David Copperfield – Charles Dickens
COMO EL VIVIR POR MI CUENTA NO ME GUSTA Y TOMO UNA GRAN RESOLUCIÓN
A su debido tiempo, la petición de míster Micawber fue atendida y se recibió orden de
ponerle en libertad, lo que me causo gran alegría. Sus acreedores no eran muy implacables,
y mistress Micawber me contó que hasta el zapatero había declarado en pleno
tribunal que no le tenía mala voluntad; pero que cuando le debían dinero le gustaba que
se lo pagasen, y añadió que pensaba que aquello era una cosa muy humana.
Desde el tribunal volvió míster Micawber a Bench King’s para ciertas formalidades que
había que terminar. El club le recibió con entusiasmo y organizó aquella noche un mitin
en su honor; entre tanto, mistress Micawber y yo lo celebramos en privado comiendo
cordero y rodeados de los niños dormidos,
-En esta ocasión le propongo, Copperfield -dijo mistress Micawber-, que tomemos un
poco más de ponche a la salud de papá y mamá; hacía ya tiempo que no lo tomábamos.
-¿Han muerto? -pregunté después de brindar.
-Mamá abandonó la tierra -dijo mistress Micawberantes de que empezaran las
dificultades de mi esposo, o al menos antes de que la cosa se pusiera seria. Mi papá ha vivido
lo bastante para rescatar muchas veces a míster Micawber, después de lo cual ha
muerto, siendo muy llorado por todos sus amigos.
Mistress Micawber sacudió la cabeza y vertió una lágrima de piedad filial sobre el mellizo que estaba de turno.
Me pareció que no podría encontrar ocasión más favorable para preguntarle una cosa
del mayor interés para mí; por lo tanto le dije:
-Puedo preguntarle, señora, lo que piensan ustedes hacer ahora que míster Micawber ha
salido de sus dificultades y está en libertad. ¿Ha decidido usted algo?
-Mi familia —dijo mistress Micawber, que pronunciaba siempre estas dos palabras con
aire majestuoso, sin que yo haya podido descubrir jamás a quién se las aplicaba-, mi
familia piensa que míster Micawber debía salir de Londres y ejercer su talento en el
campo. Míster Micawber es un hombre de mucho talento, Copperfield.
Dije que estaba seguro de ello.
-De mucho talento -repitió mistress Micawber-; y mi familia mantiene que, con algo de
interés, a un hombre de su inteligencia se le podría dar cualquier cargo en la Administración
de Aduanas. Y como la influencia de mi familia es local, su deseo es que míster
Micawber se vaya a Plimouth. Creen indispensable que esté sobre el terreno.
-¿Para estar preparado? -pregunté.
-Precisamente -contestó ella-, para que esté preparado en el caso de que surgiera algo.
-¿Y usted también se irá?
Los sucesos del día, combinados con los mellizos o con el ponche, tenían a mistress
Micawber muy nerviosa, y me contestó con lágrimas en los ojos:
-Yo nunca abandonaré a mi esposo. Míster Micawber ha hecho mal ocultándome al
principio sus apuros; pero hay que reconocer que su carácter optimista le hacía creer
siempre que saldría de ellos sin que yo me enterase. El collar de perlas y las pulseras que
había heredado de mamá los hemos vendido en la mitad de su valor; los corales que papá
me dio al casarme también los hemos dado por nada. Pero nunca abandonaré a Micawber.
¡No -gritó cada vez más conmovida-, no lo consentiré jamás! ¡Es inútil que me lo propongan!
Yo estaba muy confuso, pues parecía que mistress Micawber imaginaba que yo le
proponía semejante cosa, y la miré alarmado.
-Micawber tiene sus defectos. No niego que es muy poco precavido; no niego que me
ha engañado respecto a sus recursos y sus deudas -continuó, mirando fijamente a la
pared-; pero yo no le abandonaré nunca.
Mistress Micawber había levantado la voz poco a poco, y gritó de tal modo al decir
estas últimas palabras, que me asustó mucho y corrí a la habitación en que estaba el club
para llamar a su marido, que lo presidía sentado al final de una mesa muy larga, cantando
a voz en grito con todos los demás:
Gee up, Dobbin
Gee ho, Dobbin
Gee up, Dobbin
Gee up, and gee ho -o-o!
