Persuasión – Jane Austen
Sólo un día había pasado desde la conversación de Ana con Mrs. Smith, pero
ahora tenía un interés más inmediato y se sentía poco afectada por la mala
conducta de Mr. Elliot, excepto porque debía aún una visita de explicación a
Lady Russell, que de nuevo debió postergar. Había prometido estar con los
Musgrove desde el desayuno hasta la cena. Lo había prometido, y la explicación
del carácter de Mr. Elliot, al igual que la cabeza de la sultana Scherazada,
tendría que dejarse para otro día.
Sin embargo, no pudo ser puntual; el tiempo se presentó malo y se lamentó de
ello por sus amigos y por ella antes de intentar salir de paseo. Cuando, llegando
a White Hart, se encaminó a la casa encontró que no sólo había llegado tarde,
sino que tampoco era la primera en estar ahí. Los que habían llegado antes eran
Mrs. Croft, que conversaba con Mrs. Musgrove, y el capitán Harville, que
conversaba con el capitán Wentworth, y de inmediato supo que María y
Enriqueta, sumamente impacientes, habían aprovechado el momento en que la
lluvia había cesado, pero volverían pronto, y habían comprometido a Mrs.
Musgrove a no dejar partir a Ana hasta que ellas volvieran. No le quedó más
remedio que acceder, sentarse, adoptar un aspecto de compostura y sentirse de
nuevo precipitada en todas las agitaciones de penas que había probado la
mañana anterior. No había tregua. De la extrema miseria pasaba a la mayor
felicidad, y de ésta, a otra extrema miseria. Dos minutos después de haber
llegado ella, decía el capitán Wentworth:
-Escribiremos la carta de la que hemos hablado ahora mismo, Harville, si me
proporciona usted los medios para hacerlo.
Los materiales estaban a mano, sobre una mesa apartada; allí se dirigió él y,
casi de espaldas a todo el mundo, comenzó a escribir.
Mrs. Musgrove estaba contando a Mrs. Croft la historia del compromiso de su
hija mayor, con ese tono de voz que quiere ser un murmullo, pero que todo el
mundo puede escuchar. Ana sentía que ella no era parte de esa conversación, y
sin embargo, como el capitán Harville parecía pensativo y poco dispuesto a
hablar, no pudo evitar oír una serie de detalles: “Como mister Musgrove y mi
hermano Hayter se encontraron una y otra vez para ultimar los detalles; lo que
mi hermano Hayter dijo un día, y lo que Mr. Musgrove propuso al siguiente, y lo
que le ocurrió a mi hermana Hayter, y lo que los jóvenes deseaban, y como lo
dije en el primer momento que jamás daría mi consentimiento, y como después
pensé que no estaría tan mal”, y muchas más cosas por el estilo; detalles queaun
con todo el gusto y la delicadeza de la buena Mrs. Musgrove no debían
comunicarse; cosas que no tenían interés más que, para los protagonistas del
asunto. Mrs. Croft escuchaba de muy buen talante y cuando decía algo, era
siempre sensata. Ana confiaba en que los caballeros estuvieran demasiado ocupados para oír.
-Considerando todas estas cosas, señora -decía Mrs. Musgrove en un fuerte
murmullo-, aunque hubiéramos deseado otra cosa, no quisimos oponernos por
más tiempo, porque Carlos Hayter está loco por ella, y Enriqueta más o menos
lo mismo; y así, creímos que era mejor que se casaran cuanto antes y fueran
felices, como han hecho tantos antes que ellos. En todo caso, esto es mejor que un compromiso largo.
-¡Es lo que iba a decir! -exclamó mistress Croft-. Prefiero que los jóvenes se
establezcan con una renta pequeña y compartan las dificultades juntos antes
que pasar por las peripecias de un largo compromiso. Siempre he pensado que…
-Mi querida Mrs. Croft -exclamó Mrs. Musgrove, sin dejarla terminar-, nada hay
tan abominable como un largo compromiso. Siempre he estado en contra de
esto para mis hijos. Está bien estar comprometidos si se tiene la seguridad de
casarse en seis meses, o aun en un año… pero ¡Dios nos libre de un compromiso largo!
-Sí, señora -dijo Mrs. Croft-, es un compromiso incierto el que se toma por
mucho tiempo. Empezando por no saber cuándo se tendrán los medios para
casarse, creo que es poco seguro y poco sabio, y creo también que todos los
padres debieran evitarlo hasta donde les fuera posible.
Ana se sintió de pronto interesada. Sintió que esto se podía aplicar a ella. Se
estremeció de pies a cabeza y en el mismo momento en que sus ojos se dirigían
instintivamente a la mesa ocupada por el capitán Wentworth, éste dejaba de
escribir, levantaba la pluma y escuchaba, al mismo tiempo que volviendo la
cabeza cambiaba con ella una rápida mirada.
