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Capítulo 23

David Copperfield – Charles Dickens
CORROBORO LA OPINIÓN DE MÍSTER DICK Y ME DECIDO POR UNA PROFESIÓN

A la mañana siguiente, cuando me desperté, pensé mucho en la pequeña Emily y en su
emoción de la noche anterior después de la partida de Martha. Me parecía que, al haber
sido testigo de aquellas debilidades y ternuras de familia, había entrado en una
confidencia sagrada y no tenía derecho a revelarla ni aun a Steerforth. Por ninguna
criatura del mundo experimentaba un sentimiento más dulce que el que me inspiraba la
preciosa criaturita que había sido la compañera de mis juegos y a quien había amado tan
tiernamente entonces, como estaba y estaré convencido hasta mi muerte. Me habría
parecido indigno de mí mismo, indigno de la aureola de nuestra pureza infantil, que yo
veía siempre alrede dor de su cabeza, el repetir a los oídos de Steerforth lo que ella no
había podido callar en el momento en que un incidente inesperado la había forzado a
abrir su alma delante de mí. Tomé, pues, la decisión de guardar en el fondo del corazón
aquel secreto, que daba -según me parecía- una gracia nueva a su imagen.
Durante el desayuno me entregaron una carta de mi tía. Como trataba de una cuestión
sobre la que pensaba que los consejos de Steerforth valdrían tanto más que los de cualquiera
otro, decidí discutirlo con él durante nuestro viaje, radiante de poder consultarle.
Por el momento teníamos bastante con despedirnos de todos nuestros amigos. Barkis no
era el que menos sentía nuestra partida, y yo creo que de buena gana habría abierto de
nuevo su cofre y sacrificado otra moneda de oro si hubiéramos querido a ese precio
permanecer dos días más en Yarmouth. Peggotty y toda su familia estaban desesperados.
La casa entera de Omer y Joram salió a decimos adiós, y Steerforth se vio rodeado de tal
multitud de pescadores en el momento en que nuestras maletas tomaron el camino de la
diligencia, que si hubiéramos poseído el equipaje de un regimiento los mozos voluntarios
no habrían faltado para transportarlo. En una palabra, nos fuimos llevándonos el
sentimiento y el afecto de todos los conocidos y dejando tras de nosotros no sé cuántas personas afligidas.
-¿Va usted a permanecer mucho tiempo aquí, Littimer? -le dije mientras esperaba a que partiese la diligencia.
-No, señor -repuso- probablemente no estaré mucho tiempo.
-Por el momento no lo sabe -dijo Steerforth en tono indiferente-; sólo sabe lo que tiene que hacer, y lo hará.
-Estoy seguro – le respondí.
Littimer acercó la mano a su sombrero para darme las gracias por mi buena opinión, y
en aquel momento me pareció que yo no tenía más de ocho años. Nos saludó de nuevo
deseándonos un buen viaje, y le dejamos allí en medio de la calle, a aquel hombre
respetable y tan misterioso como una pirámide de Egipto.
Durante un rato permanecimos sin decir nada, pues Steerforth estaba sumido en un
silencio desacostumbrado, y yo me preguntaba cuándo volvería a ver todos aquellos
lugares testigos de mi infancia, y qué cambios tendríamos que sufrir en el intervalo ellos
y yo. Por fin, Steerforth, recobrando de pronto su alegría y animación -gracias a la
facultad que poseía de cambiar de tono a capricho -, me tiró de la manga.
-Y bien, ¿no me cuentas nada, Davy? ¿Qué decía esa carta de que me hablabas en el desayuno?
-¡Oh! -dije sacándola del bolsillo- Es de mi tía.
-¿Y te dice algo interesante?
-Me recuerda que he emprendido esta excursión con objeto de ver mundo y de reflexionar.
-Y supongo que no habrás dejado de hacerlo.
-Me veo obligado a confesarte que, a decir verdad, no me he acordado mucho; es más,
tengo miedo de haberlo olvidado por completo.
-Pues bien; mira a tu alrededor ahora -dijo Steerforth- y repara tu negligencia. Mira
hacia la derecha, y verás un país llano y bastante pantanoso; mira hacia la izquierda, y
verás otro tanto, y hacia delante, y no hay diferencia, lo mismo que hacia atrás.
