David Copperfield – Charles Dickens
LA PEQUEÑA EMILY
Había un criado en aquella casa, un hombre que, según comprendí, acompañaba a todas
partes a Steerforth y que había entrado a su servicio en la Universidad. Aquel hombre era
en apariencia un modelo de respetabilidad. Yo no recuerdo haber conocido en su
categoría a alguien más respetable. Era taciturno, andaba suavemente, muy tranquilo en
sus movimientos, deferente, observador, siempre a mano cuando se le necesitaba y nunca
cerca cuando podía molestar. A pesar de todo, su mayor virtud era su respetabilidad. No
era nada humilde y hasta parecía un poco altanero. Tenía la cabeza redonda y rapada,
hablaba con suavidad y tenía un modo especial de silbar las eses, pronunciándolas tan
claras que parecía que las usaba más a menudo que nadie; pero todas sus peculiaridades
contribuían a su respetabilidad. Si hubiese tenido una nariz desmesurada habría sabido
hacer que resultase respetable. Vivía rodeado de una atmósfera de dignidad y andaba con
pie firme por ella. Habría sido imposible sospechar de él nada malo. ¡Era tan respetable!
A nadie se le habría ocurrido ponerle de librea, tanta era su respetabilidad, ni obligarle a
desempeñar un trabajo inferior; habría sido un insulto a los sentimientos de un hombre
tan respetable. Y pude observar que las criadas de la casa tenían instintivamente
conciencia de ello y lo hacían todo, mientras él, por lo general, leía el periódico sentado ante la chimenea.
Nunca he visto un hombre más dueño de sí. Pero esto, como todas sus demás
cualidades, no hacían más que aumentar su integridad. Hasta el detalle de que nadie
supiera su nombre de pila parecía formar parte de ella. Nadie podía objetar nada contra su
nombre: Littimer. Peter podía ser el nombre de un ahorcado, y Tom el de un deportado;
pero Lit timer era perfectamente respetable. No sé si sería a causa de aquel conjunto
abstracto de honradez; pero yo me sentía extroardinariamente joven en presencia de aquel
hombre. Su edad no se podía adivinar, y aquello era un mérito más de su discreción, pues,
en su calma digna, igual podía tener cincuenta años que treinta.
A la mañana siguiente, antes de que yo me hubiese levantado, ya estaba Littimer en mi
habitación con el agua para afeitarme (aquel agua era como un reproche) y preparándome
la ropa. Cuando alcé las cortinas del lecho para mirarle, le vi a la misma temperatura de
respetabilidad de siempre: el viento del Este de enero no le afectaba, ni siquiera le
empañaba el aliento, y colocaba mis botas a derecha a izquierda en la primera posición
del baile y soplaba delicadamente mi chaqueta mientras la dejaba extendida como si fuera un niño.
Le di los buenos días y le pregunté qué hora era. Él sacó de su bolsillo un reloj de lo
más respetable que he visto, y sosteniendo el resorte de la tapa con un dedo, lo miró
como si consultara a una ostra profética; lo volvió a cerrar y me dijo que, con mi permiso, eran las ocho y media.
-Mister Steerforth tendría mucho gusto en saber cómo ha descansado usted, señorito.
-Gracias —dije-; muy bien. Y mister Steerforth ¿cómo sigue?
-Muchas gracias; mister Steerforth está pasablemente bien.
Otra de sus características era no usar superlativos. Un término medio tranquilo y frío siempre.
-¿No hay nada más en que pueda tener el honor de servirle, señorito? La campana
suena a las nueve, y la familia desayuna a las nueve y media.
-Nada; muchas gracias.
-Gracias a usted, señorito, si me lo permite.
Y con esto y con una ligera inclinación de cabeza al pasar al lado de mi cama, como
disculpándose de haberme corre gido, salió cerrando la puerta con la misma delicadeza
que si acabara de caer en un ligero sueño del que dependiera mi vida,
Todas las mañanas teníamos exactamente esta conversación, ni más ni menos, y
siempre invariablemente, a pesar de los progresos que hubiera podido hacer en mi propia
estima la víspera, creyéndome que avanzaba hacia una madurez próxima, por el
compañerismo de Steerforth, las confidencias de su madre o la conversación de miss
Dartle en presencia de aquel hombre respetable, me sentía, como nuestros pequeños
poetas cantan, «un chiquillo de nuevo».
Littimer nos proporcionó caballos, y Steerforth, que sabía de todo, me dio lecciones de
equitación. Nos proporcionó floretes, y Steerforth empezó a enseñarme a manejarlos.
Después nos trajo guantes de boxeo, y también Steerforth fue mi maestro. No me
importaba nada que Steerforth me encontrase novato en aquellas ciencias; pero no podia
soportar mi falta de habilidad delante del respetable Littimer. No tenía ninguna razón
para creer que él entendiese de aquellas artes; nunca me había dejado sospechar nada
semejante, ni con el menor guiño de sus respetables párpados; sin embargo, cuando
estaba con nosotros mientras practicábamos, yo me sentía el más torpe a inexperto de los
mortales. Si me refiero tan particularmente a este hombre es porque entonces me produjo
un efecto muy extraño, y además por lo que sucederá después.
La semana transcurrió de la manera más deliciosa. Pasó tan rápidamente como puede
suponerse, dado lo entusiasmado que yo estaba. Además, tuve muchas ocasiones de conocer
mejor a Steerforth y de admirarle en todos sus aspectos; tanto es así, que al final me
parecía que estaba con él desde hacía mucho tiempo. Me trataba de un modo cariñoso,
como si fuera un juguete, y a mí me parecía que era el modo más agradable que podía
haber adoptado; así me recordaba nuestra antigua amistad, y parecía la continuación
natural de ella; no le encontraba nada cambiado y estaba libre de todas las incomodidades
que hubiera sentido comparando mis méritos con los suyos y midiendo mis derechos
sobre su amistad bajo un nivel de igualdad; pero sobre todo era conmigo natural,
confiado y afectuoso como no lo era con nadie. Igual que en el colegio, me trataba de
muy distinta manera que a todos los demás, y yo creía que estaba más cerca de su corazón que ningún otro.
