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Capítulo 17

David Copperfield – Charles Dickens
ALGUIEN QUE REAPARECE

No he vuelto a mencionar a Peggotty desde mi huida; pero, como es natural, le había
escrito una carta en cuanto estuve establecido en Dover, y después otra muy larga, conteniendo
todos los detalles relatados aquí, en cuanto mi tía me tomó seriamente bajo su
protección. Al ingresar en la escuela del doctor Strong le escribí de nuevo detallándole mi
felicidad y mis proyectos, y no hubiera tenido ni la mitad de satisfacción gastándome el
dinero de míster Dick de la que tuve enviando a Peggotty su media guinea de oro. Hasta
entonces no le había contado el episodio del mucha cho del burro.
A mis cartas contestaba Peggotty con la prontitud aunque no con la concisión de un
comerciante. Toda su capacidad de expresión (que no era muy grande por escrito) se
agotó con la redacción de todo lo que sentía respecto a mi huida. Cuatro páginas de
incoherentes frases llenas de interjecciones, sin más puntuación que los borrones, eran
insuficientes para su indignación. Pero aquellos borrones eran más expresivos a mis ojos
que la mejor literatura, pues demostraban que Peggotty había llorado al escribirme. ¿Qué más podía desear?
Me di cuenta al momento de que la pobre mujer no podía sentir ninguna simpatía por
miss Betsey. Era demasiado pronto, después de tantos años de pensar de otro modo.
«Nunca llegamos a conocer a nadie – me escribía-, pues pensar que miss Betsey pueda
ser tan distinta de lo que siempre habíamos supuesto… ¡Qué lección!» Era evidente que
todavía le asustaba mi tía, y aunque me encargaba que le diera las gracias, lo hacía con
bastante timidez; era evidente que temía que volviera a escaparme, a juzgar por las repetidas
instancias de que no tenía más que pedirle el dinero ne cesario y meterme en la diligencia de Yarmouth.
En su carta me daba una noticia que me impresionó mucho. Los muebles de nuestra
antigua casa habían sido vendidos por los hermanos Murdstone, que se habían marchado,
y la casa estaba cerrada, hasta que se vendiera o alquilara. Dios sabe que yo no había
tenido sitio en ella mientras ellos habían habitado allí; pero me entristeció pensar que
nuestra querida y vieja casa estaba abandonada, que las malas hierbas crecerían en ella y
que las hojas secas invadirían los senderos. Me imaginaba el viento del invierno silbando
alrededor, la lluvia fría cayendo sobre los cristales de las ventanas y la luna llenando de
fantasmas las paredes vacías y velando ella sola. Pensé en la tumba debajo de los árboles
y me pareció como si la casa también hubiera muerto y todo lo relacionaba con mis padres desaparecidos.
No había más noticias en la carta de Peggotty aparte de que Barkis era un excelente
marido, según decía, aunque seguía un poquito agarrado; pero todos tenemos nuestros defectos,
y ella también estaba llena de ellos (yo estoy seguro de no haberle conocido
ninguno). Barkis me saludaba y me decía que mi habitacioncita siempre estaba dispuesta.
Míster Peggotty estaba bien, y Ham también, y mistress Gudmige seguía como siempre, y
Emily no había querido escribirme mandándome su cariño, pero decía que me lo enviara Peggotty de su parte.
Todas estas noticias se las comunicaba yo a mi tía como buen sobrinito, evitando sólo
nombrar a Emily, pues instintivamente comprendía que a mi tía le haría poca gracia. Al
principio de mi ingreso a la escuela, miss Betsey fue en va rias ocasiones a Canterbury a
verme, siempre a las horas más intempestivas, con la idea, supongo, de sorprenderme en
falta. Pero como siempre me encontraba estudiando y con muy buena fama, oyendo en
todas partes hablar de mis progresos, pronto interrumpió sus visitas. Yo la veía un sábado
cada tres o cuatro semanas, cuand o iba a Dover a pasar un domingo, y a míster Dick lo
veía cada quince días, los miércoles. Llegaba en la diligencia a mediodía para quedarse hasta la mañana siguiente.
En aquellas ocasiones míster Dick nunca viajaba sin su neceser completo de escritorio
conteniendo buena provisión de papel y su Memoria, pues se le había metido en la cabeza
que apremiaba el tiempo y que realmente había que terminarla cuanto antes.
Míster Dick era muy aficionado a las galletas, y mi tía, para hacerle los viajes aún más
agradables, me había dado instrucciones para abrirle crédito en una confitería; lo que se
hizo estipulando que no se le serviría más de un chelín en el curso de un día. Esto y la
referencia de que ella pagaba las pequeñas cuentas del hotel donde pasaba la noche me
hicieron sospechar que sólo le dejaba sonar el dinero en el bolsillo; pero gastarlo, nunca.
Más adelante descubrí que así era, o por lo menos que había un arreglo entre él y mi tía, a
quien tenía que dar cuenta de todo lo que gastase, y como él no tenía el menor interés en
engañarla y siempre estaba deseando complacerla, era muy moderado en sus gastos. En
este punto, como en tantos otros, míster Dick estaba convencido de que mi tía era la más
sabia y admirable de todas las mujeres, y me lo repetía a todas horas en el mayor secreto y siempre en un murmullo.
