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Capítulo 15

Persuasión – Jane Austen

Sir Walter había alquilado una buena casa en Camden Place, en una elevación,
digna, tal como merece un hombre igualmente digno y elevado. Y él e Isabel se
habían establecido allí enteramente satisfechos.
Ana entró en la casa con el corazón desmayado, anticipando una reclusión de
varios meses y diciéndose ansiosamente a sí misma: “Oh, ¿cuándo volveré a
dejarlos?” Sin embargo, una inesperada cordialidad a su arribo le hizo mucho
bien. Su padre y su hermana se alegraban de verla, por el placer de mostrarle la
casa y el mobiliario, y fueron a su encuentro dando muestras de cariño. El que
fueran cuatro para las comidas era además una ventaja.
Mrs. Clay estaba muy amable y sonriente, pero sus cortesías y sus sonrisas no
eran sino eso mismo: cortesía. Ana sintió que ella haría siempre lo que más le
conviniera, pero la buena voluntad de los otros era sorprendente y genuina.
Estaban de excelente humor, y bien pronto supo por qué. No les interesaba
escucharla. Después de algunos cumplidos acerca de haber lamentado las
antiguas vecindades, tuvieron pocas preguntas que hacer y la conversación
cayó en sus manos. Uppercross no despertaba interés; Kellynch, muy poco; lo
más importante era Bath.
Tuvieron el placer de asegurarle que Bath había sobrepasado sus expectativas
en varios aspectos. Su casa era sin discusión la mejor de Camden Place; su
sala tenía todas las ventajas posibles sobre las que habían visitado o que
conocían de oídas, y la superioridad consistía además en lo adecuado del
mobiliario. Buscaban relacionarse con ellos. Todos deseaban visitarlos. Habían
rechazado muchas presentaciones, y sin embargo, vivían asediados por tarjetas
dejadas por personas de las que nada sabían.
¡Qué cantidad de motivos para regocijarse! ¿Podía dudar Ana de que su padre
y su hermana eran felices? Podía verse que su padre no se sentía rebajado con
el cambio; nada lamentaba de los deberes y la dignidad de un poseedor de
tierras y encontraba satisfacción en la vanidad de una pequeña ciudad; y debió
marchar, aprobando, sonriendo y maravillándose de que Isabel se pasease de
una habitación a otra, ponderando su amplitud, y sorprendiéndose de que
aquella mujer que había sido la dueña de Kellynch Hall encontrara orgullo en el
reducido espacio de aquellas cuatro paredes.
_ Pero además tenían otras cosas que les hacían felices. Tenían a Mr. Elliot.
Ana tuvo que oír mucho sobre Mr. Elliot. No sólo le habían perdonado, sino que
estaban encantados con él. Había estado en Bath hacía más o menos quince
días (había pasado por Bath cuando se dirigía a Londres, y Sir Walter, pese a
que éste no estuvo más que veinticuatro horas, se había puesto en contacto con
él), pero en esta ocasión había pasado unos quince días en Bath y la primera
medida que tomó fue dejar su tarjeta en Camden Place, seguida por los más
grandes deseos de renovar la relación, y cuando se encontraron su conducta fue
tan franca, tan presta a excusarse por el pasado, tan deseosa de renovar la
relación, que en su primer encuentro el contacto fue plenamente reestablecido.
No hallaban ningún defecto en él. Había explicado todo lo que parecía
descuido de su parte. Había borrado toda aprehensión de inmediato. Nunca
había tenido la intención de tomarse mucha confianza; temía haberlo hecho,
aunque sin saber por qué, y la delicadeza le había hecho guardar silencio. Ante
la sospecha de haber hablado irrespetuosa o ligeramente de la familia o del
honor de ésta, estaba indignado. ¡El, que siempre se había enorgullecido de ser
un Elliot!, y cuyas ideas, en lo que se refiere a la familia, eran demasiado
estrictas para el democrático tono de los tiempos que corrían. En verdad estaba
asombrado. Pero su carácter y su comportamiento refutarían tal sospecha.