Me eché a reír diciéndole que no descubría profesión adecuada para mí en el paisaje, lo
que quizá era debido a su monotonía.
-¿Y qué dice tu tía del asunto? -preguntó Steerforth mirando la carta que tenía en la
mano, ¿Te sugiere alguna idea?
-Sí -respondí-. Me pregunta si me gustaría ser procurador del Tribunal de Doctores.
¿Qué te parece?
-No sé -dijo Steerforth con tranquilidad, Me parece que igual puedes hacerte
procurador que otra cosa cualquiera.
No pude por menos de reírme al oírle poner todas las profesiones al mismo nivel, y le demostré mi sorpresa.
-¿Y qué es un procurador, Steerforth? -añadí.
-Es una especie de curial -replicó Steerforth- que actúa en el anticuado Tribunal de
Doctores, en un rincón abandonado cerca del cementerio de Saint Paul, donde vienen a
ser lo que los procuradores en los Tribunales de justicia. Es un funcionario cuya
existencia, según el curso natural de las cosas, debía haber desaparecido hace más de
doscientos años; pero voy a hacértelo comprender mejor explicándote lo que es el
Tribunal de Doctores. Es un lugar retirado, donde se aplica lo que se llama la ley
eclesiástica y donde se hacen toda clase de trampas con los antiguos monstruos de actas
del Parlamento, de los que la mitad del mundo ignora la existencia y el resto supone que
están ya en estado fósil desde los tiempos del rey Eduardo. Este Tribunal goza de un
antiguo monopolio para las causas relativas a testamentos, a contratos matrimoniales y a
las discusiones que surgen en las cuestiones de la Marina.
-Vamos, Steerforth -exclamé- no querrás hacerme creer que hay la menor relación
entre los asuntos de la Iglesia y los de la Marina.
-No tengo esa pretensión, Florecilla; sólo quiero decirte que tanto una cosa como otra
se tratan y se juzgan por las mismas personas y en el mismo Tribunal. Vas un día, y les
oyes emplear todos los términos de marina del diccionario de Yung a propósito de «La
Nancy, que ha echado a pique a la Sarah Jane», o a propósito de « míster Peggotty y los
pescadores de Yarmouth, que durante una galerna han lanzado un áncora o un cable al
Nelson, de la India, en peligro», y si vuelves algunos días después estarán examinando
los testimonios en pro y en contra de un eclesiástico que se ha portado mal, y te darás
cuenta de que el juez del proceso marítimo es al mismo tiempo abogado de la causa
eclesiástica, y viceversa. Son como los actores, que hoy hacen de jueces y mañana no;
pasan de un papel a otro, cambiando sin cesar; pero siempre es un asunto muy lucrativo
el de esta comedia de sociedad representada ante un público extraordinaria mente elegido.
-Pero los abogados y los procuradores, ¿no son la misma cosa? -pregunté confuso.
-No -replicó Steerforth-, porque los abogados son hombres que han tenido que
doctorarse en la Universidad; esa es la causa de que yo esté algo enterado. Los abogados
emplean a los procuradores; reciben en común buenos honorarios y se dan allí una vidita
muy agradable. En resumen, Davy, te aconsejo que no desprecies el Tribunal de Doctores.
Además, te diré, por si puede halagarte, que presumen de ejercer una profesión de lo más distinguida.
Descontando la ligereza con que Steerforth trataba el asunto y reflexionando en la
antigua importancia que yo asociaba en mi espíritu con el viejo rinconcito cercano al cementerio
de Saint Paul, me sentí bastante dispuesto a aceptar la proposición de mi tía,
sobre la que me dejaba en absoluta libertad, diciéndome con toda franqueza que se le
había ocurrido yendo a ver últimamente a su procurador al Tribunal para arreglar su testamento a mi favor.
-Eso sí que es digno de alabanza por parte de tu tía -dijo Steerforth cuando le
comuniqué aquella circunstancia- y merece alientos. Florecilla, mi opinion es que no desdeñes su idea.
También fue lo que yo decidí. Le dije a Steerforth que mi tía me esperaba en Londres.