Por fin se decidió a venir conmigo al campo y llegó el día de nuestra partida. Al
principio dudó mucho si llevarse a Littimer o no; pero prefirió dejarlo. La respetable
criatura, satisfecha con lo que decidieran, arregló nuestros portamantas en el cochecito
que debía conducirnos a Londres como si tuviera que desafiar el choque de muchas
generaciones, y recibió mi modesta gratificación con perfecta indiferencia.
Nos despedimo s de mistress Steerforth y de miss Dartle con mucho agradecimiento por
mi parte y mucha bondad por la de la apasionada madre. Y la última cosa que vi fue los
ojos imperturbables de Littimer contemplándome, según me pareció, con la silenciosa
convicción de que yo era ver daderamente demasiado joven.
Lo que sentí volviendo bajo aquellos auspicios favorables a los antiguos sitios
familiares no trataré de describirlo. Nos dirigimos al Hotel de Postas. Yo estaba tan
preocupado, lo recuerdo, por el honor de Yarmo uth, que cuando Steerforth dijo, mientras
atravesábamos sus calles húmedas y sombrías, que, por lo que podía ver, era un bonito
rincón, un poco alejado, pero curioso, me sentí muy complacido. Nos fuimos a la cama
nada más llegar (observé un par de zapatos y de polainas ante la puerta de mi antiguo
amigo el Dolphin cuando pasé por el corredor). A la mañana siguiente me levanté tarde.
Steerforth se hallaba muy animado; había estado en la playa antes de que yo me
despertase y había conocido, según me dijo, a la mitad de los pescadores del lugar. Hasta
me aseguró que había visto a lo lejos la casa de míster Peggotty con el humo saliendo por
la chimenea, y me contó que había estado a punto de presentarse como si fuera yo, desconocido a causa de lo que había crecido.
-¿Cuándo piensas presentarme, Florecilla? -me dijo. Estoy a tu disposición, y puedes arreglarlo como quieras.
-Pues pensaba que esta noche sería un buen momento, Steerforth, cuando estén ya todos
alrededor del fuego. Me gustaría que los vieras entonces, ¡es tan curioso!
-Así sea -replicó Steerforth- esta noche.
-No les avisaremos, ¿sabes? -dije encantado-, y los cogeremos por sorpresa.
-¡Oh!, naturalmente -repuso Steerforth-; si no los cogemos por sorpresa no tiene gracia.
Hay que ver a los indígenas en su estado natural.
-Sin embargo, es «esa» clase de gente que mencionabas el otro día.
-¡Ah! ¿Recuerdas mis escaramuzas con Rosa? -exclamó con una rápida mirada- No
puedo sufrir a esa muchacha; casi me asusta; me parece un vampiro. Pero no pensemos
en ella. ¿Qué vas a hacer tú ahora? Supongo que irás a ver a tu niñera.
-Sí; claro está –dije-; debo ver a Peggotty lo primero de todo.
-Bien -replicó Steerforth mirando su reloj-; te dejo dos horas libres para llorar con ella. ¿Te parece bastante?
Le contesté riendo que, en efecto, creía que tendríamos bastante; pero que él tenía que
venir también, para darse cuenta de que su fama le había precedido y de que era allí un
personaje casi tan importante como yo.
-Iré donde tú quieras -dijo Steerforth- y haré lo que se te antoje. Dame la dirección y
dentro de dos horas me presentaré en el estado que más te agrade, sentimental o cómico.
Le di los datos más minuciosos para encontrar la casa de Barkis, cochero de
Bloonderstone, etc., y a salí yo solo. Ha cía un aire penetrante y vivo; el suelo estaba seco;
el mar, crispado y claro; el sol difundía raudales de luz, ya que no de calor; y todo parecía
nuevo y lleno de vida. Yo mismo me sentía tan nuevo y lleno de vida en la alegría de
encontrame allí, que hubiese parado a los transeúntes para darles la mano.
Las calles me parecían estrechas, como es natural. Las calles que sólo se han visto en la
infancia siempre lo parecen cuando se vuelve después a ellas. Pero no había olvidado
nada, y me pareció que ninguna cosa había cambiado hasta que llegué a la tienda de
míster Omer. Allí donde antes se leía «Omer» ponía ahora «Omer y Joram»; pero la
inscripción de «Lutos, sastre, funerales, etc.» continuaba lo mismo.
Mis pasos se dirigieron tan naturalmente hacia la tienda después de haber leído aquellas
palabras, que crucé las calles y entré. En la planta baja había una mujer muy guapa
haciendo saltar a un niño chiquito en sus brazos, mientras otra diminuta criatura la
agarraba del delantal. No me costó trabajo reconocer en ellos a Minnie y a sus hijos. La
puerta de cristales del interior no estaba abierta; pero en el taller del otro lado del patio se
oía débilmente resonar el antiguo martilleo, como si nunca hubiera cesado.
-¿Está en casa mister Omer? -dije- Desearía verle un momento.
-Sí señor, está en casa -dijo Minnie- con este tiempo y su asma no puede salir. Joe, llama a tu abuelo.
La pequeña personita que le tenía agarrada por el delantal lanzó tal grito, que su sonido
le asustó a él mismo y escondió la cabeza entre las faldas de su madre.
Al momento oí que se acercaba alguien resoplando con ruido, y pronto mister Omer,
con la respiración más corta que nunca, pero apenas envejecido, apareció ante mí.
-Servidor de usted -dijo- ¿En qué puedo servirle?
-Estrechándome la mano, mister Omer, si usted gusta -dije tendiéndole la mía- Fue
usted muy bondadoso conmigo en cierta ocasión, y me temo mucho que entonces no le demostré que lo pensaba.