Le dije que mistress Micawber estaba en un estado muy alarmante. A1 oír esto se
deshizo en llanto y se vino conmigo con el chaleco todavía cubierto de las cabezas y
colas de gambas que había estado comiendo.
-¡Emma, ángel mío! – gritó, entrando en la habitación- ¿Qué te pasa?
-¡Nunca te abandonaré, Micawber! -exclamó ella.
-¡Mi vida! -dijo él, cogiéndola en sus brazos-. Estoy completamente seguro de ello.
-Es el padre de mis hijos, el padre de mis mellizos, el esposo de mi alma -grito mistress
Micawber- ¡Nunca, nunca le abandonaré!
Míster Micawber estaba tan profundamente afectado por aquella prueba de cariño
(como yo, que lloraba a lágrima viva), que la abrazó de un modo apasionado, rogándole
que le mirase y se tranquilizara. Pero cuanto más le pedía que le mirase más se fijaban
sus ojos en el vacío, y cuanto más le pedía que se tranquilizara menos tranquila estaba.
Por lo tanto, pronto se contagió Micawber y mezcló sus lágrimas con las de su mujer y
las mías. Por último me pidió que saliera con una silla a la escalera mientras él la
acostaba. Hubiera querido marcharme ya; pero Micawber no lo consintió, porque todavía
no había sonado la campana para la salida de los visitantes. Por lo tanto me senté en la
ventana de la escalera hasta que él llegó con otra silla a hacerme compañía.
-¿Cómo está su esposa? -dije.
-Muy abatida -dijo míster Micawber sacudiendo la cabeza-, es la reacción. ¡Ah! ¡Es que
ha sido un día terrible! Y ahora estamos solos en el mundo y sin el menor recurso.
Míster Micawber me estrechó la mano, gimió y después se echó a llorar. Yo estaba muy
conmovido y desconcertado, pues esperaba que estuvieran muy alegres en aquella ocasión
tan esperada. Pero pienso que los Micawber estaban tan acostumbrados a sus
antiguos apuros, que se sentían desconcertados al verse libres de ellos. Toda la
flexibilidad de su carácter había desaparecido, y nunca les había visto tan tristes como
aquella tarde. A1 oír la campana míster Micawber me acompañó hasta la verja y me dio
su bendición al despedirnos. Yo me sentía verdaderamente inquieto al dejarlo solo, tan
profundamente triste como estaba.
Pero a través de la confusión y abatimiento que nos había apresado de una manera tan
inesperada para mí, veía claramente que mister y mistress Micawber iban a abandonar
Londres y que la separación entre nosotros era inminente. Y fue al volver aquella tarde a
casa, y durante las horas sin sueño que siguieron, cuando concebí por primera vez, no sé
cómo, un pensamiento que pronto se convirtió en una firme resolución.
Me había unido tan íntimamente con los Micawber; me había implicado tanto en sus
desgracias, y estaba tan absolutamente desprovisto de amigos, que la perspectiva de
verme obligado de nuevo a buscar alojamiento para vivir entre extraños parecía volver a
arrojarme contra la corriente de esta vida, demasiado conocida ahora para ignorar lo que me esperaba.
Todos los sentimientos delicados que esta existencia he ría; toda la vergüenza y el
sufrimiento que despertaba en mí se me hicieron tan dolorosos, que, reflexionando, decidí
que aquella vida me era intolerable.
Yo no podía esperar otro medio para escapar a ella que por mi propio esfuerzo; lo sabía.
Rara vez oía hablar de miss Murdstone, y de su hermano, nunca. Pero dos o tres paquetes
de ropa nueva o arreglada habían sido enviados para mí a míster Quinion, acompañados
de un trozo de papel arrugado que decía: «M. M. espera que D. C. se aplique a cumplir
bien sus deberes», sin dejar entrever la menor esperanza de que algún día pudieran llegar tiempos mejores.
Al día siguiente me convencí, mientras mi espíritu estaba todavía en la inquietud del
plan que había concebido, que mistress Micawber no había hablado sin motivo de la
probabilidad de su partida. Se alojaron en la casa en que yo vivía durante una semana, y
cuando expiró el plazo pensaban partir para Plimouth. El mismo míster Micawber fue al
almacén aquella tarde para anunciar a míster Quinion que su marcha le obligaba a
renunciar a mi compañía y para decirle de mí, según creo, todo el bien que merecía. En
vista de esto, mister Quinion llamó a Tipp el carretero, que estaba casado y tenía una
habitación para alquilar, y la tomó para mí. Debió de tener sus razones para creer que era
con nuestro mutuo consentimiento, aunque yo no dije nada; pero mi resolución estaba tomada.
