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Capítulo 5

Cumbres borrascosas – Emily Brontë

Según transcurría el tiempo, el señor Earnshaw no iba siendo el mismo. Tiempo atrás era un hombre enérgico y sano; pero cuando sus fuerzas le abandonaron y se vio obligado a pasarse la vida al lado de la chimenea, se convirtió en suspicaz e irritable. Se ofendía por la menor cosa y se enfurecía ante cualquier imaginaria falta de respeto. Especialmente podía apreciarse cuando se pretendía hacer a su favorito objeto de algún engaño o avasallarle. Velaba celosamente para que no le molestasen de palabra, y parecía que tenía metida en la cabeza la idea de que el cariño con que distinguía a Heathcliff hacía que todos le odiasen y deseasen perjudicarle. Esto iba en perjuicio del muchacho, porque como ninguno queríamos hacer enfadar al amo, nos plegábamos a todos los caprichos de su preferido, y con ello fomentábamos su soberbia y mal carácter. En dos o tres ocasiones, los desprecios que Hindley hacía a Heathcliff en presencia de su padre excitaron la cólera del anciano, quien cogía su bastón para golpear a su hijo y se estremecía de furor al no poder hacerlo por falta de vigor.

Finalmente, el cura (porque entonces había aquí un cura que se ganaba la vida dando lecciones a los niños de las familias Linton y Earnshaw y labrando él mismo su terreno) aconsejó que se enviara a Hindley al colegio, y el señor Earnshaw consintió en ello, aunque de mala gana, ya que decía que Hindley era torpe y que no haría nunca nada de provecho.

Yo abrigaba la esperanza de que la paz se restableciera entonces, porque me dolía mucho que el amo estuviera pagando las consecuencias de su buena acción. Suponía que los disgustos familiares estaban amargando su vejez. Por lo demás, hacía cuanto quería, y las cosas no hubieran ido del todo mal a no ser por la señorita Catalina y por José el criado. Supongo que usted le habrá visto… Era, y debe de seguir siendo, el más odioso fariseo que se haya visto nunca, siempre pronto a creerse objeto de las bendiciones divinas y a lanzar maldiciones en nombre de Dios sobre su prójimo. Sus sermones producían mucha impresión al señor Earnshaw, y a medida que éste se iba debilitando, crecía su ascendiente sobre él. No cesaba José un momento de mortificarle con consideraciones sobre la salvación eterna y sobre la necesidad de educar bien y rígidamente a sus hijos. Procuraba hacerle considerar a Hindley como a un réprobo, y le contaba largos relatos de diabluras de Heathcliff y Catalina, sin perjuicio de acumular las mayores culpas sobre ésta, con lo que creía adular las inclinaciones del padre.

Desde luego, era la niña más caprichosa y traviesa que se haya visto jamás, y nos hacía perder la paciencia mil veces al día. Desde que se levantaba hasta que se acostaba no nos dejaba estar un minuto tranquilo. Tenía siempre el genio pronto a la disputa y no daba nunca paz a la lengua. Cantaba, reía y se burlaba de todo el que no hiciese lo mismo que ella. Sin embargo, creo que no tenía malos sentimientos, porque cuando hacía sufrir a alguien de veras se apresuraba a acudir a su lado para consolarle. Pero tenía hacia Heathcliff un excesivo afecto. No podía aplicársele castigo mayor que separarla de él, a pesar de que por su culpa siempre estaban riñéndola. Cuando jugaba, le gustaba hacer de señora, y usaba las manos más de la cuenta para imponer su voluntad. Quería hacer igual conmigo; pero yo le hice saber que no estaba dispuesta a soportar sus golpes ni sus mandatos.