-Trotwood -me dijo míster Dick un día con cierto aire de misterio, y después de
haberme hecho aquella confidencia-. ¿Quién es ese hombre que se oculta cerca de nuestra casa para asustarla?
-¿Para asustar a mi tía?
Míster Dick asintió.
-Yo creí que nada podía asustarla -me dijo-, porque ella… (Aquí murmuró suavemente …),
no se lo digas a nadie, pero es la más sabia y la más admirable de todas las mujeres.
Después de decir esto dio un paso atrás para ver el efecto que aquella declaración me producía.
-La primera vez que vino -continuó míster Dick- estaba… Veamos… mil seiscientos
cuarenta y nueve es la fecha de la ejecución del rey Carlos I. Creo que me dijiste mil seiscientos cuarenta y nueve.
-Sí.
-No comprendo cómo puede ser -insistió míster Dick muy confuso y moviendo la
cabeza- No creo que pueda ser tan viejo.
-¿Fue en aquella fecha cuando apareció el hombre? -pregunté.
-Porque realmente -continuó míster Dick- no veo cómo pudo ser en aquel año,
Trotwood. ¿Has encontrado esa fecha en la historia?
-Sí, señor.
-¿Y la historia no mentirá nunca? ¿Tú qué crees? -dijo míster Dick con un rayo de
esperanza en los ojos.
-¡Oh, no, no! -repliqué de la manera más rotunda.
Era joven a ingenuo, y lo creía así.
-Entonces no puedo creerlo -repitió míster Dick- En esto hay alguna confusión; sin
embargo, fue muy poco después de la equivocación (meter algo de la confusión de la
cabeza del rey Carlos en la mía) cuando llegó por primera vez aquel hombre. Estaba
paseándome con tu tía después del té, precisamente cuando anochecía, y él estaba allí, al lado de la casa.
-¿Se paseaba? -pregunté.
-¿Que si se paseaba? -repitió míster Dick-. Déjame que recuerde un poquito. No, no; no paseaba.
Para terminar antes, le pregunté:
-Entonces ¿qué hacía?
-Nada, porque no estaba allí -contestó míster Dick- Hasta que se acercó a ella por
detrás y le murmuró algo al oído. Ella se volvió y se sintió indispuesta. Yo también me
había vuelto para mirarle; pero él se marchó. Pero lo más extraño es que ha continuado
oculto siempre, no sé si dentro de la tierra.
-¿Está oculto desde entonces? -pregunté.
-Es seguro que lo estaba -repuso míster Dick moviendo gravemente la cabeza-, pues no
habíamos vuelto a verle nunca hasta ayer por la noche. Estábamos paseando cuando se
acercó otra vez por detrás. Yo lo reconocí.
-¿Y mi tía volvió a asustarse?
-Se estremeció –continuó míster Dick imitando el movimiento y haciendo castañetear
sus dientes y se apoyó en la tapia y lloró-. Pero mira, Trotwood -y se acercó para hablarme
más bajo-. ¿Por qué le dio dinero a la luz de la luna?
-Quizá era un mendigo.
Míster Dick sacudió la cabeza, rechazando la idea, y después de repetir muchas veces y
con gran convicción: «No; no era un mendigo», me dijo que desde su ventana había visto
a mi tía, muy tarde ya, en la noche, dando dinero al hombre que estaba por fuera de la
verja a la luz de la luna. Y entonces el hombre había vuelto a esconderse debajo de la
tierra. Después de darle el dinero, mi tía volvió apresurada y furtiva hacia la casa, y a la
mañana siguiente todavía la no taba muy distinta de como estaba siempre, lo que
confundía mucho el espíritu de míster Dick.
Nunca creí, al menos al principio, que aquel desconocido fuera otra cosa que un
fenómeno de la imaginación de míster Dick; una de aquellas cosas como la del rey
Carlos, que tantas preocupaciones le causaba. Pero después, reflexionando algo, empecé
a temer si no habrían tratado, por medio de amenazas, de arrancar al pobre míster Dick de
la protección de mi tía, y si ella, fiel a la amabilidad que yo conocía en ella, se habría
visto obligada a comprar con dinero la paz y el reposo de su protegido. Como ya me
había encariñado mucho con míster Dick y me interesaba por su felicidad, durante mucho
tiempo, cuando llegaba el miércoles, estaba preocupado pensando en si le vería aparecer
en la imperial de la diligencia como de costumbre; pero siempre llegaba, con sus cabellos
grises y su cara sonriente y feliz. Nunca tuvo nada más que decirme de aquel hombre que asustaba a mi tía.
