres veces en invierno. En realidad, ahora que hemos estado en
la mayor parte de las casas de aquí y podemos juzgar, ninguna nos gusta más
que ésta. Dígale eso y envíele mis saludos. Quedará muy contento.
Lady Russell y Mrs. Croft estaban encantadas la una con la otra, pero la
relación que entabló esta visita no pudo continuar mucho tiempo, pues cuando
fue devuelta, los Croft anunciaron que se ausentarían por unas pocas semanas
para visitar a sus parientes en el norte del condado, y que era probable que no
estuvieran de vuelta antes de que Lady Russell partiera a Bath.
Se disipó así el peligro de que Ana encontrara al capitán Wentworth en
Kellynch Hall o de verlo en compañía de su amiga. Todo era seguro; y sonrió al
recordar los angustiosos sentimientos que le había inspirado tal perspectiva.

Scroll al inicio