Había tomado habitaciones para una semana en un hotel muy tranquilo de los alrededores
de Lincoln’s Inn Fields, decidiéndose por aquella casa en vista de que tenía una escalera
de piedra y una puerta que daba al tejado; pues mi tía estaba convencida de que no había
precaución inútil en Londres, donde todas las casas debían incendiarse por la noche.
Terminamos el viaje insistiendo de vez en cuando sobre la cuestión del Tribunal de
Doctores y pensando en los tiempos lejanos en los que yo quería ser procurador;
perspectiva que Steerforth presentaba bajo una infinidad de aspectos a cual más
grotescos, que nos hacían llorar de risa. Cuando llegamos al término de nuestro viaje, él
se dirigió a su casa, prometiéndome una visita a los dos días, y yo me encaminé a
Lincoln’s Inn Fields, donde encontré a mi tía todavía levantada y esperándome para cenar.
Si hubiera dado la vuelta al mundo desde que nos separamos, creo que no nos
habríamos sentido más dichosos al volvemos a ver. Mi tía lloraba de todo corazón
abrazándome, y me dijo, haciendo como que reía, que si mi pobre madre estuviera
todavía en el mundo no dudaba de que la pequeña inocente habría vertido lágrimas.
-Y ¿ha abandonado usted a míster Dick, tía – le pregunté-. ¡Cuánto lo siento! ¡Ah Janet! ¿Cómo está usted?
Mientras que Janet me hacía una reverencia y me preguntaba por mi salud, observé que
el rostro de mi tía se ensombrecía considerablemente.
-Yo también lo siento -dijo mi tía frotándose la na riz-, y no tengo un momento de
reposo desde que estoy aquí, Trot.
Antes de que pudiera preguntar la razón, me la dijo.
-Estoy convencida -dijo apoyando su mano encima de la mesa con una fuerza
melancólica- estoy convencida de que el carácter de Dick no es bastante enérgico para
expulsar a los asnos. Decididamente, le falta energía. Debí dejar a Janet en su lugar;
habría estado más tranquila. Hoy mismo, estoy segura que si alguna vez ha pasado un
asno por mi césped ha sido esta tarde a las cuatro –continuo vivamente- pues he sentido
un estremecimiento de la cabeza a los pies, y estoy segura de que era un asno.
Traté de consolarla, pero rechazaba todo consuelo.
-Estoy segura de que era un asno, y además ese asno inglés que montaba la hermana de
aquel Murderin el día que vino a casa (desde entonces, en efecto, mi tía no llamaba de
otro modo a miss Mourdstone), y si hay un asno en Dover cuya audacia me sea
insoportable -continuó dando un puñetazo en la mesa-, es ese animal.
Janet sugirió que quizá hacía mal mi tía preocupándose, pues creía que el burro en
cuestión estaba por el momento ocupado en transportar arena, lo que no le dejaría tiempo
para it a cometer delitos en su pradera. Pero mi tía no quería convencerse.
Nos sirvieron una buena cena, calentita, a pesar de lo lejos que estaba la cocina de las
habitaciones de mi tía, situada en el último piso. Si la había escogido así para mayor
seguridad de su dinero o por estar cerca de la puerta del tejado, no lo sé. La comida se
componía de pollo asado, rosbif y legumbres; todo excelente, y le hice honor. Mi tía, que
tenía sus prejuicios sobre los comestibles de Londres, no comía apenas.
-Apuesto cualquier cosa a que este pollo ha sido criado en una cueva, donde habrá
nacido -dijo mi tía-, y que no ha tomado el aire más que en el mercado después de
muerto. La carne supongo que será de buey, pero no estoy segura. Aquí no se encuentra
nada natural más que el lodo.
-¿Y no cree usted que este pollo pueda haber venido del campo, tía?
-Seguramente no -replicó mi tía- Para los comerciantes de Londres sería un disgusto
vender algo bajo su verdadero nombre.
No traté de contradecir aquella opinión, pero comí con buen apetito, lo que le satisfacía
plenamente. Cuando quitaron la mesa, Janet peinó a mi tía, la ayudó a ponerse su cofia de
dormir, que era más elegante que de costumbre (por si había fuego), según decía.