Aquellos miércoles eran los días más felices en la vida de míster Dick, y tampoco eran
los menos felices de la mía. Pronto se hizo amigo de todos los chicos de la escuela, y
aunque nunca tomaba parte activa en los juegos, no tratándose de la cometa, demostraba
tanto interés como nosotros en todos. ¡Cuántas veces le he visto absorto en una partida de
bolos o de peón, mirándonos con interés profundo y perdiendo la respiración en los
momentos críticos! ¡Cuántas ve ces le he visto subido en un picacho para abarcar todo el
campo de acción y moviendo el sombrero por encima de sus cabellos grises, olvidado
hasta de la cabeza del rey Carlos! ¡Cuántas horas de verano le he visto pasar pendiente
del criquet! ¡Cuántos días de invierno le he visto, con la nariz azul por el frío y el viento,
mirándonos patinar y aplaudiendo en su entusiasmo con sus guantes de lana!
Era el favorito de todos, y su ingenio para las cosas pequeñas era trascendental. Sabía
pelar naranjas de formas tan dist intas, que nosotros no teníamos ni idea. No desechaba
nada, convertía en peones de ajedrez los huesos de chuleta, hacía carros romanos con
cartas viejas, ruedas con un carrete y jaulas de pájaro con trocitos de alambre; pero lo
más admirable eran las casas que hacía con pajas o con hilos. Estábamos seguros de que
con sus manos sabría hacer todo lo que quisiéramos.
La fama de míster Dick no quedó confinada a los pequeños. Al cabo de pocos
miércoles el doctor Strong en persona me hizo algunas preguntas sobre él, y yo le
contesté todo lo que sabía por mi tía. Al doctor le interesó muchísimo y me pidió que en
la próxima visita se lo presentara. Después de cumplida esta ceremonia el doctor rogó a
míster Dick que siempre que no me encontrase en las oficinas de la diligencia fuera allí
directamente a esperar la hora de salida, y pronto míster Dick hizo costumbre de ello, y si
nos retrasábamos un poco, como sucedía a menudo, se paseaba por el patio esperándome.
Allí hizo amistad con la linda mujercita del doctor (pálida y triste desde hacía tiempo, se
le veía menos que antes y había perdido mucha de su alegría, pero no por eso estaba
menos bonita), y fue por grados tomando cada vez más confianza, hasta que terminó entrando a esperarme en clase.
Se sentaba siempre en un rincón determinado y en un taburete determinado, que
bautizamos con el nombre de «Dick». Allí permanecía tiempo y tiempo, con la cabeza inclinada,
escuchándonos con profunda veneración por aque lla cultura que él nunca había podido adquirir.
Aquella veneración la extendía míster Dick al doctor, de quien pensaba que era el más
sutil filósofo de cualquier época. Pasó mucho tiempo antes de que se decidiera a ha blarle
de otro modo que con la cabeza descubierta, y aun después, cuando el doctor se había
hecho muy amigo suyo y paseaban juntos por el patio, por el lado que los chicos llamábamos
el «paseo del doctor», míster Dick no podía por menos que quitarse el
sombrero de vez en cuando, para demostrar su respeto por tanta sabiduría. ¿Cómo
empezó el doctor a leerle fragmentos de su famoso diccionario mientras se paseaban? No
lo sé; quizá al principio pensaba que era lo mismo que leerlo solo. Sin embargo, también
se hizo costumbre, y míster Dick lo escuchaba con el rostro resplandeciente de orgullo y
de felicidad, y en el fondo de su corazón estaba convencido de que el diccionario era el libro más delicioso del mundo.
Cuando pienso en aquellos paseos por delante de las ventanas de la clase; el doctor
leyendo con su sonrisa complaciente y acompañando en ocasiones su lectura de un grave
movimiento de cabeza, y míster Dick escuchando embele sado, mientras su pobre cerebro
vagaba, Dios sabe dónde, en alas de las palabras complicadas, pienso que era una de las
cosas más tranquilas y dulces que he visto en mi vida, y creo que si hubieran podido
pasear así siempre más hubiera valido. Hay muchas cosas que han hecho mucho ruido en
el mundo sin valer ni la mitad que aquello, a mis ojos.
Agnes fue una de las personas que antes se hizo amiga de míster Dick, y también
cuando íbamos a casa hizo amistad con Uriah Heep.
La amistad entre míster Dick y yo crecía por momentos, pero de un modo extraño, pues
míster Dick, que era nominalmente mi tutor y venía a verme como mi guardián, era quien
me consultaba siempre en sus pequeñas dudas y dificultades a invariablemente se guiaba
por mis consejos, no solamente sintiendo un gran respeto por mi natural inteligencia, sino
convencido de que había sacado mucho de mi tía.
Un jueves por la mañana, cuando volvía de acompañar a míster Dick desde el hotel a la
diligencia, antes de entrar en clase me encontré a Uriah Heep en la calle; hablamos y me
recordó mi promesa de tomar una tarde el té con ellos, y añadió con modestia:
-Aunque no espero que vaya usted, míster Copperfield; ¡somos una gente tan humilde!
Yo, en realidad, todavía no había visto claro si me gustaba Uriah o si me repugnaba;
todavía estaba en esas dudas cuando me lo encontré cara a cara en la calle. Pero sentí
como una afrenta el que me supusiera orgulloso, y le dije que únicamente había esperado a que ellos me invitaran.