El señor Earnshaw no sabía tolerar los juegos infantiles. Siempre había sido severo con los niños, y Catalina no acertaba a explicarse por qué en su ancianidad era todavía más gruñón. Sentía verdadero y maligno placer en provocarle. Era más feliz que nunca, replicándonos con mordacidad y burlándose de las piadosas invocaciones de José, buscándonos las vueltas, y, en suma, haciendo lo que más desagradaba a su padre. Además, obraba como si estuviera interesada en demostrar que tenía más imperio sobre Heathcliff, a despecho de su insolencia, que su padre con todas las bondades que le prodigaba. Después de hacer durante el día todo el mal que le era posible, al llegar la noche acudía al señor Earnshaw mimosamente, queriendo hacer las paces con él a fuerza de zalamerías.

-Vete, vete, Catalina -decía el anciano-; no me es posible quererte. Eres todavía peor que tu hermano. Anda, vete a rezar y pide a Dios que te perdone. Mucho temo que haya de pesarnos el haberte traído al mundo.

Al principio, estos razonamientos le hacían llorar, pero luego se habituó a ellos y se echaba a reír cuando su padre le mandaba que pidiese perdón de sus faltas.

Al fin llegó el momento en que terminasen los dolores del señor Earnshaw en este mundo. Murió una noche de octubre, plácidamente, estando sentado en su sillón al lado del fuego. Soplaba un fuerte viento en torno a la casa, resonando en el cañón de la chimenea. Era un viento salvaje y tempestuoso, pero no frío. Todos estábamos juntos: yo un poco apartada de la lumbre haciendo calceta, y José leyendo la Biblia. Los criados, entonces, una vez que terminaban sus faenas solían reunirse con los amos en el salón. La señorita Catalina estaba aplacada, porque se hallaba convaleciente y permanecía apoyada en las rodillas de su padre. Heathcliff se había tumbado en el suelo, con la cabeza encima de la falda de Catalina. El señor, me acuerdo muy bien, antes de caer en el letargo de que no debía salir, acariciaba la hermosa cabellera de la muchacha, y, extrañado de verla tan juiciosa, decía:

-¿Por qué no has de ser siempre una niña buena?

Ella le miró, se echó a reír y repuso:

-¿Y usted, padre, por qué no había de ser bueno?

Pero viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba a cantar para que se adormeciese. Empezó, en efecto, a cantar en voz baja. Al cabo de un rato, los dedos del anciano se desprendieron de los cabellos de la niña y reclinó la cabeza sobre el pecho. Le dije que se callara y que no se moviera para no despertar al amo. Durante más de media hora permanecimos en silencio, y aún hubiéramos seguido más tiempo así, a no haberse levantado José diciendo que era hora de despertar al señor para rezar y acostarse. Se adelantó y le tocó en el hombro; mas notando que no se movía, cogió la vela para observarle mejor. Cuando retiró la luz comprendí que pasaba algo anormal. Cogió a cada niño por un brazo y les dijo en voz baja que subiesen a su cuarto y rezasen solos, porque él tenía mucho que hacer aquella noche.

-Voy primero a dar las buenas noches a papá -dijo Catalina. -¡Oh, ha muerto, Heathcliff! Ha muerto…

Y ambos empezaron a sollozar de un modo que desgarraba el alma.

Yo también comencé a llorar; pero José nos interrumpió diciéndonos que por qué nos lamentábamos por un santo que se había ido al cielo. Después me mandó ponerme el abrigo y correr a Gimmerton a buscar al médico y al sacerdote. Yo no podía comprender de qué iban a servir ya uno ni otro; pero, no obstante, salí presurosamente, a pesar del viento y la lluvia. El médico vino inmediatamente. Dejé a José explicándose con el doctor y subí al cuarto de los niños. Tenían la puerta abierta y no habían pensado en acostarse, aunque era más de medianoche; pero estaban más calmados y no necesitaban de mis consuelos. En su inocente conversación, las ingenuas almitas se describían mutuamente las bellezas del cielo como ningún sacerdote hubiera sabido hacerlo. Mientras les escuchaba, llorando, no pude por menos de celebrar el que nos halláramos allí los tres juntos, a cubierto de mal…

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