David Copperfield – Charles Dickens
VUELVO A EMPEZAR
Míster Dick y yo fuimos pronto los mejores amigos del mundo, y muy a menudo,
cuando había terminado su trabajo, salíamos juntos a soltar la cometa. Todos los días trabajaba
largo rato en la Memoria, que no progresaba lo más mínimo a pesar de aquel
trabajo constante, pues el rey Carlos I siempre aparecía en ella tarde o temprano y había
que volver a empezar. La paciencia y el valor con que soportaba aquellos desengaños
continuos; la idea vaga que tenía de que el rey Carlos I no tenía nada que ver en aquello;
los débiles esfuerzos con que intentaba arrojarle, y la tenacidad con que el monarca venía
a condenar su memoria al olvido, todo aquello me dejó una impresión profunda. No sé lo
que míster Dick pensaría hacer con la memoria en el caso de terminarla (creo que él no lo
sabía mejor que yo), ni dónde pensaba enviarla, ni cuáles serían los efectos del envío.
Pero, en realidad, no es necesario que se preocupase demasiado, pues si había algo cierto
bajo el Sol, era que aquella memoria no se terminaría nunca.
Era conmovedor verle con su cometa cuando había subido a mucha altura. Lo que me
había dicho en su habitación de las esperanzas que tenía sobre aquella manera de diseminar
los hechos expuestos en los papeles que la cubrían, y que no eran otros que las hojas
sacrificadas de alguna memoria fracasada, le preocupaba alguna vez dentro de casa; pero
una vez fuera ya no pensaba en ello. Sólo pensaba en ver volar a la cometa y en ir
soltando el bramante del ovillo que tenía en la mano. Nunca tenía el aspecto más sereno.
Yo a veces me decía, cuando estaba sentado a su lado por las tardes, sobre el musgo y
viéndole seguir con los ojos los movimientos de la cometa, que su espíritu salía entonces
de su confusión para elevarse con su juguete al cielo. Los progresos que hacía en la
amistad a intimidad de míster Dick no perjudicaban en nada a los que hacía con su amiga
miss Betsey, que se encariñó tanto conmigo, que en el transcurso de unas semanas acortó
mi nombre de adopción, transformándolo de Trotwood en Trot; y aún animó mis
esperanzas de que si seguía como había empezado podría igualarme en el rango de sus
afectos con mi hermana Betsey Trotwood.
-Trot -dijo mi tía una noche, cuando el juego de damas estuvo colocado, como siempre,
para ella y míster Dick-, no debemos olvidar tu educación.
Este era mi único motivo de ansiedad, y me sentí completamente dichoso al oírle hablar de ello.
-¿Te gustaría ir a la escuela en Canterbury? -dijo mi tía.
Le respondí que muchísimo, tanto más porque estaba cerca de ella.
-Bueno -dijo mi tía- ¿te gustaría ir mañana?
Sin extrañarme ya de la general rapidez de las ideas de mi tía, no me sorprendió su brusquedad y dije:
-Sí.
-Bueno -dijo mi tía de nuevo- Janet, pedirás el caballo gris y el coche pequeño para
mañana a las diez de la mañana, y prepararás esta noche las cosas del señorito.
Estaba lleno de alegría al oír dar aquellas órdenes; pero me reproché mi egoísmo
cuando vi el efecto que habían causado en míster Dick. Le entristecía tanto la perspectiva
de nuestra separación y jugaba tan mal aquella noche, que mi tía, después de advertirle
varias veces dando en su caja con los nudillos, cerró el juego declarando que no quería
seguir jugando con él; pero al saber que yo vendría algunos sábados y que él podría ir a
verme algunos miércoles, recobró un poco de valor y juró fabricar para aquellas
ocasiones una cometa gigantesca, mucho más grande que aquella con que nos
divertíamos ahora. Al día siguiente había vuelto a caer en su abatimiento y trataba de
consolarse dándome todo lo que tenía de oro y plata; pero habiendo intervenido mi tía,
sus liberalidades se redujeron a cinco chelines; a fuerza de ruegos consiguió subirlos
hasta diez. Nos separamos de la manera más cariñosa a la puerta del jardín, y míster Dick
no se metió en casa hasta que nos perdió de vista.
Mi tía, perfectamente indiferente a la opinión pública, conducía con maestría el caballo
gris a través de Dover. Se sostenía derecha como un cochero de ceremonia, y seguía con
los ojos los menores movimientos del caballo, decidida a no dejarlo hacer su voluntad
bajo ningún pretexto. Cuando estuvimos en el campo le dejó un poco más de libertad, y
lanzando una mirada hacia un montón de almohadones, en los que yo iba hundido a su
lado, me preguntó si era feliz.