-¿De verdad? -replicó el anciano- Me alegro de saberlo; pero no puedo recordar.. ¿Está seguro de que era yo?
-Completamente.
-Se conoce que mi memoria se ha vuelto tan corta como mi aliento -dijo mister Omer,
mirándome y sacudiendo la cabeza- por más que le miro no le recuerdo.
-¿No se acuerda usted de que vino a buscarme a la diligencia y me dio de desayunar en
su casa, y después fuimos juntos a Bloonderstone, usted, yo, mistress Joram y mister
Joram, que entonces no eran matrimonio?
-¿Cómo? ¡Dios me perdone! -exclamó mister Omer después de sufrir a causa de la
sorpresa un go lpe de tos- ¡No me lo diga usted! Minnie, querida mía, ¿lo recuerdas? Sí,
querida mía; se trataba de una señora…
-Mi madre -dije.
-Cier-ta-men-te -dijo mister Omer tocando mi cha queta con su dedo-, y también había
una criaturita; eran dos a la vez, y el pequeño tenía que ir en el mismo féretro que la
madre. ¡Y era en Bloonderstone, naturalmente, Dios mío! ¿Y cómo está usted desde entonces?
-Muy bien, gracias – le dije-, y espero que usted también lo esté.
-¡Oh!, no puedo quejarme -dijo míster Omer-. La respiración la tengo cada vez más
corta; pero eso es culpa de la edad. La tomo como viene y hago lo que puedo. Es lo mejor
que se puede hacen ¿No le parece?
Míster Omer tosió de nuevo a consecuencia de la risa y fue asistido por su hija, que
estaba a nuestro lado haciendo saltar al niño más pequeño sobre el mostrador.
-¡Dios mío! -dijo míster Omer- Sí; ahora estoy seguro, dos personas. Pues en aquel
mismo viaje, ¿querrá usted creerlo?, se fijó la fecha de la boda de Minnie con Joram.
«Fije usted el día», decía Joram. «Sí, padre; fíjelo», decía Minnie. Y ahora somos socios,
mire; y aquí tiene usted al más pequeño.
Minnie rió, atusándose los cabellos sobre las sienes, mientras su padre ponía uno de sus
gruesos dedos en la ma nita del nene, que saltaba en el mostrador.
-Eran dos, naturalmente – insistió Omer, recordando-. ¡Precisamente! Pues Joram en este
momento está trabajando en uno gris con clavos de plata, que será como dos pulgadas
más corto que este -dijo señalando al niño que saltaba-. ¿Quiere usted tomar algo?
Di las gracias, diciendo que no.
-Oiga usted -dijo míster Omer- La mujer del carretero Barkis (que es hermana del
pescador Peggotty) ¿tenía algo que ver con su familia? Estaba sirviendo allí, estoy seguro.
Mi contestación afirmativa le puso muy contento.
-Creo que pronto tendré la respiración más larga, puesto que también estoy recobrando
la memoria -dijo míster Omer- ¡Bien, señor! Pues aquí tenemos a una muchacha,
parienta de Peggotty, ¡y que tiene una elegancia y un gusto para los trajes! Estoy seguro
de que ni una duquesa en toda Inglaterra le pondría peros.
-¿No será la pequeña Emily? -dije involuntariamente -Emily es su nombre -dijo míster
Omer-, y, en efecto, es chiquita; pero, créame usted, tiene una cara tan linda, que la mitad
de las mujeres de la ciudad están locas de envidia.
-¡Qué tontería, padre! -exclamó Minnie.
-Querida mía, no digo que ese sea tu caso -dijo guiñándome- lo que digo es que la
mitad de las mujeres de Yarmouth, ¡ya lo creo, y en cinco millas a la redonda!, están locas de envidia.
-Si se hubiera quedado tranquila en donde le corresponde -dijo Minnie- no les habría
dado motivos de hablar y no hubiese podido hacerlo.
-¿Qué no habría podido hacer, querida mía? -replicó míster Omer- ¡No poder hacerlo!
¿Es ese tu conocimiento de la vida? Como si existiese alguna mujer que no pudiese hacer
algo, sobre todo tratándose de otra mujer guapa.
Realmente, creí que todo había terminado, pues míster Omer, después de aquella
broma, tosía de tal manera y tardaba tanto en recobrar el aliento, que esperaba verle de un
momento a otro desaparecer detrás del mostrador y que sus pantalones negros con los
lacitos desteñidos en las rodillas se agitaran por última vez. Al fin, sin embargo, se puso
mejor, aunque todavía respiraba con tal dificultad y estaba tan agotado, que se vio
obligado a sentarse en una banqueta de trás del mostrador.
-¿Ve usted? -dijo enjugándose la frente y respirando con dificultad- Emily no ha
querido hacer muchas amistades, no se ha molestado por conocer gente, ni tener amigas,
todavía menos novios. En consecuencia, la critican y dicen que Emily desea hacerse una
señora. Ahora mi opinión es que si corren estos rumores es porque ella, cuando era pequeña,
dijo muchas veces en la escuela que si fuera una señora haría tal y cual cosa por su
tío, ¿sabe usted?, y que le compraría tantas cosas bonitas.
-Le aseguro, míster Omer, que a mí también me lo dijo cuando los dos éramos niños -contesté prontamente.
Míster Omer volvió la cabeza y sacudió la barbilla.
-Precisamente. Además, ella con cualquier cosa se viste mejor que otras con mucho
dinero; y eso no gusta. En realidad, puede llamársela caprichosa; hasta puede llegarse a
decir que lo es -dijo míster Omer- y que ella misma no sabe lo que quiere, y nunca está
tranquila. Pero nada más se puede decir de ella, ¿no es verdad, Minnie?
-No, padre -dijo mistress Joram- eso es todo.
-Así, cuando encontró una colocación -continuó míster Omer- para acompañar a una
señora anciana y difícil, no congeniaron y no pasó de ahí. Por último ha venido a esta
casa de aprendiza, pronto hará ya tres años, y es la mejor chica que se puede encontrar.
