Cumbres borrascosas – Emily Brontë
Verdaderamente somos veleidosos los seres humanos. Yo que había resuelto mantenerme al margen de toda sociedad humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar a un sitio donde mis propósitos podían realizarse plenamente; yo, desdichado de mí, me vi obligado a arriar bandera, después de aburrirme mortalmente durante toda la tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase un momento con el propósito de tirarle de la lengua y mantener una conversación que o me levantase un poco el ánimo o me fastidiase definitivamente.
-Usted vive aquí hace mucho tiempo -empecé. Me dijo que dieciséis años, ¿no?
-Dieciocho señor. Vine al servicio de la señora cuando se casó. Al faltar la señora, el señor me conservó como ama de llaves.
-Ya…
Hubo una pausa. Pensé que no era amiga de chismorrear o que acaso lo sería sólo para sus propios asuntos. Y estos no me interesaban.
Pero, al cabo de algunos momentos, exclamó, poniendo las manos sobre las rodillas, mientras una expresión meditativa se pintaba en su rostro:
-Los tiempos han cambiado mucho desde entonces.
-Sí -comenté. Habrá asistido usted a muchas modificaciones… -Y a muchos disgustos también.
«Haré que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero -pensé. ¡Debe de ser un tema entretenido! Me gustaría saber la historia de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o no, lo cual me parece lo más probable, ya que aquel grosero indígena no la reconoce como de su casta…» Y con esta intención pregunté a la señora Dean si conocía los motivos por los cuales Heathcliff alquilaba la Granja de los Tordos, reservándose una residencia mucho peor.
-¿Acaso no es bastante rico? -interrogué.
-¡Bastante rico! Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de año en año. Es lo suficientemente rico para vivir en una casa aún mejor que esa que usted habita, pero es… muy agarrado… En cuanto ha oído hablar de un buen inquilino para la granja no ha querido desaprovechar la ocasión. No comprendo que sea tan codicioso cuando se está solo en el mundo.
_¿No tuvo un hijo? -Sí; pero murió.
-Y la señora Heathcliff, aquella tan guapa, ¿es su viuda? -Sí.
-¿De dónde es?
-Pero, ¡señor, si es la hija de mi difunto amo…! De soltera se llamaba Catalina Linton. Yo la crié. Me hubiera gustado que el señor Heathcliff viniera a vivir aquí para estar juntas otra vez.
-¿Catalina Linton? -exclamé, asombrado. Luego, al reflexionar, comprendí que no podía ser la Catalina Linton de la habitación en que dormí. ¿Así que el antiguo habitante de esta casa se llamaba Linton?
-Sí, señor.
_¿Y quién es aquel Hareton Earnshaw que vive con Heathcliff? ¿Son parientes?
-No. Es el sobrino de la difunta señora Linton.
-Primo de la joven, ¿entonces?
-Sí. El marido de ella era también primo suyo. Uno, por parte de madre, otro, por parte de padre. Heathcliff se casó con la hermana del señor Linton.
-En la puerta principal de Cumbres Borrascosas he visto una inscripción que dice: «Earnshaw». Así que supongo que se trata de una familia antigua…
-Muy antigua, señor. Hareton es un postrero descendiente y Catalina la última de nosotros,… quiero decir, de los Linton… ¿Ha estado usted en Cumbres Borrascosas? Dispense la curiosidad, pero quisiera saber cómo ha encontrado a la señora.
-¿La señora Heathcliff? Me pareció muy bonita, pero creo que no es muy feliz.
-¡Oh Dios mío, no es de extrañar! ¿Y qué opina usted del amo?
-Me parece un tipo bastante áspero, señora Dean. ¿Es siempre así?
-Es áspero como el corte de una sierra y tan duro como el pedernal; cuanto menos le trate, mejor.
-Debe de haber tenido una vida muy accidentada para haberse vuelto de ese modo… ¿Sabe usted su historia?
-La sé toda, excepto quiénes fueron sus padres y dónde ganó su primer dinero. A Hareton le han dejado sin nada…
El pobre chico es el único de la parroquia que ignora la estafa que le han hecho.
-Vaya, señora Dean, pues haría usted una buena obra si me contara algo sobre esos vecinos. Si me acuesto no podré dormir. Así que siéntese usted y charlaremos un ratito…
-¡Oh, sí, señor! Precisamente tengo unas cosas que coser. Me sentaré todo el tiempo que usted quiera. Pero está usted tiritando de frío y es necesario que tome algo para reaccionar.
Y la digna señora salió presurosamente. Me senté junto al fuego. Tenía la cabeza ardiendo y el resto del cuerpo helado. Estaba excitado y sentía los nervios en tensión. No dejaba de inquietarme el pensar en las consecuencias que pudieran tener para mi salud los incidentes de aquella visita a Cumbres Borrascosas.