-Mucho, tía, gracias a usted -dije.
Me agradeció tanto la contestación que, como tenía las dos manos ocupadas, me
acarició la cabeza con el látigo.
-¿Y es una escuela muy concurrida, tía? -pregunté.
-No lo sé -dijo mi tía-. Lo primero vamos a casa de míster Wickfield.
-¿Es que tiene pensión? -dije.
-No, Trot; es un hombre de negocios.
No pedí más informes sobre míster Wickfield, y como tampoco me los dio mi tía, la
conversación rodó sobre otros asuntos, hasta el momento en que llegamos a Canterbury.
Era día de mercado, y a mi tía le costó mucho trabajo conducir el caballo gris a través de
las carretas, las cestas y los montones de legumbres. A veces faltaba el canto de un duro
para que no volcara un puesto, lo que nos valía discursos muy poco halagüeños por parte
de la gente que nos rodeaba; pero mi tía guiaba siempre con la tranquilidad más perfecta,
y creo que hubiera atravesado con la misma seguridad un país enemigo.
Por fin nos detuvimos delante de una casa antigua, que sobresalía en la alineación de la
calle. Las ventanas del primer piso eran salientes, y también las vigas avanzaban sus
cabezas talladas, de manera que por un momento me pregunté si la casa entera no tendría
la curiosidad de adelantarse así para ver lo que pasaba en la calle. Además, todo esto no
le impedía brillar con una limpieza exquisita. La vieja aldaba de la puerta, en medio de
las guirnaldas de flores y frutos tallados que la rodeaban, brillaba como un estrella. Los
escalones de piedra estaban tan limpios como si los acabaran de cubrir con lienzo blanco,
y todos los ángulos y rincones de las esculturas y adornos, los cristalitos de las ventanas,
todo estaba tan deslumbrante como la nieve que cae en las montañas.
Cuando el coche se detuvo a la puerta, miré hacia la casa y vi una figura cadavérica que
se asomó un momento a una ventana de una torrecilla en uno de los ángulos y después
desapareció. El pequeño arco de la puerta se abrió entonces, presentándose ante nosotros
el mismo rostro. Era completamente un cadáver, como ya me había parecido en la
ventana, aunque su rostro estaba cubierto de esas manchas que se ven a menudo en el
cutis de los pelirrojos y, en efecto, el personaje era pelirrojo. Debía de tener unos quince
años, me pareció; pero aparentaba ser mucho mayor. Llevaba los cabellos cortados al
rape; no tenía cejas ni pestañas; los ojos eran de un rojo pardo, tan desguarnecidos, tan
desnudos, que yo no me explicaba cómo podrían dormir tan descubiertos. Era cargado de
hombros, huesudo y anguloso. Vestía, con decencia, de negro, con una corbata blanca,
con el traje abrochado hasta el cuello, y unas manos tan largas y tan delga das, una
verdadera mano de esqueleto, que atraía mi atención, mientras de pie, delante del caballo,
se acariciaba la barbilla y nos miraba.
-¿Está en casa míster Wickfield, Uriah Heep? -dijo mi tía.
-Sí; míster Wickfield está en casa, señora. Si quiere us ted tomarse la molestia de pasar
-dijo, señalando con su mano descarnada la habitación que quería designarnos.
Bajamos del coche, dejando a Uriah Heep cuidando del caballo, y entramos en un salón
un poco bajo, de forma alargada, que daba a la calle. Por las ventanas vi a Uriah Heep
que soplaba en los ollares al caballo y después le cubría precipitadamente con su mano,
como si le hubiera hecho un maleficio. Frente a la vieja chimenea había colocados dos
retratos: uno, el de un hombre de cabellos grises, pero joven; las cejas eran negras y
miraba unos papeles atados con una cinta roja. El otro era el de una señora; la expresión
de su rostro era dulce y seria, y me miraba.
Creo que buscaba con los ojos un retrato de Uriah, cuando al fondo de la habitación se
abrió una puerta y entró un caballero que me hizo volverme a mirar el retrato para cerciorarme
de que no se había salido del marco; pero no: seguía quieto en su sitio, y cuando el
caballero estuvo más cerca de la luz vi que tenía más edad que cuando le habían retratado.
-Miss Betsey Trotwood, haga usted el favor de pasar. Usted me dispensará; pero
cuando han llegado estaba ocupado. Ya conoce usted mi vida y sabe que sólo tengo un interés en el mundo.
