David Copperfield – Charles Dickens
LUGARES ANTIGUOS Y GENTE NUEVA
Steerforth y yo permanecimos más de quince días en el campo. Estábamos bastante
tiempo reunidos (no necesito decirlo), pero a veces nos separábamos durante algunas horas.
Él era muy buen marinero; en cambio yo no lo era, y cuando Steerforth se iba en el
barco con míster Peggotty, lo que era su diversión favorita, yo, por lo general,
permanecía en tierra. Mi residencia en casa de Peggotty también me ataba algo, pues
sabiendo lo asiduamente que atendía a Barkis durante el día, no me gustaba hacerla
esperarme por la noche; mientras que Steerforth, como vivía en el hotel, no tenía que
consultar más que su propio humor. Así, llegué a saber que después de que yo estuviera
en la cama, armaba pequeñas cuchipandas con los pescadores y con míster Peggotty en la
taberna que se llamaba «La gustosa afición» y que se vestía de marinero para pasar la
noche en el mar a la luz de la luna, volviendo con la marea de la mañana. Ya sabía yo que
su naturaleza activa y su carácter impetuoso encontraban mucho placer en la fatiga
corporal y en las tormentas, como en todos los demás medios de excitación que podían
ofrecérsele; por lo tanto, no me extrañó nada saber aquellos entretenimientos.
Había también otra razón que nos separaba algunas veces y es que a mí, como es
natural, me interesaba mucho Bloonderstone y me gustaba ir a contemplar los lugares
testigos de mi infancia, mientras Steerforth, después de haberme acompañado una vez, no
tuvo ya ningún interés en volver; tanto es así, que tres o cuatro veces, en ocasiones que
recuerdo perfectamente, nos separamos después de desayunar muy temprano para
encontranos por la noche bastante tarde. Yo no tenía idea de cómo empleaba él aquel
tiempo; únicamente sabía que era muy popular en el pueblo y que encontraba cien
maneras de divertirse donde otro no habría encontrado ninguna.
Por mi parte, durante mis peregrinaciones solitarias sólo me ocupaba en recordar cada
paso del camino que había seguido tantas veces y en ir reconociendo los sitios donde
había vivido antes, sin cansarme nunca de volver a verlos. Erraba en medio de mis
recuerdos, como mi memoria lo había hecho tan a menudo, y detenía el paso (como había
detenido tantas veces mi pensamiento cuando estaba lejos de Bloonderstone) bajo el árbol
en que descansaban mis padres. Aquella tumba, que yo había mirado con tanta compasión
cuando mi padre dormía solo, y al lado de la cual había llorado al ver bajar a ella a
mi madre con su nene; aquella tumba, que el corazón fiel de Peggotty había cuidado después
con tanto cariño que la había convertido en un pequeño jardín, me atraía en mis
paseos durante horas enteras. Estaba en un rincón del cementerio, a unos pasos del pequeño
sendero, y yo podía leer los nombres en la piedra mientras escuchaba sonar las
horas en el reloj de la iglesia, recordándome una voz que ya había callado. Aquellos días
mis reflexiones se unían siempre a cuál sería mi porvenir en el mundo y a las cosas
magníficas que no dejaría de ejecutar. Era el estribillo que respondía en mi alma al eco de
mis pasos, y permanecía tan constante a estos pensamientos soñadores como si hubiera
venido a encontrarme en la casa a mi madre viva, para edificar a su lado mis castillos en el aire.
Nuestra antigua morada había sufrido grandes cambios. Los viejos nidos, abandonados
hacía tanto tiempo por los cuervos, habían desaparecido por completo, y los árboles
habían sido podados de manera que era imposible reconocer sus formas. El jardín estaba
en muy mal estado y la mitad de las ventanas de la casa cerradas. La habitaba un pobre
loco y la gente se encargaba de cuidarle. El loco se pasaba la vida en la ventanita de mi
habitación, que daba al cementerio, y yo me preguntaba si sus pensamientos, en su
extravío, no encontrarían a veces las mismas ilusiones que había ocupado mi espíritu
cuando me levantaba de madrugada en verano y vestido únicamente con mi camisón
miraba por aque lla ventanita para ver los corderos que pacían tranquilamente bajo los primeros rayos del sol alegre.
Nuestros antiguos vecinos míster y mistress Graypper habían partido para Sudamérica,
y la lluvia, penetrando por el tejado de su casa desierta, había manchado de humedad los
muros exteriores. Míster Chillip se había vuelto a casar; su mujer era alta y delgada, con
la nariz aguileña, y tenían un niño muy delicado, con una enorme cabeza, cuyo peso no
podía soportar, y con dos ojos opacos y fijos, que parecían siempre preguntar por qué había nacido.
Era con una singular mezcla de placer y de tristeza como vagaba por mi pueblo natal
hasta el momento en que el sol de invierno, empezando a bajar, me advertía de que ya era
tiempo de emprender el regreso. Pero cuando estaba de vuelta en el hotel y me
encontraba en la mesa con Steerforth, al lado de un fuego ardiente, pensaba con delicia en
mi paseo del día. Y este mismo sentimiento, aunq ue más atenuado, sentía cuando entraba
por la noche en mi habitación, tan limpia, y me decía, ojeando las páginas del libro de los
«cocodrilos» (siempre allí encima de una mesa), que era una felicidad tener un amigo
como Steerforth, una amiga como Peggotty y haber encontrado en la persona de mi
excelente y generosa tía un ser que sabía reemplazar tan bien a los que había perdido.
El camino más corto para volver a Yarmouth después de aquellos largos paseos era
cruzando el río. Desembarcaba en la arena que se extiende entre la ciudad y el mar y atravesaba
un espacio deshabitado, que me ahorraba una larga vuelta por la carretera. En mi
camino encontraba la casa de míster Peggotty, y siempre entraba un momento. Steerforth
me esperaba, por lo general, allí y nos dirigíamos juntos a través de la niebla hacia las
luces que brillaban en la ciudad. Una oscura noche, en que volvía más tarde que de
costumbre (aquel día había hecho mi última visita a Bloonderstone, pues nos
preparábamos para marchar) le encontré solo en casa de míster Peggotty, sentado pensativo
ante el fuego. Estaba tan intensamente sumergido en sus reflexiones que no se dio
cuenta de mi llegada. Esto, naturalmente, podía haber ocurrido aunque hubiera estado
menos absorto, pues los pasos se oían muy poco en la arena de fuera; pero mi entrada no
le distrajo. Me había acercado a él y le miraba; pero seguía sombrío y perdido en sus meditaciones.
Se estremeció de tal modo cuando puse la mano sobre su hombro, que también me hizo estremecer a mí.
-Caes sobre mí como un fantasma – me dijo con cólera.
-De alguna manera tenía que anunciarme -repliqué- ¿Es que lo he hecho caer de las estrellas?
