David Copperfield – Charles Dickens
NAZCO
Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas
páginas. Para empezar mi historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho y
yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a
sonar y yo a gritar simultáneamente.
Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la enfermera y algunas comadronas
del barrio (que tenían puesto un interés vital en mí bastantes meses antes de que pudiéramos
conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser
desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíritus.
Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de
otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.
No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es
cierta o falsa. Respecto a la segunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don
en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido
defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le agradeceré que lo conserve a su lado.
Nací envuelto en una membrana que se trató de vender, anunciándola en los periódicos,
al módico precio de quince guineas. No sé si los marineros en aquella época tendrían
poco dinero o si lo que tenían era poca fe y preferían cinturones de corcho; lo que sí sé es
que sólo se presentó un comprador, comerciante, que ofrecía por ella dos libras en plata y
el resto en jerez, negándose a pagar ni un céntimo más por la seguridad de no morir
ahogado. Como la adquisición de los vinos no interesaba a mi pobre madre, pues acababa
de vender los suyos, desistió de la venta, después de retirar los anuncios, que tuvo que
pagar. Diez años más tarde mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio
de media corona la papeleta y con la condición de que el agraciado con ella pagaría
además cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me sentía
humillado y confuso de que dispusieran así de una parte de mi persona. Le tocó a una
señora que llevaba un gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados
cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de menos, no
sirviendo de nada el tiempo que se perdió en explicaciones y demostraciones aritméticas,
pues no lograron convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como
sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente en su lecho a los noventa y dos años de edad.
Tengo entendido que dicha señora, mientras tomaba el té, que era su ocupación
favorita, solía vanagloriarse de no ha ber estado encima del agua mas que una vez en su
vida, y eso pasando un puente, y que se indignaba mucho contra los marinos y demás
personas que tienen el atrevimiento de va gabundear por esos mundos. En vano se le
demostraba que muchas cosas buenas (el té entre ellas) se disfrutaban gracias a aquellas
aficiones refutables. Ella replicaba cada vez con mayor energía y confianza en la fuerza de su razonamiento:
-No, no; nada de vagabundear.
Para no «vagabundear» yo tampoco, volveré al punto de mi nacimiento.
Nací en Bloonderstone, en Sooffolk, o « por ahí», como dicen en Escocia, y fui un niño
póstumo. Los ojos de mi padre se cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que
se abrieran los míos. Aún ahora supone algo extraño para mí el hecho de que nunca me
llegara a ver; y todavía más extraño es el oscuro recuerdo que conservo de mi primer
encuentro, siendo un niño, con la piedra blanca de su tumba en el cementerio; la
indefinible compasión que sentía al recordarle allí tendido y solo en la noche oscura,
mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y las velas, y las puertas
de la casa estaban cuidadosa y cruelmente (me parecía entonces) cerradas.
Una tía de mi padre y, por consiguiente, tía abuela mía, de quien hablaré más adelante,
era el magnate de nuestra familia: miss Trotwood, o miss Betsey, como mi pobre madre
la llamaba siempre cuando se atrevía a nombrar a aquel formidable personaje (lo que
ocurría muy rara vez). Mi tía se había casado con un hombre más joven que ella y muy
elegante, aunque no en el sentido del dicho «es elegante lo que el elegante hace», pues se
sospechaba que pegaba a su mujer, y hasta llegó a contarse que una vez, discutiendo a
propósito de cuestiones económicas, estuvo a punto de tirarla por la ventana de un
segundo piso. Estas pruebas evidentes de incompatibilidad de caracteres indujeron a miss
Betsey a darle dinero para que se marchara y consintiera en una separación amistosa. Él
se marchó a la India con su capital, y allí, según una leyenda de familia, se le vio
montado en un elefante y acompañado de un Baboon, aunque yo creo que más bien sería
de un Baboo o de un Begum. Sea como fuere, diez años después, desde la India llegó a su
casa la noticia de su muerte. El efecto que esta noticia causó en mi tía nadie lo supo. A
raíz de la separación había vuelto a usar su nombre de soltera y, comprando una casita
muy alejada en la costa, se había establecido allí con su criada, como una solterona,
viviendo siempre recluida en un aislamiento inflexible.