Trabaja como seis. Minnie, ¿no hace ahora ella el trabajo de seis obreras?
-Sí, padre -contestó Minnie- que no se diga que no le hago justicia.
-Muy bien -dijo míster Omer- así debe ser. Y así, caballerito -añadió después de unos
momentos de acariciarse la barbilla-, para que no me considere usted tan charlatán como
corto de aliento, creo que es todo lo que le puedo decir.
Como al hablar de Emily bajaban la voz, supuse que estaba cerca, y al preguntarlo,
míster Omer me indicó que sí, y me señaló hacia la puerta interior. Me apresuré a preguntar
si podía mirar y, al darme su permiso, miré a través de los cristales y la vi sentada
trabajando; la vi; y era la más preciosa criatura del mundo: pequeñita, con sus grandes
ojos azules, que habían penetrado en mi infantil corazón; estaba riéndose vuelta hacia
otro niño de Minnie, que jugaba a su lado, y había tal decisión en su rostro brillante,
mezclada con mucho de su antigua expresión caprichosa, que me pareció justificado todo
lo que había oído. Pero no había nada en su belleza, estoy seguro, que pudiera hacer
esperar otra cosa que bondad y felicidad y una vida tranquila y dichosa.
El martilleo del patio parecía como si no hubiese cesado nunca, y resonaba débilmente durante todo el tiempo.
-¿Quiere usted entrar a hablarle? -dijo míster Omer- Hágalo como si estuviera en su casa.
Era demasiado tímido para hacerlo. Me asustaba que ella se azorase, y no me asustaba
menos mi propio azoramiento; pero me enteré de la hora a la que salía por la noche, con
objeto de hacer nuestra visita a tiempo; y despidiéndome de míster Omer, de su linda hija
y de los dos nenes, me fui en busca de mi querida y vieja Peggotty.
Allí estaba, en su cocinita, haciendo el almuerzo. En cuanto llamé a la puerta, me abrió
y me preguntó qué deseaba. La miré con una sonrisa; pero ella no me correspondió. No
habíamos dejado nunca de escribirnos; pero hacía siete años que no nos veíamos.
-¿Está míster Barkis en casa, señora? -dije fingiendo una voz ronca.
-Sí, señor; está en casa -contestó Peggotty- pero está en cama con su reúma.
-¿Ahora ya no va a Bloonderstone? -pregunté.
-Cuando se ponga bueno, sí señor – me contestó.
-¿Y usted no va nunca allí, mistress Barkis?
Me miró más atentamente y observé un rápido movimiento de sus manos, como para juntarse.
-Porque tenía que hacerle algunas preguntas sobre una casa de allí, que se llamaba…
¿Cómo era?… La Rookery -dije.
Peggotty dio un paso atrás y extendió las manos, asustada, como rechazándome.
-¡Peggotty! -grité.
Y ella exclamó:
-¡Mi niño, mi niño querido!
Y ambos nos deshicimos en lágrimas uno en brazos del otro.
Las extravagancias que hizo llorando y riendo abrazada a mí; lo orgullosa que estaba, lo
contenta; lo triste de que aquella de quien podía ser el orgullo y la alegría no estuviera ni
pudiera abrazarme, no tengo corazón para contarlo. Estaba tan conmovido, que no me
equivoco al creer que me mostré muy niño correspondiendo a todas sus emociones.
Nunca he reído y llorado en toda mi vida, puedo decirlo, ni aun con ella, más francamente que aquella mañana.
-¡Barkis se va a poner más contento! -dijo Peggotty enjugándose los ojos con el
delantal; esto va a sentarle mejor que todas sus cataplasmas y sus fricciones. ¿Puedo ir a
decirle que estás aquí? Y subirás a verle, querido mío.
-Naturalmente.
Pero Peggotty no podía salir de la habitación, pues cada vez que se acercaba a la puerta
se volvía a mirarme y volvía de nuevo sobre sus pasos para llorar y reír sobre mi hombro.
Por último, para hacérselo más fácil, salí con ella y la esperé un momento mientras
preparaba un poco a Barkis para mi visita.
Barkis me recibió con verdadero entusiasmo. Como estaba demasiado reumático para
estrecharme la mano, me rogó que sacudiera la borla de su gorro de dormir, lo que hice
cordialmente. Cuando estuve sentado al lado de su cama me dijo que le parecía que
todavía me estaba llevando por la carretera de Bloonderstone y que aquello le hacía mucho
bien. Como estaba en la cama tapado hasta el cuello, sólo se le veía la cabeza, como
a los querubines, y hacía un efecto muy grotesco.
-¿Qué nombre había escrito yo en el carro, señorito? -me dijo Barkis con una lenta sonrisa de reumático.
-¡Ah, Barkis; qué largas conversaciones tuvimos sobre el asunto!, ¿eh?
-Hacía mucho tiempo que «yo estaba dispuesto», ¿verdad, señorito? -dijo Barkis.
-Muchísimo tiempo -dije yo.
-Y no me arrepiento. ¿Recuerda usted cuando me contó una vez que era ella quien
hacía todos los puddings de manzana y toda la cocina?
-Sí, muy bien -respondí.
-Era verdad -dijo Barkis- era verdad -repitió sacudiendo su gorro de dormir, que era su
único medio de expresión-. Nada tan verdadero como aquello.
Barkis se volvió a mirarme, esperando que asintiera en sus reflexiones. Yo así lo hice.
-Nada más exacto -repitió Barkis- Un hombre tan pobre como yo lo soy se da cuenta
de ello cuando está enfermo. Porque yo soy un hombre muy pobre.
-Lo siento mucho, Barkis.
-Muy, muy pobre -dijo Barkis.