-No -me contestó- no.
-¿O subir de no sé dónde entonces? -dije sentándome a su lado.
-Miraba las figuras que hacía el fuego -contestó.
-Pero me las vas a estropear, y yo no podré ver nada – le dije, pues movía vivamente el
fuego con un trozo de madera encendida, y las chispas, huyendo por la pequeña chimenea, se perdían en el aire.
-No habrías visto nada -replicó- Este es el momento del día que más detesto; no es de
noche ni de día. ¡Qué tarde vuelves hoy! ¿Dónde has estado?
-He ido a despedirme de mi paseo habitual.
-Y yo lo he estado esperando aquí -dijo Steerforth lanzando una mirada alrededor de la
habitación y pensando que toda la gente que encontramos tan dichosa la noche de nuestra
llegada podia (a juzgar por el presente aspecto desolado de la casa) dispersarse o morir o
verse amenazada de no sé qué desgracia- Davy, ¿por qué no ha querido Dios que tuviera
yo un padre a mi lado desde hace veinte años?
-Mi querido Steerforth, ¿qué te pasa?
-¡Querría con toda mi alma que me hubieran guiado mejor! ¡Querría con toda mi alma
ser capaz de ser más bueno! -exclamó.
Había una apasionada depresión en sus modales que me sorprendió por completo. Se
parecía tan poco a él mismo, que nunca hubiera podido imaginármelo.
-Sería mejor ser este pobre Peggotty o el cabezota de su sobrino -dijo levantándose y
apoyándose contra la chimenea, todavía mirando el fuego- mejor que ser lo que soy,
veinte veces más rico y más instruido, y no estar, en cambio, atormentado como lo estoy
desde pace más de media hora en esta barca del demonio…
Me sorprendía tanto aquel cambio, que al principio sólo le raba en silencio, mientras él
continuaba con la cabeza apoyada en la mano mirando sombríamente el fuego. Por último
le pedí, con toda la ansiedad que sentía, que me contase lo que le había sucedido que le
contrariaba tanto y que me dejara compartir con él su pena, si es que no podia aconsejarle.
Antes de que hubiera terminado ya estaba riendo, al principio un poco forzado; pero pronto con su franca alegría.
-No es nada, Florecilla, nada; te lo aseguro. Ya te dije en el hotel de Londres que a
veces era un compañero pesado para mí mismo. He tenido ahora una pesadilla; debe de
haber sido eso. Cuando me aburro, los cuentos de mi niñera me vienen a la memoria
desfigurados. Y creo que estaba convencido de que era yo el niño malo que nunca
obedece y al que se comen los leones. ¿Sabes? son de mayor efecto que los perros. Y lo
que las viejas llaman horror se me ha deslizado de la cabeza a los pies y me ha asustado a mí mismo.
-Creo que nadie más podría asustarse -le dije.
-Quizás no; pero también yo tengo motivos para asustarme -contestó- Bien, ya pasó, y
no me dejaré coger de nuevo, Davy; sin embargo, te lo repito, querido mío, hubiera sido
un bien para mí (y no sólo para mí) si yo hubiese tenido un padre que me aconsejara.
Su rostro era siempre muy expresivo; pero nunca le había visto exteriorizar un
sentimiento tan serio ni tan triste como cuando me dijo estas palabras con la mirada todavía fija en el fuego.
-Pero ¡se acabó! -dijo haciendo como si sacudiera algo en el aire con la mano-. Ya ha
pasado todo y soy hombre de nuevo, como Macbeth. Y ahora a comer, si no he turbado el
festín con el más admirable desorden, Florecilla, también como Macbeth.
-Pero dime, ¿dónde se han ido todos?
-¡Dios sabrá! -dijo Steerforth- Después de ir a la playa a esperarte me vine aquí
paseando y me encontré la casa de sierta. Esto me hundió en pensamientos tristes, y tú me
has encontrado sumergido en ellos.
La llegada de mistress Gudmige con una cesta al brazo explicaba el abandono de la
casa. Había salido precipitadamente a comprar algo que faltaba antes del regreso de Peggotty,
que volvería con la marea, y había dejado la puerta abierta, por si Ham y Emily,
que debían volver temprano, llegaban en su ausencia. Steerforth, después de poner de
buen humor a mistress Gudmige con un alegre saludo y un abrazo de lo más cómico, se
agarró de mi brazo y me arrastró precipitadamente.
Había recobrado su buen humor al mismo tiempo que se lo había hecho recobrar a
mistress Gudmige, y de nuevo, con su alegría acostumbrada, estuvo vivo y hablador mientras caminábamos.
-Y así -dijo alegr emente- ¿abandonamos mañana esta vida de filibusteros?
-Así lo convinimos -contesté- y tenemos reservados los asientos en la diligencia, ya lo sabes.
-Sí; no hay más remedio -suspiró Steerforth- Había olvidado que existiese otra cosa en
el mundo que no fuera balancearse sobre el mar en este pueblo. ¡Y es lástima que no sea así!
-Mientras durase la novedad al menos -dije riéndome.
-Es posible -replicó-, aunque es una observación muy sarcástica para un amiguito
modelo de inocencia, como mi Florecilla. Bien, no lo niego, soy caprichoso, Davy. Sé
que lo soy; pero mientras el hierro está caliente sé aprove charme y batirle con vigor. Te
aseguro que podría soportar un duro examen como piloto en estos mares.
-Míster Peggotty dice que eres asombroso -repliqué.
-Un fenómeno náutico ¿eh? -rió Steerforth.
-Estoy seguro, y tú sabes que es verdad, conociendo lo ardiente que eres cuando
persigues un objeto y lo fácilmente que lo haces maestro en cualquier cosa. Pero lo que
siempre me sorprende, Steerforth, es que te contentes con emplear de un modo tan caprichoso tus facultades.
-¿Contentarme? -respondió alegremente-. No estoy nunca contento de nada, no siendo
de tu ingenuidad, mi querido Florecilla; en cuanto a mis caprichos, todavía no he
aprendido el arte de atarme a una de esas ruedas en que los ixionides, modernos dan
vueltas y vueltas. No he sabido hacer\ese aprendizaje, y me time sin cuidado. ¿Te he
dicho que he comprado un barco aquí?
-¡Qué especial eres, Steerforth! -exclamé deteniéndome, pues era la primera ve z que me
había hablado de ello- Cuando, a lo mejor, no se te volverá a ocurrir el venir a este pueblo.
-No oo sé; me he encaprichado con el lugar. Además -continuó apresurando el paso-, he
comprado un barco que estaba a la venta: un clíper, según dice míster Peggotty, y míster
Peggotty lo capitaneará en mi ausencia.