Según creo, mi padre había sido el sobrino favorito de miss Betsey; pero mi tía se
ofendió mortalmente con su boda, bajo el pretexto de que mi madre era «una muñeca»,
pues, aunque no la había visto nunca, sabía que no tenía todavía veinte años. Miss Betsey
no quiso volver a ver a su so brino. Mi padre tenía el doble de edad que mi madre cuando
se casaron, y era de constitución delicada. Un año después de su boda, y, como ya he
dicho, seis meses antes de mi nacimiento, murió.
Tal era el estado de las cosas en la tarde de aquel memo rable (puede excusárseme el
llamarlo así) a importante viernes. No puedo vanagloriarme de haber sabido en aquella
época lo que estoy contando, ni de conservar ningún recuerdo (fundado en la evidencia
de mis propios sentidos) de lo que sigue.
Mi madre estaba sentada junto a la chimenea, mal de salud y muy abatida, y miraba el
fuego a través de sus lá grimas, pensando con tristeza en su propia vida y en el huerfanito
a quien sólo esperaba un mundo no muy contento de su llegada y algunos proféticos
paquetes de alfileres preparados de antemano en el cajón de una cómoda del primer piso.
Mi madre, repito, estaba sentada al lado del fuego, en una tarde clara y fría de marzo,
muy triste y deprimida, y temerosa de no salir con vida de la prueba que le esperaba,
cuando, levantando sus ojos para enjugarlos, vio por la ventana a una señora desconocida que entraba en el jardín.
La segunda vez que la miró mi madre tuvo la certeza de que aquella señora era miss
Betsey. Los rayos del sol po niente iluminaban a la desconocida junto a la verja, y esta
tenía un paso tan firme, un aire tan decidido, que no podía ser otra.
Cuando estuvo delante de la casa dio otra prueba mayor de su identidad. Mi padre había
contado a menudo que la conducta de mi tía nunca era semejante a la del resto de los
mortales; y, en efecto, aquella señora, en lugar de dirigirse a la puerta y llamar a la
campanilla, se detuvo de lante de la ventana y se puso a mirar por ella, apretando tanto la
nariz contra el cristal que mi madre solía decirme que se le había puesto en un momento completamente blanca y aplastada.
Esta aparición impresionó de tal modo a mi madre que yo siempre he estado
convencido de que es a miss Betsey a quien tengo que agradecer el haber nacido en viernes.
Mi madre se levantó precipitadamente y fue a esconderse en un rincón detrás de una
silla. Miss Betsey recorrió lentamente la habitación con su mirada, de un modo
inquisitivo y moviendo los ojos como los de las cabezas de sarracenos que hay en los
relojes de Dutch. Por fin encontró a mi madre y entonces, frunciendo las cejas como
quien está acostumbrada a ser obedecida, le hizo señas para que saliera a abrir la puerta.
Mi madre obedeció.
-¿La viuda de David Copperfield, supongo? -dijo miss Betsey con énfasis, apoyándose
en la última palabra, sin duda para hacer comprender que lo suponía al ver a mi ma dre de
luto riguroso y en aquel estado.
-Sí, señora -respondió débilmente mi madre.
-Miss Trotwood -dijo la visitante-. ¿Supongo que habrá oído usted hablar de ella?
Mi madre contestó que había tenido ese gusto, pero tuvo consciencia de que, a pesar
suyo, demostraba que el gusto no había sido muy grande.
-Pues aquí la tiene usted —dijo miss Betsey.
Mi madre, con una inclinación de cabeza, le rogó que pasara, y se dirigieron a la
habitación que acababa de dejar. Desde la muerte de mi padre no habían vuelto a encender fuego en la sala.
Se sentaron. Miss Betsey guardaba silencio, y mi madre, después de vanos esfuerzos
para contenerse, prorrumpió en llanto.
-¡Vamos, vamos! -dijo mi tía precipitadamente, Nada de llorar; ¡venga!, ¡venga!
Mi madre siguió sollozando hasta quedarse sin lágrimas.
-Vamos, niña, quítese usted la cofia -dijo miss Betsey-, que quiero verla bien.
Mi madre estaba demasiado asustada para negarse a la extravagante petición aunque no
tenía ninguna gana. Con todo, hizo lo que le decían; pero sus manos temblaban de tal
modo que se enredaron en sus cabellos (abundantes y magníficos), esparciéndose alrededor de su rostro.
-Pero ¡Dios mío! –exclamó miss Betsey-. ¡Si es usted una niña!