Después se remangó un poco la falda para calentarse los pies antes de acostarse, y yo le
preparé -siguiendo las reglas establecidas, de las que jamás, bajo ningún pretexto, había
que alejarse – un vaso de vino blanco caliente mezclado con agua, y le corté en tiras largas
y delgadas pan para tostar. Nos dejaron solos para terminar la velada. Mi tía estaba
sentada frente a mí y bebía su agua con vino, mojando una después de otra sus tostadas
antes de comérselas, y mirándome con ternura desde el fondo de los adornos de su cofia de dormir.
-Y bien, Trot -me dijo- ¿has pensado en mi proposición de hacerte procurador, o todavía no has tenido tiempo?
-He pensado mucho, tía, y he hablado mucho de ello con Steerforth. Me encanta la idea.
-Vamos -dijo mi tía- me alegro mucho.
-Sólo veo una dificultad, tía.
-¿Cuál, Trot?
-Quería preguntarle si mi admisión en el Tribunal de Doctores, que según creo se
compone de un número muy limitado de miembros, no será exageradamente cara.
-Sí es muy caro. Para que te hagas una idea son mil libras justas.
-¿Ve usted, tía? Eso es lo que me preocupaba -dije acercándome a ella- ¡Es una suma
considerable! Ha gastado usted ya mucho en mi educación, y ha sido en todo igual de
generosa. Nada puede dar idea de su bondad conmigo. Pero seguramente hay carreras a
las que me podría dedicar, sin gastar apenas, por decirlo así, y teniendo al mismo tiempo
esperanzas de éxito por medio del trabajo y la perseverancia. ¿Está usted segura de que
no sería mejor intentarlo? ¿Está usted segura de poder hacer todavía ese sacrificio y de
que no sería mejor evitarlo? Solamente le pido que lo piense.
Mi tía terminó sus tostadas, mirándome a la cara, y después depositó su vaso sobre la
chimenea, y apoyando sus manos cruzadas sobre la falda me contestó lo siguiente:
-Trot, hijo mío; yo tengo un solo objetivo en la vida, y es hacer de ti un hombre bueno,
sensible y dichoso. A ello me dedico, lo mismo que Dick. Yo querría que algunas personas
oyeran las conversaciones de Dick sobre ese asunto. Su sagacidad es sorprendente;
nadie conoce los recursos de la inteligencia de ese hombre más que yo.
Se detuvo un momento, y cogiendo mi mano entre las suyas, continuó:
-Es en vano, Trot, recordar el pasado, a menos que influya algo en el presente. Yo
quizás podía haberme portado mejor con tu pobre padre. Quizá podía haber sido mejor
amiga de aquella pobre niña que era tu madre, aun después de haberme defraudado con tu
hermana Betsey Trotwood. Cuando llegaste a mí, pobre chiquillo errante, cubierto de
polvo y agotado, quizá lo pensé así. Desde entonces hasta ahora, Trot, tú has sido para mí
un motivo de orgullo, satisfacciones, cariño. Nadie más que tú tiene derecho sobre mi
fortuna, es decir… (aquí, con gran sorpresa mía, dudó y pareció confusa…) no; nadie más
tiene derecho sobre mi fortuna, pues tú eres mi hijo adoptivo. Únicamente te pido que
también seas tú para mí un hijo cariñoso y que soportes mis extravagancias y caprichos;
de ese modo harás más por esta pobre vieja -cuya juventud no ha sido lo feliz que hubiera
debido ser- de lo que ella haya podido hacer por ti.
Era la primera vez que oía a mi tía referirse a su vida pasada. Y había tanta nobleza en
el tono tranquilo con que lo hacía y en no explayarse, que aumentaba mi respeto y cariño
por ella, si es que eso era posible.
-Ahora ya estamos de acuerdo, Trot -dijo mi tía- y no necesitamos volver a hablar de
ello. Dame un beso, y mañana, después de almorzar, iremos al Tribunal de Doc tores.
Todavía permanecimos largo rato charlando delante del fuego antes de acostarnos. Me
retiré a una habitación contigua a la de mi tía, quien no me dejó dormir en toda la noche
llamando a mi puerta en cuanto le preocupaba el ruido distante de coches y carros, para
preguntarme si no oía a las bombas de incendios. Cuando amanecía consiguió dormir
mejor y me permitió a mí hacerlo también.