Pasé las veladas con míster y mistress Micawber durante el tiempo que nos quedaba
todavía por vivir bajo el mismo techo, y creo que nuestra amistad aumentaba a medida
que el momento de nuestra separación se aproximaba.
El último domingo me invitaron a comer y tomamos un trozo de cerdo fresco con salsa
picante y un pudding. Yo había comprado la víspera un caballo de madera pintado para
regalárselo al pequeño Wilkins Micawber y una muñeca para la pequeña Emma; también
di un chelín a la huérfana, que perdía su colocación.
Pasamos un día muy agradable, aunque todos estábamos conmovidos pensando en la separación.
-Copperfield: nunca podré recordar las dificultades de Micawber sin pensar en usted.
Usted se ha portado siempre con nosotros de la manera más delicada y más de agradecer.
Usted no ha sido un huésped: ha sido un amigo.
-Querida mía -dijo su marido- Copperfield time un corazón sensible a las desgracias de
los demás, una cabeza capaz de razonar y unas manos… En resumen: un talento incomparable
para sacar provecho de todo aquello de que se puede prescindir.
Expresé mi reconocimiento por aquel cumplido, y dije que estaba muy triste por tener que separarme de ellos.
-Querido amigo -dijo mister Micawber-: yo soy mayor que usted y tengo alguna
experiencia en la vida y en… En una palabra: en dificultades de todas clases, para hablar
de un modo general. Por el momento, y hasta que surja algo (lo que espero siempre) no le
puedo ofrecer otra cosa que mis consejos; sin embargo, creo que valen la pena de ser escuchados,
sobre todo… En una palabra: porque yo nunca los he seguido… y que…
Aquí mister Micawber, que sonreía y me miraba con expresión radiante, se detuvo frunciendo las cejas, y prosiguió:
-Y usted ve lo desgraciado que soy.
-Mi querido Micawber -exclamó su mujer.
-Digo -replicó mister Micawber, sin preocuparse de sí mismo y sonriendo de nuevo- lo
desgraciado que he sido. Mi consejo es este: < Nunca dejes para mañana lo que puedas
hacer hoy» . Demorar cualquier cosa es un robo hecho al tiempo. ¡Hay que aprenderlo!
-Era la máxima de mi pobre papá -dijo mistress Micawber.
-Querida mía -dijo él- tu papá era un hombre muy bueno, y Dios me libre de querer
rebajarlo; es más, hasta es probable… que…. en una palabra, jamás conoceremos a un
hombre de su edad que tenga los pantalones tan bien puestos y que sea capaz de leer una
letra tan pequeña sin anteojos; pero él aplicó esta máxima a nuestro matrimonio, querida
mía, con tal premura, que todavía no me he repuesto de aquel gasto precipitado.
Míster Micawber lanzó una ojeada a su señora y añadió:
-No es que me pese, al contrario, amor mío.
Después de lo cual guardó silencio durante un momento.
-Mi segundo consejo, Copperfield, ya lo conoce usted: renta anual de veinte libras,
gasto anual de diecinueve; resultado, felicidad. Renta anual de veinte libras, gasto anual
de veinte y media; resultado, miseria. La flor está marchita, la hoja cae, el ángel de la
guarda desaparece y…, en una palabra, se ha hundido usted para siempre, como yo.
Y para hacer su ejemplo más impresionante, míster Micawber se bebió un vaso de
ponche con gran alegría y satisfacción y silbó una cancioncilla del colegio.
Le aseguré que nunca perdería de vista aquellos preceptos, lo que era bastante inútil,
pues era evidente que me afectaba. A la mañana siguiente, muy temprano, me reuní con
la familia en las oficinas de la diligencia y les vi con tristeza colocarse en la imperial.
-Copperfield -dijo mistress Micawber-, ¡Dios le bendiga! Nunca podré olvidarle, y aunque pudiera, no querría.
-Copperfield-dijo míster Micawber-, adiós; que la felicidad y la prosperidad le
acompañen. Si al cabo de los años pudiera creer que mi suerte desgraciada le ha servido
de lección, pensaré que no he ocupado en vano el lugar de otro hombre en la tierra. Y si
surgiera algo (siempre cuento con ello) sería extraordinariamente dichoso si pudiera ayudarle
en sus proyectos respecto del porvenir.
