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Capítulo 9

Persuasión – Jane Austen

El capitán Wentworth había llegado a Kellynch como a su propia casa, para
permanecer allí tanto como desease, siendo patente que era el objeto de la
fraternal amistad del almirante y de su esposa. Su primera intención al llegar
había sido hacer una corta estadía y luego encaminarse sin demora a
Shropshire a visitar a su hermano, establecido en aquel condado; pero los
atractivos de Uppercross lo indujeron a posponer la idea. Había demasiado
halago, demasiado calor amistoso, algo que realmente encantaba en aquella
recepción; los viejos eran muy hospitalarios; los jóvenes, muy agradables; y así,
pues, no podía decidirse a dejar aquel lugar, y aceptaba sin discusión los
encantos de la esposa de Eduardo.
Uppercross ocupó pronto todos sus días. Difícil era decir quién tenía más prisa:
él por aceptar la invitación o los Musgrove por hacerla. Por las mañanas en
particular iba allí, porque no tenía compañía, puesto que el matrimonio Croft
pasaba fuera las primeras horas del día, recorriendo sus nuevas posesiones,
sus llanuras de pasto, sus ovejas, pasando el tiempo en una forma que se
comprendía incompatible con la presencia de una tercera persona. A veces
también recorrían el campo en un birlocho que habían adquirido no hacía mucho.
Los huéspedes de los Musgrove y éstos compartían la misma impresión
acerca del capitán Wentworth: una admiración general y calurosa. Pero esta
convicción unánime produjo mucho desagrado e incomodidad a un tal Carlos
Hayter, quien al volver a reunirse con el grupo, pensó que el capitán Wentworth
estaba absolutamente de sobra.
Carlos Hayter, un joven agradable y gentil, era el mayor de los primos, y entre
él y Enriqueta había existido, según parecía, una considerable atracción antes
de la llegada del capitán Wentworth. Era pastor y tenía un curato en las
inmediaciones, en el cual no era imprescindible residir y, por lo tanto, lo hacía en
casa de su padre, que distaba escasas dos millas de Uppercross.
Una corta ausencia había dejado a su dama sin vigilancia, en un período crítico
de sus relaciones, y al volver, tuvo el disgusto de encontrar los modales de ella
cambiados y de ver allí al capitán Wentworth.
Mrs. Musgrove y Mrs. Hayter eran hermanas. Ambas habían tenido dinero,
pero sus matrimonios establecieron entre ellas una gran diferencia. Mr. Hayter
poseía algo, pero su propiedad era una nadería comparada con la de los
Musgrove; por otra parte, los Musgrove pertenecían a la mejor sociedad del
lugar, mientras que a los Hayter, debido a la vida ruda y retirada de los padres, a
los defectos de su educación y al nivel inferior en que vivían, no podía
considerárseles como pertenecientes a ninguna clase, y el único contacto que
tenían con la gente provenía de su parentesco con los Musgrove. Este hijo
mayor, naturalmente, había sido educado como para ser un culto caballero y,
por lo tanto, su educación y maneras eran muy diferentes a las de los demás.
Ambas familias habían guardado siempre las mejores relaciones; sin orgullo de
una parte y sin envidia de la otra. Cierto sentimiento de superioridad de parte de
las señoritas Musgrove se traducía en el placer de educar a sus- primos. Las
atenciones de Carlos a Enriqueta habían sido observadas por el padre y la
madre de ésta sin ninguna desaprobación. “No será un gran matrimonio para
ella, pero si le agrada… y parece agradarle…”
Enriqueta también compartía esta opinión antes de la llegada del capitán
Wentworth. A partir de entonces, el primo Carlos fue relegado al olvido.
Cuál de las dos hermanas era la preferida del capitán Wentworth, era difícil de
establecer, en lo que Ana podía ver al respecto. Enriqueta era quizá más bella,
pero Luisa parecía más inteligente y atractiva. Por otra parte, ella no podía decir
a la sazón si él se sentiría atraído por la belleza o por el carácter.