-Ahora lo comprendo, Steerforth -dije radiante- Afirmas que has comprado ese barco
para ti, cuando en realidad es en beneficio de míster Peggotty; habría debido adivinarlo,
conociéndote como te conozco. Mi querido Steerforth, ¿cómo decirte todo lo que pienso de tu generosidad?
-¡Chsss! contestó enrojeciendo- cuanto menos digas, mejor.
-¡Cuand o te decía que no hay ni una alegría ni una pena ni una sola emoción de estas
buenas gentes que te pueda ser indiferente!
-Sí, sí -respondió él- ya me has dicho todo eso. No hablemos más de ello, ¡basta!
Temiendo enfadarle si insistía sobre un asunto que él trataba tan a la ligera, me contenté
con continuar pensándolo mientras andábamos cada vez más deprisa.
-Es necesario que pongan el barco en buen estado -dijo Steerforth- Encargaré a
Littimer que cuide de ello para que lo hagan bien. ¿Te he dicho que ha llegado Littimer?
-No.
-Pues sí; ha llegado esta mañana con una carta de mi madre.
Nuestros ojos se encontraron y observé que estaba pá lido hasta los labios; pero miraba
tranquilamente a los míos. Temí que algún altercado con su madre fuera la causa de la
disposición de ánimo en que le había encontrado en el hogar solitario de míster Peggotty y le hice una ligera alusión.
-¡Oh no! -dijo moviendo la cabeza y riendo- ¡Nada de eso! Como te decía, ha llegado ese hombre.
-¿Está como siempre?
-Siempre el mismo-contestó Steerforth-, sereno, frío como el polo Norte. Se ocupará
del nuevo nombre que quiero hacer inscribir en el barco. Ahora se llama El petrel de la
tormenta; pero ¿qué le importa eso a míster Peggotty? Le he bautizado de nuevo.
-¿Con qué nombre?
-La pequeña Emily.
Continuaba mirándome de frente, y creí que era para recordarme que no le gustaba que
me extasiara ante sus delicadezas con aquellas pobres gentes. No pude por menos que
dejar ver la alegría que sentía; pero sólo dije algunas palabras; la sonrisa reapareció en
sus labios; parecía que le ha bían quitado un peso de encima.
-Pero mira -dijo mirando hacia adelante- aquí está la pequeña Emily en persona. Y el
muchacho ese con ella. Por mi alma que es un fiel caballero; no la abandona ni un instante.
Ham era en aquella época constructor de barcos. Había cultivado su gusto natural por
aquel oficio y había llegado a ser un obrero muy hábil. Llevaba su traje de trabajo y, a pesar
de cierta rudeza, su aire de honradez y de viril franqueza hacían de él un protector
muy bien proporcionado para la preciosa criatura que llevaba a su lado. La lealtad de su
rostro, el orgullo y el cariño que le inspiraba Emily realzaban su buen aspecto, y yo me
decía, al verlos acercarse, que se compenetraban perfectamente en todos los sentidos.
Cuando los detuvimos para hablarles, ella soltó suavemente el brazo de su novio y
enrojeció tendiendo la mano a Steerforth y después a mí. Cuando volvieron a ponerse en
marcha después de haber cambiado algunas palabras con no sotros, Emily no cogió de
nuevo el brazo de Ham, y andaba sola, todavía tímida y confusa. Yo admiraba la gracia y
la delicadeza de sus movimientos y Steerforth parecía de la misma opinión mientras les
mirábamos alejarse en la claridad de la luna nueva.
De pronto una mujer joven pasó a nuestro lado: era evidente que los seguía. No la
habíamos oído acercarse; pero vi un momento su rostro delgado, y me pareció recordarla.
Iba ligeramente vestida y tenía el aire atrevido y la mirada perdida y un aspecto de
mísera vanidad; pero por el mo mento no parecía pensar en nada; sólo tenía una idea en la
cabeza: alcanzarlos. Como el horizonte se oscurecía a lo lejos no nos permitía ya
distinguir a Emily ni a su novio, y la mujer que los seguía desapareció también sin haber
ganado terreno sobre ellos. Después ya no vimos más que el mar y las nubes.
-Es un fantasma muy sombrío para seguir a esa muchacha -dijo Steerforth sin moverse- ¿Qué significa eso?
Hablaba en voz baja y con un acento que me pareció extraño.
-Le querrá pedir limosna -dije.
-Las mendigas no son raras aquí -dijo Steerforth-; pero es sorprendente que alguna haya
tomado esa forma esta noche.
-¿Por qué? -pregunté.
-Sencillamente -dijo después de un momento de silencio- porque precisamente estaba
yo pensando en algo semejante cuando ha aparecido; por eso me pregunto de dónde diablos podrá haber salido.
-De la sombra que proyecta esta tapia, supongo -dije señalando un muro que seguía el
camino en el que acabamos de desembocar.
-En fin, ya ha desaparecido -respondió mirando por encima de su hombro- ¡Ojalá la
desgracia desaparezca con ella! Vamos a comer.
Pero lanzó una nueva mirada por encima de su hombro hacia la línea del océano que
brillaba a lo lejos, y repitió muchas veces aquel movimiento. Todavía murmuró algunas
palabras entrecortadas durante el resto de nuestro camino, y no pareció olvidar el
incidente hasta que se encontró sentado en la mesa al lado de un buen fuego y a la claridad de las velas.
Littimer nos esperaba y produjo sobre mí su efecto acostumbrado. Cuando le dije que
esperaba que mistress Steerforth y miss Dartle siguieran bien, me respondió en un tono
respetuoso (y naturalmente respetable) que me daba las gra cias, que estaban bastante bien
y que me saludaban. No me dijo más y, sin embargo, me pareció que decía claramente:
«Es usted muy joven; es usted extraordinariamente joven».
Casi habíamos acabado de comer cuando dio un paso fuera del rincón desde donde
vigilaba nuestros movimientos, mejor dicho los míos, y dijo a Steerforth:
-Perdón, señorito; miss Mowcher está aquí.
-¿Quién? -preguntó Steerforth con sorpresa.
-Miss Mowcher, señorito.
-¡Vamos! ¿Y qué ha venido a hacer aquí? Y-dijo Steerforth.
-Parece ser, señor, que es de esta región. Me han dicho que todos los años da una vuelta
profesional por este lado. La he encontrado en la calle esta mañana, y me ha preguntado
si podría tener el honor de presentarse aquí después de comer el señorito.
-¿Conoces a la gigante en cuestión, Florecilla? – me preguntó Steerforth.
Tuve que confesar con cierta vergüenza, por tener que ha cerlo ante Littimer, que no conocía a miss Mowcher.
-Bien, pues vas a conocerla -dijo Steerforth-. Es una de las siete maravillas del mundo…
Cuando venga miss Mowcher, que pase.