Las dos señoras continuaron hablando de las verdades admitidas, y dando
ejemplos de los males que la ruptura de esta costumbre había acarreado a
gentes conocidas, pero Ana no pudo oír bien; solamente sentía un murmullo y su mente daba vueltas.
El capitán Harville, que nada había escuchado, dejó en este momento su silla y
se acercó a la ventana; Ana pareció mirarlo aunque la verdad es que su
pensamiento estaba ausente. Por fin comprendió que Harville la invitaba a
sentarse a su lado. La miraba con una ligera sonrisa y un movimiento de cabeza
que parecía decir: “Venga, tengo algo que decirle”, y sus modales sencillos y
llenos de naturalidad, pareciendo corresponder a un conocimiento más antiguo,
invitaban también a que se sentara a su lado. Ella se levantó y se aproximó. La
ventana donde él estaba se encontraba al lado opuesto de la habitación donde
las señoras estaban sentadas y más cerca de la mesa ocupada por el capitán
Wentworth, aunque bastante alejada de ésta. Cuando ella llegó, el gesto del
capitán Harville volvió a ser serio y pensativo como de costumbre.
-Vea -dijo él, desenvolviendo un paquete y sacando una pequeña miniatura-,
¿sabe usted quién es éste?
-Ciertamente, el capitán Benwick.
-Sí, y también puede adivinar quién es el autor. Pero -en tono profundo- no fue
hecho para ella. Miss Elliot, ¿recuerda usted nuestra caminata en Lyme, cuando
lo compadecíamos? Bien poco imaginaba yo que… pero esto no viene al caso.
Esto fue hecho en El Cabo. Se encontró en El Cabo con un hábil artista alemán,
y cumpliendo una promesa hecha a mi pobre hermana posó para él y trajo esto
a casa. ¡Y ahora tengo que entregarlo cuidadosamente a otra! ¡Vaya un encargo!
Mas ¿quién, si no, podría hacerlo? Pero no me molesta haber encontrado
otro a quien confiarlo. El lo ha aceptado -señalando al capitán Wentworth-; está
escribiendo ahora sobre esto. -Y rápidamente añadió, mostrando su herida-:
¡Pobre Fanny, ella no lo habría olvidado tan pronto!
-No -replicó Ana con voz baja y llena de sentimiento-; bien lo creo.
-No estaba en su naturaleza. Ella lo adoraba.
-No estaría en la naturaleza de ninguna mujer que amara de verdad.
El capitán Harville sonrió y dijo:
-¿Pide usted este privilegio para su sexo?
Y ella, sonriendo también, dijo:
-Sí. Nosotras no nos olvidamos tan pronto de ustedes como ustedes se olvidan
de nosotras. Quizá sea éste nuestro destino y no un mérito de nuestra parte. No
podemos evitarlo. Vivimos en casa, quietas, retraídas, y nuestros sentimientos
nos avasallan. Ustedes se ven obligados a andar. Tienen una profesión,
propósitos, negocios de una u otra clase que los llevan sin tardar de vuelta al
mundo, y la ocupación continua y el cambio mitigan las impresiones.
-Admitiendo que el mundo haga esto por los hombres (que sin embargo yo no
admito), no puede aplicarse a Benwick. El no se ocupaba de nada. La paz lo
devolvió en seguida a tierra, y desde entonces vivió con nosotros en un pequeño círculo de familia.
-Verdad -dijo Ana-, así es; no lo recordaba. Pero, ¿qué podemos decir, capitán
Harville? Si el cambio no proviene de circunstancias externas debe provenir de
adentro; debe ser la naturaleza, la naturaleza del hombre la que ha operado este cambio en el capitán Benwick.
-No, no es la naturaleza del hombre. No creeré que la naturaleza del hombre
sea más inconstante que la de la mujer para olvidar a quienes ama o ha amado;
al contrario, creo en una analogía entre nuestros cuerpos y nuestras almas; si
nuestros cuerpos son fuertes, así también nuestros sentimientos: capaces de
soportar el trato más rudo y de capear la más fuerte borrasca.
-Sus sentimientos podrán ser más fuertes -replicó Ana-, pero la misma
analogía me autoriza a creer que los de las mujeres son más tiernos. El hombre
es más robusto que la mujer, pero no vive más tiempo, y esto explica mi idea
acerca de los sentimientos. No, sería muy duro para ustedes si fuese de otra
manera. Tienen dificultades, peligros y privaciones contra los que deben luchar.