Mr. y Mrs. Musgrove, bien fuera por darse poca cuenta de las cosas, bien por
entera confianza en el buen criterio de sus hijas o de los jóvenes que las
rodeaban, parecían dejar todo en manos del azar. En la Casa Grande no había
la más leve muestra de que alguien se ocupase de estas cosas; en la quinta era
diferente: los jóvenes estaban más dispuestos a comentar y averiguar. Debido a
esto, apenas había el capitán Wentworth concurrido tres o cuatro veces, y
Carlos Hayter había reaparecido, Ana tuvo que escuchar la opinión de sus
hermanos acerca de cuál sería el preferido. Carlos decía que el capitán
Wentworth sería para Luisa; María, que para Enriqueta, pero convenían que a
cualquiera de las dos que se dirigiese Wentworth, les sería grato.
Carlos jamás había visto un hombre más agradable en su vida. Por otra parte,
de acuerdo con lo que había oído decir al mismo capitán Wentworth, podía
afirmar que a lo menos había hecho en la guerra alrededor de veinte mil libras.
Esto ya ponía una fortuna de por medio, además de las perspectivas de hacer
otra en una siguiente guerra. Por otra parte, tenía la certeza de que el capitán
Wentworth era muy capaz de distinguirse como cualquier oficial de la Armada.
¡Oh, por cierto sería un matrimonio muy ventajoso para cualquiera de sus hermanas!
-En verdad que lo sería -replicaba María-. ¡Dios mío, si llegara a alcanzar
grandes honores! ¡Si llegara a tener algún título! “Lady Wentworth” suena
grandioso. ¡Sería una gran cosa para Enriqueta! ¡Ocuparía mi puesto entonces y
Enriqueta estaría encantada! Sir Federico y Lady Wentworth suena encantador;
aunque es verdad que no me agrada la nobleza de nuevo cuño; jamás he considerado
en mucho a nuestra nueva aristocracia.
María prefería casar a Enriqueta con el fin de desbaratar las pretensiones de
Carlos Hayter, que jamás había sido de su agrado. Sentía que los Hayter eran
gente decididamente inferior, y consideraba una verdadera desgracia que
pudiera renovarse el parentesco entre ambas familias… en especial para ella y sus hijos.
-¿Saben ustedes? -decía-, no puedo hacerme a la idea de que éste sea un
buen matrimonio para Enriqueta; y considerando las alianzas que hemos hecho
los Musgrove, no debe rebajarse ella en esa forma. No creo que ninguna joven
tenga derecho a elegir a alguien que sea desventajoso para los mayores de su
familia imponiéndoles un parentesco indeseable. Veamos un poco: ¿quién es
Carlos Hayter? Nada más que un pastor de pueblo. ¡Una alianza muy
conveniente para la señorita Musgrove de Uppercross! …
Su marido discrepaba. Además de cierta simpatía por su primo Carlos Hayter,
recordaba que éste era primogénito, y siéndolo él mismo, veía las cosas desde este punto de vista.
-Dices tonterías, María -era su respuesta-; no será un partido demasiado
ventajoso para Enriqueta, pero Carlos puede obtener, por medio de los Spicers,
algo del obispo dentro de un año o dos; por otra parte, no debes olvidar que es
el hijo mayor. Cuando mi tío muera, heredará una buena propiedad. Los terrenos
de Winthrop no son menos de cien hectáreas; además de la granja cercana a
Taunton, que es de las mejores tierras del lugar. Te aseguro que Carlos no sería
un matrimonio desventajoso para Enriqueta. Debe ser así: el único candidato
posible es Carlos. Es un joven bondadoso y de buen carácter. Por otra parte,
cuando herede Winthrop lo convertirá en algo muy diferente de lo que ahora es,
y vivirá una vida muy distinta de la que ahora lleva. Con esta propiedad no
puede ser nunca un candidato despreciable. ¡Una bonita propiedad por cierto!
Enriqueta haría muy mal en perder esta oportunidad; y si Luisa se casa con el
capitán Wentworth, te aseguro que podremos darnos por satisfechos.
-Carlos podrá decir lo que quiera -decía María a Ana apenas éste dejaba el
salón-, pero sería chocante que Enriqueta se casase con Carlos Hayter. Sería
malo para ella y peor aún para mí. Es muy de desear que el capitán Wentworth
se lo saque de la cabeza, como realmente creo que ha sucedido. Apenas miró a
Carlos Hayter ayer. Me hubiera gustado que hubieses estado presente para ver
su comportamiento. En cuanto a suponer que al capitán Wentworth le guste
Luisa tanto como Enriqueta, es ridículo. Le gusta Enriqueta muchísimo más.