Sentía cierta curiosidad por conocer a aquella señora, tanto más porque Steerforth
soltaba la carcajada cada vez que yo hablaba de ella y se negaba en rotundo a responder a
las preguntas que le dirigía. Permanecí, por lo tanto, en un estado de curiosa expectación.
Hacía media hora que habían quitado el mantel y estábamos con una botella de vino a
nuestro lado, cuando se abrió la puerta y, con su tranquilidad habitual, Littimer anunció:
-Miss Mowcher.
Miré hacia la puerta, pero no vi nada; volví a mirar, pensando cuánto tardaba miss
Mowcher en aparecer, cuando, con gran sorpresa, vi surgir al lado de un diván colocado
entre la puerta y yo a una enana de unos cuarenta o cuarenta y cinco años; tenía la cabeza
muy grande, los ojos grises, muy maliciosos, y los brazos tan cortos, que para acercar el
dedo con picardía a su nariz, mientras miraba a Steerforth, se vio obligada a bajar la
cabeza para acercar la nariz al dedo. Su papada era tan gruesa, que las cintas y la roseta
de su sombrero desaparecían debajo. No tenía cuello, no tenía talle, no tenía piernas, pues
aunque era del tamaño corriente hasta el sitio en que debía haberse encontrado el talle, y
aunque poseía pies como todo el mundo, era tan bajita que resultaba delante de una silla
lo que cualquier persona delante de una mesa. Depositó sobre la silla el bolso que
llevaba. Iba vestida de un modo algo descuidado, y su nariz parecía una prolongación de
su dedo o viceversa, a causa de la dificultad de que he hablado, y con la cabeza inclinada
a un lado y guiñando un ojo de la manera más maliciosa, empezó por fijar en Steerforth
sus ojillos penetrantes, después de lo cual dejó escapar un torrente de palabras.
-¡Cómo, linda flor! -empezó alegremente sacudiendo su gran cabeza hacia él-. ¿Está
usted aquí? ¡Oh, la mala persona! ¡Qué vergüenza! ¿Qué ha venido usted a hacer tan lejos
de su casa? Algo malo, estoy segura. ¡Ah, es usted una buena pieza! Y yo otra, ¿no es
así? ¡Ja, ja, ja! Habría usted apostado cien libras contra cinco guineas a que no me encontraba
aquí. Pues ya lo ve, estoy en todas partes. Aquí, allí, ¿y dónde no? Como la
media corona del escamoteador en el pañuelo de una señora. A propósito de pañuelos y
de señoras: su querida madre, ¡qué contenta estará de tener un hijo como usted!
En este pasaje de su discurso, miss Mowcher desanudó su sombrero, se echó las bridas
hacia atrás y, toda sofocada, se sentó en un taburete delante del fuego, de manera que la
mesa formaba una especie de dosel de caoba sobre su cabeza.
-¡Oh las estrellas del cielo con todos sus nombres! -continuó golpeando con una mano
cada una de sus rodillas y mirándome con malicia- Estoy demasiado acostumbrada; eso
debe ser, Steerforth. Y después de subir unas cuantas escaleras me cuesta tanto trabajo
recobrar la respiración como si hubiera sacado un cubo de agua de un pozo. Vamos, que
si me viese usted asomada a una ventana creería que era una mujer hermosa ¿no?
-No pienso otra cosa cada vez que la veo -replicó Steerforth.
-Vamos, cállese, perro -gritó la pequeña criatura ame nazándole con el pañuelo con que
se enjugaba el rostro- ¡no sea usted impertinente! Pero le doy mi palabra de honor de que
la semana pasada, estando en casa de lady Mithers… ¡Esa sí que es una mujer! ¡Cómo se
conserva!… Pues mientras la esperaba entró míster Mithers en persona en la habitación
donde yo esperaba a su mujer. ¡Vaya un hombre! ¡Cómo se conserva también! Y su
peluca lo mismo, pues la tiene desde hace diez años; pues, como decía, míster Mithers se
deshizo tan locamente en cumplidos, que temí verme obligada a llamar a la campanilla.
¡Ja, ja, ja! Es un pícaro muy simpático; es una lástima que no tenga principios.
-¿Y que iba usted a hacer a casa de lady Mithers? -preguntó Steerforth.
-Eso ya serían chismes, querido hijito -contestó ella volviendo a poner el dedo en la
nariz con su guiño de ojos, como un duendecillo de inteligencia sobrenatural-. Eso no le
importa. Usted querría saber si impido que sus cabellos caigan, o si le quito las canas, o si
le cambio el color, o si le arreglo las cejas ¿no es así? Pues bien, querido mío; todo, todo
lo sabrá usted cuando yo se lo diga. ¿Sabe usted el nombre de mi bisabuelo?
-No -dijo Steerforth.
-Walker, querido mío -replicó miss Mowcher-, y descendía de una larga línea de
Walkers; así, yo heredo todos los estados de Hookey.
Nunca he visto nada comparable a los guiños de ojos de miss Mowcher de no ser el
aplomo de miss Mowcher. Tenía una manera especial de inclinar la cabeza hacia un lado
para escuchar cuando se le hablaba, levantando un ojo como las urracas, o cuando
esperaba una respuesta a sus observaciones. Yo estaba tan sorprendido que la miraba fijo,
olvidando completamente, mucho me temo, de las reglas más indis pensables de la educación.
Había conseguido acercarse la silla, y hundiendo su bracito en el bolso varias veces
sacó una cantidad de botellitas, de cepillos, de esponjas, de peines, de trozos de papel, de
tenacillas y de otros instrumentos, que iba amontonando fuera. Se detuvo en medio de su
ocupación para decir a Steerforth, con gran confusión mía:
-¿Quién es este señor?
-Míster Copperfield -dijo Steerforth-, que deseaba mucho conocerla.
-Pues la ocasión la pintan calva. Ya me parecía a mí que tenía ganas -dijo miss
Mowcher acercándose a mí riendo, con su bolso en la mano- El rostro como un
melocotón –dijo poniéndose de puntillas para llegar a mis mejillas- Completamente
tentador. Me gustan mucho los melocotones. Tengo mucho gusto en conocerle, míster Copperfield, se lo aseguro.
Le respondí que yo me felicitaba de haber tenido el honor de conocerla, y que el gusto era recíproco.
-¡Oh, Dios mío, qué amabilidad! -exclamó miss Mowcher haciendo un pequeño
esfuerzo para cubrir su ancha cara con su manita-. ¡Qué de mentiras y de patrañas hay en el mundo!
Esto nos lo decía a modo de confidencia a los dos, mientras la manita abandonaba el
rostro y el bracito desaparecía de nuevo por completo en el bolso.
-¿Qué quiere usted decir, miss Mowcher? -preguntó Steerforth.