Trabajan siempre y están expuestos a todo riesgo y a toda dureza. Su casa, su
patria, sus amigos, todo deben abandonarlo. Ni tiempo, ni salud, ni vida pueden
llamar suyos. Debe ser en verdad bien duro -su voz falló un poco- si a todo esto
debieran unirse los sentimientos de una mujer.
-Nunca nos pondremos de acuerdo sobre este punto -comenzó a decir el
capitán Harville, cuando un ligero ruido los hizo mirar hacia el capitán
Wentworth. Su pluma se había caído; pero Ana se sorprendió de encontrarlo
más cerca de lo que esperaba, y sospechó que la pluma no había caído porque
la estuviese usando, sino porque él deseaba oír lo que ellos hablaban, y ponía
en ello todo su esfuerzo. Sin embargo, poco o nada pudo haber entendido.
-¿Ha terminado usted la carta? -preguntó el capitán Harville.
-Aún no; me faltan unas líneas. La terminaré en cinco minutos.
-Yo no tengo prisa. Estaré listo cuando usted lo esté. Tengo aquí una buena
ancla -sonriendo a Ana-; no deseo nada más. No tengo ninguna prisa. Bien,
miss Elliot -bajando la voz-, como decía, creo que nunca nos pondremos de
acuerdo en este punto. Ningún hombre y ninguna mujer lo harán probablemente.
Pero déjeme decirle que todas las historias están en contra de ustedes; todas,
en prosa o en verso. Si tuviera tan buena memoria como Benwick, le diría en un
momento cincuenta frases para reforzar mi argumento, y no creo que jamás
haya abierto un libro en mi vida en el que no se dijera algo sobre la veleidad
femenina. Canciones y proverbios, todo habla de la fragilidad femenina. Pero
quizá diga usted que todos han sido escritos por hombres.
-Quizá lo diga… pero, por favor, no ponga ningún ejemplo de libros. Los
hombres tienen toda la ventaja sobre nosotras por ser ellos quienes cuentan la
historia. Su educación ha sido mucho más completa; la pluma ha estado en sus
manos. No permitiré que los libros me prueben nada.
-Pero, ¿cómo podemos probar algo?
-Nunca se podrá probar nada sobre este asunto. Es una diferencia de opinión
que no admite pruebas. Posiblemente ambos comenzaríamos con una pequeña
circunstancia en favor de nuestro sexo,- y sobre ella construiríamos cuanto se
nos ocurriera y hayamos visto en nuestros círculos. Y muchas de las cosas que
sabemos (quizá aquéllas que más han llamado nuestra atención) no podrían
decirse sin traicionar una confidencia o decir lo que no debe decirse.
-¡Ah -exclamó el capitán Harville, con tono de profundo sentimiento-, si
solamente pudiera hacerle comprender lo que sufre un hombre cuando mira por
última vez a su esposa y a sus hijos, y ve el barco que los ha llevado hasta él
alejarse, y se da vuelta y dice: “Quién sabe si volveré a verlos alguna vez”! Y
luego, ¡si pudiera mostrarle a usted la alegría del alma de este hombre cuando
vuelve a encontrarlos; cuando, regresando de la ausencia de un año y obligado
tal vez a detenerse en otro puerto, calcula cuánto le falta aún para encontrarlos y
se engaña a sí mismo diciendo: “No podrán llegar hasta tal día”, pero esperando
que se adelante doce horas, y cuando los ve llegar por fin, como si el cielo les
hubiese dado alas, mucho más pronto aún de lo que los esperaba!
¡Si pudiera describirle todo esto, y todo lo que un hombre puede soportar y
hacer, y las glorias que puede obtener por estos tesoros de su existencia! Hablo,
por supuesto, de hombres de corazón -y se llevó la mano al suyo con emoción.
-¡Ah! -dijo Ana-, creo que hago justicia a todo lo que usted siente y a los que a
usted se parecen. Dios no permita que no considere el calor y la fidelidad de
sentimientos de mis semejantes. Me despreciaría si creyera que la constancia y
el afecto son patrimonio exclusivo de las mujeres. No creo que son ustedes
capaces de cosas grandes y buenas en sus matrimonios. Los creo capaces de
sobrellevar cualquier cambio, cualquier problema doméstico, siempre que… si se
me permite decirlo, siempre que tengan un objeto. Quiero decir, mientras la
mujer que ustedes aman vive y vive para ustedes. El único privilegio que
reclamo para mi sexo (no es demasiado envidiable, no se alarme) es que
nuestro amor es más grande; cuando la existencia o la esperanza han desaparecido.
No pudo decir nada más, su corazón estaba a punto de estallar, y su aliento, entrecortado.