Indudablemente, mi madre parecía todavía más joven de lo que era, y la pobre bajó la
cabeza como si fuera culpa suya y murmuró entre sus lágrimas que lo que de verdad
temía era ser demasiado niña para verse ya viuda y madre, si es que vivía.
Hubo una corta pausa, durante la cual a mi madre le pareció sentir que miss Betsey
acariciaba sus cabellos con dulzura; pero, al levantar la cabeza y mirarla con aquella
tímida esperanza, vio que continuaba sentada y rígida ante la estufa, con la falda un poco
remangada, los pies en el guardafuegos y las manos cruzadas sobre las rodillas.
-En nombre de Dios –dijo de pronto mi tía-, ¿por qué llamarla Rookery?
-¿Se refiere usted a la casa? -preguntó mi madre.
-¿Por qué Rookery? – insistió miss Betsey-. Si cualquiera de los dos hubierais tenido un
poco de sentido práctico la habríais llamado Cookery.
-Es el nombre que eligió míster Copperfield -respondió mi madre-. Cuando compró la
casa le gustaba pensar que habría cuervos en sus alrededores.
En ese momento, el viento del atardecer empezó a silbar entre los olmos viejos y altos
del jardín con tal ruido que tanto mi madre como miss Betsey no pudieron por menos que
mirar con inquietud hacia la ventana. Los olmos se inclinaban unos en otros corno
gigantes que quisieran confiarse algún terrible secreto, y después de permanecer
inclinados unos segundos se erguían violentamente, sacudiendo sus enormes brazos,
como si aquellas confidencias, intranquilizando a su conciencia, les hubieran arrebatado para siempre el reposo.
Algunos nidos bastante viejos de cuervos se bamboleaban destrozados por la intemperie
en sus ramas más altas, como náufragos en un mar tormentoso.
-¿Y dónde están los pájaros? -preguntó miss Betsey.
-¿Los que …?
Mi madre estaba pensando en otra cosa.
-Los cuervos. ¿Qué ha sido de ellos? -preguntó mi tía.
-Desde que vivimos aquí no hemos visto ninguno -dijo mi madre-. Pensábamos…
Míster Copperfield creía… que esto era una gran rookery; pero los nidos son ya muy antiguos
y deben de estar abandonados hace mucho tiempo.
-¡Las cosas de David Copperfield! -exclamó miss Bet sey-. ¡David Copperfield de la
cabeza a los pies! Llama a la casa Rookery, no habiendo un solo cuervo en los alrededores,
y cree que ha de haber forzosamente pájaros porque ve nidos.
-Míster Copperfield ha muerto -contestó mi madre-, y si se atreve usted a hablarme mal de él…
Sospecho que mi pobre madre tuvo por un momento la intención de arrojarse sobre mi
tía; pero ni aun estando en mejor estado de salud y con suficiente entrenamiento hubiera
podido hacer frente a semejante adversario; así es que después de levantarse se volvió a
sentar humildemente y cayó desvanecida.
Cuando volvió en sí, o quizá cuando miss Betsey la hizo volver en sí, encontró a mi tía
de pie ante la ventana. La luz del atardecer se iba apagando y a no ser por el resplandor
del fuego no hubieran podido distinguirse una a otra.
-¡Bueno! -dijo miss Betsey volviéndose a sentar, como si sólo hubiera estado mirando
por casualidad el paisaje-. ¿Y cuándo espera usted…?
-Estoy temblando -balbució mi madre-. No se que me pasa; pero estoy segura de que me muero.
-No, no, no -dijo miss Betsey-. Tome usted un poco de té.
-¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Pero cree usted que eso me aliviará algo? -exclamó mi madre desesperadamente.
-Naturalmente que lo creo. Todo eso es nervioso… Pero ¿cómo llama usted a la chica?
-Todavía no sé si será niña -dijo mi madre con inocencia.
-¡Dios bendiga a esta criatura! -exclamó mi tía, ignorando que repetía la segunda frase
inscrita con alfileres en el acerico de la cómoda, pero aplicándosela a mi madre en lugar
de a mí-. No se trataba de eso. Me refería a su criada.
-Peggotty -dijo mi madre.
-¡Peggotty! -repitió miss Betsey, casi indignada-. ¿Querrá usted hacerme creer que un
ser humano ha recibido en una iglesia cristiana el nombre de Peggotty?