A eso de las doce nos dirigimos a las Oficinas de los señores Spenlow y Jorkins. Mi tía,
que también pensaba que en Londres todo hombre que veía era un ratero, me dio su
portamonedas para que se lo llevara, y vi que llevaba en él diez guineas y algo de plata.
Nos detuvimos ante la tienda de juguetes de Fleet Street para mirar los gigantes de
Saint Dunstan tocando las campanas (habíamos calculado el tiempo para llegar a verlos a
las doce en punto), y después nos dirigimos a Ludgate Hill y al cementerio de Saint Paul.
Cuando llegábamos al primero de estos sitios observé que mi tía aceleraba el paso y parecía asustada.
Al mismo tiempo me di cuenta de que un hombre de mal aspecto, que se había parado
para mirarnos al pasar un momento antes, nos seguía tan de cerca que rozaba el traje de mi tía.
-¡Trot, mi querido Trot! -exclamó mi tía en un murmullo de terror y apretándome el brazo-. ¡No sé qué hacer!
-No se asuste, tía; no merece la pena que se asuste. Entre en una tienda, y yo me encargo de ese individuo.
-No no, hijo mío -repuso ella-, no le hables por nada del mundo. Te lo pido, te lo ordeno.
-Por Dios, tía -dije yo- si no es más que un mendigo descarado.
-Tú no sabes lo que es -replicó mi tía- Tú no sabes quién es. ¡No sabes lo que tu dices!
Mientras sucedía esto nos habíamos detenido en un portal, y el hombre se había detenido también.
-¡No le mires! -dijo mi tía, pues yo volvía la cabeza con indignación- Búscame un
coche, hijo mío, y espérame en el cementerio de Saint Paul.
-¿Esperarla? -repetí.
-Sí -insistió mi tía- Yo ahora tengo que irme; tengo que irme con él.
-¿Con quién, tía? ¿Con ese hombre?
-No estoy loca, y te digo que debo hacerlo. Búscame un coche.
A pesar de lo sorprendido que estaba, me daba cuenta de que no tenía derecho a
negarme a lo que tan perentoriamente me ordenaba. Di con precipitación varios pasos y
llamé a un coche que pasaba. Apenas había bajado el estribo, cuando mi tía ya estaba
dentro y el hombre la siguió. Ella me hizo seña con la mano de que me alejara, con tal
seriedad, que, a pesar de mi confusión, me alejé de ellos al momento. Mientras lo hacía la
oí decir al cochero: «A cualquier sitio, siga adelante». Un momento después el coche pasaba por mi lado.
Lo que mister Dick me había contado y que yo había supuesto serían fantasías de las
suyas me vino a la memoria. No cabía duda; aquél era el hombre de quien me había hablado
tan misteriosamente, aunque la naturaleza de sus derechos sobre mi tía no los podia
imaginar. Después de esperar media hora en el cementerio, vi llegar el coche. El cochero
paró delante de mí. Mi tía estaba sola.
Todavía no se había repuesto lo bastante de su emoción para presentarse donde nos
dirigíamos; así es que me hizo subir con ella al coche, ordenando al conductor que diera
una vuelta despacio. Únicamente me dijo:
-Hijo mío, no me preguntes nunca nada ni hagas referencia a esto.
Un momento después había recobrado todo su aplomo y me dijo que ya estaba repuesta
por completo y podíamos despedir el coche. Al pagar al cochero vi que todas las guineas
habían desaparecido y que sólo quedaba la plata.
Se entra en el edificio del Tribunal de Doctores por un arco pequeño y bajo. Apenas
habíamos dado algunos pasos por su recinto cuando el ruido de la ciudad se apagaba ya
en la lejanía, como por encanto; los patios oscuros y tristes, las galerías estrechas, nos
llevaron pronto a las oficinas de Spenlow y Jorkins, que recibían la luz Genital. En el
vestíbulo de aquel templo, en el que los peregrinos podían penetrar sin cumplir la
ceremonia de llamar a la puerta, había dos o tres escribientes trabajando. Uno de ellos, un
hombrecito seco, que estaba sentado solo en un rincón, llevaba peluca y parecía estar
hecho de pan moreno, se levantó para recibir a mi tía y nos introdujo en el despacho de mister Spenlow.
-Mister Spenlow está en el Tribunal, señora -dijo el hombrecito- pero voy a mandar a buscarle al momento.
