Persuasión – Jane Austen
Sir Walter, sus dos hijas y Mrs. Clay fueron esa noche los primeros en llegar. Y
como debían esperar por Lady Dalrymple decidieron sentarse en el Cuarto
Octogonal. Apenas se habían instalado cuando se abrió la puerta y entró el capitán
Wentworth; solo. Ana era la que estaba más cerca y, haciendo un esfuerzo,
se aproximó y le habló. El estaba dispuesto a saludar y a pasar de largo, pero su
gentil: “¿Cómo está usted, lo obligó a detenerse y a hacer algunas preguntas
pese al formidable padre y a la hermana que se encontraban detrás. Que ellos
estuvieran allí era una ayuda para Ana, pues no viendo sus rostros podía decir
cualquier cosa que a ella le pareciese bien.
Mientras hablaba con él un rumor de voces entre su padre e Isabel llegó a sus
oídos. No distinguió con claridad, pero adivinó de qué se trataba; y viendo al
capitán Wentworth saludar, comprendió que su padre había tenido a bien
reconocerlo y aún tuvo tiempo, en una rápida mirada, de ver asimismo una ligera
cortesía de parte de Isabel. Todo aquello, aunque hecho tardíamente y con
frialdad, era mejor que nada y alegró su ánimo.
Después de hablar del tiempo, de Bath y del concierto, su conversación
comenzó a languidecer, y tan poco podían ya decirse, que ella esperaba que él
se fuera de un momento a otro. Pero no lo hacía; parecía no tener prisa en
dejarla; y luego, con renovado entusiasmo, con una ligera sonrisa, dijo:
-Apenas la he visto a usted desde aquel día en Lyme. Temo que haya sufrido
mucho por la impresión y, más aún, porque nadie la atendió a usted en aquel momento.
Ella aseguró que no había sido así.
-¡Fue un momento terrible -dijo él-, un día terrible! -y se pasó la mano por los
ojos, como si el recuerdo fuera aún doloroso. Pero al momento siguiente,
volviendo a sonreír, añadió-: Ese día, sin embargo dejó sus efectos… y éstos no
son en modo alguno terribles. Cuando usted tuvo la suficiente presencia de
ánimo para sugerir que Benwick era la persona indicada para buscar un cirujano,
bien poco pudo usted imaginar cuánto significaría ella para él.
-En verdad no hubiera podido imaginarlo. Según parece… según espero, serán
una pareja muy feliz. Ambos tienen buenos principios y buen carácter.
-Sí -dijo él, sin evitar la mirada-, pero ahí me parece que termina el parecido
entre ambos. Con toda mí alma les deseo felicidad y me alegra cualquier
circunstancia que pueda contribuir a ello. No tienen dificultades en su hogar, ni
oposición ni ninguna otra cosa que pueda retrasarlos. Los Musgrove se están
portando según saben hacerlo, honorable y bondadosamente, deseando desde
el fondo de su corazón la mayor dicha para su hija. Todo esto ya es mucho y podrán ser felices, mas quizá…
Se detuvo. Un súbito recuerdo pareció asaltarlo y darle algo de la emoción que
hacía enrojecer las mejillas de Ana, quien mantenía su vista fija en el suelo.
Después de aclararse la voz, prosiguió:
-Confieso creer que hay cierta disparidad, mejor dicho una gran disparidad, y
en algo que es más esencial que el carácter. Considero a Luisa Musgrove una
joven agradable, dulce y nada tonta, pero Benwick es mucho más. Es un hombre
inteligente, instruido, y confieso que me sorprendió un poco que se enamorase
de ella. Si éste fue efecto de la gratitud; que él la haya amado porque creyó ser
preferido por ella, es otra cosa muy distinta. Pero no tengo razón para imaginar
nada. Parece, por el contrario, haber sido un sentimiento genuino y espontáneo
de parte de él, y esto me sorprende. ¡Un hombre como él y en la situación en
que se encontraba! ¡Con el corazón herido, casi hecho pedazos! Fanny Harville
era una mujer superior, y el amor que por ella sentía era verdadero amor. ¡Un
hombre no puede olvidar el amor de una mujer así! No debe… no puede.