¡Pero Carlos es tan positivo! De haber estado ayer habrías decidido cuál de
nuestras dos opiniones era la justa. No dudo que hubieses pensado como yo, a
menos de estar deliberadamente en mi contra.
Esto había tenido lugar en una comida en casa de los Musgrove en la que se
había esperado a Ana, pero ésta se excusó de concurrir so pretexto de un dolor
de cabeza y una leve recaída del pequeño Carlos. Pero en verdad no había ido
para evitar encontrarse con Wentworth.
A las ventajas de la noche, que había pasado tranquilamente, se añadía la de
no haber sido la tercera en discordia.
En cuanto al capitán Wentworth, opinaba ella que debía éste conocer sus
sentimientos lo suficiente como para no comprometer su honorabilidad, o poner
en peligro la felicidad de cualquiera de las dos hermanas, escogiendo a Luisa en
lugar de Enriqueta o a Enriqueta en lugar de Luisa. Cualquiera de las dos sería
una esposa cariñosa y agradable. En cuanto a Carlos Hayter, le apenaba el
dolor que podía causar la ligereza de una joven, y su corazón simpatizaba con
las penas que sufriría él. Si Enriqueta se equivocaba respecto a la naturaleza de
sus sentimientos, no podía decirse con tanta premura.
Carlos Hayter había encontrado en la conducta de su prima muchas cosas que
lo intranquilizaban y mortificaban. Su afecto mutuo era demasiado antiguo para
haberse extinguido en dos nuevos encuentros y no dejarle otra solución que
reiterar sus visitas a Uppercross. Pero, sin duda, existía un cambio que podía
considerarse alarmante si se atribuía a un hombre como el capitán Wentworth.
Hacía sólo dos domingos que Carlos Hayter la había dejado y estaba ella
entonces interesada (de acuerdo con los deseos de él) en que obtuviera el
curato de Uppercross en lugar del que tenía. Parecía entonces lo más
importante para ella que el doctor Shirley, el rector, -que durante cuarenta años
había atendido celosamente los deberes de su curato, pero que a la sazón se
sentía demasiado enfermo para continuar-, se sirviese de un buen auxiliar como
lo sería Carlos Hayter. Muchas eran las ventajas: Uppercross estaba cerca y no
tendría que recorrer seis millas para llegar a su parroquia; tener una parroquia
mejor, desde cualquier punto de vista; haber ésta pertenecido al querido doctor
Shirley, y poder éste, por fin, retirarse de las fatigas que ya no podían soportar
sus años. Todas éstas eran grandes ventajas según Luisa, pero más aún según
Enriqueta, hasta el punto de que llegaron a constituir su principal preocupación.
Pero a la vuelta de Carlos Hayter, ¡vive Dios!, todo el interés se había
desvanecido. Luisa no mostraba el menor deseo de saber lo que había
conversado con el doctor Shirley: permanecía en la ventana esperando ver
pasar al capitán Wentworth. Enriqueta misma parecía sólo prestar una parte de
su atención al asunto, y parecía haber apagado también toda ansiedad al respecto.
-Me alegro mucho de verdad. Siempre creí que obtendrías esto. Estuve
siempre segura. No me parece que… En una palabra, el doctor Shirley debe
tener un pastor con él, y tú has obtenido su promesa. ¿Lo ves venir, Luisa?
Una mañana, después de la cena en casa de los Musgrove, a la cual Ana no
había podido asistir, el capitán Wentworth entró en el salón de la quinta en
momentos en que no estaban allí más que Ana, y el pequeño inválido, Carlitos,
que descansaba sobre el sofá.
La sorpresa de encontrarse casi a solas con Ana Elliot alteró la habitual
compostura de sus modales. Se detuvo y sólo atinó a decir:
-Creí que miss Musgrove estaba aquí. La señora Musgrove me dijo que podría encontrarlas…
Después se encaminó hacia la ventana para tranquilizarse un poco y encontrar la manera de reponerse.
