David Copperfield – Charles Dickens
MIRADA RETROSPECTIVA
¡Mis días de colegial! ¡El silencioso deslizarse de mi existencia! ¡El oculto a insensible
progreso de mi vida; de la niñez a la juventud!
Dejadme que piense, mirando hacia atrás, en el agua que corre de aquel río que ahora es
sólo un cauce seco y con hojas. Quizá a lo largo de su curso podré encontrar aún huellas
que me recuerden su correr de antaño.
Y durante un momento volveré a ocupar mi sitio en la catedral, donde íbamos todos los
domingos por la mañana, después de reunirnos con tal fin en clase. El olor a tierra
húmeda, el aire frío, el sentimiento de que la puerta de la iglesia está cerrada al mundo, el
sonido del órgano bajo los arcos blancos de la nave central, son las alas que me sostienen
planeando sobre aquellos días lejanos, como si soñara medio despierto.
Ya no soy el último de la clase. En pocos meses he saltado sobre varias cabezas. Pero
Adams, el primero, me parece todavía una criatura extraordinaria y lejana, colocada en
alturas inaccesibles. Agnes dice que no, y yo digo que sí, insistiendo, porque ella no sabe
el talento, la sabiduría que posee Adams, que es quien ocupa ese lugar, al que Agnes
aspira verme llegar algún día. Adams no es mi amigo, ni mi protector, como Steerforth,
pero siento por él veneración y respeto; sobre todo me interesa pensar lo que hará cuando
salga del colegio, y pienso si habrá en el mundo alguien bastante presuntuoso que se atreva a competir con él.
Pero… ¿a quién recuerdo ahora? A miss Shepherd, a quien amo.
Miss Shepherd es alumna de miss Nitingal, y yo adoro a miss Shepherd. Es una niña de carita redonda y bucles rubios.
Las alumnas de miss Nitingal van también a la catedral los domingos, y yo no puedo
mirar a mi libro, pues a pesar mío tengo que estar mirando a miss Shepherd. Cuando el
coro canta, me parece oír a miss Shepherd. Introduzco en secreto el nombre de miss
Shepherd en los oficios, lo pongo en medio de la familia real. Y en casa, solo en mi
habitación, estoy a punto de gritar: «¡Oh miss Shepherd, miss Shepherd! », en un arrebato de entusiasmo.
Durante cierto tiempo estoy en la mayor incertidumbre, sin saber los sentimientos de
ella; pero por fin la suerte me es propicia y nos encontramos en casa del profesor de baile.
Miss Shepherd baila conmigo. Toco su guante, y siento un estremecimiento que me sube
desde el puño a la punta de los pelos. No digo nada tierno a miss Shepherd, pero nos
comprendemos. Miss Shepherd y yo vivimos en la esperanza de estar un día unidos.
¿Por qué doy a hurtadillas a miss Shepherd doce nueces de Brasil? No expresan cariño;
son difíciles de envolver, formando un paquete poco regular; son muy duras y cuesta trabajo
cascarlas aun en la rendija de una puerta; además la almendra es aceitosa. Sin
embargo, me parece un regalo conveniente para ofrecer a miss Shepherd. También le
llevo bizcochos calientes y naranjas, muchísimas naranjas. Un día doy un beso a miss
Shepherd en el guardarropa. ¡Qué éxtasis! Y cuál es mi indignación al día siguiente
cuando oigo rumores de que miss Nitingal ha castigado a miss Shepherd por torcer los pies hacia adentro.
Miss Shepherd es la preocupación y el sueño de mi vida. ¿Cómo es posible que haya
roto con ella? No lo sé. Sin embargo, es un hecho. Oigo contar bajito que miss Shepherd
se ha atrevido a decir que le fastidia que la mire tanto, y que ha confesado que le gusta
más Jones. ¡Jones! ¡Un muchacho que no vale la pena! El abismo se abre entre nosotros.
Por último, otro día que me encuentro, mientras paseo, con las alumnas de miss Nitingal,
miss Shepherd hace un gesto al pasar y se ríe con su compañera. Todo ha terminado. La
pasión de mi vida (como a mí me parece que ha durado una vida es como si así fuera) ha
pasado; mis Shepherd desapa rece de los oficios, la familia real no vuelve a saber de ella.
Obtengo un puesto más adelantado en clase y nadie turba mi reposo. Ya no soy amable
con las alumnas de miss Nitingal, ni me gusta ninguna, aunque fueran dos veces más numerosas
y veinte veces más guapas. Considero las lecciones de baile como una molestia y
me pregunto por qué esas niñas no bailarán solas dejándonos en paz. Me hago fuerte en
versos latinos y olvido abrocharme las botas. El doctor Strong habla de mí públicamente
como de un muchacho de mucho porvenir. Míster Dick está loco de alegría, y mi tía me
envía una guinea en el primer correo.