Fuera que tuviese conciencia de que su amigo había olvidado o por tener
conciencia de alguna otra cosa, no prosiguió. Y Ana, que, pese al tono agitado
con que dijo lo que dijo, y pese a todos los rumores de la habitación, el abrirse y
cerrarse constante de la puerta, el ruido de personas pasando de un punto a
otro, no había perdido una sola palabra, se sintió sorprendida, agradecida,
confundida, y comenzó a respirar agitadamente y a sentir cien impresiones a la
vez. No le era posible hablar de ese asunto; sin embargo, después de un
momento, comprendió la necesidad de decir algo y no deseando en modo
alguno cambiar completamente de tema, lo desvió sólo un poco, diciendo
-Estuvo usted mucho tiempo en Lyme, presumo.
-Unos quince días. No podía irme hasta estar seguro de que Luisa se
recobraría. El daño hecho me concernía demasiado para estar tranquilo. Había
sido mi culpa, sólo mi culpa. Ella no se hubiera obstinado de no haber sido yo
débil. El paisaje de Lyme es muy bonito. Caminé y cabalgué mucho, y cuanto
más vi, más cosas encontré que admirar.
-Me gustaría mucho ver Lyme nuevamente -dijo Ana.
-¿De veras? No creía que hubiera encontrado usted nada en Lyme que
pudiera inspirarle ese deseo. ¡El horror y la intranquilidad en que se vio envuelta,
la agitación, la pesadumbre! Hubiera creído que sus últimas impresiones de Lyme habían sido ingratas.
-Las últimas horas fueron en verdad muy dolorosas -replicó Ana-, pero cuando
el dolor ha pasado, muchas veces su recuerdo produce placer. Uno no ama
menos un lugar por haber sufrido en él, a menos que todo allí no fuera más que
sufrimiento, puro sufrimiento. Y no es precisamente el caso de Lyme. Solamente
sufrimos intranquilidad y ansiedad en las últimas horas; antes nos habíamos
divertido mucho. ¡Tanta novedad y tanta belleza! He viajado tan poco que
cualquier sitio que veo me resulta en extremo interesante… Pero en Lyme hay
verdadera belleza. En una palabra -sonrojándose levemente al recordar algo-,
en conjunto, mis impresiones de Lyme son muy agradables.
Al terminar de hablar, se abrió la puerta del salón y entró el grupo que estaban
esperando. “Lady Dalrymple, Lady Dalrymple”, se oyó murmurar en todas partes,
y con toda la premura que permitía la elegancia, Sir Walter y las dos señoras se
levantaron para salir al encuentro de Lady Dalrymple, quien junto a miss Carteret
y escoltada por Mr. Elliot y el coronel Wallis, que acababan de entrar en ese
mismo instante, avanzó por el salón. Los otros se unieron a éstos y formaron un
grupo en el que Ana se vio a la fuerza incluida. Se encontró separada del
capitán Wentworth. Su interesante, quizá, demasiado interesante conversación,
debía interrumpirse por un tiempo; pero el pesar que experimentó fue leve
comparado con la dicha que tal conversación le había dado. Había sabido en los
últimos diez minutos más acerca de sus sentimientos hacia Luisa, más acerca
de todos sus sentimientos de lo que se hubiera atrevido a pensar. Se entregó a
las atenciones de la reunión, a las cortesías del momento, con exquisitas y agitadas
sensaciones. Estuvo de buen humor con todos. Había recibido ideas que la
predisponían a ser cortés y buena con todo el mundo, a compadecer a todo el
mundo, por ser menos dichosos – que ella.
Las deliciosas emociones se apagaron un poco cuando, separándose del
grupo para unirse nuevamente al capitán Wentworth, vio que éste había
desaparecido. Tuvo tiempo solamente de verlo entrar al salón de conciertos. Se
había ido… había desaparecido… sintió un momento de pesar. Pero volverían a
encontrarse. El la buscaría…, la hallaría antes de que hubiera terminado la
velada. Un momento de separación era lo mejor…, ella necesitaba una pausa para recomponerse.