-Miss Betsey le dio las gracias y entramos en un despacho que estaba amueblado como
el de un hombre de negocios; lleno de papeles, de libros, de cajas de estaño. Daba al
jardín y estaba provisto de una caja de caudales fija en la pared, justo encima de la
chimenea; Canto es así, que me preguntaba cómo harían los deshollinadores para poder
pasar por detrás cuando necesitaran limpiarla.
-Y bien, miss Trotwood -dijo mister Wickfield, pues descubrí pronto que era el dueño
de la casa, que era abogado y que administraba las tierras de un rico propietario de los
alrededores- ¿Qué le trae a usted por aquí? En todo caso espero que no sea por nada malo.
-No -replicó mi tía- no vengo por asuntos legales.
-Tiene usted razón -dijo mister Wickfield- más vale que nos veamos por otra cosa.
Ahora sus cabellos eran completamente blancos, aunque seguía teniendo las cejas
negras. Su rostro era muy agradable y hasta debía de haber sido muy guapo. Tenía un
color excesivo, que yo desde hacía mucho tiempo había aprendido, gracias a Peggotty, a
atribuir al vino, y a lo mismo atribuía el sonido de su voz y su corpulencia. Estaba muy
bien vestido, con traje azul, chaleco a rayas y pantalón de nanquín. Su camisa y su
corbata de batista eran tan blancas y tan final, que me recordaban, en mi errante
imaginación, al cuello de un cisne.
-Es mi sobrino -dijo mi tía.
-No sabia que tuviera usted un sobrino -dijo mister Wickfield.
-Es decir, mi sobrino nieto.
-Tampoco sabía que lo tuviera usted; se lo aseguro -añadió míster Wickfield.
-Lo he adoptado -dijo mi tía con un gesto que indicaba que le importaba muy poco lo
que sabía o dejaba de saber- y lo he traído para meterlo en un colegio donde esté bien
cuidado y le enseñen bien. Quería que me dijera usted dónde podría encontrar ese
colegio, y que me diera todos los datos necesarios.
-Antes de aventurarme a aconsejarla, permítame. Ya sabe usted mi vieja pregunta para
todas las cosas: ¿Cuál es su verdadero objeto?
-¡El diablo lleve a este hombre! Siempre quiere buscar motivos ocultos cuando están a
la vista. Lo único que quiero es hacer a este niño feliz y que aprenda.
-Yo creo que debe haber algún otro motivo -dijo mister Wickfield moviendo la cabeza
y sonriendo con incredulidad.
-¿Otro motivo? -replicó mi tía-. Usted tiene la pretensión de obrar con transparencia en
todo. Supongo que no creerá usted que es la única persona que sigue directamente su camino en el mundo
-Yo no tengo más que un objeto en la vida, miss Trotwood, y muchas personas lo
tienen por docenas y hasta por cientos. Yo sólo tengo uno; esa es la diferencia. Pero nos
hemos alejado de la cuestión. Usted me pregunta por el mejor colegio. Sea cual fuere su
motivo, ¿usted quiere el mejor?
Mi tía asintió.
-El mejor que tenemos -dijo míster Wickfield reflexionando-; su sobrino no puede ser
admitido en él por ahora más que como externo.
-Pero entre tanto podrá vivir en cualquier otra parte, supongo –dijo mi tía.
Míster Wickfield dijo que sí, y después de un momento de discusión le propuso visitar
la escuela para que pudiera juzgar ella misma. A la vuelta vería también las casas donde
le parecía que podría dejarme.
Mi tía aceptó la proposición, a íbamos a salir los tres cuando mister Wickfield se detuvo para decirme:
-Pero quizá fuese mejor que nuestro amiguito no viniese.
Mi tía parecía dispuesta a no aceptar la proposición; pero, para facilitar las cosas, yo
dije que estaba dispuesto a esperarlos allí si les convenía, y volví al despacho, donde
mientras los esperaba tomé posesión de la silla que había ocupado ya a mi llegada.
Y sucedió que aquella silla estaba colocada frente a un pasillo estrecho que daba a la
habitacioncita redonda en cuya ventana había visto el pálido rostro de Uriah Heep.