Nos quedamos solos, y aproveché la oportunidad para mirarlo todo. La habitación
estaba amueblada a la antigua, y todo estaba lleno de polvo; el tapete verde de la mesa
había perdido el color y estaba arrugado y pálido como un mendigo viejo. La tenían llena
de una cantidad enorme de carpetas. En el dorso de unas ponía: «Alegaciones» ; en otra,
con gran sorpresa mía, lei: «Libelos»; unos eran para el Tribunal del Consistorio; otros,
para el de los Arcos, y otros, para el de Prerrogativas. También los había para el del
Almirantazgo y para la Cámara de Diputados. Y yo pensaba cuántos Tribunales serían
entre todos, y cuánto tiempo haría falta para entenderlos. Había también gruesos
volúmenes manuscritos de «Declaraciones» , sólidamente encuadernados y atados juntos
por series enormes. Una serie para cada causa, como si cada causa fuera una historia en
diez o veinte volúmenes. Todo aquello debía de ocasionar muchos gastos, y me dio una
agradable idea de lo que ganarían los procuradores. Paseaba mi vista con creciente
complacencia por todos aquellos objetos y otros semejantes, cuando se oyeron pasos
rápidos en la habitación de al lado, y mister Spenlow, con traje negro guarnecido de
pieles blancas, entró rápidamente, quitándose el sombrero.
Era un hombre pequeño y rubio, con unas botas de un brillo irreprochable, una corbata
blanca y un cuello muy duro. Llevaba el traje abrochado hasta la barbilla, muy ceñido el
talle, y parecía que debía de haberle costado mucho trabajo el rizado de las patillas, que
también era impecable. Su cadena de reloj era tan maciza, que se me ocurrió pensar que
para sacarla del bolsillo necesitaría un brazo de oro tan robusto como los que se ven en
las muestras de los batidores de oro. Estaba tan compuesto y tan estirado, que apenas
podía moverse, viéndose obligado, cuando miraba los papeles de su pupitre -después de
sentado en su silla-, a mover todo el cuerpo de un lado a otro como una marioneta.
Fui presentado al momento por mi tía, y me recibió cortésmente. Me dijo:
-¿Así es, míster Copperfield, que desea usted entrar en nuestra profesión? El otro día,
cuando tuve el gusto de ver a miss Trotwood (con otra inclinación de su cuerpo, actuando
nuevamente como una marioneta) le hablé casualmente de que había aquí una vacante.
Miss Trotwood fue lo bastante buena para decirme que tenía un sobrino a quien no sabía
a qué dedicar. Este sobrino tengo ahora el placer de… (otra inclinación).
Hice un saludo de agradecimiento, y dije que mi tía me había hablado de aquella
vacante y que, como me parecía que había de gustarme mucho, había aceptado
inmediatamente la proposición. Sin embargo, no podía comprometerme formalmente sin
conocer mejor el asunto, y, aunque no fuese más que por asegurarme, me gustaría tener la
ocasión de probar para ver si me gustaba como creía antes de comprometerme irrevocablemente.
-¡Oh, sin duda, sin duda! -dijo míster Spenlow- Nosotros, en esta casa, siempre
proponemos un mes de prueba. Y yo, por mi parte, tendría mucho gusto en proponerle
dos o tres, o un plazo indefinido; pero como tengo un socio, míster Jorkins…
-Y la prima, caballero -repuse- ¿es de mil libras?
-La prima, incluido su registro, es de mil libras -dijo míster Spenlow- Como ya le he
dicho a miss Trotwood, no obro por consideraciones mercenarias; creo que habrá pocos
hombres más desinteresados que yo; pero míster Jor kins tiene sus opiniones sobre estos
asuntos, y yo estoy obligado a respetarlas. En una palabra, míster Jorkins opina que mil libras no es mucho.
-Supongo, caballero -dije todavía, deseoso de salvar el dinero de mi tía-, que cuando un
empleado se haga muy útil y esté completamente al corriente de su profesión (no pude
por menos de enrojecer, parecía que aquello era elogiarme a mí mismo), supongo que
entonces quizá sea costumbre conceder algún…
Míster Spenlow, con un gran esfuerzo, consiguió sacar su cabeza del cuello de la
camisa lo bastante para sacudirla y contestarme anticipándose a la palabra «sueldo», que yo iba a decir.