-¡Ja, ja, ja! ¡Qué plaga de farsantes! ¿No es verdad, hijo mío? -replicó la mujercita
buscando en el bolso con un ojo en el aire y la cabeza de lado- Miren ustedes -dijo sacando
un paquetito- «recortes de las uñas del príncipe ruso… Príncipe Alfabeto revuelto»,
como yo le llamo, porque su nombre tiene todas las letras del alfabeto mezcladas.
-El príncipe ruso es uno de sus clientes ¿no es así? -preguntó Steerforth.
-Ya lo creo, hijo mío -replicó miss Mowcher-; le corto las uñas dos veces por semana,
las de las manos y las de los pies.
-¿Y supongo que le pagará bien? -dijo Steerforth.
-Habla con la nariz, pero paga bien -dijo miss Mowcher- Ninguno de vuestros
petimetres se le puede comparar; estaríais de acuerdo si vierais sus bigotes, rojos por naturaleza
y negros gracias al arte.
-Gracias al arte de usted, naturalmente -dijo Steerforth.
Miss Mowcher guiñó un ojo en signo de asentimiento.
-Se ha visto en la necesidad de enviarme a buscar; no podía por menos. El clima hace
daño al tinte, y aquello podía pasar en Rusia; pero aquí no. Usted no ha visto en todos los
días de su vida a un príncipe en el estado que yo le encontré, oxidado como un hierro viejo.
-¿Y es a él a quien llamaba usted un farsante hace un momento? -preguntó Steerforth.
-¡Oh! Es usted un chico muy avispado -replicó miss Mowcher moviendo la cabeza-. He
dicho que todos en general somos unos farsantes, y le he enseñado como prueba las uñas
del príncipe. Y es que, ¿ven ustedes? Las uñas del príncipe me sirven más en las familias
que todos los talentos juntos. Las llevo siempre conmigo; son mi carta de recomendación.
Si miss Mowcher corta las uñas a un príncipe, no hay más que hablar, dicen a todos. Se
las doy a las jóve nes que, yo creo, las ponen en álbumes, ¡ja, ja, ja! Palabra de honor que
todo el edificio social (como dicen estos señores cuando hacen discursos parlamentarios)
no reposa más que sobre las uñas de príncipes -dijo aquella mujercita tratando de cruzar
los brazos y sacudiendo su gran cabeza.
Steerforth reía de todo corazón, y yo también. Miss Mowcher continuaba moviendo la
cabeza, que llevaba de lado, y mirando hacia arriba con un ojo mientras guiñaba el otro.
-Bien, bien -dijo golpeando sus rodillitas-; pero esto no son los negocios. Veamos,
Steerforth, una exploración en las regiones polares y terminamos.
Escogió dos o tres de sus ligeros instrumentos y un frasquito y preguntó, con gran
sorpresa mía, si la mesa era fuerte. Ante la respuesta afirmativa de Steerforth, acercó una
silla, me pidió que la ayudara, y se subió con bastante ligereza encima de la mesa, como si fuera un escenario.
-Si alguno de ustedes me ha visto los tobillos -dijo una vez arriba- no necesito decir que me ahorcaré.
-Yo no he visto nada -dijo Steerforth.
-Ni yo tampoco -dije.
-Pues bien; entonces -exclamó miss Mowcher- consiento en seguir viviendo. Ahora
venga usted a la prisión para ser ejecutado.
Steerforth, cediendo a sus instancias, se sentó de espaldas a la mesa, y volviendo hacia
mí su rostro sonriente, some tió su cabeza al examen de la enana, evidentemente sin otro
objeto que el de divertirnos. Era un curioso espectáculo ver a miss Mowcher inclinada
sobre él y examinando sus hermosos cabellos oscuros, con ayuda de una lupa que acababa de sacar de su bolsillo.
-Vamos, ¡es usted un chico guapo! -dijo miss Mowcher después de un corto examen-;
pero si no fuera por mí estaría usted calvo como un monje antes de fin de año. Sólo le
pido un minuto más; voy a lavarle los cabellos con un agua que se los conservará diez años.
Al mismo tiempo vertió el contenido del frasquito sobre un trocito de franela; después,
empapando en la misma preparación uno de los cepillitos, empezó a frotar la cabeza de
Steerforth con una actividad incomparable, y siempre ha blando sin parar.
-¿Conoce usted a Carlos Pyegrave, el hijo del duque? -dijo mirando a Steerforth por encima de su cabeza.
-Un poco -dijo Steerforth.
-¡Ese es un hombre! ¡Y esas son patillas! Si tuviera las piernas tan derechas, no tendría
igual. ¿Querrá usted creer que ha pretendido prescindir de mí? ¡Un oficial de la guardia!
-¡Loco! -dijo Steerforth.
-Lo parece; pero loco o no, lo ha intentado -replicó miss Mowcher-. ¿Y qué creerá
usted que ha hecho? Pues entra en una peluquería y pide una botella de agua de Madagascar.
-¿Carlos?
-Carlos en persona; pero no tenían agua de Madagascar.
-¿Y qué es eso? ¿Algo de beber? -preguntó Steerforth.
-¿De beber? -replicó miss Mowcher, deteniéndose para darle una palmadita en la cara-.
Para arreglarse él solo los bigotes, ¿sabe? Había en la tienda una mujer de cierta edad, un
verdadero grifo que nunca había oído aquel nombre. «Per done, caballero -dijo el grifo a
Carlos- ¿no será… no será colorete por casualidad?…» «¿Colorete? -dice Carlos al grifo-.
Y ¿qué quiere usted que haga yo con el colorete?…» «Perdón, caballero -dijo la mujer-;
nos piden ese artículo bajo nombres tan diferentes, que pensaba que quizá era uno más.»
He ahí, querido mío -continuó miss Mowcher frotando con todas sus fuerzas-; he ahí otra
prueba de todos esos farsantes de que hablaba hace un momento. Y no digo que no esté
yo mezclada en ello como cualquiera, quizá más, quizá menos; pero, hijo mío, ¿eso qué tiene que ver?
-¿En qué dice usted que está mezclada, en el colorete? -dijo Steerforth.
-No tiene usted más que relacionar una cosa con otra, mi querido discípulo -dijo la
astuta miss Mowcher tocándose la punta de la nariz-; tuve acceso al secreto profesional
de todos los comercios y el producto le dará el resultado deseado. Y digo que también yo
voy un poco por ese camino, porque hay señoras que dicen que me llaman para un
bálsamo de los labios, otras me piden guantes, otras una camiseta y otras un abanico. Yo
le doy el nombre que ellas quieren y les proporciono el mismo artículo a todas; pero nos
guardamos tan bien el secreto y disimulamos de tal modo, que tanto se cuidarían de darse
el colorete delante de mí como delante de cualquier persona. ¿No tienen a veces el
descaro de decirme, con un dedo de colorete en la cara: «¿Cómo me encuentra usted,
miss Mowcher, no estoy un poco pálida?». ¡Ja, ja, ja! También esas son farsantes, ¿qué les parece, amiguitos?