-Es su apellido -dijo mi madre con timidez-. Míster Copperfield la llamaba así porque
como tiene el mismo nombre de pila que yo…
-¡Aquí, Peggotty! -gritó miss Betsey abriendo la puerta- Traiga usted té; su señora no se
encuentra bien; conque ¡a no perder tiempo!
Habiendo dado esta orden con tanta energía como si su autoridad estuviese reconocida
en la casa desde toda la eternidad, volvió a cerrar la puerta y a sentarse, no sin antes haberse
cerciorado de que acudía Peggotty con una vela, toda desorientada, al sonido de aquella voz extraña.
-¿Decía usted que quizá será niña? -dijo cuando es tuvo de nuevo con los pies sobre el
guardafuego, la falda un poco remangada y las manos cruzadas encima de las rodillas-.
No hay duda, será una niña; tengo el presentimiento de que ha de serio. Ahora bien, hija
mía: desde el momento en que nazca esa niña…
-Quizá sea un niño -se tomó la libertad de interrumpir mi madre.
-¡Cuando le digo que tengo el presentimiento de que será niña! – insistió miss Betsey-.
No me contradiga. Desde el momento en que nazca esa niña quiero ser su amiga. Cuento
con ser su madrina y le ruego que le ponga de nombre Betsey Trotwood Copperfield. Y
en la vida de esa Betsey Trotwood no habrá equivocaciones. Pondremos todos los medios
para que nadie se burle de los afectos de la pobre niña. La educaremos muy bien,
evitando cuidadosamente que deposite su ingenua confianza en quien no lo merezca. Yo cuidaré de ello.
A1 final de cada frase mi tía bajaba la cabeza, como si los recuerdos la persiguieran y el
no explayarse sobre ellos le costara grandes esfuerzos. Al menos así le pareció a mi
madre, que la observaba al débil resplandor del fuego, aunque en realidad estaba
demasiado asustada, demasiado intimidada y confusa para poder observar nada con claridad ni saber qué decir.
-Y David, ¿era bueno con usted, hija mía? -preguntó miss Betsey después de un rato de
silencio, cuando sus movimientos de cabeza cesaron gradualmente-. ¿Erais felices?
-Éramos muy dichosos -dijo mi madre, Era tan bueno conmigo míster Copperfield.
-Supongo que la habrá destrozado – insistió miss Betsey.
-Considerando que ahora tengo que verme sola y abandonada en este mundo, me temo que sí -sollozó mi madre.
-¡Bien! Pero no llore más –dijo mi tía-. No estabais compensados, hija mía. ¿Habrá
alguna pareja que lo esté? Por eso se lo preguntaba. Usted era huérfana, ¿no es así?
-Sí.
-¿Y era institutriz?
-Estaba al cuidado de los niños en una familia que míster Copperfield visitaba. Y era
muy bueno conmigo míster Copperfield: se preocupaba mucho de mí y me demostraba
un gran interés. Por último, me pidió en matrimonio; yo acepté, y nos casamos –dijo mi madre con sencillez.
-¡Pobre niña! -murmuró miss Betsey, que continuaba mirando fijamente el fuego-. ¿Y sabe usted hacer algo?
-No sé …. señora -balbució mi madre.
-¿Gobernar una casa, por ejemplo? -dijo miss Betsey.
-No mucho, me temo -respondió mi madre-. Mucho menos de lo que desearía. Pero
míster Copperfield me estaba enseñando…
-¡Para lo que él sabía! -dijo mi tía en un paréntesis.
-Y estoy segura de que hubiera adelantado mucho, pues estaba ansiosa de aprender, y él
era un maestro tan paciente… Sin la gran desgracia de su muerte…
Aquí mi madre empezó a sollozar de nuevo y no pudo seguir.
-Bien, bien –dijo miss Betsey.
-Yo llevaba mi libro de cuentas, y todas las noches hacíamos el balance juntos…
–continuó mi madre, sollozando desesperadamente.
-Bien, bien -exclamó mi tía—. No llore usted más.
-Y nunca tuvimos la menor discusión, excepto cuando le parecía que mis treses y mis
cincos se confundían o que alargaba demasiado el rabo de los sietes y los nueves -terminó
mi madre en una nueva explosión de llanto.
-Se pondrá usted enferma -dijo miss Betsey-, lo que no será muy beneficioso para usted
ni para mi ahijada. ¡Vamos, no vuelva a empezar!