-Tiene usted un gran corazón -exclamó el capitán Harville tomándole el brazo
afectuosamente-. No habrá más discusiones entre nosotros. En lo que se refiere
a Benwick, mi lengua está atada a partir de este momento.
Debieron prestar atención a los otros. Mrs. Croft se retiraba.
-Aquí debemos separamos, Federico -dijo ella-; yo voy a casa y tú tienes un
compromiso con tu amigo. Esta noche tendremos el placer de encontrarnos
todos nuevamente en su reunión -dirigiéndose a Ana-. Recibimos ayer la tarjeta
de su hermana, y creo que Federico tiene también invitación, aunque no la he
visto. Tú estás libre, Federico, ¿no es así?
El capitán Wentworth doblaba apresuradamente una carta y no pudo dar una respuesta como es debido.
-Sí -dijo-, así es. Aquí nos separamos, pero Harville y yo saldremos detrás de
ti. Si Harville está listo, yo no necesito más que medio minuto. Estoy a tu disposición en un minuto.
Mrs. Croft los dejó, y el capitán Wentworth, habiendo doblado con rapidez su
carta, estuvo listo, y pareció realmente impaciente por partir. Ana no sabía cómo
interpretarlo. Recibió el más cariñoso: “Buenos días. Quede usted con Dios”, del
capitán Harville, pero de él, ni un gesto ni una mirada. ¡Había salido del cuarto sin una mirada!
Apenas tuvo tiempo de aproximarse a la mesa donde había estado él
escribiendo, cuando se oyeron pasos de vuelta. Se abrió la puerta; era él. Pedía
perdón, pero había olvidado los guantes, y cruzando el salón hasta la mesa de
escribir, y parándose de espaldas a Mrs. Musgrove, sacó una carta de entre los
desparramados papeles y la colocó delante de los ojos de Ana con mirada
ansiosamente fija en ella por un tiempo, y tomando sus guantes se alejó del
salón, casi antes de que Mrs. Musgrove se hubiera dado cuenta de su vuelta.
La revolución que por un instante se operó en Ana fue casi inexplicable. La
carta con una dirección apenas legible a “Miss A. E.” era evidentemente la que
había doblado tan aprisa. ¡Mientras se suponía que se dirigía únicamente al
capitán Benwick, le había estado escribiendo a ella! ¡Del contenido de esa carta
dependía todo lo que el mundo podía ofrecerle! ¡Todo era posible; todo debía
afrontarse antes que la duda! Mrs. Musgrove tenía en su mesa algunos
pequeños quehaceres. Ellos protegerían su soledad, y dejándose caer en la silla
que había ocupado él cuando escribiera, leyó:
“No puedo soportar más en silencio. Debo hablar con usted por cualquier
medio a mi alcance. Me desgarra usted el alma. Estoy entre la agonía y la
esperanza. No me diga que es demasiado tarde, que tan preciosos sentimientos
han desaparecido para siempre. Me ofrezco a usted nuevamente con un
corazón que es aún más suyo que cuando casi lo destrozó hace ocho años y
medio. No se atreva a decir que el hombre olvida más prontamente que la mujer,
que su amor muere antes. No he amado a nadie más que a usted. Puedo haber
sido injusto, débil y rencoroso, pero jamás inconsciente. Sólo por usted he
venido a Bath; sólo por usted pienso y proyecto. ¿No se ha dado cuenta? ¿No
ha interpretado mis deseos? No hubiera esperado estos diez días de haber
podido leer sus sentimientos como debe usted haber leído los míos. Apenas
puedo escribir. A cada instante escucho algo que me domina. Baja usted la voz,
pero puedo percibir los tonos de esa voz cuando se pierde entre otras.
¡Buenísima, excelente criatura! No nos hace usted en verdad justicia. Crea que
también hay verdadero afecto y constancia entre los hombres. Crea usted que
estas dos cosas tienen todo el fervor de
“F. W.
“Debo irme, es verdad. Pero volveré o me reuniré con su grupo en cuanto
pueda. Una palabra, una mirada me bastarán para comprender si debo ir a casa
de su padre esta noche o nunca”.
No era fácil reponerse del efecto de semejante carta. Media hora de soledad y
reflexión la hubiera tranquilizado, pero los diez minutos que pasaron antes de
ser interrumpida, con todos los inconvenientes de su situación, no hicieron sino
agitarla más. A cada instante crecía su desasosiego. Era, la que sentía, una
felicidad aplastante. Y antes de que hubiera traspuesto el primer peldaño de
sensaciones, Carlos, María y Enriqueta ya estaban de vuelta.