-No. No sé lo que yo haría tocante a este punto, míster Copperfield, si estuviera solo;
pero míster Jorkins es inconmovible.
Yo estaba muy asustado pensando en aquel terrible Jorkins. Más adelante descubrí que
era un hombre dulce, algo aburrido y cuyo puesto en la asociación consistía en permanecer
en segunda línea y en prestar su nombre para que le presentaran como el más
endurecido y cruel de los hombres. Si alguno de los empleados quería aumento de sueldo,
míster Jorkins no quería oír hablar de semejante proposición; si algún cliente tardaba en
arreglar su cuenta, míster Jorkins estaba decidido a hacérsela pagar, y por penoso que
pudiera ser y fuera aquello para los sentimientos de míster Spenlow, míster Jorkins hacía
su gravamen. El corazón y la mano del buen ángel de Spenlow siempre habrían estado
abiertos sin aquel demonio de Jorkins, que le retenía. Conforme he sido más viejo creo
haber entendido que otras muchas casas de comercio se rigen por el principio de Spenlow Jorkins.
Quedamos de acuerdo en que empezaría mi mes de ensayo tan pronto como quisiera, y
que mi tía no necesitaba seguir en Londres ni volver cuando expirase el plazo, pues era
fácil enviarle a firmar el contrato necesario. Después de arreglar eso, míster Spenlow se
ofreció a enseñarme el edificio para que conociera los lugares. Como lo estaba deseando,
acepté y salimos dejando a mi tía, que no tenía ganas -según dijo- de aventurarse por allí,
pues, si no me equivoco, tomaba todos los Tribunales judiciales por otros tantos
depósitos de pólvora, siempre a punto de estallar. Míster Spenlow me condujo por un
patio adoquinado y rodeado de casas de ladrillo de aspecto imponente que tenían inscritas
encima de sus puertas los nombres de los doctores; eran, al parecer, la morada oficial de
los abogados de los cuales me había hablado Steerforth. De allí entramos, a la izquierda,
en una gran sala, bastante triste, que me parecía una capilla. El fondo de aquella
habitación estaba separado del resto por una balaustrada y allí, a cada lado de un estrado
en forma de herradura, vi, instalados en cómodas sillas, a numerosos caballeros
revestidos de rojo y con pelucas grises: eran los doctores en cuestión. En el centro de la
herradura había un anciano sentado en un estrado que parecía un púlpito. Si hubiera visto
a aquel señor en una jaula le habría tornado por un búho; pero supe que era el juez
presidente. En el espacio libre del interior de la herradura, a nivel del suelo, se veían
muchos personajes del mismo rango que mister Spenlow, vestidos como él, con trajes
negros guarnecidos de piel blanca; estaban sentados alrededor de una gran mesa verde.
Sus cuellos eran por lo general muy tiesos, y su aspecto también me lo pareció; pero no
tardé en darme cuenta de que respecto a eso no les hacía justicia, pues dos o tres de ellos
tuvieron que levantarse para responder a las preguntas del dignatario que les presidía, y
no recuerdo haber visto nadie más humilde en mi vida. El público estaba representado
por un chico con una bufanda y un hombre de raído indumento que mordisqueaba a
hurtadillas un mendrugo de pan que sacaba de su bolsillo y se calentaba al lado de la estufa
que había en el centro de la sala. La tranquila languidez de aquel lugar no era
interrumpida más que por el chisporro teo del fuego y por la voz de uno de los doctores,
que vagaba con pasos lentos a través de toda una biblioteca de testimonios, y se detenía
de vez en cuando en las pequeñas hosterías de discusiones incidentales que se encontraba
al paso. En resumen, nunca me había encontrado en una reunión de familia tan pacífica,
tan soñolienta, tan anticuada y tan amodorrante, y sentí que el efecto que debía producir
en todos los que tomaban parte en ella debía de ser el de un fuerte narcótico, excepto, quizá, en el demandante.
Satisfecho de la tranquilidad profunda de aquel retiro, declaré a míster Spenlow que ya
había visto bastante por aque Ila vez y nos reunimos con mi tía, con la cual pronto dejé las
regiones del Tribunal de Doctores. ¡Ah! ¡Qué joven me sentí al salir de allí, cuando vi las
señas que se hacían los empleados señalándome unos a otros con sus plumas!