Podía decirle a Sir Walter que averiguara entre la gente que lo conocía; y en
verdad, el trabajo que se tomó a la primera oportunidad de reconciliación para
ser puesto en el lugar de pariente y presunto heredero fue prueba suficiente de sus opiniones al respecto.
Las circunstancias de su matrimonio también podían disculparse. Este tema no
debía ser puesto por él, pero un íntimo amigo suyo, el coronel Wallis, un hombre
muy respetable, todo el tipo del caballero (y no mal parecido, agregaba Sir
Walter), que vivía muy cómodamente en las casas de Malborough y que había, a
su propio pedido, trabado conocimiento de ellos por intermedio de Mr. Elliot, fue
quien mencionó una o dos cosas sobre el matrimonio, que contribuyeron a disminuir el desprestigio.
El coronel Wallis hacía mucho tiempo que conocía a mister Elliot; había
conocido muy bien a su esposa y entendió a la perfección el problema. No era
ella una mujer de buena familia, pero era bien educada, culta, rica y muy
enamorada de su amigo. Allí residía el encanto. Ella lo había buscado. Sin
aquella condición, no hubiera bastado todo su dinero para tentar a Elliot, y
además, Sir Walter estaba convencido de que ella había sido una mujer muy
honrada. Todo esto hizo atractivo el matrimonio. Una mujer muy buena, de gran
fortuna y enamorada de él. Sir Walter admitía todo ello como una excusa en
forma, y aunque Isabel no podía ver el asunto bajo una luz tan favorable, se vio
obligada a admitir que todo era muy razonable.
Mr. Elliot había hecho frecuentes visitas, había cenado una vez con ellos y se
había mostrado encantado de recibir la invitación, pues ellos no daban cenas en
general; en una palabra, estaba encantado de cualquier muestra de afecto
familiar y hacía depender su felicidad de estar íntimamente vinculado con la casa de Camden.
Ana escuchaba, pero no entendía. Muy buena voluntad había que poner por
las opiniones de los que hablaban. Ella mejoraba todo lo que oía. Lo que parecía
extravagante o irracional en el progreso de la reconciliación podía tener su origen
nada más que en el modo de hablar de los narradores. Sin embargo, tenía
la sensación de que había algo más de lo que parecía en el deseo de mister
Elliot, después de un intervalo de tantos años, de ser bien recibido por ellos.
Desde un punto de vista mundano, nada sacaría en limpio con la amistad de Sir
Walter, nada ganaría con que las cosas cambiaran. Con seguridad él era el más
rico y Kellynch sería alguna vez suyo, lo mismo que el título. Un hombre
sensato, y parecía haber sido, en verdad, un hombre muy sensato, ¿por qué
había de poner objeciones? Ella podía presentar una sola solución; tal vez fuera
a causa de Isabel. Tal vez en un tiempo hubo cierta atracción, aunque la
conveniencia y los accidentes los hubieran apartado, y ahora que podía
permitirse ser agradable podría dedicarle sus atenciones. Isabel era muy
hermosa, de modales elegantes y cultivados, y su modo de ser no era conocido
por mister Elliot, que la había tratado pocas veces, en público, cuando muy
joven. Cómo habrían de recibir la sensibilidad y la inteligencia de él el conocimiento
de su presente modo de vida, era otra preocupación muy penosa. En
verdad deseaba Ana que no fuera él demasiado amable u obsequioso, de ser
Isabel la causa de sus desvelos; y que Isabel se inclinaba a creer tal cosa y que
su amiga mistress Clay fomentaba la idea, se hizo clarísimo por una o dos
miradas entre ambas mientras se hablaba de las frecuentes visitas de Mr. Elliot.