Nunca en mi vida he visto nada semejante a miss Mowcher de pie sobre la mesa riendo
de su gracia y frotando sin descanso el cráneo de Steerforth, mientras me guiñaba un ojo
mirándome por encima de su cabeza.
-¡Ah! Por esta tierra no me piden mucho ese artículo -dijo-, y me extraña, pues no he
visto ni una mujer bonita desde que estoy aquí, Steerforth.
-¿No? -dijo Steerforth.
-Ni la sombra de una -replicó miss Mowcher.
-Nosotros podríamos enseñarle una en carne y hueso -dijo Steerforth volviéndose hacia
mí-. ¿No es verdad, Florecilla?
-Ya lo creo -respondí.
-¡Hum! -dijo la diminuta criatura mirándome de un modo penetrante y lanzando
después una ojeada a Steerforth-. ¡Hum!
La primera exclamación parecía una pregunta dirigida a los dos; la segunda era
evidentemente dirigida a Steerforth.
No recibiendo ni de uno ni de otro la respuesta que sin duda esperaba, continuó
frotando con la cabeza inclinada y mirando al techo como si buscara allí la contestación y esperase verla aparecer.
-¿Una hermana suya, míster Copperfield? -exclamó después de un momento de silencio
y conservando siempre la misma actitud- ¿Una hermana suya?
-No -dijo Steerforth, sin darme tiempo a contestar- nada de eso. Al contrario, o mucho
me equivoco o míster Copperfield tenía gran admiración por ella.
-¡Cómo! ¿Ahora ya no la tiene? -replicó miss Mowcher- ¿Es inconstante? ¡Qué
vergüenza! «Aspira cada flor y cambia cada hora… hasta que Polly a su pasión le corresponde …» ¿Se llama Polly?
Aquel diablillo me lanzó la pregunta tan bruscamente y me miraba con tanta astucia,
que quedé desconcertado por completo.
-No, miss Mowcher; se llama Emily -le contesté.
-¡Hum! -exclamó exactamente en el tono de antes-. ¡Qué charlatana soy, míster Copperfield!; pero no soy indiscreta.
Su tono y sus miradas expresaban algo que no me resultaba agradable tratándose de
aquel asunto; así es que dije, en tono más grave del que habíamos empleado hasta aquel momento:
-Es tan virtuosa como bonita, y está prometida en matrimonio al hombre más excelente
y digno. Además, la estimo tanto por su buen sentido como la admiro por su belleza.
-¡Bien dicho! -exclamó Steerforth- ¡Bravo, bravo, bravo! Ahora voy a saciar la
curiosidad de esta pequeña Fátima, Florecilla, para no dejarle nada por adivinar. En la actualidad,
miss Mowcher, esa muchacha es aprendiza en la casa de Omer y Joram,
«Modas, novedades, etc.» , de esta ciudad. ¿Se fija usted? Omer y Joram. La promesa de
matrimonio de la cual habla mi amigo está hecha entre ella y su primo; nombre de pila,
Ham; apellido, Peggotty; ocupación, constructor de barcos; también de esta ciudad. Vive
con un pariente; nombre de pila, no lo sé; apellido, Peggotty; ocupación, marinero;
también de esta ciudad. Es el hada más linda y encantadora del mundo; yo la admiro,
como mi amigo, extraordinariamente, y si no fuera por no disgustar a Copperfield, diría
que al casarse desmerece, que podía aspirar a mucho más; estoy seguro, y lo juro, ha nacido para señora.
Miss Mowcher escuchaba estas palabras, que eran dichas despacio y claramente, con la
cabeza de medio lado y el ojo en el aire, como si todavía esperara la contestación.
Cuando Steerforth terminó de hablar, volvió a frotarle y a charlar con sorprendente volubilidad.
-¡Oh! ¿Es eso todo? -exclamó cortándole las patillas con unas inquietas tijeritas que
hacía revolotear en todas direcciones alrededor de su cabeza- ¡Muy bien, muy bien!
Igual que una novela. Y al final: «vivieron felice s», ¿no es así? ¡Ah! ¿Cómo se dice en el
juego? « Amo a mi amor con E porque es Encantadora, la odio con E porque ha
Empeñado su palabra, la llevo a todo lo Exquisito y pienso proponerle una Evasión: Se
llama Emily y vive en el Este: ¡Ja, ja, ja! Míster Copperfield, ¿no le parezco un mamarracho?
Mirándome fijamente con extravagante astucia y sin esperar respuesta, continuó sin tomar aliento:
-¡Ya está! Si existe una mala persona peinada y arreglada a la perfección es usted,
Steerforth. Y si hay una mollera que me sepa yo de memoria es la suya, ¿me oye lo que le
digo, querido? Le entiendo perfectamente -dijo inclinándose hacia él- Ahora puede
usted marcharse, como decimos en la corte, y si míster Copperfield quiere tomar su lugar…
-¿Qué dices, Florecilla? -preguntó Steerforth riendo y cediéndome la silla- ¿Quieres probar?
-Gracias, miss Mowcher; esta noche no.
-No diga que no -repuso la mujercita mirándome como experta- un poquito más de cejas.
-Gracias, en otra ocasión.
-Le hace falta una octava de pulgada más hacia la sien -dijo miss Mowcher- es cosa de pocos días.
-No, gracias; ahora no.
-¿Y no quiere usted un poco de tupé? -insistió-. ¿No? Déjeme, por lo menos, ahuecarle
un poco el pelo, y después pasaremos a las patillas, ¡vamos!
No pude por menos de enrojecer al negarme, pues sentía que acababa de tocar mi punto
flaco. Pero miss Mowcher, viendo que no estaba dispuesto a soportar las mejoras que su
arte podía causar en mi persona, y que me resistía por el momento a las seducciones del
frasquito que tenía en la mano preparado para mí, me dijo que no tardaríamos en
volvernos a ver, y me pidió que la ayudara a bajar de las alturas. Gracias a este socorro
bajó rápidamente y empezó a doblar su papada por encima de los cordones del sombrero.
-¿Le debo?… -dijo Steerforth.
-Cinco chelines, y es de balde, muchacho. ¿No es verdad que le parezco muy tribial, míster Copperfield?
Respondí cortésmente: «Nada de eso» ; pero pensaba que lo era bastante, cuando un
momento después le vi lanzar al aire la moneda de cinco chelines, cogerla como un
escamoteador y deslizarla en su bolsillo dando un golpecito encima.