Este argumento contribuyó bastante a tranquilizar a mi madre, aunque su malestar era
creciente. Hubo un silencio, interrumpido sólo por algunas exclamaciones sordas de mi
tía, que continuaba calentándose los pies en el guardafuegos.
-David se había asegurado una renta anual comprando papel del Estado, lo sé –dijo
poco a poco, A1 morir ¿ha hecho algo por usted?
-Míster Copperfield -constestó mi madre titubeandofue tan cariñoso y tan bueno
conmigo que aseguró parte de esa renta a mi nombre.
-¿Cuánto? -preguntó miss Betsey.
-Ciento cincuenta libras al año -dijo mi madre.
-¡Podía haberlo hecho peor! -dijo mi tía.
La palabra no podía ser más apropiada para el momento, pues mi madre se encontraba
cada vez peor, tanto que Peggotty, que entraba con el té y las velas, se dio cuenta de ello
al instante (como se hubiera dado cuenta mi tía de no estar a oscuras) y la condujo
apresuradamente a su habitación del piso de arriba. Inmediatamente envió a Ham
Peggotty -un sobrino suyo a quien tenía escondido en la casa hacía unos días para
utilizarle como mensajero especial en caso de urgencia- a buscar al médico y a la comadrona.
Aquellas dos potencias aliadas se sorprendieron sobremanera cuando a su llegada
(pocos minutos después uno de otro) se encontraron con una señora desconocida y de aspecto
imponente, sentada ante el fuego, con la toca colgando del brazo izquierdo y
taponándose los oídos con algodón. Peggotty no sabía quién era y mi madre tampoco
decía nada; por lo tanto, era un verdadero misterio; y, cosa curiosa, el hecho de estar
sacando aquella cantidad de algodón de su bolso y metiéndoselo en los oídos no hacía
disminuir en nada lo imponente de su aspecto.
El doctor, después de subir al cuarto de mi madre y volver a bajar, pensando sin duda
que había grandes probabilidades de que aquella señora y él tuvieran que permanecer
sentados frente a frente durante varias horas, se propuso estar amable y cariñoso con ella.
Este hombre era el ser más afable de su sexo, el más pequeño y dulce. Se deslizaba de
medio lado por las habitaciones para ocupar el menor sitio posible, y andaba con tanta
suavidad como el fantasma de Hamlet, y quizá más despacio. Llevaba siempre la cabeza
inclinada hacia un lado, en parte por un modesto sentimiento de su humildad y en parte
por el deseo de agradar a todos. No ne cesito decir que era incapaz de dirigir un palabra
dura a nadie, ni a un perro, ni aun a un perro rabioso. Todo lo más le murmuraría
dulcemente una palabra, o media, o una sílaba, pues hablaba con la misma suavidad que
andaba y no sabía ser rígido ni impaciente.
Por lo tanto, míster Chillip, mirando amablemente a mi tía, con la cabeza siempre
inclinada y haciéndole un ligero saludo, dijo, aludiendo al algodón y tocándose la oreja izquierda:
-¿Alguna molestia, señora?
-¿Qué? -replicó mi tía, sacándose el algodón del oído como si fuera un corcho.
A míster Chillip le alarmó bastante aquella brusquedad (según contó después a mi
madre), tanto que fue milagroso que conservara su presencia de ánimo. Insistió dulcemente.
-¿Alguna molestia, señora?
-¡Qué necedad! -replicó mi tía, volviéndose a taponar el oído.
Después de esto, míster Chillip nada podía hacer y se sentó, y estuvo contemplando
tímidamente a mi tía, mientras ella miraba el fuego, hasta que volvieron a llamarle al
dormitorio de mi madre. Después de un cuarto de hora de ausencia volvió.
-¿Y bien? –dijo mi tía, sacándose el algodón del lado más cercano a míster Chillip.
-Muy bien, señora -respondió el doctor-. Vamos…. vamos… avanzando… despacito, señora.
-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! –dijo mi tía, interrumpiéndole con desprecio.
Y volvió a taponarse el oído.
Verdaderamente (según contaba después míster Chillip) era para indignarse, y él estaba
casi indignado; claro que sólo hablando desde un punto de vista profesional, pero estaba
casi indignado. Sin embargo, volvió a sentarse y la estuvo mirando cerca de dos horas,
mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo llamaron de nuevo. Cuando
después de esta ausencia apareció:
-¿Y bien? -dijo mi tía, quitándose el algodón del mismo lado.