Ana mencionó los vistazos que había tenido de él en Lyme, pero sin que se le
prestara mucha atención. “Oh, sí, tal vez era Mr. Elliot.” Ellos no sabían. “Tal vez
fuera él.” No podían escuchar la descripción que ella hacía de él. Ellos mismos
lo describían, sobre todo Sir Walter. El hizo justicia a su aspecto distinguido, a su
elegante aire a la moda, a su bien cortado rostro, a su grave mirada, pero al
mismo tiempo “era de lamentar su aire sombrío, un defecto que el tiempo
parecía haber aumentado”; ni podía ocultarse que diez años transcurridos
habían cambiado sus facciones desfavorablemente. Mr. Elliot parecía pensar
que él (Sir Walter) tenía “el mismo aspecto que cuando se separaron”, pero Sir
Walter “no había podido devolver el cumplido enteramente”, y eso lo había
confundido. De todos modos, no pensaba quejarse: mister Elliot tenía mejor
aspecto que la mayoría de los hombres, y él no pondría objeciones a que lo
vieran en su compañía donde fuere.
Mr. Elliot y su amigo fueron el principal tema de conversación toda la tarde. “¡El
coronel Wallis había parecido tan deseoso de ser presentado a ellos! ¡Y mister
Elliot tan ansioso de hacerlo!” Había además una señora Wallis a quien sólo
conocían de oídas por encontrarse enferma. Pero Mr. Elliot hablaba de ella
como de “una mujer encantadora digna de ser conocida en Camden Place”. Tan
pronto se restableciera la conocerían. Sir Walter tenía un alto concepto de la
señora Wallis; se decía que era una mujer extraordinariamente bella, hermosa.
Deseaba verla. Sería un contrapeso para las feas caras que continuamente veía
en la calle. Lo peor de Bath era el extraordinario número de mujeres feas. No
quiere decir esto que no hubiese mujeres bonitas, pero la mayoría de las feas
era aplastante. Con frecuencia había observado en sus paseos que una cara
bella era seguida por treinta o treinta y cinco espantajos. En cierta ocasión,
encontrándose en una tienda de Bond Street había contado ochenta y siete
mujeres, una tras otra, sin encontrar un rostro aceptable entre ellas. Claro que
había sido una mañana helada, de un frío agudo del que sólo una mujer entre
treinta hubiera podido soportar. Pero pese a ello… el número de feas era
incalculable. ¡En cuanto a los hombres…! ¡Eran infinitamente peores! ¡Las calles
estaban llenas de multitud de esperpentos! Era evidente, por el efecto que un
hombre de discreta apariencia producía, que las mujeres no estaban muy
acostumbradas a la vista de alguien tolerable. Nunca había caminado del brazo
del coronel Wallis, quien tenía una figura arrogante aunque su cabello parecía
color arena, sin que todos los ojos de las mujeres se volviesen a mirarlo. En
verdad, “todas las mujeres miraban al coronel Wallis”. ¡Oh, la modestia de Sir
Walter! Su hija y mistress Clay no lo dejaron escapar, sin embargo, y afirmaron
que el acompañante del coronel Wallis tenía una figura tan buena como la de
éste, sin la desventaja del color del cabello.
-¿Qué aspecto tiene María? -preguntó Sir Walter, con el mejor humor-. La
última vez que la vi tenía la nariz roja, pero espero que esto no ocurra todos los días.
-Debe haber sido pura casualidad. En general ha disfrutado de buena salud y aspecto desde San Miguel.
-Espero que no la tiente salir con vientos fuertes y adquirir así un cutis recio. Le
enviaré un nuevo sombrero y otra pelliza.
Ana consideraba si le convendría sugerir que un tapado o un sombrero no
debían exponerse a tan mal trato, cuando un golpe en la puerta interrumpió todo:
“¡Un llamado a la puerta y a estas horas! ¡Debían ser más de las diez! ¿Y si
fuera mister Elliot?” Sabían que tenía que cenar en Lansdown Crescent. Era
posible que se hubiese detenido en su camino de vuelta para saludarlos. No
podían pensar en nadie más. Mrs. Clay creía que sí, que aquella era la manera
de llamar de Mr. Elliot. Mistress Clay tuvo razón. Con toda la ceremonia que un
criado y… un muchacho de recados pueden hacer, mister Elliot fue introducido en la sala.