Después de haber llevado el caballo a una cuadra cercana, Uriah Heep se había puesto a
escribir en un pupitre y copiaba un papel fijado en un cuadro de hierro y suspendido
encima del pupitre. Aunque estaba vuelto hacia mí, al principio creí que el papel que
copiaba y que se encontraba entre los dos le impedía verme; pero mirando con más
detenimiento vi pronto que sus ojos penetrantes aparecían de vez en cuando bajo el
manuscrito como dos soles rojos, y que me miraba furtivamente lo menos durante un
minuto, aunque seguía oyéndose su pluma correr a la misma velocidad de siempre. Traté
varias veces de escapar a sus miradas. Me subí a una silla para mirar un mapa en el otro
extremo de la habitación; me hundí en la lectura de un periódico, pero sus ojos me
atraían, y siempre que lanzaba una mirada sobre aquellos dos soles abrasados estaba
seguro de verlos levantarse o bajarse en el mismo instante.
Por fin, después de esperar mucho tiempo, volvieron mi tía y mister Wickfield. No
habían obtenido el resultado que esperaban, pues si las ventajas del colegio eran
incontestables, mi tía no aprobaba ninguna de las casas propuestas para que yo viviera.
-Es una lata –dijo mi tía- No sé qué hacer, Trot.
-En efecto; es molesto -dijo míster Wickfield-; pero yo sé lo que podía usted hacer.
-¿Qué? -dijo mi tía.
-Deje usted aquí a su sobrino por el momento. Es un niño tranquilo, que no me
molestará nada. La casa es buena para estudiar, tranquila como un convento, y casi tan grande. ¡Déjelo aquí!
La proposición le gustaba a mi tía; pero dudaba en aceptar por delicadeza, y yo lo mismo.
-Vamos, miss Trotwood -dijo míster Wickfield-; no hay otro modo de salvar la
dificultad. Y es solamente un arreglo temporal. Si no resulta bien, si nos molesta, tanto a
unos como a otros, siempre estamos a tiempo de separarnos, y entre tanto podremos
encontrar algo que convenga más. Por el momento, lo mejor es dejarlo aquí.
-Se lo agradezco mucho, y veo que él también lo agradece; pero…
-Vamos; ya sé lo que quiere decir -exclamó míster Wickfield-, y no quiero forzarla a
que acepte favores de mí; pagará usted la pensión si quiere; no pelearemos por el precio,
pero la pagará si usted quiere.
-Esta condición -dijo mi tía- sin disminuir en nada mi reconocimiento, me deja más
tranquila y estaré encantada de dejarlo aquí.
-Entonces vamos a ver a la pequeña dueña de mi casa -dijo míster Wickfield.
Subimos por una vieja escalera, con una balaustrada tan ancha que se hubiera podido
andar por ella, y entramos en un viejo salón algo oscuro, iluminado por tres o cuatro de
las extrañas ventanas que había observado desde la calle. En los huecos había asientos de
madera, que parecían provenir de los mismos árboles de los que se habían hecho el suelo,
encerado, y las grandes vigas del techo. La habitación estaba muy bien amueblada, con
un piano y un deslumbrante mueble verde y rojo; había flores en los floreros y parecía
estar todo lleno de rincones, y en cada uno había algo: o una bo nita mesa, o un costurero,
o una estantería, o una silla, o cualquier otra cosa; tanto que yo pensaba a cada instante
que no había en la habitación rincón más bonito que en el que yo estaba, y un momento
después descubría otro retiro más agradable todavía. El salón tenía el sello de quietud y
de exquisita limpieza que caracterizaba la casa exteriormente.
Míster Wickfield llamó a una puerta de cristales que había en un rincón, y una niña de
mi edad apareció al momento y le besó. En su carita reconocí inmediatamente la tranquila
y dulce expresión de la señora que había visto retratada en el piso de abajo. Me parecía
que era el retrato quien había crecido, haciéndose mujer, mientras que el original
continuaba siendo niña. Tenía el aspecto alegre y dichoso, lo que no impedía que su
rostro y sus modales respirasen una tranquilidad, una serenidad de alma, que no he olvidado ni olvidaré jamás.
-He aquí la pequeña dueña de mi casa -dijo míster Wickfield-, mi hija Agnes. Cuando
oí el tono con que pronunciaba aquellas palabras y el modo como agarraba su mano,
comprendí que aquel era el motivo de su vida.
Llevaba un minúsculo cestito con las llaves y tenía todo el aspecto de una ama de casa
bastante seria y bastante entendida para gobernar la vieja morada. Escuchó con interés lo
que su padre le decía de mí, y cuando terminó propuso a mi tía que fuera con ella a ver
mi habitación. Fuimos todos juntos; ella nos guió a una habitación verdaderamente magnífica,
con sus vigas de nogal, como las demás, y sus cua draditos de cristales, y la
hermosa balaustrada de la escalera llegaba hasta allí.