Al llegar a aquel punto sacó despacio y débilmente su mano derecha de debajo de las
sábanas, y al cabo de muchos esfuerzos consiguió coger un bastón que estaba enganchado
a la cabecera. Después de dar algunos golpes con él, durante los cuales su rostro asumió
las más variadas expresiones de terror, Barkis alcanzó una caja, un extremo de la cual
había estado yo viendo todo el tiempo. Entonces su rostro se tranquilizó.
-Son trajes viejos -dijo Barkis.
-¡Ah! -dije yo.
-Me gustaría que fuese dinero -dije Barkis.
-Yo también lo desearía – le contesté.
-Pues no lo es -dijo Barkis abriendo los ojos todo lo que podía.
Le contesté que estaba convencido, y Barkis, volviendo los ojos con mayor dulzura hacia su mujer, añadió:
-Es la mujer más buena y más trabajadora que existe, C. P. Barkis. Todo lo que pueda
decirse en elogio de C. P. Barkis lo merece, y más. Querida mía, hoy vas a hacer comida
para la compañía, algo muy bueno, tanto para comer como para beber, ¿no te parece?
Yo habría querido protestar contra aquella innecesaria de mostración en mi honor; pero
viendo a Peggotty al otro lado de la cama, muy deseosa de que aceptase, guardé silencio.
-Debo de tener algún dinero por aquí en mi ropa -dijo Barkis- pero estoy cansado. Si
me dejarais dormir un rato, creo que al despertarme lo encontraría.
Salimos de la habitación, y cuando estuvimos fuera, Peggotty me informó de que
Barkis era ahora un poco más «agarrado» que nunca, y que siempre se valía de aquella
estratagema cuando quería sacar algo de su cofre, y que sufría torturas inconcebibles para
arrastrarse fuera del lecho y buscar dinero en aquella maldita caja. En efecto; pronto le
oímos lanzar gemidos ahogados, pues aquellos movimientos hacían crujir todas sus
articulaciones doloridas; pero Peggo tty, a pesar de sus miradas, que expresaban la mayor
compasión, me aseguró que aquel impulso de generosidad le haría mucho bien, y que
valía más dejarle. Le dejamos, por lo tanto, ge mir solo hasta que volvió a meterse en la
cama, sufriendo, estoy seguro, un martirio. Entonces nos llamó, fingiendo que abría los
ojos después de un buen sueño, y dio a Peggotty una guinea, que sacó de debajo de la
almohada. La satisfacción de habemos engañado y de guardar un secreto impenetrable
sobre el contenido de su cofr e parecía ser a sus ojos una compensación suficiente para todas sus torturas.
Preparé a Peggotty para la llegada de Steerforth, que apareció pronto. Estoy persuadido
de que no había diferencia para ella, y consideraba las cosas que había hecho Steerforth
por mí como si las hubiera hecho por ella misma, y estaba dispuesta a recibirle con
gratitud y devoción; pero sus alegres modales, tan francos, su buen humor, su hermoso
rostro y el don natural que poseía para ponerse al alcance de todos aquellos a quienes
encontraba y para tocar precisamente (cuando quería molestarse en ello) la cuerda
sensible de cada uno, todo esto conquistó a Peggotty en un momento. Además, su modo
de tratarme a mí habría sido suficiente para subyugarla. Así, gracias a todas estas razones
combinadas, creo que en realidad sentía una especie de adoración por él cuando salimos de su casa aquella noche.
Se quedó a comer con nosotros. Si dijera que consintió con gusto sólo expresaría a
medias la gracia y la alegría que puso al aceptar. Cuando entró en la habitación de Barkis
parecía que con él entraba el aire y la voz luminosa y refrescante, como si él fuera la
salud y el buen tiempo. Sin esfuerzo, sin ruido, espontáneamente, ponía en todo lo que
hacía una nota de bienestar que no puede describirse; parecía que no podia hacerlo de
otra manera ni mejor, y la gracia, el natural encanto de sus movimientos, todavía me seducen hoy al recordarlo.
Reímos de todo corazón en la salita, donde encontré sobre el antigun pupitre el libro de
Los mártires, el cual no se había tocado desde mi partida. Hojeé de nuevo sus estampas
tan terribles y que ahora no me impresionaban nada. Cuando Peggotty habló de mi
habitación, diciéndome que estaba preparada y que esperaba que la ocupase, antes de que
hubiera podido lanzar una mirada de duda sobre Steerforth ya había él comprendido de lo que se trataba.
-Naturalmente -dijo-; tú dormirás aquí todo el tiempo que estemos, y yo dormiré en el hotel.
-Pero traerte tan lejos –contesté- para separamos me parece de malos compañeros, Steerforth.
-¡Por Dios!, ¿no es este tu sitio natural? ¿Qué significan todos los «parece» en comparación con esto?
Y quedamos en ello al momento.
Mantuvo todas sus deliciosas cualidades hasta el último momento, cuando a las ocho
nos fuimos hacia el barco de mister Peggotty. Y conforme pasaban las horas estaba más y
más brillante en sus facultades. Ya entonces pensaba yo, ahora no lo dudo, que la
conciencia de su éxito y su afán de agradar le inspiraban cada vez mayor delicadeza de
percepción y le hacían cada vez más sutil y natural. Si alguien me hubiese dicho entonces
que todo aquello era un brillante juego ejecutado en la excitación del momento para
distraer su espíritu en un deseo de probar su superioridad y con objeto de conquistar por
un momento lo que al siguiente abandonaría; digo que si alguien me hubiese dicho
semejante mentira aquella noche, no sé lo que habría sido capaz de hacerle en mi indignación.
Aunque probablemente no habría hecho más que acrecentar (si es que era posible) el
romántico sentimiento de fidelidad y amistad con que caminaba a su lado, sobre la oscura
soledad de la playa, hacia el viejo barco. El viento gemía a nuestro alrededor todavía más
lúgubre que la noche en que me asomé por primera vez a la negrura de la puerta de míster Peggotty.
-Es un sitio agradable y salvaje, Steerforth, ¿no te parece?