-Esta es la gaveta -dijo miss Mowcher; y acercándose a la silla volvió a meter en el
bolso todas las menudencias que había sacado-. Veamos -dijo- ¿lo tengo ya todo? Me
parece que sí. No sería agradable encontrarse en la situación de Ned Biadwood, cuando le
llevaron a la iglesia para casarle y habían olvidado a la novia. ¡Ja, ja, ja! Es francamente
una mala persona el tal Ned; ¡pero tan gracioso! Ahora ya sé que les voy a destrozar el
corazón; pero no tengo más remedio que marcharme. Ya pueden hacer acopio de valor
para soportarlo. Adiós, míster Copperfield; cuídese mucho, Jockey de Norfolk. ¡Cuánto
he charlado! ¡Pero ustedes tienen la culpa, picaruelos! Bueno, les perdonaré. «Bob
swore» , como decía aquel inglés, por buenas noches, des pués de su primera lección de
francés, «Bob swore», duques míos.
Con su bolso colgando del brazo y sin dejar de charlar se adelantó, balanceándose,
hacia la puerta y se detuvo de pronto para preguntarnos si no queríamos un mechón de
sus cabellos. « Le debo parecer muy tribial, míster Copperfield» , dijo como comentario a
aquella proposición, y desapareció con el dedo apoyado en la nariz.
Steerforth reía de tan buena gana que no pude por menos de hacer otro tanto; de no ser
así, no sé si me habría reído. Después de aquella explosión de alegría, que duró un
momento, me dijo que miss Mowcher tenía una clientela muy numerosa y que se hacía
necesaria a muchísima gente de modos muy distintos. Había personas que la trataban con
ligereza, considerándola únicamente como una muestra de las extravagancias de la
naturaleza; pero tenía un espíritu tan fino y observador como el que más; y si tenía los
brazos cortos, no tenía la inteligencia menos larga. Añadió que había dicho la verdad al
vanagloriarse de estar a la vez en todas partes; pues de vez en cuando hacía excursiones
por provincias, donde siempre encontraba clientes nuevos, y terminaba por conocer a
todo el mundo. Le pregunté cuál era su carácter; si no eran todo equívocos en ella, y si su
simpatía se inclinaba por lo general a lo bueno; pero viendo que mis preguntas no le
interesaban, después de dos o tres tentativas renuncié a repetírselas. En cambio, me contó
una multitud de detalles sobre su habilidad y sus ganancias; me dijo que era una
especialista poniendo ventosas, y que me lo prevenía por si alguna vez necesitaba pedirle ese servicio.
Miss Mowcher fue el principal tema de nuestra conversación durante la noche, y
cuando nos separamos todavía Steerforth se inclinó por la barandilla de la escalera
mientras yo bajaba para decirme: «Bob swore».
A1 llegar ante la casa de Barkis me sorprendió mucho el encontrar a Ham paseando de
arriba abajo, y todavía me sorprendió más el saber que la pequeña Emily estaba en casa
de su tía. Le pregunté, naturalmente, cómo no había entrado, en lugar de pasearse de arriba abajo por la calle.
-¿Sabe usted, señorito Davy? -dijo titubeando- Es porque Emily está hablando con una persona.
-Mayor razón para que tú también estuvieras, Ham.
-Sí, señor; en general es verdad -replicó- pero, ¿sabe usted, señorito Davy? -dijo
bajando la voz y en tono grave-. Es una joven, una muchacha que Emily conoció en otro
tiempo y a la que ahora no debía tratar.
Sus palabras fueron un rayo de luz que vino a aclarar mis dudas sobre la persona que les seguía algunas horas antes.
-Es una pobre muchacha, señorito Davy, vilipendiada por todo el pueblo. No hay
muerto en el cementerio cuyo fantasma fuera capaz de hacer huir a la gente más que ella.
-¿No es la que os seguía esta noche por la playa?
-¿Nos seguía? -dijo Ham- Es posible, señorito Davy; yo no sabía que estuviera aquí;
pero se ha acercado a la ventanita de Emily cuando ha visto luz, y ha dicho en voz baja:
«Emily, Emily, por amor de Dios, ten corazón de mujer conmigo. Yo era antes como tú»
. Y eran palabras muy solemnes, señorito Davy; ¿cómo negarse a oírlas?
-Tienes razón, Ham; y Emily ¿qué ha hecho?
-Emily le ha dicho: «Martha, ¿eres tú? ¿Es posible, Martha, que seas tú?». Pues habían
trabajado juntas durante mucho tiempo en casa de míster Omer.
-¡Ya la recuerdo! -exclamé, pues recordaba a una de las dos muchachas que había visto
la primera vez que estuve en casa de míster Omer. La recuerdo perfectamente.
-Martha Endell -dijo Ham- tiene dos o tres años más que Emily; pero también han estado en la escuela juntas.
-No he sabido nunca su nombre; dispensa que te haya interrumpido.
-La historia no es muy larga, señorito Davy -dijo Ham- Esta es en pocas palabras:
«Emily, Emily, por amor de Dios, ten corazón de mujer conmigo, yo era antes como tú».
Quería hablar con Emily. Emily no podía hablar en casa, pues había vuelto su tío y, a
pesar de lo bueno y caritativo que es, no querría, no podría, señorito Davy, ver a esas dos
muchachas juntas, ni por todos los tesoros ocultos en el mar.
Ya lo sabía yo; no necesitaba que Ham me lo aclarase.
-Por lo tanto, Emily escribió con lápiz en un papelito y se lo dio por la ventana. «
Enseña esto – la decía- a mistress Barkis y ella te hará sentar al lado del fuego, por amor
mío, hasta que mi tío salga y yo pueda ir a hablarte.» Después me dijo lo que le acabo de
contar, pidiéndome que la trajera aquí. ¿Qué podía hacer yo? Emily no debía tratar a una
mujer como esa; pero, ¿cómo quiere usted que le niegue algo si me lo pide llorando?
Hundió la mano en el bolsillo de su gruesa chaqueta y sacó con mucho cuidado una linda bolsita.
-Y si fuera capaz de negarle algo cuando llora, señorito Davy -dijo Ham extendiendo
cuidadosamente la bolsita en su mano callosa-, ¿cómo habría podido negarme a traerle
esto aquí, si sabía lo que quería hacer? ¡Una joyita como esta -dijo Ham mirando la bolsa,
pensativo-, y con tan poco dinero! ¡Emily, querida mía!
Le estreché la mano calurosamente cuando volvió a meter la bolsita en el bolsillo, pues
no sabía cómo expresarle toda mi simpatía, y continuamos paseando de arriba abajo en
silencio durante algunos minutos. La puerta se abrió entonces, y Peggotty hizo señas a
Ham para que entrara. Yo habría querido quedarme fuera; pero Peggotty volvió a
asomarse, rogándome que pasase. También me habría gustado evitar la habitación donde
estaban reunidos; pero era aquella cocinita limpia que ya he mencionado, cuya puerta
daba directamente a la calle, de modo que me encontré en medio del grupo antes de saber dónde meterme.