Con la llegada de Lady Russell poco después, el grupo se completó, y ya sólo
les quedaba dirigirse al salón de conciertos. Isabel, dando el brazo a miss
Carteret y marchando detrás de la vizcondesa viuda de Dalrymple, no deseaba
ver más allá de dicha dama y era perfectamente feliz en ello: también lo era Ana,
pero sería un insulto comparar la felicidad de Ana con la de su hermana: una era
vanidad satisfecha; la otra, cariño generoso.
Ana no vio nada, no pensó nada del lujo del salón; su felicidad era interior. Sus
ojos refulgían y sus mejillas estaban animadas, pero ella no lo sabía. Pensaba
solamente en la última media hora y mientras ocupaban sus asientos, en su
pensamiento repasaba los detalles. La elección del tema de conversación, sus
expresiones, y más aún sus gestos y su fisonomía eran algo que ella podía ver
sólo de una manera. Su opinión acerca de la inferioridad de Luisa Musgrove,
opinión que parecía haber dado con gusto, su asombro ante los sentimientos del
capitán Benwick, los sentimientos de éste por su primer y fuerte amor -las frases
dejadas sin terminar-, su mirada algo esquiva, y más de una rápida y furtiva
mirada, todo aquello hablaba de que al fin volvía a ella; el enfado, el
resentimiento, el deseo de evitar su compañía habían desaparecido. Y sus
sentimientos no eran simplemente amistosos; tenían la ternura del pasado; sí,
algo había en ellos de la antigua ternura. El cambio no podía significar otra cosa.
Debía amarla.
Tales pensamientos y las visiones que acarreaban la ocupaban demasiado
para que se pudiese percatar de lo que ocurría a su alrededor, y así pasó a lo
largo del salón sin una mirada, sin siquiera tratar de verlo. Cuando encontraron
sus asientos y se hubieron ubicado, ella miró alrededor para ver si lograba
encontrarlo en aquella parte del salón, pero sus ojos no pudieron descubrirlo.
Como el concierto comenzaba, debió contentarse con una felicidad más humilde.
El grupo fue dividido y ocuparon dos bancos contiguos. Ana estaba en el
frente, y Mr. Elliot se las arregló tan bien -con la complicidad de su amigo el
coronel Wallis- que quedó sentado cerca de ella. Miss Elliot, rodeada por sus
primas y con las atenciones del coronel Wallis, se daba por satisfecha.
El espíritu de Ana estaba favorablemente dispuesto para disfrutar de la velada:
era lo que necesitaba. Tenía sentimientos tiernos, espíritu alegre, atención para
lo científico y paciencia para lo tedioso. Jamás le había agradado más un
concierto, al menos durante la primera parte. Al terminar ésta, y mientras en el
intermedio se .tocaba una canción italiana, ella explicó a Mr. Elliot la letra de la
canción. Entre ambos consultaban el programa de la velada.
-Este -decía ella- es más o menos el significado de las palabras, porque el
sentido de una canción italiana de amor es algo que no debe pronunciarse; éste
es el sentido que le doy porque no pretendo entender el idioma. He sido una mala alumna de italiano.
-Sí, ya me doy cuenta; veo que no sabe usted nada. No tiene más
conocimiento que para traducir estas torcidas, traspuestas y vulgares líneas italianas
en un inglés claro, comprensible, elegante. No necesita decir nada más
acerca de su ignorancia. Me atengo a las pruebas.
-No diré nada a tanta cortesía, pero no me agradaría ser examinada por alguien fuerte en la materia…
-No he tenido el placer de visitar durante tanto tiempo Camdem Place –
contestó él- sin haber aprendido algo de miss Ana Elliot; la considero demasiado
modesta para que el mundo conozca la mitad de sus dones, y está tan bien
dotada por la modestia, que lo que en ella es natural, sería exagerado en otra.
-¡Qué vergüenza, qué vergüenza… esto es pura adulación! No sé lo que
tendremos después -añadió, volviendo al programa.