-Está arriba con mi hermana; creo que vendrán en seguida -fue la respuesta de
Ana, en medio de la natural confusión. Si el niño no la hubiese llamado en aquel
momento, hubiera huido de la habitación, aliviando así la tensión establecida entre ambos.
El continuó en la ventana, y después de decir cortésmente: “Espero que el niño esté mejor”, guardó silencio.
Ella se vio obligada a arrodillarse al lado del sofá y permanecer allí para dar
gusto al pequeño paciente. Esto se prolongó algunos minutos hasta que, con
gran satisfacción, oyó los pasos de alguien cruzando el vestíbulo. Esperó ver
entrar al dueño de la casa, pero se trataba de una persona que no habría de
facilitar las cosas: Carlos Hayter, quien no pareció alegrarse más de ver al
capitán Wentworth que éste de ver a Ana.
Ana atinó a decir:
-¿Cómo está usted? ¿Desea sentarse? Los demás vendrán en seguida.
El capitán Wentworth dejó la ventana y se aproximó, con aparentes deseos de
entablar conversación. Pero Carlos Hayter se encaminó a la mesa y se sumió en
la lectura de un periódico. El capitán Wentworth retornó a la ventana.
Al minuto siguiente, un nuevo personaje entró en acción. El niño más pequeño,
una fuerte y desarrollada criatura de dos años, de seguro introducido por alguien
que desde afuera le abrió la puerta, apareció entre ellos y se dirigió directamente
al sofá para enterarse de lo que pasaba e iniciar cualquier travesura.
Como no había nada que comer, lo único que podía hacer era jugar, y como su
tía no le permitía molestar a su hermano enfermo, se prendió de ella en tal
forma, que, estando ocupada en atender al enfermito, no podía librarse de él.
Ana le habló, lo reprendió, insistió, pero todo fue en vano. En un momento
consiguió rechazarlo, pero sólo para que volviera a prenderse de su espalda.
-Walter -dijo Ana-, déjame en paz. Eres muy molesto. Me enfadas.
-¡Walter! -gritó Carlos Hayter-, ¿por qué no haces lo que te mandan? ¿No oyes
lo que te dice tu tía? Ven acá, Walter, ven con el primo Carlos.
Pero Walter no se movió.
De pronto, Ana se sintió libre de Walter. Alguien, inclinándose sobre ella, había
separado de su cuello las manos del niño. Ana se encontró libre antes de
comprender que era el capitán Wentworth quien había cogido a la criatura.
Las sensaciones que tuvo al descubrirlo fueron intraducibles. Ni siquiera pudo
dar las gracias: hasta tal punto había quedado sin habla. Lo único que pudo
hacer fue inclinarse sobre el pequeño Carlos presa de una confusión de
sentimientos. La bondad demostrada al correr en su auxilio, la manera, el
silencio en que lo había hecho, todos los pequeños detalles, junto con la
convicción (dado el ruido que comenzó a hacer con el niño) de que lo que
menos deseaba era su agradecimiento, y que lo que más deseaba era evitar su
conversación, produjeron una confusión de múltiples y dolorosos sentimientos,
de los que no lograba reponerse, hasta que la entrada de las hermanas
Musgrove le permitió dejar el pequeño paciente a su cuidado y abandonar el
cuarto. No podía seguir allí. Hubiera sido una oportunidad de atisbar las
esperanzas y celos de los cuatro; era la oportunidad de verlos juntos, pero no
podía soportarlo. Era evidente que Carlos Hayter no estaba bien dispuesto hacia
el capitán Wentworth. Tenía idea de haber oído decir entre dientes, después de
la intervención del capitán Wentworth: “Debiste haberme hecho caso, Walter. Te
dije que no molestaras a tu tía”, en un tono de voz resentida; y comprendió el
enojo del joven porque el capitán Wentworth había hecho lo que él debió hacer.
Pero por el momento, ni los sentimientos de Carlos Hayter ni los de nadie
contaban hasta que hubiera tranquilizado los suyos propios. Estaba
avergonzada de sí misma, de estar nerviosa, de prestar tanta atención a una
niñería; pero así era, y requirió largas horas de soledad y reflexión para recobrar la compostura.

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