La sombra de un chico de una camicería aparece ante mí como la cabeza armada en
Macheth. ¿Quién es ese muchacho? Es el terror de la juventud de Canterbury. Corren
rumores de que la médula de buey con que unge sus cabellos le da una fuerza
sobrenatural, y que podría luchar contra un hombre. Es un chico de cara ancha, con cuello
de toro, las mejillas rojas, mal espíritu y peor lengua. Y el principal empleo que hace de
ella es hablar mal de los alumnos del doctor Strong. Dijo públicamente que con una sola
mano y la otra atada a la espalda era capaz de dar una paliza a cualquiera y nombró a
varios (a mí entre otros). Esperaba en la calle a los más pequeños de nuestros compañeros
y los machacaba a puñetazos. Un día me desafió en voz alta al pasar por su lado, a
consecuencia de lo cual decidí que nos pegásemos.
En una noche de verano, en una verde hondonada, en el rincón de una tapia, nos
encontramos. Me acompañan unos cuantos compañeros elegidos; mi adversario ha
llegado con otros dos carniceros, un mozo de café y un deshollinador. Terminados los
preliminares, el carnicero y yo nos encontramos frente a frente. En un instante me hace
ver las estrellas asestándome un golpe en una ceja. Un minuto después ya no sé dónde
está la tapia ni dónde estoy yo, ni veo a nadie. Pierdo la noción de quién es el carnicero y
quién soy yo. Me parece que nos confundimos uno con otro, luchando cuerpo a cuerpo
sobre la hierba aplastada bajo nuestros pies. A veces veo a mi enemigo ensangrentado,
pero tranquilo; a veces no veo nada y me apoyo sin aliento contra la rodilla de uno de mis
compañeros. Otras veces me lanzo con furia contra el carnicero y me araño los puños con
su rostro, lo que no parece turbarle lo más mínimo. Por fin, me despierto con la cabeza
mal, como si saliera de un profundo sueño, y veo al carnicero que se aleja arreglándose la
blusa y recibiendo las felicitaciones de sus dos compañeros y del deshollinador y del
mozo de café, de lo que deduzco, muy justamente, que la victoria es suya.
Me llevan a casa en un estado deplorable, me aplican carne cruda encima de los ojos,
me frotan con vinagre y brandy. Mi labio superior se hincha poco a poco de una manera
desenfrenada. Durante tres o cuatro días no salgo de casa; no estoy nada guapo con la
pantalla verde encima de los ojos, y me aburriría mucho si Agnes no fuera para mí una
hermana. Simpatiza con mis infortunios, lee para mí en voz alta, y gracias a ella el tiempo
pasa rápida y dulcemente. Agnes es mi confidente y le cuento con todo detalle mi aventura
con el carnicero y todas las ofensas que me había hecho; ella opina que no podía por
menos que pegarme, aunque tiembla y se estremece al pensar en aquel terrible combate.
El tiempo pasa sin que yo me dé cuenta, pues Adams no está ya a la cabeza de la clase.
Hace ya mucho tiempo que salió del colegio, tanto que cuando vuelve a hacer una visita
al doctor Strong soy yo el único que queda de su época. Va a entrar en la Audiencia, y
piensa hacerse abogado y llevar peluca. Me sorprende que sea tan modesto; además, su
aspecto es mucho menos imponente de lo que yo creía y todavía no ha revolucionado el
mundo, como yo me esperaba, pues me parece que las cosas siguen lo mismo que antes
de que Adams entrara en una vida activa.
Aquí hay una laguna en la que los grandes guerreros de la historia y de la poesía
desfilan ante mí en ejércitos innumerables. Parece que no se acaban nunca. ¿Qué viene
después? Estoy a la cabeza de la clase y miro desde mi altura la larga fila de mis
camaradas, observando con un interés lleno de condescendencia a los que me recuerdan
lo que yo era a su edad. Además, me parece que ya no tengo nada que ver con aquel niño;
lo recuerdo como algo que se ha dejado en el camino de la vida, algo al lado de lo que se
ha pasado, y a ve ces pienso en él como si fuera un extraño.
¿Y la niña de mi llegada a casa de míster Wickfield, dónde está? También ha
desaparecido, y en su lugar una criatura que es exactamente el retrato de abajo y que no
es ya una niña dirige la casa; Agnes, mi querida hermana, como yo la llamo, mi guía, mi
amiga, el ángel bueno de todos los que viven bajo su influencia de paz y de virtud y de
modestia; Agnes es ahora una mujer.