-Quizá -dijo Mr. Elliot hablando bajo- conozco más su carácter de lo que usted supone.
-¿De verdad? ¿Cómo es eso? Me conoce apenas desde que vine a Bath, a
menos que cuente lo que sobre mí oyó decir a mi familia.
-Oí hablar de usted mucho antes de que viniese usted a Bath. La he oído
describir por personas que la conocen de cerca. Conozco su carácter desde
hace largos años; su persona, su temperamento, sus maneras, todo me fue descrito, todo se me detalló.
Mr. Elliot no se vio defraudado en el interés que pensaba despertar. Nadie
podía resistir el encanto de aquel misterio. Haber sido descrita desde largo
tiempo atrás a un nuevo conocido, por gente desconocida, era irresistible. Y Ana
estaba llena de curiosidad. Ella dudaba y lo interrogó con interés, pero todo fue
en vano. A él lo deleitaba que le preguntaran, pero no pensaba decir nada.
No, no…, tal vez en otra ocasión, pero no en ese momento; no diría ningún
nombre. Pero eso había sido en realidad cierto. Varios años antes había oído tal
descripción de miss Ana Elliot, que desde entonces concibió la más alta idea
acerca de sus méritos y tuvo el más ardiente deseo de conocerla.
Ana no podía pensar en nadie más que hablase con tanta parcialidad de ella,
como no fuese Mr. Wentworth, el de Monkford, el hermano del capitán
Wentworth. Elliot debía haber estado alguna vez en compañía de Wentworth,
pero Ana no se atrevió a preguntar.
-El nombre de Ana Elliot -prosiguió él- tenía para mí desde largo tiempo atrás
el más poderoso atractivo. Por largo tiempo fue un extraordinario acicate para mi
fantasía, y si me atreviera, expresaría el deseo de que este nombre encantador nunca cambiase.
Tales fueron, según le parecieron a ella, sus palabras; pero apenas las oyó
cuando escuchó tras de sí otras palabras que hicieron que todo lo demás
pareciese no importar. Su padre y Lady Dalrymple estaban hablando.
-Un hombre muy buen mozo -decía Sir Walter-, muy buen mozo.
-Un hermoso hombre en verdad -decía Lady Dalrymple-. Más porte que la
mayoría de las personas que encuentra uno en Bath. ¿Es acaso irlandés?
-No, conozco su nombre. Es apenas un conocido. Wentworth, el capitán
Wentworth de la Marina. Su hermana está casada con mi arrendatario de
Somersetshire, Croft, que alquila Kellynch.
Antes de que su padre hubiera terminado de hablar, Ana había seguido su
mirada y distinguía al- capitán Wentworth en un grupo de caballeros a cierta
distancia. Cuando ella lo miró, los ojos de él parecieron atraídos por otra causa.
Tal parecía. Ella había mirado un segundo más tarde de lo que debió, y mientras
ella permaneció con la vista fija, él no volvió a mirar. Pero la interpretación
comenzaba nuevamente y se vio obligada a prestar su atención a la orquesta y a mirar al frente.
Cuando miró de nuevo, ya se había retirado. El no hubiera podido
aproximársele aunque lo hubiera deseado -ella estaba rodeada de demasiada
gente-, pero hubiera podido cambiar miradas con él en caso de haberlo querido.
El discurso de Mr. Elliot también la inquietaba.
No deseaba ya hablar con él. Hubiera deseado que no estuviese tan cerca de ella.
La primera parte había terminado y ella esperaba algún cambio grato. Después
de un momento de silencio en el grupo, alguien decidió ir a pedir té. Ana fue una
de las pocas que prefirió no moverse. Permaneció en su asiento y lo mismo hizo
Lady Russell. Pero tuvo la suerte de verse libre de Mr. Elliot. En modo alguno
pensaba evitar a causa de Lady Russell la conversación con el capitán
Wentworth, si es que éste venía a hablarle. Por el gesto de Lady Russell
comprendió que ésta lo había visto.