Pienso que mistress Micawber, que estaba sentada en la imperial con los niños,
mirándome mientras yo permanecía de pie en la carretera contemplándolos tristemente,
se percató de pronto de que en realidad era yo un niño muy pequeño y muy débil; lo creo
porque me hizo seña de que subiera a su lado con una expresión completamente nueva y
maternal en su rostro, me cogió en sus brazos y me besó como hubiera podido besar a su
hijo. Tuve el tiempo justo de bajar antes de que partiera la diligencia y apenas podía
distinguir a mis amigos entre los pañuelos que agitaban.
En un minuto todo desapareció. Nos quedamos en medio de la carretera la huérfana y
yo, mirándonos tristemente; luego, después de estrecharnos la mano, ella tomó el camino
del Hospicio de San Lucas y yo fui a empezar mi jornada en Murdstone y Grimby.
Pero no tenía intención de continuar aquella vida tan pe nosa. Estaba decidido a huir, a
ir de un modo o de otro a bus car en el campo a la única parienta que tenía en el mundo y
a contarle mi historia: a la tía Betsey.
Ya he hecho observar que no sabía cómo aquel proyecto desesperado había germinado
en mi espíritu; pero una vez en ello, ¡ni determinación fue tan inquebrantable como todas
las que he podido tomar después en mi vida. No estoy seguro de que mis esperanzas
fuesen muy vivas; pero estaba decidido a ejecutarlo. Cien veces desde la noche en que lo
había concebido había dado vueltas en mi espíritu a la historia de mi nacimiento, que
tanto me había gustado hacer contar a mi pobre madre, y que me sabía de memoria. Mi
tía hacía una aparición rápida y terrible; pero había en todo aquello una particularidad que
me gustaba recordar y que me daba algunas esperanzas. No podía olvidar que a mi madre
le había parecido sentirla acariciar suavemente sus cabellos, y aunque aquello podía ser
una idea sin ningún fundamento, yo me hacía un bonito cuadro del instante en que mi
terrible tía se había conmovido ante aquella belleza infantil que yo recordaba tan bien y
que me era tan querida, y aquel pequeño episodio aclaraba dulcemente todo el cuadro.
Quizá fuera aquel el germen que después de vivir en mi espíritu había engendrado
gradualmente mi determinación.
Como ni siquiera sabía dónde habitaba miss Betsey, escribí una larga carta a Peggotty
en la que le preguntaba de una manera casual si recordaba el lugar de su residencia, diciendo
que había oído hablar de una señora que vivía en un sitio, que nombré al azar, y
que sentía curiosidad por saber si no sería ella. También en aquella carta le decía que
tenía mucha necesidad de media guinea, y que si pudiera prestármela se lo agradecería
mucho, reservándome para decirle más adelante, al devolvérsela, lo que me había
obligado a pedirle aquella suma.
La contestación de Peggotty llegó pronto y fue, como de costumbre, llena de cariño y
abnegación. Incluía la media guinea (me asusta pensar todo lo que habría tenido que
trabajar y que ingeniarse para conseguir que saliera de la caja de Barkis), y me contaba
que miss Betsey vivía cerca de Dover; pero si era en Dover mismo, o en Hy the
Landgate, o en Folkes tone, no podía decirlo. Uno de nuestros hombres me informó,
cuando le pregunté acerca de aquellos sitios, que estaban muy próximos unos de otros.
Me pareció que ya sabía bastante para mi objetivo, y resolví marcharme a fines de semana.
Siendo una criaturita muy honrada y no queriendo enturbiar el recuerdo que dejaba en
Murdstone y Grimby, consideré como una obligación permanecer hasta el sábado por la
noche, y como me habían pagado una semana adelantada, me fui temprano, para no tener
que presentarme a la hora de cobrar en la caja. Por esta misma razón había pedido la media
guinea a Peggotty, para no encontrarme sin dinero para los gastos del viaje. Por lo
tanto, cuando llegó el sábado por la noche y nos reunimos todos para que nos pagasen,
Tipp el carretero pasó, como siempre, el primero al despacho. Yo estreché la mano de
Mick Walker, rogándole que cuando me llamaran entrase y le dijera a míster Quinion que
había ido a llevar mi maleta a casa de Tipp, dije adiós a Fécula de patata y me fui.