La absoluta necesidad de reponerse produjo cierta lucha. Pero después de un
momento no pudo hacer nada más. Comenzó por no entender una palabra de lo
que decían. Y alegando una indisposición, se disculpó. Ellos pudieron notar que
parecía enferma y no se hubieran apartado de ella por nada del mundo. Eso era
terrible. Si se hubieran ido y la hubieran dejado tranquilamente sola en su
habitación, se hubiese sentido mejor. Pero tener a todos alrededor parados o
esperando era insoportable; y en su angustia, ella dijo que deseaba ir a casa.
-Desde luego, querida -dijo Mrs. Musgrove-, vaya usted a casa y cuídese, para
que esté bien esta noche. Desearía que Sara estuviese aquí para cuidarla,
porque yo no sé hacerlo. Carlos, llama un coche; no debe ir caminando.
¡No era un coche lo que necesitaba! ¡Lo peor de lo peor! Perder la oportunidad
de conversar dos palabras con el capitán Wentworth en su tranquila vuelta a
casa (y tenía casi la certeza de encontrarlo), era insoportable. Protestó enérgicamente
en contra del coche. Y Mrs. Musgrove, que solamente podía imaginar una
clase de enfermedad, habiéndose convencido de que no había sufrido ninguna
caída, que Ana no había resbalado y que no tenía ningún golpe en la cabeza, se
despidió alegremente y esperó encontrarla bien por la noche.
Ansiosa de evitar cualquier malentendido, Ana, con cierta resistencia, dijo:
-Temo, señora, que no esté perfectamente claro. Tenga la amabilidad de decir
a los demás caballeros que esperamos ver a todo el grupo esta noche. Temo
que haya habido algún equívoco; y deseo que asegure particularmente al
capitán Harville y al capitán Wentworth; deseamos ver a ambos.
-Ah, querida mía, está todo muy claro, se lo aseguro. El capitán Harville está decidido a no faltar.
-¿Lo cree usted? Pues yo tengo mis dudas, y lo lamentaría mucho. ¿Promete
mencionar esto cuando los vea de nuevo? Me atrevo a decir que verá a ambos
esta mañana. Prométamelo usted.
-Desde luego, si ése es su deseo. Carlos, si ves al capitán Harville en alguna
parte, no olvides de darle el mensaje de miss Ana. Pero de verdad, querida mía,
no necesita intranquilizarse. El capitán Harville casi se ha comprometido, y lo
mismo me atrevería a decir del capitán Wentworth.
Ana no podía decir más; su corazón presentía que algo empañaría su dicha.
Pero de cualquier manera, el equívoco no sería largo; en caso que él no
concurriera a Camden Place, ella podría enviar algún mensaje por medio del capitán Harville.
Otro inconveniente surgió: Carlos, con su natural amabilidad, quería
acompañarla a casa; no había manera de disuadirlo. Esto fue casi cruel. Pero no
podía ser malagradecida; él sacrificaba otro compromiso para serle útil; y partió
con él, sin dejar traslucir otro sentimiento que el de la gratitud.
Estaban en la calle Unión, cuando unos pasos detrás, de sonido conocido, le
dieron sólo unos instantes para prepararse para ver al capitán Wentworth. Se les
unió, pero como dudaba si quedarse o pasar de largo, no dijo nada y se limitó a
mirar. Ana se dominó lo bastante como para refrenar aquella mirada sin retirar la
suya. Las pálidas mejillas de él se colorearon y sus movimientos de duda se
hicieron decididos. Se puso al lado de ella. En ese instante, asaltado por una idea repentina, Carlos dijo:
-Capitán Wentworth, ¿hacia dónde va usted? ¿Hasta la calle Gay o más lejos?
-No sabría decirlo -contestó el capitán Wentworth sorprendido.
-¿Va usted hasta Belmont? ¿Va cerca de Camden Place? Porque en caso de
ser así no tendré inconveniente en pedirle que tome mi puesto y acompañe a
Ana hasta la casa de su padre. No se encuentra muy bien y no puede ir sin
compañía; yo tengo una cita en la plaza del mercado. Me han prometido
mostrarme una escopeta que piensan vender. Dicen que no la empaquetarán
hasta el último momento. Y yo debo verla. Si no voy ahora, ya no tendré
oportunidad. Por su descripción, es muy semejante a la mía de dos cañones,
con la que tiró usted un día cerca de Winthrop.