-Bastante desolado en la oscuridad, y el mar ruge como si quisiera tragarnos. ¿Es aquel
el barco, allá lejos, donde se ve una lucecita?
-Ese es – le dije.
-Pues es el mismo que he visto esta mañana -contestó-. He venido derecho a él por instinto, supongo.
No hablamos más, pues nos acercábamos a la luz. Yo bus qué suavemente la puerta, y
poniendo la mano en el picaporte y diciéndole a Steerforth que permaneciera a mi lado, entré.
Habíamos oído murmullo de voces desde fuera, y en el momento de nuestra llegada
palmoteaban. Quedé muy sorprendido al ver que esto último procedía de la generalmente
desconsolada mistress Gudmige. Pero no era mistress Gudmige la única persona que
estaba en aquella desacostumbrada excitación. Míster Peggotty, con el rostro iluminado
de alegría y riendo con todas sus fuerzas, tenía abiertos los brazos como para que la
pequeña Emily se arrojara en ellos; Ham, con una expresión exultante de alegría y con
una especie de timidez que le sentaba muy bien, tenía cogida a Emily de la mano, como
si se la presentara a míster Peggotty, y Emily, roja y confusa, pero encantada de la alegría
de su tío, como lo expresaban sus ojos, iba a escapar de manos de Ha m para refugiarse en
los brazos de míster Peggotty, cuando nos vio y se detuvo. Este era el cuadro que
sorprendimos al pasar del aire frío y húmedo de la noche a la cálida atmósfera de la
habitación, y mi primera mirada recayó sobre mistress Gudmige, que estaba en segundo
plano palmoteando como una loca.
El cuadro desapareció como un relámpago a nuestra entrada, tanto que se podía dudar de que hubiera existido nunca.
Ya estaba yo en medio de la familia sorprendida, cara a cara con míster Peggotty y tendiéndole la mano, cuando Ham exclamó:
-¡Es el señorito Davy, es el señorito Davy!
En un instante todos nos estrechamos las manos y nos preguntamos por la salud,
expresándonos lo contentos que estábamos de vemos y hablando todos a la vez. Míster
Peggotty estaba tan orgulloso y tan contento de vernos, que no sabía lo que decía ni
hacía; pero una y otra vez me estrechaba la mano a mí, después a Steerforth, después otra
vez a mí, después se enmarañaba los cabellos y reía con tanta alegría, que daba gusto mirarle.
-¡Cómo! Dos caballeros, estos dos caballeros están bajo mi techo esta noche,
precisamente esta noche, la más feliz de todas las de mi vida -dijo míster Peggotty-. Una
cosa semejante no creo que haya sucedido nunca. Emily querida, ven aquí, ven aquí,
brujita. Este es el amigo del señorito Davy, querida; este es el caballero de quien has oído
hablar, Emily. Viene a verte desde muy lejos con el señorito Davy, en la noche más
dichosa de la vida de tu tío. Suceda lo que suceda, ¡viva el día de hoy!
Después de soltar esta arenga sin tomar aliento y con extraordinaria animación, míster
Peggotty puso sus enormes manos a cada lado del rostro de su sobrina y la besó una
docena de veces; después, con orgullo y cariño, apoyó la cabecita sobre su fuerte pecho y
le acarició los cabellos con dulzura de mujer. Por fin la dejó escapar (ella corrió a la
habitacioncita donde yo solía dormir), y mirándonos a todos sofocado en su exagerada alegría:
-Sí, ¡dos caballeros como ustedes, caballeros de nacimiento y semejantes caballeros! -dijo míster Peggotty…
-Eso es, eso es -exclamó Ham-; bien dicho. Eso es, señorito Davy, ¡dos caballeros de nacimiento, eso es!
-Sí; dos caballeros como ustedes, dos verdaderos caballeros -repitió míster Peggotty- si
no pueden excusarme por estar en este estado de ánimo, cuando se enteren de los motivos
me perdonarán. Emily, mi querida Emily sabe lo que voy a decir, y por eso se ha
escapado. ¿Quiere usted ser tan buena, mistress Gudmige, de ir a buscarla un momento?
Mistress Gudmige asintió con la cabeza y desapareció.
-Si esta no es -dijo míster Peggotty sentándose entre nosotros delante del fuego- la
noche más hermosa de mi vida soy un cangrejo, y hasta cocido. Esta pequeña Emily,
señorito -dijo a Steerforth bajando la voz-, la que ha visto usted aquí toda confusa hace un momento…
Steerforth solamente hizo un signo con la cabeza, pero con una expresión tan
complacida y de interés, participando en los sentimientos de míster Peggotty, que este
último le contestó como si hubiera hablado.
-Eso es, así es ella; gracias, señorito.
-Ham hizo gestos en varias ocasiones como si él también quisiera decir lo mismo.
-Esta pequeña Emily nuestra -repitió míster Peggotty- ha sido en esta casa lo que yo
supongo (soy un hombre ignorante, pero este es mi parecer), lo que nadie más que una
criatura así, de ojos claros, puede ser en una casa. No es mi hija, nunca he tenido hijos;
pero no la podría querer más si lo fuera. ¿Me comprende usted? No sería posible.
-Lo comprendo perfectamente -dijo Steerforth.
-Lo sé, señorito -repuso míster Peggotty-, y le doy las gracias de nuevo. El señorito
Davy que puede recordar lo que era Emily, y usted puede juzgar por sí mismo lo que es
ahora-, pero ninguno de los dos pueden saber por completo lo que ha sido, es y será para
un cariño como el mío. Soy rudo, señor -dijo míster Peggotty- soy rudo como un
puercoespín; pero nadie (de no ser una mujer) puede comprender lo que nuestra pequeña
Emily es para mí. Y, entre nosotros -dijo bajando todavía más la voz-, el nombre de esa
mujer no sería el de mistress Gudmige, aunque tiene un montón de cualidades.