-¡Oh!, si es así, míster Copperfield -dijo Uriah- si verdaderamente no es nuestra
humildad lo que le detiene, ¿quiere usted venir esta tarde? Pero si fuera nuestra modestia,
no le importe decírmelo, míster Copperfield, pues estamos tan convencidos de nuestra situación…
Le respondí que hablaría de ello a míster Wickfield, y que si lo aprobaba, como estaba
seguro, iría con gusto. Así, a las seis de la tarde le anuncié que cuando él quisiera.
-Mi madre se sentirá muy orgullosa -dijo-; mejor dicho, así se sentiría si no fuera pecado, míster Copperfield.
-Sin embargo, usted esta mañana ha supuesto que yo pecaba de eso mismo.
-No, no, querido míster Copperfield, créame, no. Tal pensamiento nunca se me ha
pasado por la imaginación. Nunca me hubiera parecido usted orgulloso por encontrarnos
demasiado humildes. ¡Somos tan poca cosa!
-¿Ha estudiado usted mucho Derecho últimamente? -pregunté por cambiar la conversación.
-¡Oh míster Copperfield! Mis lecturas mal pueden llamarse estudios. Por la noche he
pasado a veces una hora o dos con el libro de Tidd.
-Presumo que será muy difícil.
-A veces sí me resulta algo duro -contestó Uriah-, pero no sé lo que podrá ser para una persona en otras condiciones.
Después de tamborilear en su barbilla con dos dedos de su mano esquelética, añadió:
-Hay expresiones, ¿sabe usted, míster Copperfield?, palabras y términos latinos en el
libro de Tidd que confunden mucho a un lector de cultura tan modesta como la mía.
-¿Le gustaría a usted aprender latín? – le dije vivamente-. Yo podría enseñárselo a medida que yo mismo lo estudio.
-¡Oh!, gracias míster Copperfield -respondió sacudiendo la cabeza- Es usted muy bueno
al ofrecerse, pero yo soy demasiado humilde para aceptar.
-¡Qué tontería, Uriah!
-Perdóneme, míster Copperfield; se lo agradezco infinitamente y sería para mí un placer
muy grande, se lo aseguro; pero soy demasiado humilde para ello. Hay ya bastante gente
deseando agobiarme con el reproche de mi inferior situación; no quiero herir sus ideas
estudiando. La instrucción no ha sido hecha para mí. En mi situación vale más no aspirar
a tanto. Si quiero avanzar en la vida tengo que hacerlo humildemente, míster Copperfield.
No había visto nunca su boca tan abierta ni las arrugas de sus mejillas tan profundas
como en el momento en que expuso aquel principio sacudiendo la cabeza y retorciéndose con modestia.
-Creo que está usted equivocado, Uriah; y estoy seguro de poder enseñarle algunas
cosas si usted tuviera ganas de aprenderlas.
-No lo dudo, míster Copperfield -respondió- estoy seguro; pero como usted no está en
una situación humilde quizá no sabe juzgar a los que lo estamos. Yo no quiero in sultar
con mi instrucción a los que están por encima de mí; soy demasiado modesto para ello…
Pero hemos llegado a mi humilde morada, míster Copperfield.
Entramos directamente desde la calle en una habitación baja, decorada a la antigua,
donde encontramos a mistress Heep, el verdadero retrato de Uriah, salvo que más
menudo. Me recibió con la mayor humildad y me pidió perdón por besar a su hijo.
-Pero, ve usted -dijo-, por pobres que seamos, tenemos uno por otro un afecto que es muy natural y no hace daño a nadie.
La habitación, medio gabinete, medio cocina, estaba muy decente. Los cacharros para
el té estaban preparados encima de la mesa, y el agua hervía en la lumbre. No sé por qué
se sentía que allí faltaba algo. Había una cómoda con un pupitre encima, donde Uriah leía
o escribía por las noches. También estaba su carpeta azul, llena de papeles, y una serie de
libros, a la cabeza de los cuales reconocí a Tidd. En un rincón había una alacena donde
tenían todo lo más indispensable. No recuerdo que los objetos en particular dieran la sensación
de miseria ni de economía; pero la habitación entera daba aquella impresión.
Quizá formaba parte de la humildad de mistress Heep su luto continuado; a pesar del
tiempo transcurrido desde la muerte de su marido, seguía con su luto de viuda. Puede que
hubiera alguna ligera modificación en la cofia, pero todo lo demás seguía tan severo como el primer día de su viudez.
-Hoy es un día memorable para nosotros, mi querido Uriah -dijo mistress Heep
haciendo el té- por la visita de míster Copperfield. Habría deseado que tu padre
continuara en el mundo aunque sólo hubiera sido para recibirle esta tarde con nosotros.
-Estaba seguro de que dirías eso, madre.
Yo estaba algo confuso con aquellos cumplidos; pero en el fondo me halagaba mucho
que me tratasen como a un huésped de importancia, y encontraba a mistress Heep muy amable.
-Mi Uriah esperaba ese favor desde hace mucho tiempo -continuó mistress Heep-, pero
temía que la modestia de su situación fuera obstáculo para ello. Yo también lo temía,
pues somos, hemos sido y seremos siempre tan modestos…
-No veo razón para ello -repuse- a menos que les guste.