¿Qué nuevo cambio se ha operado en mí? He crecido, mis rasgos se han acentuado y he
adquirido alguna ins trucción durante los años transcurridos. Llevo un reloj de oro con cadena,
una sortija en el dedo meñique y una chaqueta larga. Abuso del cosmético, lo que,
unido con la sortija, es mala señal. ¿Estaré enamorado de nuevo? Sí; adoro a la mayor de las hermanas Larkins.
La mayor de las hermanas Larkins no es ninguna niña. Es alta, morena, con los ojos
negros, y una hermosa figura de mujer. Miss Larkins, la mayor, no es ninguna chiquilla,
pues su hermana pequeña no lo es, y la mayor debe de tener tres o cuatro años más. Quizá
miss Larkins tenga unos treinta años. Y mi pasión por ella es desenfrenada.
Miss Larkins, la mayor, conoce a muchos oficiales, y es una cosa que me molesta
mucho el verla hablar con ellos en la calle, y verlos a ellos cruzar de acera para salirle al
encuentro cuando ven desde lejos su sobrero (le gustan los sombreros de colores muy
vivos) al lado del sombrero de su hermana. Ella se ríe, habla y parece divertirse mucho.
Yo paso todos mis ratos de ocio paseando con la esperanza de encontrarla, y si consigo
verla (tengo derecho a saludarla, pues conozco a su padre), ¡qué felicidad!
Verdaderamente merezco al menos un saludo de vez en cuando. Las torturas que soporto
por la noche, en el baile, pensando que miss Larkins bailará con los oficiales, necesitan
compensación, y cuento con ella si hay justicia en el mundo.
El amor me quita el apetito y me obliga a llevar constantemente una corbata nueva; no
estoy tranquilo más que cuando me pongo mis mejores trajes y limpio mis zapatos una y
otra vez. Así me parece que soy más digno de la mayor de las Larkins. Todo lo que le
pertenece o se relaciona con ella se me hace precioso. Míster Larkins, un caballero viejo,
brusco, con papada doble y uno de los ojos inmóviles en la cara, me parece el hombre
más interesante. Cuando no puedo encontrar a su hija voy a los sitios donde tengo
esperanzas de encontrarme con él. Le digo: «¿Cómo está usted, míster Larkins? ¿Y las
señoras, siguen bien?». Y mis palabras me parecen tan reveladoras, que me sonrojo.
Pienso continuamente en mi edad; tengo diecisiete años; pero aunque sean muy pocos
para miss Larkins, la mayor, ¡qué me importa! No tardaré en tener veintiuno. Al atardecer
me paseo por los alrededores de casa con míster Larkins, aunque me destroza el corazón
ver a los oficiales que entran en ella y oírles en el salón donde miss Larkins está tocando
el harpa. En varias ocasiones me he paseado por allí tristemente, cuando ya todos estaban
acostados y tratando de adivinar cuál será la habitación de la mayor de las Larkins (y
confundiéndola de fijo con la de su padre). A veces desearía que hubiera fuego en la casa
para atravesarla entre la gente inmóvil de terror y apoyando una escala en su ventana
salvarla en mis brazos. Después me gustaría volver a buscar algo que ella hubiera
olvidado y morir entre las llamas. Por lo general era muy desinteresado en mi amor y me
conformaba con expirar ante miss Larkins haciendo un gesto noble. Por lo general era
así; pero no siempre. A veces tenía pensamientos más alegres, y mientras me visto
(ocupación de dos horas) para un gran baile que van a dar los Larkins y por el que suspiro
hace semanas, dejo a mi espíritu libre, en sueños agradables, y me figuro que tengo el
valor de hacer una declaración a miss Larkins y me la represento reclinando su cabeza en
mi hombro y diciendo: «¡Oh míster Copperfield! ¿Puedo dar crédito a mis oídos?»; y me
figuro a míster Larkins esperándome a la mañana siguiente y diciéndome: « Querido
Copperfield, mi hija me lo ha contado todo, y su excesiva juventud no es un
inconveniente. ¡Aquí tenéis veinte mil li bras y sed felices!». Me imagino a mi tía
cediendo y bendiciéndonos y a míster Dick y al doctor Strong presenciando la ceremonia
de nuestro matrimonio. Creo que no me falta sentido común ni modest ia; lo creo
pensando en mi pasado; sin embargo, hacía aquellos planes.