La muchacha que había visto en la playa estaba allí, al lado del fuego, sentada en el
suelo, con la cabeza y los brazos apoyados en una silla, que Emily acababa de abandonar
y sobre la cual había tenido sin duda a la pobre abandonada apoyada sobre sus rodillas.
Apenas vi su rostro, pues tenía los cabellos sueltos como si se hubiera despeinado ella
misma. Sin embargo, pude ver que era joven y que tenía una voz hermosa. Peggotty había
llorado, y la pequeña Emily también. A nuestra llegada no pronunciaron ni una palabra, y
el tictac del viejo reloj holandés parecía diez veces más fuerte que de costumbre en aquel profundo silencio.
Emily habló la primera.
-Martha querría ir a Londres, Ham.
-¿,Por qué a Londres? -respondió Ham.
Estaba de pie entre ellas y miraba a la joven postrada en tierra con una mezcla de
compasión y de disgusto por verla en compañía de la que amaba tanto. Siempre he recordado aquella mirada.
Hablaban bajo, como si se tratara de una enferma; pero se entendía claramente todo,
aunque sus voces eran sólo un murmullo.
-Allí estaré mejor que aquí -dijo en voz alta Martha, que seguía en el suelo- Nadie me
conoce; mientras que aquí todo el mundo sabe quién soy.
-¿Y qué va a hacer allí? -preguntó Ham.
Martha se levantó, le miró un momento de un modo sombrío; después, bajando la
cabeza de nuevo, se pasó el brazo derecho alrededor del cuello con una viva expresión de dolor.
-Tratará de portarse bien -dijo la pequeña Emily-. No sabes todo lo que nos ha contado.
¿Verdad tía que no pueden saberlo?
Peggotty sacudió la cabeza con compasión.
-Sí; lo intentaré -dijo Martha- si ustedes me ayudan a marcharme. Peor que aquí no
podré ser. Quizá sea mejor. ¡Oh -dijo con un estremecimiento de terror- arrancadme de
estas calles, donde todo el mundo me conoce desde la infancia!
Emily extendió la mano, y vi que Ham ponía en ella una bolsita. Ella la cogió, creyendo
que era su bolsa, y dio un paso; después, dándose cuenta de su error, volvió hacia él (que
se había retirado hacia mí) enseñándole lo que le aca baba de dar.
-Es tuyo, Emily -le dijo- Yo no tengo nada en el mundo que no sea tuyo, querida mía,
y para mí no hay placer más que en ti.
Los ojos de Emily volvieron a llenarse de lágrimas; después se acercó a Martha. No sé
lo que le dio. La vi inclinarse hacia ella y ponerle dinero en el delantal. Pronunció
algunas palabras en voz baja, preguntándole si sería suficiente. «Más que suficiente», dijo
la otra, y cogiéndole la mano se la besó.
Después, envolviéndose en su chal, ocultó el rostro en él y se acercó a la puerta
llorando ardientes lágrimas. Se detuvo un momento antes de salir, como si quisiera decir
algo; pero no dijo nada, y salió lanzando un gemido sordo y doloroso.
Cuando la puerta se cerró, la pequeña Emily nos miró a todos, después ocultó la cabeza
entre las manos y se puso a sollozar.
-Vamos, Emily -dijo Ham dándole con dulzura en el hombro- vamos; no llores así.
-¡Oh! -exclamó ella con los ojos llenos de lágrimas- no soy todo lo buena que debía
ser, Ham; no soy todo lo agradecida que debía.
-Sí que lo eres -dijo Ham- estoy seguro.
-No -contestó la pequeña Emily sollozando y sacudiendo la cabeza- no soy tan buena
como debiera, ni mucho menos, ¡ni mucho menos!
Y seguía llorando como si su cora zón fuera a romperse.
-Abuso demasiado de tu amor, lo sé; te llevo la contraria; soy desigual contigo.
¡Cuando debía ser tan distinta! ¡No serías tú quien se portara así conmigo! ¿Por qué soy
mala entonces, cuando sólo debía pensar en demostrarte mi agradecimiento y en tratar de hacerte dichoso?
-Me haces completamente dichoso -dijo Ham- ¡Soy tan dichoso cuando te veo, querida
mía! Y también soy feliz todo el día pensando en ti.
-¡Ah! ¡Eso no es bastante! -exclamó ella- pues eso proviene de tu bondad y no de la
mía. ¡Oh! Habrías podido ser mucho más feliz, Ham, queriendo a otra muchacha, a una
criatura más sensata y más digna de ti, a una mujer que fuera tuya por completo, y novana y caprichosa como yo.
-¡Pobre corazoncito! –dijo Ham en voz baja-. Martha la ha trastornado por completo.
-Te lo ruego, tía -balbució Emily-; ven aquí para que apoye mi cabeza en tu hombro.
Soy muy desgraciada esta noche, tía; me doy cuenta muy bien de que no soy todo lo buena que debiera ser.
Peggotty se había apresurado a sentarse al lado del fuego. Emily, de rodillas a su lado,
con los brazos alrededor de su cuello, la miraba suplicante.
-¡Oh, te lo ruego, tía, ayúdame! ¡Ham, amigo mío, trata también de ayudarme tú!
¡Señorito Davy, por el recuerdo del tiempo pasado, ayúdeme también! Quiero ser mejor
de lo que soy. Quiero sentirme mil veces más agradecida. Querría recordar a todas horas
la felicidad de ser la mujer de un hombre tan bueno y de poder llevar una vida tranquila.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi corazón! ¡Ay de mi corazón!
Ocultó la cabeza en el pecho de mi antigua niñera y, cesando en sus súplicas que, en su
angustia, eran a la vez de mujer y de niña, como toda su persona, como el carácter mismo
de su belleza, continuó llorando en silencio, mientras Peggotty la tranquilizaba como a un niño que llora.
Poco a poco se fue normalizando y pudimos consolarla hablándole al principio, dándole
valor después, para terminar con un poco de broma. Emily empezó por levantar la cabeza
y hablar también; después llegó a sonreír, y después a reír y, por fin, a sentirse un poco
avergonzada; entonces Peggotty arregló sus bucles revueltos y le enjugó los ojos por temor
a que su tío, al verla entrar, preguntase por qué había llorado su niña querida.
Aquella noche la vi hacer lo que no la había visto hacer nunca. La vi besar a su
prometido en la mejilla y, después, estrecharse contra aquel tronco robusto, como
buscando su más seguro apoyo. Cuando se alejaban, yo los miraba a la claridad de la
luna, comparando en mi espíritu esta partida con la de Martha, y vi que Emily le tenía
agarrado el brazo con las dos manos y seguía estrechamente unida a él.