El ama de llaves, volvió enseguida, trayendo un tazón humeante y una cesta de labor. Colocó la vasija en la repisa de la chimenea y se sentó, con aire de satisfacción, motivada sin duda por hallar un señor tan amigo de la familiaridad.
-Antes de venir a vivir aquí -comenzó, sin esperar que yo volviese a invitarla a contarme la historia- residí casi siempre en Cumbres Borrascosas. Mi madre había criado a Hindley Earnshaw, el padre de Hareton, y yo solía jugar con los niños. Andaba por toda la finca, ayudaba a las faenas y hacía los recados que me ordenaban. Una hermosa mañana de verano (recuerdo que era a punto de comenzar la siega) el señor Earnshaw, el amo antiguo, bajó la escalera con su ropa de viaje, dio instrucciones a José sobre las tareas del día, y dirigiéndose a Hindley, a Catalina y a mí, que estábamos almorzando juntos, preguntó a su hijo:
-¿Qué quieres que te traiga de Liverpool, pequeño? Elige lo que quieras, con tal que no abulte mucho, porque tengo que ir y volver a pie, y es una caminata de cien kilómetros.
Hindley le pidió un violín, y Catalina, que aunque no tenía todavía seis años ya sabía montar todos los caballos de la cuadra, pidió un látigo. A mí, el señor, me prometió traerme peras y manzanas. Era bueno, aunque algo severo. Luego besó a los niños y se fue.
Durante los tres días de su ausencia, la pequeña Catalina no hacía más que preguntar por su padre. La noche del tercer día, la señora esperaba que llegase a tiempo para la cena, y fue alargándola hora tras hora. Los niños acabaron cansándose de ir a la verja para ver si su padre venía. Oscureció, la señora quería acostar a los pequeños, y ellos le rogaban que les dejara esperar. A las once, el señor apareció por fin. Se dejó caer en una silla, diciendo, entre risas y quejas, que no volvería a hacer una caminata así por todo cuanto había en los tres reinos de la Gran Bretaña.
-Y, al fin, por poco reviento -añadió, abriendo su gabán. Mira lo que traigo aquí, mujer. No he llevado en mi vida peso más grande; acógelo como un don que nos envía Dios; aunque, por lo negro que es, parece más bien un enviado del diablo.
Le rodeamos y por encima de la cabeza de Catalina pude distinguir un sucio y andrajoso niño de cabellos negros. Aunque era lo bastante crecido para andar y hablar, ya que parecía mayor que Catalina, cuando le pusimos en pie en medio de todos, permaneció inmóvil mirándonos con turbación y hablando en una jerga ininteligible. Nos asustó, y la señora quería echarle de casa. Luego preguntó al amo que cómo se le había ocurrido traer a aquel gitanito, cuando ellos ya tenían hijos propios que cuidar. ¿Qué significaba aquello? ¿Se había vuelto loco? El señor intentó explicar lo sucedido, pero como estaba tan fatigado y ella no dejaba de reprenderle, yo no saqué en limpio sino que el amo había encontrado al chiquillo hambriento y sin hogar ni familia en las calles de Liverpool, y había resuelto recogerlo y traerle consigo. La señora acabó calmándose y el señor Earnshaw me mandó lavarle, ponerle ropa limpia y acostarle con los niños.
Hindley y Catalina callaron y escucharon hasta que la tranquilidad se restableció. Y entonces empezaron a buscar en los bolsillos de su padre los prometidos regalos. Hindley era ya un rapaz de catorce años; pero cuando encontró en uno de los bolsillos los restos de lo que había sido un violín, rompió a llorar; y Catalina, al oír que el amo había perdido el látigo que le traía por atender al intruso, demostró su disgusto escupiendo al chiquillo y haciéndole despectivas muecas. Ello le valió un bofetón de su padre. Los hermanos se negaron en absoluto a admitirle en sus lechos, y a mí no se me ocurrió cosa mejor que dejarle en el rellano de la escalera, esperando que se marchase al llegar la mañana. Bien porque oyese sonar la voz del señor o por lo que fuera, el chico se dirigió a la habitación del amo, y éste, al averiguar cómo había llegado allí, y saber dónde yo le había dejado, castigó mi despreocupación prescindiendo de mis servicios.
Así se introdujo Heathcliff en la familia. Yo volví a la casa días después, ya que mi expulsión no llegó a ser definitiva, y encontré que habían dado al intruso el nombre de Heathcliff, que era el de un niño de los amos que había muerto muy pequeño. Desde entonces, ese Heathcliff le sirvió de nombre y de apellido. Catalina y él hicieron muy buenas migas, pero Hindley le odiaba y yo también. Ambos le maltratábamos a menudo, y la señora no intervino nunca para defenderle.