-Muy bien, señora -respondió míster Chillip-. Vamos…, vamos avanzando despacito, señora.
-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! – interrumpió mi tía con tal desprecio hacia el pobre míster Chillip, que este ya no pudo soportarlo.
Aquello era para hacerle perder la cabeza, según dijo des pués, y prefirió ir a sentarse
solo en la oscuridad de la escalera y en una fuerte corriente de aire hasta que le llamasen de nuevo.
Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de fe, pues iba a la
escuela nacional y era una verdadera fiera para el catecismo, contó al día siguiente que,
habiendo tenido la desgracia de entreabrir la puerta del gabinete una hora después de
aquello, miss Betsey, que recorría la habitación agitadísima, le descubrió al momento y se
lanzó sobre él, sin dejarle ya escapar. Y a pesar de todo el algodón que había metido en
sus oídos no debía de estar ais lada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos y
las voces aumentaban en el piso de arriba hacía recaer sobre su víctima el exceso de su
intranquilidad. Le tenía agarrado por el cuello y le obligaba a andar constantemente de
arriba abajo (sacudiéndole como si el chico hubiera tomado algún narcótico),
enmarañándole los cabellos, arrugándole el cuello de la camisa y taponándole con
algodón los oídos, confundiéndolos, sin duda, con los suyos propios. En fin, le dio toda
clase de tormentos y malos tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su tía, que lo
vio a las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirmó que estaba tan rojo como yo en aquel mismo momento.
El apacible míster Chillip no podía guardar rencor mucho tiempo a nadie, y menos en
aquellas circunstancias. Por lo tanto, en cuanto tuvo un momento libre se deslizó al gabinete
y le dijo a mi tía con su amable sonrisa:
-Y bien, señora; soy muy feliz al poder darle la enhorabuena.
-¿Por qué? -dijo secamente mi tía.
Míster Chillip se turbó de nuevo ante aquella extremada severidad, pero le hizo un
ligero saludo y trató de sonreírle para apaciguarla.
-¡Dios santo! Pero ¿qué le pasa a este hombre? -gritó mi tía con impaciencia-. ¿Es que no puede hablar?
-Tranquilícese usted, mí querida señora –dijo el doctor con su voz melosa, No hay ya el
menor motivo de inquie tud, tranquilícese usted.
Siempre he considerado como un milagro el que mi tía no le sacudiera hasta hacerlo
soltar lo que tenía que decir. Se limitó a escucharle; pero moviendo la cabeza de una manera que le estremeció.
-Pues bien, señora -resumió míster Chillip tan pronto como pudo recobrar el valor-.
Estoy contento de poder felicitarla. Ahora todo ha terminado, seño ra, todo ha terminado.
Durante los cinco minutos, poco más o menos, que míster Chillip empleó en pronunciar
esta frase, mi tía lo contemplaba con curiosidad.
-Y ella ¿cómo está? –dijo cruzándose de brazos, con el sombrero siempre colgando de uno de ellos.
-Bien, señora, y espero que pronto estará completamente restablecida -respondió míster
Chillip-. Está todo lo bien que puede esperarse de una madre tan joven y que se encuentra
en unas circunstancias tan tristes. Ahora no hay inconveniente en que usted la vea,
señora; puede que le haga bien.
-Pero ¿y ella? ¿Cómo está ella? -dijo bruscamente mi tía.
Míster Chillip inclinó todavía más la cabeza a un lado y miró a mi tía como un pajarillo asustado.
-¿La niña, que cómo está? -insistió miss Betsey.
—Señora -respondió míster Chillip-, creía que lo sabía usted: es un niño.
Mi tía no dijo nada; pero cogiendo su cofia por las cintas la lanzó a la cabeza de míster
Chillip; después se la encasquetó en la suya descuidadamente y se marchó para siempre.
Se desvaneció como un hada descontenta, o como uno de esos seres sobrenaturales que la
superstición popular aseguraba que tendrían que aparecérseme. Y nunca más volvió.
No. Yo estaba en mi cunita; mi madre, en su lecho, y Betsey Trotwood Copperfield
había vuelto para siempre a la región de sueños y sombras, a la terrible región de donde
yo acababa de llegar. Y la luna que entraba por la ventana de nuestra habitación se
reflejaba también sobre la morada terrestre de todos los que nacían y sobre la sepultura en
que reposaban los restos mortales del que fue mi padre y sin el cual yo nunca hubiera existido.