No podía hacerse ninguna objeción. Solamente hubo demasiada presteza, un
asentimiento demasiado lleno de gratitud, difícil de moderar. Y las sonrisas
reinaron y los corazones se regocijaron en silencio. En medio minuto Carlos
estaba otra vez al extremo de la calle Unión y los otros dos siguieron el camino
juntos; pronto cambiaron las suficientes palabras como para dirigir sus pasos
hacia el camino enarenado, donde por el poder de la conversación, esa hora
debía convertirse en bendita y preparar los recuerdos sobre los que se fundarían
sus futuras vidas. Allí intercambiaron otra vez esos sentimientos y esas
promesas que una vez parecieron haberlo asegurado todo, pero que habían sido
seguidas por tantos años de separación. Allí volvieron otra vez al pasado, más
exquisitamente felices quizá en su reencuentro que cuando sus proyectos eran
nuevos. Tenían más ternura, más pruebas, más seguridad de los caracteres de
ambos, de la verdad de su amor. Actuaban más de acuerdo y sus actos eran
más justificados. Y allí, mientras lentamente dejaban detrás de ellos otros
grupos, sin oír las novedades políticas, el rumor de las casas, el coqueteo de las
muchachas, las niñeras y los niños, pensaban en cosas antiguas y se explicaban
principalmente las que habían precedido al momento presente, cosas que
estaban tan llenas de significado e interés. Comentaron todas las vicisitudes de
la última semana. Y apenas podían dejar de hablar del día anterior y del día en curso.
Ella no se había equivocado. Los celos por Mr. Elliot habían demorado todo,
produciendo dudas y tormentos. Eso había comenzado en su primer encuentro
en Bath. Habían vuelto, después de una breve pausa, a arruinar el concierto, y
habían influido en todo lo que él había dicho y hecho o dejado de decir o de
hacer en las últimas veinticuatro horas. Habían destruido todas las esperanzas
que las miradas o las palabras o las acciones de ella hicieran esperar a veces.
Finalmente fueron vencidos por los sentimientos y el tono de voz de ella cuando
conversaba con el capitán Harville, y bajo el irresistible dominio de éstos, había
cogido un papel y escrito sus sentimientos.
Lo que allí, en el papel, había declarado era lo cierto y no se retractaba de
nada. Insistía en que no había amado a ninguna más que a ella. Jamás había
sido reemplazada. Jamás había creído encontrar a nadie que pudiera
comparársele. Verdad es -debió reconocerlo- que su constancia había sido
inconsciente e inintencionada. Había pretendido olvidarla y creyó poder hacerlo.
Se había juzgado a sí mismo indiferente, cuando solamente estaba enojado; y
había sido injusto para con sus méritos, porque había sufrido por ellos. El carácter
de ella era a la sazón para él la misma perfección, teniendo al mismo tiempo
la encantadora conjunción de la fuerza y la gentileza. Pero debía reconocer que
solamente en Uppercross le había hecho justicia, y solamente en Lyme había
empezado a entenderse a sí mismo. En Lyme había recibido más de una
lección. La admiración de Mr. Elliot lo había exaltado, y las escenas en Cobb y
en casa del capitán Harville habían demostrado la superioridad de ella.
Cuando procuraba enamorarse de Luisa Musgrove (por resentido orgullo)
afirmó que jamás lo había creído posible, que nunca le había importado o podría
importarle Luisa; hasta aquel día cuando -reflexionó luego- entendió la
superioridad de un carácter con que el de Luisa no podía siquiera compararse; y
el enorme ascendiente que tales cualidades tenían sobre su propio carácter. Allí
había aprendido a distinguir entre la tranquilidad de los principios y la
obstinación de la voluntad, entre los peligros del aturdimiento y la resolución de
los espíritus serenos. Allí había visto él que todo exaltaba a la mujer que había
perdido; y allí comenzó a lamentar el orgullo, la locura, la estupidez del
resentimiento, que lo habían mantenido apartado de ella cuando volvieron a encontrarse.
Desde entonces comenzó a sufrir intensamente. Apenas se había visto libre
del horror y del remordimiento de los primeros días del accidente de Luisa,
apenas comenzaba a sentirse vivir nuevamente, cuando se sintió vivo, es cierto, pero no ya libre.
-Encontré -dijo- que Harville me consideraba un hombre comprometido. Que ni
Harville ni su esposa dudaban de nuestro mutuo afecto. Me quedé sorprendido y
disgustado. En cierto modo podía desmentir eso de inmediato, pero cuando comencé
a pensar que otros podrían imaginar lo mismo… su propia familia, Luisa
misma, ya no me sentí libre. Para honrarla estaba dispuesto a ser suyo. No
estaba prevenido. Nunca pensé en eso seriamente. No supuse que mi excesiva
intimidad podría causar tanto daño, y que no tenía derecho a tratar de
enamorarme de alguna de las muchachas, a riesgo de no dejar bien parada mi
reputación o causar males peores. Había estado estúpidamente equivocado y
debía pagar las consecuencias.