Se comportaba como un niño adusto y paciente. Quizá estuviera acostumbrado a sufrir malos tratos. Aguantaba sin parpadear los golpes de Hindley y no vertía ni una lágrima. Si yo le pellizcaba, no hacía más que suspirar profundamente, como si por casualidad se hubiese hecho daño él solo. Cuando descubrió el señor Earnshaw que su hijo maltrataba al pobre huérfano, como él le llamaba, se enfureció. Profesaba a Heathcliff un sorprendente afecto (más incluso que a Catalina, que era muy traviesa), y creía cuanto él le decía, aunque, desde luego, en lo referente a las persecuciones de que era objeto, no llegaba a contar todas las que en realidad padecía.
De manera que, desde el principio, Heathcliff sembró en la casa la semilla de la discordia. Cuando, dos años más tarde, falleció la señora, Hindley consideraba a su padre como un tirano y a Heathcliff como a un intruso que le había robado el cariño paterno y sus privilegios de hijo. Yo compartía sus opiniones; pero cuando los niños enfermaron del sarampión cambié de criterio. Tuve que cuidarlos, y Heathcliff, mientras estuvo grave, quería tenerme siempre a su lado. Debía de parecerle que yo era muy buena para él, sin comprender que no hacía sino cumplir con mi obligación. Hay que reconocer que era el niño más pacífico que haya atendido jamás una enfermera. Mientras Catalina y su hermano me importunaban de un modo horrible, él era manso como un cordero, si bien ello se debía a la costumbre de sufrir más que a una natural bondad.
Cuando se restableció y el médico aseguró que en parte su alivio era consecuencia de mis cuidados, me sentí agradecida hacia quien me había hecho merecer tales alabanzas. Así perdió Hindley la aliada que tenía en mí. De todos modos, mi afecto por Heathcliff no era ciego, y frecuentemente me preguntaba para mis adentros qué era lo que el amo podría ver en aquel niño, el cual, si mal no recuerdo, jamás recompensó a su protector con expresión alguna de gratitud. No es que obrase con insolencia hacia el amo, sino que demostraba indiferencia, aunque le constase que bastaba una palabra suya para que toda la casa hubiera de plegarse a sus deseos.
Recuerdo, por ejemplo, la ocasión en que el señor Earnshaw compró dos potros en la feria del pueblo y regaló uno a cada muchacho. Heathcliff eligió el más hermoso, pero habiendo notado al poco tiempo que renqueaba, dijo a Hindley:
-Tienes que cambiar de caballo conmigo, porque el mío no me agrada. Si no lo quieres hacer, le contaré a tu padre que me has dado esta semana tres palizas, y le enseñaré mi brazo lleno de cardenales.
Hindley le abofeteó.
-Lo mejor es que hagas enseguida lo que te digo -continuó Heathcliff, saliendo al portal desde la cuadra, donde estaban-. ¡Ya sabes que si hablo a tu padre te pegará!
-¡Largo de aquí, perro! -gritó Hindley amenazándole con un pilón de hierro de una romana.
-Tíramelo -dijo Heathcliff parándose. Yo diré que te has vanagloriado de que me echarías a la calle en cuanto tu padre muera, y veremos si entonces no eres tú el que sales de esta casa.
Hindley le tiró la pesa, que alcanzó a Heathcliff en el pecho. Cayó al suelo, pero se levantó enseguida, pálido y tambaleante. A no habérselo yo impedido, hubiera ido inmediatamente a presentarse al amo, sólo para que por su estado se diera cuenta de la mala acción de Hindley.
-Coge mi caballo, gitano -rugió entonces el joven Earnshaw-, y ¡ojalá te desnuques con él! ¡Tómalo y maldito seas, miserable intruso! Anda y arranca a mi padre cuanto tiene, y demuéstrale quién eres después, engendro de Satanás. ¡Tómalo, y así te rompa a coces el cráneo!
Heathcliff se dirigió al animal y se puso a desatarlo para cambiarlo de sitio. Hindley, al terminar de hablar, le derribó de un golpe entre las pezuñas del caballo, y sin detenerse a ver si sus maldiciones se cumplían, salió corriendo. Me asombró la serenidad con que el niño se levantó y realizó sus intenciones, cambiando, antes que nada, los arreos de las caballerías, después de lo cual se sentó en un haz de heno, esperando le pasara el efecto del violento golpe sufrido, antes de volver a entrar en la casa. No me fue difícil con-vencerle de que atribuyese al caballo la culpa de sus contusiones. Había conseguido lo que deseaba, y lo demás le importaba poco. Viendo que casi nunca se lamentó de incidentes, como aquel, yo no le creía vengativo; pero mi equivocación fue grande, como va usted a comprobar.