-Gracias -repuso mistress Heep-, pero reconocemos nuestra situación y se lo agradecemos más.
Mistress Heep fue acercándose a mí poco a poco, mientras Uriah se sentaba enfrente, y
empezaron a ofrecerme con mucho respeto los mejores bocados, aunque, a decir verdad,
no había nada muy delicado; pero tomé bien sus buenas intenciones y me sentía muy
conmovido por sus amabilidades. La conversación recayó primero sobre los tíos, y yo les
hablé, como es natural, de mi tía; después tocó el turno a los padres, y yo, naturalmente,
hablé de los míos; después, mistress Heep se puso a contar cosas de padrastros, y yo también
empecé a decir algo del mío; pero me acordé de que mi tía me aconsejaba siempre
que guardara silencio sobre aquello y me detuve. Lo mismo que un taponcillo chico no
habría podido resistir a un par de sacacorchos, o un dientecito de leche no habría podido
luchar contra dos dentistas, o una pelota entre dos raquetas, así estaba yo, incapaz de
escapar a los asaltos combinados de Uriah y de su madre. Hacían de mí lo que querían;
me obligaban a decir cosas de las que no tenía la menor intención de hablar, y me
ruborizo al confesar que lo consiguieron con tanta facilidad porque, en mi ingenuidad
infantil, me sentía muy halagado con aquellas conversaciones confidenciales y me
consideraba como el patrón de mis dos huéspedes respetuosos.
Se querían mucho entre sí, eso es cierto, y creo que aqueIlo también influía sobre mí.
Pero ¡había que ver la habili dad con que el hijo o la madre cogían el hilo del asunto que
el otro había insinuado! Cuando vieron que ya nada podrían sacarme sobre mí mismo
(pues respecto a mi vida en Murdstone y Grimby y mi viaje pennanecí mudo), dirigieron
la conversación sobre míster Wickfield y Agnes. Uriah lanzaba la pelota a su madre; su
madre la cogía y volvía a lanzársela a Uriah; él la retenía un momento y volvía a
lanzársela a mistress Heep. Aquel manejo terminó por turbarme tanto que ya no sabía qué
decir. Además, también la pelota cambiaba de naturaleza. Tan pronto se trataba de míster
Wickfield como de Agnes. Se aludía a las virtudes de míster Wickfield; des pués, a mi
admiración por Agnes; se hablaba un momento del bufete y de los negocios o la fortuna
de míster Wickfield, y un instante más tarde de lo que hacíamos después de la comida.
Luego trataron del vino que míster Wickfield bebía, de la razón que le hacía beber y de
que era una lástima que bebiese tanto. En fin, tan pronto de una cosa, tan pronto de otra, o
de todas a la vez, pareciendo que no hablaban de nada, sin hacer yo otra cosa que
animarlos a veces para evitar que se sintieran aplastados por su humildad y el honor de
mi visita, me percaté de que a cada instante dejaba escapar detalles que no tenía ninguna
necesidad de confiarles y veía el efecto en las finas aletas de la nariz de Uriah, que se levantaban con delicia.
Empezaba a sentirme incómodo y a desear marcharme, cuando un caballero que pasaba
por delante de la puerta de la calle (que estaba abierta, pue s hacía un calor pesado impropio
de la estación), volvió sobre sus pasos, miró y entró gritando:
-David Copperfield, ¿es posible?
¡Era míster Micawber! Míster Micawber, con sus lentes de adorno, su bastón, su
imponente cuello blanco, su aire de elegancia y su tono de condescendencia: no le faltaba nada.
-Mi querido Copperfield -dijo míster Micawber tendiéndome la mano-, he aquí un
encuentro que podría servir de ejemplo para llenar el espíritu de un sentimiento profundo
por la inestabilidad a incertidumbre de las cosas humanas … en una palabra, es un
encuentro extraordinario. Me paseaba por la calle, reflexionando en la posibilidad de que
surgiera algo, pues es un punto sobre el que tengo algunas esperanzas por el momento, y
he aquí que precisamente surge ante mí un amiguito que me es tan querido y cuyo
recuerdo se une al de la época más importante de mi vida; a la época que ha decidido mi
existencia, puedo decirlo. Copperfield, que rido mío, ¿cómo está usted?
No sé, verdaderamente no lo sé, si estaba contento de haberme encontrado allí a míster
Micawber; pero me alegraba verlo y le estreché la mano con fuerza, preguntándole cómo estaba su señora y los niños.
-Muchas gracias -me contestó con su peculiar moviniento de mano y metiéndose la
barbilla en el cuello de la camisa- Ella está ahora reponiéndose; los mellizos ya no se
alimentan de las fuentes de la naturaleza; en resumen -dijo míster Micawber en uno de
sus arranques de confianza-, los ha destetado, y ahora me acompaña en mis viajes. Estoy
seguro, Copperfield, de que estará encantada de reanudar la amistad con un muchacho
que ha sido en todos sentidos digno ministro del altar sagrado de la amistad.
Yo también le dije que me gustaría mucho verla.
-Es usted muy bueno -dijo míster Micawber.