No puedo recordar dónde ni cuándo había visto en mi infancia vidrieras pintadas en una
iglesia, ni recuerdo los asuntos que representarían. Sé únicamente que cuando vi a la niña
llegar a lo alto de la vieja escalera y volverse para esperamos, bajo aquella luz velada,
pensé en las vidrieras que había visto hacía tiempo, y su brillo dulce y puro se asoció
desde entonces a mi espíritu con el recuerdo de Agnes Wickfield.
Mi tía estaba tan contenta como yo de las decisiones que acababa de tomar, y bajamos
juntos al salón, muy dichosos y muy agradecidos. Mi tía no quiso oír hablar de quedarse a
comer, por temor de no llegar antes de la noche a su casa con el famoso caballo gris, y
creo que míster Wickfield la conocía demasiado bien para tratar de disua dirla. De todos
modos, le hicieron tomar algo. Agnes volvió a su cuarto con su aya, y míster Wickfield a
su despacho, y nos dejaron solos para que pudiéramos despedimos tranquilos.
Me dijo que míster Wickfield se encargaría de arreglar todo lo que me concerniese y
que no me faltaría nada, y después añadió los mejores consejos y las palabras más afectuosas.
-Trot -dijo mi tía al terminar su discurso-, a ver si te haces honor a ti mismo, a mí y a
míster Dick, y ¡qué Dios te acompañe!
Yo estaba muy conmovido, y todo lo que pude hacer fue darle las gracias, encargándole
toda clase de cariños para míster Dick.
-No hagas nunca una bajeza; no mientas nunca; no seas cruel; evita estos tres vicios,
Trot, y siempre tendré esperanzas en ti.
Prometí lo mejor que pude que no abusaría de su bondad y que no olvidaría sus recomendaciones.
-El caballo está a la puerta -dijo mi tía- me voy; quédate aquí.
A estas palabras me abrazó precipitadamente y salió de la habitación, cerrando la puerta
tras de sí. Al principio me sorprendió esta brusca partida y temí haberla disgustado; pero
cuando la vi por la ventana subir al coche con tristeza y alejarse sin levantar los ojos
comprendí mejor lo que sentía, y no le hice ya aquella injusticia.
A las cinco se cenaba en casa de míster Wickfield. Había recobrado ánimos y sentía
apetito. Sólo había dos cubiertos; sin embargo, Agnes, que había esperado en el salón a
su padre, se sentó frente a él en la mesa; yo me extrañaba que él hubiera comido sin ella.
Después de comer volvimos a subir al salón, y en el rincón más cómodo Agnes preparó
para su padre un vaso y una botella de vino de Oporto. Yo creo que no habría encontrado
en su bebida favorita su perfume acostumbrado si se la hubieran servido otras manos.
Allí pasó dos horas bebiendo vino en bastante cantidad, mientras Agnes tocaba el
piano, trabajaba o charlaba con él y conmigo. Él estaba la mayor parte del tiempo alegre
y charlatán como nosotros; pero a veces la miraba y caía en un silencio soñador. Me
parecía que ella se daba cuenta enseguida, y trataba de arrancarle de sus meditaciones con
una pregunta o una caricia; entonces salía de su ensueño y bebía más vino.
Agnes hizo los honores del té; después pasó el tiempo hasta la hora de acostarnos. Su
padre la estrechó en sus brazos y la besó, y al marcharse pidió que llevasen las velas a su
despacho. Yo también subí a acostarme.
Por la tarde había salido un rato para echar una mirada a las antiguas casas y a la
hermosa catedral, preguntándome cómo habría podido atravesar aquella antigua ciudad
en mi viaje y pasar, sin saberlo, al lado de la casa donde debía vivir tan pronto. Al volver
vi a Uriah Heep que cerraba el bufete. Me sentía benevolente hacia todo el género
humano y le dirigí algunas palabras, y al despedirme le tendí la mano. Pero ¡qué mano
húmeda y fría tocó la mía! Me pareció sentir la mano de la muerte, y me froté después. la
mía con fuerza para calentarla y borrar la huella de la suya.
Fue tan desagradable que cuando entré en mi habitación todavía sentía su frío y
humedad en mi memoria. Asomándome a la ventana vi uno de los rostros tallados en las
cabezas de las vigas que me miraba de reojo, y me pareció que era Uriah Heep que había
subido allí de algún modo, y la cerré con prisa.