Míster Peggotty se enmarañó de nuevo sus cabellos con las dos manos, como
preparándose a lo que todavía tenía que decir, y luego, apoyando cada una en una de sus rodillas, pros iguió:
-Había cierta persona que conocía a nuestra Emily desde el tiempo en que su padre
murió ahogado y que la estaba viendo constantemente, de niña, de muchacha, de mujer.
No de muy buen ver, algo en mi estilo, rudo, muy marinero, pero un completo y honrado
muchacho, que tiene el corazón en su sitio.
Pensé que nunca había visto a Ham enseñar los dientes como lo hacía en aquel
momento, sonriendo en silencio frente a nosotros.
-Y he aquí que ese bendito marinero va y pierde su corazón por nuestra pequeña Emily
–dijo míster Peggotty con el rostro cada vez más resplandeciente- La sigue por todas
partes, se hace una especie de criado suyo, pierde exageradamente el apetito y, por
último, me explica lo que le pasa. Ahora bien; yo ¡qué más podía desear que ver a nuestra
Emily en buen camino de casarse! ¡Qué más podía desear que verla prometida a un
hombre honrado que pudiera tener el derecho de defenderla! Yo no sé el tiempo que me
queda por vivir, ni si tendré que morir pronto; pero sé que si una de estas noches me
cogiera un golpe de viento en los bancos de arena de Yarmouth y viera por última vez las
luces del pue blo por encima de las olas, me dejaría ir más tranquilo si podía decirme:
«Allí en tierra firme hay un hombre que será fiel a mi pequeña Emily, que Dios bendiga,
y con él nada tiene que temer de nadie mientras viva».
Míster Peggotty, con sencilla gravedad, movía su brazo derecho como si dijera adiós a
las luces de la ciudad por última vez, y después, cambiando una seña con Ham, cuya mirada había encontrado, prosiguió:
-Bien. Yo le aconsejé que hablara con Emily. Es lo bastante grande, pero tan tímido
como un niño, y no se atrevía. Así es que hablé yo. « ¡Cómo! ¿Él? -exclamó Emily- ¿Él,
a quien conozco desde hace tantos años y a quien quiero como a un hermano? ¡Oh, tío,
nunca podré casarme con él; es tan buen muchacho!» Yo le di un beso, y nada más le
dije: «Querida mía, haces muy bien hablando claro, y puedes elegir por ti misma; eres
libre como un pajarillo». Y busqué al chico y le dije: «Yo deseaba haberlo conseguido,
pero no ha sido así; sin embargo, podéis seguir viviendo como hasta ahora, y nada más te
digo que sigas con ella como siempre y te portes como un hombre». Él me contestó
estrechándome la mano: «Lo haré», y ha sido honrado y fuerte desde hace ya dos años, y
ha seguido siendo el mismo de siempre para todos.
El rostro de míster Peggotty había variado de expresión según los períodos de su
narración; ahora los resumía todos, radiante, dejando caer una mano sobre mi rodilla y
otra sobre la de Steerforth (después de haberlas humedecido y restregado para mayor
énfasis de la acción); y repartiendo des pués la siguiente arenga entre los dos, continuó:
-Y de pronto una noche (que muy bien puede ser esta) llega la pequeña Emily de su
trabajo y él con ella. No tiene nada de particular me dirán, ¡claro que no!, porque él cuida
de ella como un hermano, de noche y también de día, a todas horas. Pero el marinero la
coge de la mano al llegar y me grita alegremente: «¡Mira, aquí tienes a la que va a ser mi
mujercita!», y ella dice medio atrevida, medio avergonzada y medio riendo y medio
llorando: « Sí, tío, si te parece bien». ¿Si me parece bien? -dice míster Peggotty alzando
la cabeza en éxtasis ante la idea-. ¡Dios mío, si no deseaba otra cosa! « Si le parece bien,
ahora soy ya más razonable y lo he pensado, y seré todo lo mejor que pueda para él,
porque es un muchacho bueno y generoso.» Entonces mistress Gud mige se ha puesto a
palmotear igual que en el teatro, y uste des han entrado; y eso es todo, ya lo saben ustedes
-dijo míster Peggotty- Ustedes han entrado, y esto acaba de suceder ahora mismo, y aquí
está el hombre con quien se ha de casar en cuanto termine su aprendizaje.
Ham se bamboleó bajo el puñetazo que míster Peggotty le asestó, en su alegría, como
signo de confianza y de amistad; pero sintiéndose obligado a decirnos también algo, he
aquí lo que se puso a balbucir con mucho trabajo:
-No era ella mucho más grande que usted cuando vino aquí por primera vez, señorito
Davy…, cuando ya adivinaba yo lo que llegaría a ser.. La he visto crecer.. como una flor,
señores. Daría mi vida por ella… ¡Oh, estoy tan contento, tan contento, señorito Davy!
Ella es para mí, caballeros, más que …; es para mí todo lo que deseo y más que… más que
podría decir nunca. Yo…, yo la quiero de verdad. No hay caballero sobre la tierra, ni
tampoco en el mar… que pueda querer a su mujer más de lo que yo la quiero. Aunque
habrá muchos hombres como yo… que dirían mejor.. lo que desearan decir.
Yo estaba conmovido al ver a un hombretón como Ham temblando de la fuerza de lo
que sentía por la preciosa criaturilla que le había ganado el corazón. Me conmovía la sencillez
y la confianza depositada en nosotros por míster Peggotty y por el mismo Ham. Me
conmovía todo el relato. Si en mi emoción influían los recuerdos de mi infancia, no lo sé.
Si había ido allí con alguna vaga idea de seguir amando a la pequeña Emily, no lo sé.
Pero sé que estaba contento por todo aquello. Al principio era como una indescriptible
sensación de alegría, que la menor cosa habría podido cambiar en sufrimiento.
Por lo tanto, si hubiera dependido de mí el tocar con acierto la cuerda que vibraba en
todos los corazones, lo habría hecho de una manera bien pobre. Pero dependió de
Steerfort h, y él lo hizo con tal acierto, que en pocos minutos todos estábamos tan
tranquilos y todo lo felices que era posible.