Mi maleta continuaba en mi antiguo alojamiento al otro lado del río. Había preparado,
para pegar en ella, una dirección escrita en el respaldo de una de las tarjetas de
expedición que pegábamos en las cajas: «Míster David enviará a buscarla a la oficina de
la diligencia de Dover». Tenía la tarjeta en el bolsillo y pensaba pegarla en cuanto
estuviera fuera de la casa. Mientras andaba miraba a mi alrededor, para ver si encontraba
a alguien que pudiera ayudarme a llevarla. En esto vi a un muchacho de piernas largas,
que llevaba un carrito enganchado a un burro y que estaba cerca del obelisco en el
camino de Blackfriars; al pasar me encontré con su mirada y me preguntó si le
reconocería bien si le volvía a ver, aludiendo sin duda a la fijeza con que le había
examinado. Me apresuré a asegurarle que no había sido po r descortesía, sino que estaba
pensando si no quería encargarse de un trabajo.
-¿Qué trabajo? -preguntó el muchacho de las piernas lanzas.
-Llevar una maleta -contesté.
-¿Qué maleta? – insistió el joven.
Lo dije que la mía, que estaba allí, en aquella misma calle, y que deseaba que por seis
peniques me la llevaran a la diligencia de Dover.
-Vaya por los seis peniques -dijo el muchacho.
Y subiendo al instante en su carrito, que se componía de tres tablas puestas sobre las
ruedas, partió tan diligente en la dirección indicada, que me costaba trabajo seguir el paso de su burro.
Tenía unos modales desconcertantes aquel muchacho y una manera muy molesta de
mascar una brizna de paja al ha blar; pero el trato estaba hecho. Le hice subir a la
habitación que dejaba, cogió la maleta, la bajó y la puso en su carrito. Yo no quería
todavía poner la dirección, por temor a que alguien de la familia de mi propietario
adivinara mis designios; le rogué, por lo tanto, que se detuviera al llegar a la gran pared
de la prisión de Bench King. Apenas hube pronunciado estas palabras cuando partió
como si él, mi maleta, el carrito y el asno se hubieran vuelto locos. Yo perdía la respiración
a fuerza de correr y de llamarle, hasta que le alcancé en el sitio indicado.
Estaba rojo y excitado, y al sacar la tarjeta dejé caer de mi bolsillo la media guinea. Me
la metí en la boca para mayor seguridad, y aunque mis manos temblaban mucho,
conseguí, con gran satisfacción, colocar la tarjeta. De pronto recibí un violento golpe en
la barbilla, que me dio el chico de las piernas largas, y vi mi media guinea pasar de mi boca a sus ma nos.
-Vamos -dijo el joven agarrándome por el cuello de la chaqueta con un horrible gesto-,
asunto de policía, ¿no es verdad? Y quieres huir, ¿no es así? ¡Ven, ven a la policía,
granuja! ¡Ven a la comisaría!
-Deme mi dinero, haga el favor -dije yo, muy asustado- y déjeme en paz.
-Ven a la comisaría, y allí demostrarás que es tuya.
-Deme mi maleta y mi dinero, ¿quiere usted? -grité deshecho en lágrimas.
El joven todavía replicó: «Ven a la comisaría», arrastrándome con violencia al lado del
asno, como si hubiera alguna relación entre aquel animal y un magistrado.
Después, cambiando de pronto de opinión, saltó al carrito, se sentó encima de la maleta
y, diciendo que iba derecho a la comisaría, partió más deprisa que nunca. Corrí tras él
todo lo que pude; pero no tenía aliento para llamarle, ni me hubiera atrevido a hacerlo
aunque hubiera podido. En un cuarto de hora estuve veinte veces a punto de que me
atropellaran; tan pronto veía a mi ladrón como desaparecía a mis ojos; después volvía a
verle; después recibía un latigazo de cualquier carretero; después me insultaban, caía en
el barro, me levantaba, chocaba contra alguien, o me precipitaba contra un poste. Por fin,
sofocado por la camera y turbado por el miedo de ver que Londres entero se pusiera a
perseguirme, dejé al joven que se llevase mi maleta y mi dinero donde quisiera. Ahogado
y todavía llorando seguí, sin detenerme, el camino de Greenwich, que estaba en el
camino de Dover, según había oído decir, llevando hacia el retiro de mi tía Betsey una
parte de mis bienes casi tan pequeña como la que traía la noche en que mi nacimiento tanto le enfureció.