Sonrió de nuevo, volvió a meter la barbilla en la corbata y miró a su alrededor.
-Puesto que no he encontrado a mi amigo Copperfield en la soledad -dijo sin dirigirse a
nadie en particular-, sino ocupado en restaurar sus fuerzas en compañía de una señora
viuda y de su joven vástago; en una palabra, de su hijo (esto fue dicho en un nuevo
arranque de confianza), quisiera tener el honor de serles presentado.
No podía evadirme de presentarle a Uriah Heep y a su madre, y cumplí aquel deber. A
consecuencia de la humildad de mis amigos, míster Micawber se vio obligado a sentarse
e hizo con la mano un movimiento de la mayor cortesía.
-Todo amigo de mi amigo Copperfield -dijo- tiene derechos sobre mí.
-No tenemos la audacia, caballero -dijo mistress Heep- de pretender tener la amistad de
míster Copperfield. únicamente él ha tenido la bondad de venir a tomar el té con
nosotros, y le estamos muy agradecidos del honor de su visita, como también a usted, caballero, por su amabilidad.
-Es usted demasiado buena, señora -dijo míster Micawber saludándola- ¿Y qué hace
usted, Copperfield? ¿Continúa en el almacén de vinos?
Tenía muchas ganas de llevarme de allí a míster Micawber, y le respondí, cogiendo mi
sombrero y enrojeciendo mucho (estoy seguro), que era discípulo del doctor Strong.
-¡Discípulo! -dijo míster Micawber levantando las cejas-. Estoy encantado de lo que
me dice. Aunque un espíritu como el de mi amigo Copperfield, con su conocimiento de
los hombres y de las cosas, no necesita la instrucción que otro cualquiera necesitaría
–continuó, dirigiéndose a Uriah y a su madre-, eso no quita que precisamente fuera
imposible encontrar terreno más propicio y de una fertilidad oculta; en una palabra
-añadió sonriendo en un nuevo acceso de confianza-, es una inteligencia capaz de adquirir
una instrucción completa y clásica sin ninguna restricción.
Uriah, frotándose lentamente sus largas manos, hizo un movimiento para expresar que compartía aquella opinión.
-¿Quiere usted que vayamos a ver a mistress Micawber? -dije con la esperanza de llevármelo.
-Si es usted tan amable, Copperfield -replicó levantándose-. No tengo inconveniente en
decir ante nuestros amigos aquí presentes que he luchado desde hace muchos años con las
dificultades pecuniarias (estaba seguro de que diría algo de aquello, pues no dejaba nunca
de vanagloriarse de lo que llamaba sus dificultades); tan pronto he triunfado sobre ellas
como me han…, en una palabra, me han echado abajo. Ha habido momentos en que he
resistido de frente, y otros en que he cedido ante el número y en que le he dicho a
mistress Micawber en el lenguaje de Catón: «Platón, razo nas maravillosamente; todo ha
terminado, no lucharé más». Pero en ninguna época de mi vida -continuó míster Micawber-
he disfrutado en más alto grado de satisfacciones ínt imas como cuando he
podido verter mis penas (si es que puedo llamar así a las dificultades provenientes de
embargos y préstamos) en el pecho de mi amigo Copperfield.
Cuando míster Micawber terminó de honrarme con aquel discurso, añadió:
-Buenas noches, mistress Heep; soy su servidor.
Y salió conmigo del modo más elegante, haciendo sonar el empedrado bajo sus tacones
y tarareando una canción durante el camino.
La casa donde paraban los Micawber era pequeña, y la habitación que ocupaban
tampoco era grande. Estaba separada de la sala común por un tabique y olía mucho a
tabaco. También creo que debía de estar situada encima de la cocina, porque a través de
las rendijas del suelo subía un humo grasiento y maloliente que impregnaba las paredes.
Tampoco debía de estar lejos del bar, pues se oían ruidos de va sos y llegaba el olor de las
bebidas. Allí, tendida en un sofá colocado debajo de un grabado que representaba un
caballo de raza, estaba mistress Micawber, a quien su marido dijo al entrar.
-Querida mía, permíteme que te presente a un discípulo del doctor Strong.
Observé que, aunque míster Micawber se confundía mucho respecto a mi edad y
situación, siempre recordaba como una cosa agradable que era discípulo del doctor Strong.
Mistress Micawber se sorprendió mucho, pero estaba encantada de verme. Yo también
estaba muy contento, y después de un cambio de cumplidos cariñosos, me senté en el sofá a su lado.
-Querida mía -dijo Micawber- si quieres contarle a Copperfield nuestra situación
actual, que le gustará conocer, yo iré entretanto a echar una ojeada al periódico para ver si surge algo en los anuncios.
-Les creía a ustedes en Plimouth -dije cuando Micawber se marchó.
-Mi querido Copperfield-replicó ella-; en efecto, he mos estado allí.
-¿Para tomar posesión de un destino?