-Míster Peggotty -dijo- es usted un hombre excelente y merece toda la felicidad de esta
noche. ¡Venga su mano! Ham, muchacho, te feli cito; ¡venga también tu mano! Florecilla,
anima el fuego y hazlo brillar como merece el día. Míster Peggotty, si no decide usted a
su linda sobrina a que vuelva a su sitio, me voy. No querría causar ni por todo el oro de
las Indias un vacío en su reunión de esta noche, y ese vacío menos que ningún otro.
Míster Peggotty fue a mi antigua habitación a buscar a la pequeña Emily. Al principio
no quería venir, y Ham desapareció para ayudarle. Por fin la trajeron. Estaba muy
confusa y muy retraída; pero se repuso un poco al darse cuenta de los modales dulces y
respetuosos de Steerforth hacia ella, del acierto con que evitó todo aquello que podía
azorarle, la animación con que hablaba míster Peggotty de barcos, de ma rejadas, de
buques y de pesca. Su manera de referirse a mí en la época en que había visto a míster
Peggotty en Salem House; el placer que sentía al ver el barco y su carga; en fin, la gracia
y la naturalidad con las cuales nos atrajo a todos por grados en un círculo encantado,
donde hablábamos sin confusión y sin reserva.
Verdaderamente Emily dijo poco en toda la noche; pero miraba y escuchaba, y su rostro
se había animado, y estaba encantadora. Steerforth contó la historia de un terrible naufragio
(que se le vino a la memoria por su conversación con míster Peggotty) como si lo
tuviera presente ante sí, y los ojos de la pequeña Emily estaban fijos en él todo el tiempo
como si ella también lo viera. Después, como para reponernos de aquello, y con tanta
alegría como si la narración fuera tan nueva para él como para nosotros, nos contó una
aventura cómica que le había ocurrido; y la pequeña Emily reía, hasta que el barco resonó
con aquellos musicales sonidos y todos nosotros reímos (Steerforth también), en
irresistible simpatía, con una alegría tan franca y tan ingenua. Míster Peggotty cantó,
mejor dicho, rugió, «Cuando el viento de tormenta sopla, sopla, sopla», y Steerforth
mismo entonó después también una canción de marineros con tanta emoción, que parecía
que el verdadero viento gemía alrededor de la casa y murmuraba a través del silencio que estaba allí escuchando.
En cuanto a mistress Gudmige, Steerforth la arrancó de la melancolía con un éxito
nunca obtenido por nadie (según me informó míster Peggotty) desde la muerte del «
viejo» . Le dejó tan poco tiempo para pensar en sus miserias, que al día siguiente dijo que la debía de haber embrujado.
Pero no vaya a creerse que guardó el monopolio de la atención general y de la
conversación. Cuando la pequeña Emily recobró valor y me habló (todavía algo
avergonzada), a través del fuego, de nuestros antiguos paseos por la playa, cogiendo
conchas y caracoles; y cuando le pregunté si recordaba cómo la quería yo y, cuando
ambos, riendo, enrojecimos recordando los buenos viejos tiempos que tan lejanos nos
parecían, Steerforth estaba silencioso y atento y nos observaba pensativo. Emily estuvo
sentada toda la noche en nuestro antiguo cajón, en el rinconcito, al lado del fuego, con
Ham a su lado, donde yo acostumbraba a estar. No he logrado saber si era un resto de sus
caprichos de niña o el efecto de su timidez por nuestra presencia; pero observé que estuvo
toda la noche arrimada a la pared, sin acercarse a él ni una sola vez.
Según recuerdo, era más de media noche cuando nos despedimos. Nos habían dado
algunos dulces y pescado seco para cenar, y Steerforth había sacado de su bolsillo una
botella de ginebra holandesa, que fue vaciada por los hombres (ahora puedo ponerme
entre los hombres sin ruborizarme). Nos separamos alegremente, y mientras ellos se
amontona ban en la puerta para alumbrar nuestro camino el mayor tiempo posible, vi los
dulces ojos azules de la pequeña Emily mirándonos desde detrás de Ham y le oí que nos
decía con su dulce voz: «¡Tened cuidado!».
-¡Qué chiquilla tan encantadora!; es una verdadera belleza -dijo Steerforth cogiéndome
del brazo- Es un sitio de lo más original y una gente de lo más curiosa; y las sensaciones
que se tienen con ellos son completamente nuevas.
-Y además, qué suerte hemos tenido -respondí- llegando en el momento de su alegría
ante la perspectiva de ese matrimonio. ¡Nunca he visto gente más maravillosa! ¡Qué
delicia verlos y tomar parte en su honrada alegría, como lo hemos hecho!
-Pero el muchacho es un lerdo al lado de la chiquilla, ¿no te parece? -dijo Steerforth.
Había estado tan cordial con él y con todos ellos, que sentí como un golpe ante aquella
inesperada y fría réplica. Pero volviéndome rápidamente hacia él y viendo una sonrisa en
sus ojos, contesté tranquilizado:
-¡Ah, Steerforth! Es muy tuyo el bromear a costa de los pobres y pelearte con miss
Dartle para ocultar tus verdaderas simpatías. Te conozco muy bien, y cuando veo lo
perfectamente que los comprendes, lo exquisitamente que tomas parte en la alegría de un
pobre pescador como míster Peggotty, o en el amor por mí de mi antigua niñera, sé que
no hay una alegría ni una tristeza ni una sola emoción de esta gente que te deje
indiferente, y te quiero y te admiro por ello, Steerforth, veinte veces más.
Él se detuvo, y mirándome a la cara dijo:
-Florecilla, creo que hablas con sinceridad y que eres bueno. ¡Ojalá todos fuéramos así!
Un momento después cantaba alegremente la canción de míster Peggotty, mientras
recorríamos a buen paso el camino de Yarmouth.