Pero él no se acercó. En algunos momentos le pareció a Ana verlo a distancia,
pero él no se aproximó. El ansiado intervalo pasó sin que ocurriera nada nuevo.
Los demás volvieron, el salón se llenó nuevamente, los asientos fueron reclamados
y entregados, y otra hora de placer o de disconformidad comenzaba; una
hora de música que daría placer o aburrimiento según la afición a la música
fuese sincera o fingida. Para Ana, sería una hora de agitación. No podría
alejarse de allí tranquila sin haber visto al capitán Wentworth una vez más, sin
haber cambiado con él una mirada amistosa.
Al acomodarse nuevamente hubo algunos cambios en los lugares, y eso la
favoreció. El coronel Wallis rehusó sentarse de nuevo y Mr. Elliot fue invitado por
Isabel y miss Carteret a ocupar su puesto de una manera que no dejaba lugar a
negarse; y, por otra serie de cambios y un poco de diligencia de su parte, Ana se
encontró mucho más cerca del final del banco de lo que había estado antes,
mucho más cerca de los que pasaban. No pudo hacer esto sin compararse a sí
misma con miss Larolles -la inimitable miss Larolles-, pese a lo cual lo hizo, pero
los resultados no fueron felices. Con todo, haciendo lo que parecía cortesía para
sus compañeros, se encontró al borde del banco antes de que el concierto terminase.
Allí se encontraba ella, con un gran espacio vacío delante, cuando volvió a ver
al capitán Wentworth. No se encontraba lejos. El también la vio, pero su aire era
ceñudo, irresoluto y sólo poco a poco llegó a acercarse hasta poder hablar con
ella. Ana comprendió que algo ocurría. El cambio operado en él era indudable.
La diferencia entre sus maneras en ese momento y las del Cuarto Octogonal era
evidente. ¿Qué había pasado?… Pensó en su padre, en Lady Russell. ¿Sería
posible que hubieran cambiado algunas miradas de desagrado? Comenzó a
hablar gravemente del concierto; no parecía el capitán Wentworth de Uppercross.
Había sido defraudado en la representación; esperaba mejores voces en
los cantantes. En una palabra, confesaba que no le molestaba que ya todo
hubiese terminado. Ana respondió y defendió la representación tan bien y tan
gentilmente, que el rostro de él se alegró y respondió con una semisonrisa.
Hablaron unos minutos más durante los cuales sus relaciones mejoraron un
poco. El miraba al banco buscando un sitio donde sentarse, cuando un golpecito
en el hombro hizo volverse a Ana. Era Mr. Elliot. Pidió disculpas, pero
necesitaba de ella para otra traducción del italiano. Miss Carteret estaba ansiosa
por tener una idea general de lo que se cantaría. Ana no podía rehusar, pero
jamás hizo de tan mala gana un sacrificio en beneficio de la buena educación.
Unos pocos minutos, pese a hacerlos lo más rápidos posible, se perdieron.
Cuando pudo volver a lo que quería encontró delante de ella al capitán
Wentworth listo para despedirse, como si tuviera mucha prisa. Debía despedirse;
tenía que irse, llegar a casa cuanto antes.
-¿No se quedará usted para escuchar la próxima canción? -preguntó Ana,
repentinamente asaltada por una idea que le daba valor para insistir.
-No -respondió él enfáticamente-, no hay nada por lo que valga la pena
quedarse -y se retiró sin más.
¡Estaba celoso de Mr. Elliot! Era la única razón posible. ¡El capitán Wentworth
celoso de ella! ¿Podía haberlo ella imaginado tres semanas antes… tres horas
antes? Por un instante sus sentimientos fueron deliciosos. Pero ¡ay,
pensamientos bien distintos brotaron después! ¿Cómo haría para borrar
aquellos celos? ¿Cómo hacerle saber la verdad? ¿Cómo, en medio de todas las
desventajas de sus respectivas situaciones, podría él llegar a saber jamás sus
verdaderos sentimientos? Era doloroso pensar en las atenciones de Mr. Elliot. El
mal que habían causado era incalculable.