-Precisamente -dijo mistress Micawber- para tomar posesión de un destino; pero la
verdad es que en la Aduana no quieren un hombre de talento. La influencia local de mi
familia no podía sernos de ninguna utilidad para proporcionar un empleo en la provincia
a un hombre de las facultades de míster Micawber. No quieren un hombre así, pues sólo
habría servido para hacer más visible la deficiencia de los demás. Tampoco he de
ocultarle, mi querido Copperfield-continuó mistress Micawber- que la rama de mi
familia establecida en Plimouth, al saber que yo acompañaba a mi marido, con el
pequeño Wilkis y su hermana y con los dos mellizos, no le recibieron con la cordialidad
que era de esperar en los mo mentos trágicos por los que atravesábamos. El caso es -dijo
mistress Micawber bajando la voz- y esto entre nosotros, que la recepción que nos hicieron fue un poco fría.
-¡Dios mío! -dije.
-Sí -continuó mistress Micawber- Es triste considerar a la humanidad bajo ese aspecto,
Copperfield; pero la recepción que nos hicieron fue decididamente un poco fría. No hay
que dudarlo. El hecho es que mi familia de Plimouth se puso completamente en contra de
míster Micawber antes de una semana.
Yo le dije (y lo pienso) que debían avergonzarse de su conducta.
-He aquí lo que ha pasado -continuó mistress Micawber-. En semejantes circunstancias,
¿qué podía hacer un hombre del orgullo de mi marido? No había otro recurso que pedir a
aquella gente el dinero necesario para volver a Londres; el caso era volver, fuera como fuera.
-¿Y entonces se volvieron ustedes?
-Sí; volvimos todos -respondió mistress Micawber- Desde entonces he consultado con
otros miembros de mi familia sobre el partido que debía tomar míster Micawber, pues
sostengo que hay que tomar una resolución, Copperfield – insistió mistress Micawber,
como si yo le dijera lo contrario- Es evidente que una familia compuesta de seis
personas, sin contar a la criada, no puede vivir del aire.
-Ciertamente, señora -dije.
-La opinión de las diversas personas de mi familia -continuó mistress Micawber- fue
que mi marido debía inmediatamente dedicar su atención al carbón.
-¿A qué, señora?
-A los carbones -repitió mistress Micawber-. Al comercio del carbón. Micawber,
después de tomar informes concienzudos, pensó que quizá habría esperanzas de éxito,
para un hombre de capacidad, en el negocio de carbones de Medway y decidió que lo
primero que había que hacer era visitar el Medway. Y con ese objeto hemos venido. Digo
hemos, míster Copperfield, porque yo nunca abandonaré a Micawber-añadió con emoción.
Murmuré algunas palabras de admiración y aprobación.
-Hemos venido -repitió mistress Micawber- y hemos visto el Medway. Mi opinión
sobre la explotación del carbón por ese lado es que puede requerir talento, pero que sobre
todo requiere capital. Talento, míster Micawber tiene de sobra; pero capital, no. Según
creo, hemos visto la mayor parte del Medway, y esta ha sido mi opinión personal.
Después, como ya estábamos tan cerca de aquí, Micawber opinó que sería estar locos
marchamos sin ver la catedral; en primer lugar, porque no la habíamos visto nunca, y
merece la pena, y además, porque había muchas probabilidades de que surgiera algo en
una ciudad que tiene semejante catedral. Y estamos aquí ya hace tres días, y todavía no
ha surgido nada. Usted no se extrañará demasiado, mi querido Copperfield, si le digo que,
por el momento, esperamos dinero de Londres para pagar nuestros gastos en este hotel.
Hasta la llegada de esa suma -continuó mistress Micawber con mucha emoción-, estoy
privada de volver a mi casa (me refiero a nuestro alojamiento de Pentonville) para ver a
mi hijo, a mi hija y a mis dos mellizos.
Sentía la mayor simpatía por el matrimonio Micawber en aquellas circunstancias
difíciles, y así se lo dije a él, que volvía en aquel momento, añadiendo que sentía mucho
no tener bastante dinero para prestarles lo que necesitaban. La respuesta de míster
Micawber me demostró la inquietud de su espíritu, pues dijo estrechándome las manos:
-Copperfield, es usted un verdadero amigo; pero aun poniendo las cosas en lo peor,
ningún hombre puede decirse que está sin un amigo mientras tenga una navaja de afeitar.
Al oír aquella idea terrible, mistress Micawber se abrazó a su marido pidiéndole que se
tranquilizara. Él lloró; pero no tardó mucho en reponerse, pues un instante después
llamaba para encargar al mozo un plato de riñones y pudding para el desayuno del siguiente día.
Cuando me despedí de ellos me instaron los dos tan vivamente para que fuera a comer
con ellos antes de su partida, que me fue imposible negarme. Pero como no sabía si
podría it al día siguiente, pues tenía mucho trabajo que preparar por la noche, quedamos
en que mister Micawber pasaría por la tarde por el colegio (estaba convencido de que los
fondos que esperaba de Londres le llegarían aquel día) para ente rarse de si podia ir o no.
Así es que el viernes por la tarde vinieron a buscarme cuando estaba en clase, y encontré
a mister Micawber en el salón, y quedamos en que me esperasen a comer al día siguiente.
Cuando le pregunté si había recibido el dinero, me estrechó la mano y desapareció.