Entro en la casa encantada, donde hay luces, charlas, mú sicas, flores y oficiales (los veo
con pena), y la mayor de las Larkins, radiante de belleza. Está vestida de azul y con flores
azules en sus cabellos (no me olvides), como si ella necesitara «no me olvides». Es la
primera fiesta de importancia a que he sido invitado y estoy muy cohibido, porque nadie
se ocupa de mí ni parece que tengan nada que decirme, excepto míster Larkins, que me
pregunta por mis compañeros de colegio. Podría haber evitado el hacerlo, pues no he ido
a su casa para que se me ignore.
Después de permanecer en la puerta durante cierto tiempo y recrear mis ojos con la
diosa de mi corazón, ella se acerca a mí, ¡ella!, la mayor de las Larkins y me pregunta con amabilidad si no bailo.
-Con usted sí, miss Larkins.
-¿Con nadie más? -me pregunta ella.
-No tengo gusto en bailar con nadie más.
Miss Larkins ríe ruborizada (por lo menos a mí me lo parece) y dice:
-Este baile no puedo; el próximo lo bailaré con gusto.
Llega el momento.
-Creo que es un vals -dice miss Larkins titubeando un poco cuando me acerco a ella-
¿Sabe usted bailar el vals? Porque si no, el capitán Bailey…
Pero yo bailo el vals (y hasta me parece que muy bien) y me llevo a miss Larkins,
quitándosela al capitán Bailey y haciéndole desgraciado, no me cabe duda; pero no me
importa. ¡He sufrido tanto! Estoy bailando con la mayor de las Larkins… No sé dónde,
entre quién, ni cuánto tiempo; sólo sé que vue lo en el espacio, con un ángel azul, en estado
de delirio, hasta que me encuentro solo con ella sentado en un sofá. Ella admira la
flor (camelia rosa del Japón; precio, media corona) que llevo en el ojal. Se la entrego diciendo:
-Pido por ella un precio inestimable, miss Larkins.
-¿De verdad? ¿Qué pide usted? -me contesta miss Larkins.
-Una de sus flores, que será para mí mayor tesoro que el oro de un avaro.
-Es usted muy atrevido -dijo miss Larkins-,tome.
Me la dio con agrado. Yo la acerqué a mis labios, y después me la guardé en el pecho.
Miss Larkins, riendo, se agarró de mi brazo y me dijo:
-Ahora vuelva usted a llevarme al lado del capitán Bailey.
Estoy perdido en el recuerdo de la deliciosa entrevista y del vals, cuando la veo
dirigirse hacia mí, del brazo de un caballero de cierta edad que ha estado jugando toda la noche al whist. Me dice:
-¡Oh! Aquí está mi atrevido amiguito. Míster Chestler desea conocerle, míster Copperfield.
Noto enseguida que debe de ser un amigo de mucha confianza y me siento halagado.
-Admiro su buen gusto -dice míster Chestier- le honra. No sé si le interesará a usted el
cultivo de tierras; pero poseo una finca muy grande, y si alguna vez le apetece acercarse
por allí, por Ashford, a visitarnos, tendremos mucho gusto en hospedarle en casa todo el tiempo que quiera.
Doy a míster Chestier las gracias más efusivas y le estrecho las manos. Creo estar en un
sueño de felicidad, bailo otro vals con la mayor de las Larkins -¡dice que bailo tan bien!-
y vuelvo a casa en un estado de beatitud indescriptible. Toda la noche estoy bailando el
vals en mi imaginación, enlazando con mi brazo el tape azul de mi divinidad. Durante
varios días sigo perdido en extáticas reflexiones; pero no la veo en la calle ni en su casa.
Me consuela de ello el recuerdo sagrado de la flor marchita.
-Trotwood -me dice Agnes un día después de cenar-, ¿a que no lo figuras quién se casa
mañana? Alguien a quien admiras.
-¿Supongo que no serás tú, Agnes?
-Yo no -contesta levantando su rostro risueño de la música que estaba copiando- ¿Lo
has oído, papá? Es miss Larkins, la mayor.
-¿Con… con el capitán Bailey? -tengo apenas la fuerza de preguntar.
-No, con ningún capitán; con míster Chestler, que es un agricultor.
Durante una o dos semanas estoy abatido. Me quito la sortija, me pongo las peores
ropas, dejo de usar cosmético y lloro con frecuencia sobre la flor marchita que fue de
miss Larkins. Al cabo de aquel tiempo observo que me cansa ese género de vida, y
habiendo recibido otra provocación del carnicero, tiro la flor, le cito, nos pegamos y le
venzo con gloria. Esto y la reaparición de mi sortija y el use moderado del cosmético son
las últimas huellas que encuentro de mi llegada a los dieciocho años.