En una palabra, demasiado tarde comprendió que se había comprometido en
cierto modo. Y eso, justo al momento de descubrir que no le importaba nada de
Luisa. Debía considerarse atado a Luisa si los sentimientos de ella eran los que
los Harville suponían. Esto lo decidió a alejarse de Lyme y a esperar en otra
parte el restablecimiento de la joven. De la manera más decente posible, estaba
dispuesto a disminuir cualquier sentimiento o inclinación que hacia él pudiese
sentir Luisa. Y así, fue a ver a su hermano, esperando después volver a Kellynch
y actuar de acuerdo con las circunstancias.
-Pasé tres semanas con Eduardo, y verlo feliz fue mi mayor placer. Me
preguntó por usted con sumo interés. Me preguntó si había cambiado usted
mucho, sin sospechar que para mí será usted siempre la misma.
Ana sonrió y dejó pasar esto. Era un despropósito demasiado halagador para
reprochárselo. Es grato para una mujer de veintiocho años oír afirmar que no ha
perdido ninguno de los encantos de la primera juventud; pero el valor de este
homenaje aumentaba además para Ana al compararlo con palabras anteriores y
sentir que eran el resultado y no la causa de sus nuevos y cálidos sentimientos.
El había permanecido en Shrospshire lamentando la ceguera de su orgullo y
de sus desatinados cálculos, hasta que se sintió libre de Luisa por el
sorprendente compromiso con Benwick.
-Ahí -añadió- terminó lo peor de mi pesadilla. Porque entonces al menos podía
buscar la felicidad otra vez, podía moverme, hacer algo. Pero estar esperando
tanto tiempo y no teniendo más perspectiva que el sacrificio, era espantoso. En
los primeros cinco minutos me dije: “Estaré en Bath el miércoles”, y aquí estuve.
¿Es perdonable que haya pensado en que podía venir? ¿Y haber llegado con
ciertas esperanzas? Usted estaba soltera. Era posible que también conservara
los mismos sentimientos que yo. Además tenía otras cosas que me alentaban.
Nunca dudé que usted había sido amada y buscada por otros, pero seguramente
sabía que había rehusado por lo menos a un hombre con más méritos
para aspirar a usted que yo y no podía menos que preguntarme: “¿Será por mí?”
Tuvieron mucho que decirse sobre su primer encuentro en la calle Milsom,
pero más aún sobre el concierto. Aquella velada parecía estar hecha de
momentos deliciosos. El momento en que ella se paró en el Cuarto Octogonal
para hablarle, el momento de la aparición de Mr. Elliot llevándosela, y uno o dos
momentos más marcados por la esperanza o el desaliento, fueron comentados con entusiasmo.
-¡Verla a usted -exclamó él- en medio de aquellos que no podían quererme
bien; ver a su primo a su lado, conversando y sonriendo, y ver todas las
espantosas desigualdades e inconvenientes de tal matrimonio! ¡Saber que éste
era el íntimo deseo de cualquiera que tuviese influencia sobre usted! ¡Aunque
sus sentimientos fueran de indiferencia, considerar cuántos apoyos tenía él! ¿No
era todo aquello bastante para hacer de mí el idiota que parecía? ¿Cómo podía
mirar y no agonizar? ¿No era acaso la vista de la amiga que se sentaba a su
lado bastante para recordar la poderosa influencia, la gran impresión que puede
producir la persuasión? ¡Y todo esto estaba en mi contra!
-Debió comprender -dijo Ana-; ya no debió dudar de mí. El caso era distinto y
mi edad, también otra. Si hice mal en ceder a la persuasión una vez, recuerde
que fue por temor a riesgos, no por temor a correrlos. Cuando cedí, creí hacerlo
ante un deber; pero ningún deber se podía alegar aquí. Casándome con un
hombre al que no amaba hubiera corrido todos los riesgos y todos mis deberes hubieran sido violados.
-Quizá debí pensar así -replicó él-, pero no pude. No podía esperar ningún
beneficio del conocimiento que tenía ahora de su carácter. No podía pensar:
estaban estas cualidades suyas enterradas, perdidas entre los sentimientos que
me habían hecho sufrir durante tantos años. Solamente podía pensar de usted
como de alguien que había cedido, que me había abandonado, que había sido
influida por otra persona que no era yo. La veía a usted al lado de la persona
causante de aquel dolor. No tenía motivo para creer que tuviera ahora menos
autoridad. Además debía añadirse la fuerza del hábito.
-Yo creía -dijo Ana- que mis modales para con usted lo habrían salvado de pensar esto.