Aquella misma noche, estando asomado a mi ventana, me sorprendió y preocupó
bastante el verle pasar del brazo de Uriah Heep, que parecía agradecer con profunda
humildad el honor que le hacían, mientras míster Micawber se deleitaba extendiendo
sobre él una mano protectora. Pero todavía quedé más sorprendido cuando al llegar al
hotel al otro día a la hora indicada me enteré de que mister Micawber había estado en
casa de Uriah Heep tomando ponche con él y con su madre.
-Y le diré una cosa, mi querido Copperfield -me dijo míster Micawber- su amigo Heep
será un buen abogado. Si le hubiera conocido en la época en que mis dificultades
terminaron en aquella crisis, todo lo que puedo decir es que estoy convencido de que mis
negocios con los acreedores habrían terminado mucho mejor de lo que terminaron.
No comprendía cómo habrían podido terminar de otro modo, puesto que mister
Micawber no había pagado nada; pero no quise preguntarlo. Tampoco me atreví a decir
que esperaba que no se hubiera sentido demasiado comunicativo con Uriah, ni a
preguntarle si habían hablado mucho de mí. Temía herirle; mejor dicho, temía herir a su
señora, que era muy susceptible. Pero aquella idea me preocupó mucho, y hasta después he pensado en ella.
La comida fue soberbia. Un plato de pescado, carne asada, salchichas, una perdiz y un
pudding. Vino, cerveza, y al final mistress Micawber nos hizo con sus propias manos un ponche caliente.
Míster Micawber estaba muy alegre. Muy rara vez le había visto de tan buen humor.
Bebía tanto ponche, que su rostro relucía como si le hubieran barnizado. Con tono alegremente
sentimental propuso beber a la prosperidad de la ciudad de Canterbury, declarando
que había sido muy dichoso en ella, igual que su señora, y que no olvidaría nunca las
horas agradables que había pasado aquí. Después brindó a mi salud; y luego los tres
estuvimos recordando nuestra antigua amistad y, entre otras cosas, la venta de todo cuanto poseían.
Más tarde yo propuse beber a la salud de mistress Micawber, y dije con timidez: «Si
usted me lo permite, mistress Micawber, me gustaría beber a su salud ahora», con lo que
su marido se lanzó en un elogio pomposo de ella, declarando que había sido para él un
guía, un filósofo y un amigo, y aconsejándome que cuando estuviera en edad de casarme
buscase una mujer como aquella, si es que era posible encontrarla.
A medida que el ponche disminuía, míster Micawber se iba poniendo más alegre.
También mistress Micawber cedió a su influencia, y nos pusimos a cantar Auld Lang
Syne. Cuando llegamos a « Aquí está mi mano, hermano verdadero», los tres nos
agarramos las manos alrededor de la mesa, y cuando llegamos a lo de «tomar un recto
guía», aunque no teníamos idea de a qué podía referirse, estábamos realmente conmovidos.
En una palabra, nunca he visto a nadie tan alegremente jovial como a míster Micawber
hasta el último momento aquella noche cuando me despedí cariñosamente de él y de su
amable esposa. Por lo tanto, no estaba preparado, a las siete de la mañana siguiente, para
recibir la siguiente carta, fechada a las nueve de la noche, un cuarto de hora después de haberlos dejado yo:


Mi querido y joven amigo:
La suerte está echada; todo ha terminado. Ocultando las huellas de las
preocupaciones bajo una mascara de alegría, no le he informado a usted esta noche de
que ya no tenemos esperanzas de recibir el dinero. En estas circunstancias, humillantes
de sufrir, humillantes de contemplar y humillantes de relatar, he saldado las deudas
contraídas en este establecimiento firmando una letra pagadera a quince días fecha en
mi residencia de Pentonville, en Londres, y cuando llegue el momento no se podrá
pagar. Resultado, la ruina. La pólvora estalla y el árbol cae.
Deje al desgraciado que se dirige a usted, mi querido Copperfield, ser un ejemplo
para toda su vida. Con esta intención le escribo y con esta esperanza. Si pienso que al
menos puedo serie útil de este modo, será como una luz en la sombría existencia que
me queda, aunque, a decir verdad, en estos momentos la longevidad es extraordinariamente problemática.
Estas son las últimas noticias, mi querido Copperfield, que recibirá del miserable proscrito


WILKINS MICAWBER


Me impresionó tanto el contenido de aquella carta desgarradora, que corrí al momento
hacia el hotel, con intención de entrar, antes de ir al colegio, y tratar de calmar y consolar
a míster Micawber. Pero a la mitad del camino me encontré la diligencia de Londres. El
matrimonio Micawber iba sentado en la imperial. El parecía completamente tranquilo y
dichoso y sonreía escuchando a su mujer, mientras comía nueces que sacaba de una
bolsita de papel. También se veía asomar una botella por uno de los bolsillos. No me
veían, y juzgue que, pensándolo bien, era mucho mejor no llamar su atención. Con el
espíritu libre de un gran peso, me metí por una callejuela que llevaba directamente al
colegio, y en el fondo me sentí bastante satisfecho de su marcha, lo que no me impedía
quererlos como siempre.

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