Era el mismo, el mismo hombre, sin más diferencia que el traje. Ana se hizo
algo atrás mientras los demás recibían sus cumplidos, y su hermana las
disculpas por haberse presentado a hora tan desusada. Pero “no podía pasar
tan cerca sin entrar a preguntar si ella o su amiga habían cogido frío el día
anterior, etcétera”. Todo esto fue cortésmente dicho y cortésmente recibido.
Pero el turno de Ana se acercaba. Sir Walter habló de su hija más joven. “Mr.
Elliot debía ser presentado a su hija más joven” (no hubo ocasión de recordar a
Maria), y Ana, sonriente y sonrojada, de manera que le sentaba muy bien,
presentó a Mr. Elliot las hermosas facciones que éste- no había en modo alguno
olvidado, y pudo comprobar, por la sorpresa que él tuvo, que antes no había
sospechado quién era ella. Pareció tremendamente sorprendido, pero no más
que agradado. Sus ojos se iluminaron y con la mayor presteza celebró el
encuentro, aludió al pasado, y dijo que podía considerársele un antiguo
conocido. Era tan bien parecido como había semejado serlo en Lyme, y sus
facciones mejoraban al hablar. Sus modales eran exactamente los apropiados,
tan corteses, tan fáciles, tan agradables, que sólo podían ser comparados con
los de otra persona. No eran los mismos, pero eran así de buenos.
Se sentó con ellos y la conversación mejoró al momento. No cabía duda que
de era un hombre inteligente. Diez minutos bastaron para comprenderlo. Su
tono, su expresión, la elección de los temas, su conocimiento de hasta dónde
debía llegar, eran el producto de una mente inteligente y esclarecida. En cuanto
pudo, comenzó a hablar con ella de Lyme, deseando cambiar opiniones
respecto al lugar, pero deseoso especialmente de comentar el hecho de haber
sido huéspedes de la misma posada y al mismo tiempo, hablando de su ruta,
sabiendo un poco la de ella, y lamentando no haber podido presentarle sus
respetos en aquella ocasión. Ella informó en pocas palabras de su estancia y de
sus asuntos en Lyme. Su pesar aumentó al saber los detalles. Había pasado
una tarde solitaria en la habitación contigua a la de ellos. Había oído voces
regocijadas. Había pensado que debían ser personas encantadoras y deseó
estar con ellos. Y todo esto sin saber que tenía el derecho a ser presentado. ¡Si
hubiera preguntado quiénes eran! ¡El nombre de Musgrove habría bastado!
“Bien, esto serviría para curarle de la costumbre de no hacer jamás preguntas en
una posada, costumbre que había adoptado desde muy joven, pensando que no era gentil ser curioso.”
-Las nociones de un joven de veinte o veintidós años -decía- en lo que se
refiere a buenas maneras son más absurdas que las de cualquier otra persona
en el mundo. La estupidez de los medios que emplean sólo puede ser igualada
por la tontería de los fines que persiguen.
Pero no podía comunicar sus reflexiones a Ana solamente; él lo sabía; y bien
pronto se perdió entre los otros, y sólo a ratos pudo volver a Lyme.
Sus preguntas, sin embargo, trajeron pronto el relato de lo que había pasado
allí después de su partida. Habiendo oído algo sobre “un accidente”, quiso
conocer el resto. Cuando preguntó, Sir Walter e Isabel lo hicieron también; pero
la diferencia de la manera en que lo hacían no podía menos que quedar de
manifiesto. Ella sólo podía comparar a Mr. Elliot con Lady Russell por su deseo
de comprender lo que había ocurrido, y por el grado en que parecían
comprender también cuanto había sufrido ella presenciando el accidente.
Se quedó una hora con ellos. El elegante relojito sobre la chimenea había
tocado “las once con sus argentinos toques”, y el sereno se oía a la distancia
cantando lo mismo, antes de que Mr. Elliot o cualquiera de los presentes creyera
que había pasado tan largo rato.
¡Ana nunca imaginó que su primera velada en Camden Place sería tan agradable!

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