-No; sus modales tenían la facilidad de quien está ya comprometida con otro
hombre. La dejé a usted creyendo esto y sin embargo estaba decidido a verla de
nuevo. Mi espíritu se recobró esta mañana y sentí que tenía aún motivo para permanecer aquí.
Al fin Ana estuvo de vuelta en casa, más feliz de lo que ninguno podía
imaginar. Toda la sorpresa y la duda y cualquier otro penoso sentimiento de la
mañana se habían disipado con esta conversación, y volvió tan contenta, con
una alegría en la que se mezclaba el temor leve de que aquello no durara para
siempre. Después de un intervalo de reflexión, toda idea de peligro desapareció
para su extrema felicidad; y dirigiéndose a su habitación’ se entregó de lleno a
dar gracias por su dicha sin ningún temor.
Llegó la noche, se iluminó la sala y llegaron los invitados. Era una reunión para
jugar a las cartas; una mezcla de gente que se veía demasiado con gentes que
jamás se habían visto. Demasiado vulgar, con demasiada gente para establecer
intimidad y demasiado poca para que hubiese variedad, pero Ana jamás
encontró una velada más corta. Brillante y encantadora de felicidad y
sensibilidad, y más admirada de lo que creía o buscaba, tenía sentimientos
alegres y cariñosos para todas las personas que la rodeaban. Mr. Elliot estaba
allí; ella lo evitó, pero podía compadecerlo. Los Wallis: la divertía entenderlos.
Lady Dalrymple y miss Carteret pronto serían primos inocuos para ella. No le
importaba Mrs. Clay y tampoco los modales de su padre y su hermana la hacían
sonrojar. Con los Musgrove la charla era ligera y fácil; con el capitán Harville
existía el afecto de hermano y hermana. Con Lady Russell, intentos de charla
que una deliciosa culpabilidad cortaba. Con el almirante y con mistress Croft,
una peculiar cordialidad y un ferviente interés que la misma conciencia parecía
querer ocultar. Y con el capitán Wentworth siempre había algún momento de
comunicación, y siempre la esperanza de más momentos de dicha y ¡la idea de que estaba allí!
En uno de los esos breves momentos en los que parecían admirar un grupo de hermosas plantas, ella dijo:
-He estado pensando acerca del pasado, y tratando imparcialmente de juzgar
lo bueno y lo malo en lo que a mí concierne. Y he llegado a la conclusión de que
hice bien, pese a lo que sufrí por ello; que tuve razón en dejarme dirigir por la
amiga que ya aprenderá usted a querer. Para mí, ella era mi madre. Por favor no
se equivoque al juzgarme; no digo que ella haya hecho lo correcto. Fue uno de
esos casos en que los consejos son buenos o malos según lo que ocurra más
adelante. Y yo, por mi parte, en igualdad de circunstancias, jamás daré un
consejo semejante. Pero digo que tuve razón en obedecerle y que de haber
obrado en otra forma hubiera sufrido más en continuar el compromiso que en
romperlo, porque mi conciencia hubiera sufrido. Ahora, dentro de lo que la
naturaleza humana nos permite, no tengo nada que reprocharme. Y si no me
equivoco, un gran sentido del deber es una buena cualidad en una mujer.
El la miró, miró a Lady Russell, y volviendo a mirarla exclamó fría y deliberadamente:
-Todavía no. Pero puede tener ciertas esperanzas de ser perdonada con el
tiempo. Espero tener piedad de ella pronto. Pero yo también he pensado en el
pasado, y se me ha ocurrido que quizá tenía un enemigo peor que esa señora.
Yo mismo. Dígame usted si cuando volví a Inglaterra en el año ocho, con unos
pocos cientos de libras, y se me destinó al Laconia, si yo le hubiese escrito a
usted, ¿hubiera contestado a mi carta? ¿Hubiera, en una palabra, renovado el compromiso?
-Lo habría hecho -repuso ella; y su acento fue decisivo.
-¡Dios mío -dijo él-, lo habría renovado usted! No es que no lo hubiera yo
querido o deseado, como coronamiento de todos mis otros éxitos. Pero yo era
orgulloso, muy orgulloso para pedir de nuevo. No la comprendía a usted. Tenía
los ojos cerrados y no quería hacerle justicia. Este recuerdo me hace perdonar a
cualquiera antes que a mí mismo. Seis años de separación y sufrimiento habrían
podido evitarse. Es ésta una especie de dolor nuevo. Me había acostumbrado a
sentirme acreedor a toda la dicha de que pudiera disfrutar. Había juzgado que
merecía recompensas. Como otros grandes hombres ante el infortunio -añadió
sonriendo-, debo aprender a humillarme ante mi buena suerte. Debo
comprender que soy más feliz de lo que merezco.