Llegamos a Lincoln’s Inn Fields sin nuevas aventuras, excepto el encuentro con un asno
enganchado al carrito de un vendedor, que trajo a la memoria de mi tía dolorosos recuerdos.
Una vez seguros en casa tuvimos todavía una larga conversación sobre mis
proyectos de porvenir, y como sabía que ella tenía ganas de volver a su casa y que, entre
el fuego, los comestibles y los ladrones, no pasaba agradablemente ni media hora en
Londres, le pedí que no se preocupara por mí y que me dejara desenvolverme solo.
-No creas que estoy en Londres desde hace ocho días sin haberme ocupado de tu
alojamiento; hay un cuarto amueblado para alquilar en Adelphi que creo puede convenirte por completo.
Después de este corto prefacio, sacó del bolsillo un anuncio cuidadosamente recortado
de un periódico, en el que de cía que se alquilaba en Buckingham Street Adelphi un bonito
piso de soltero, amueblado y con vistas al río, muy bien decorado y propio para
residencia de un joven. Se podía tomar posesión de él enseguida. Precio, moderado; se alquilaba por meses.
-Es precisamente lo que necesito, tía –dije enrojeciendo de placer ante la sola idea de
tener una casa para mí solo.
-Entonces -dijo mi tía volviendo a ponerse el sombrero, que se acababa de quitar-, vamos a verlo.
Salimos. El anuncio decía que había que dirigirse a mistress Crupp, y llamamos a la
campanilla de la puerta de servicio suponiendo comunicaría con las habitaciones de
aquella señora. Sólo después de llamar varias veces conseguimos persuadir a mistress
Crupp de que se pusiera en comunicación con nosotros. Era una señora gruesa, con una
falda de franela de volantes debajo de un traje de nanquín.
-Deseamos ver las habitaciones que alquila usted, señora -dijo mi tía.
-¿Para este caballero? -dijo mistress Crupp buscando en su bolsillo las llaves.
-Sí; para mi sobrino -dijo mi tía.
-Me parece que va a ser precisamente lo que necesita -dijo mistress Crupp.
Subimos las escaleras; estaba situado en lo más alto de la casa (punto muy importante
para mi tía, pues facilitaba la salida en caso de fuego) y consistía en una habitacioncita
oscura como vestíbulo, donde difícilmente podía verse algo; en una antesala
completamente oscura, donde no se veía nada en absoluto; en un gabinete y una alcoba.
Los muebles estaban bastante viejos, pero para mí eran buenos, y el río pasaba por debajo de las ventanas.
Mientras yo lo miraba todo entusiasmado, mi tía y mistress Crupp se retiraron a la
antesala para discutir las condiciones.
Yo me senté en el sofá del gabinete, no atreviéndome a creer que una residencia tan
formal pudiera ser para mí. Después de un singular combate de bastante duración,
aparecieron, y vi con alegría en la fisonomía de ambas que era cosa hecha.
-¿Son los muebles del último huésped? -preguntó mi tía.
-Sí señora -dijo mistress Crupp.
-¿Y qué ha sido de él? -preguntó mi tía.
Mistress Crupp fue presa de un golpe de tos violentísimo, en medio del cual contestó con dificultad:
-Cayó enfermo aquí, señora, y… ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! ha muerto.
-¡Ah! ¿Y de qué murió? -preguntó mi tía.
-Pues señora, ha muerto de tanto beber –dijo mistress Crupp en tono confidencial- y de humo.
-¿De humo? ¿No será a causa de las chimeneas? -dijo mi tía.
-No señora -repuso mistress Crupp- Cigarros y pipas.
-Por lo menos no es contagioso, Trot -observó mi tía volviéndose hacia mí.
-No, por cierto -dije yo.
En resumen, mi tía, viendo lo encantado que yo estaba con el piso, lo alquiló por un
mes, con derecho de conservarlo un año después del primer mes de prueba.
Mistress Crupp tenía que ocuparse de mi ropa y de la cocina; todas las demás
necesidades de la vida estaban ya en el piso, y aquella señora se comprometió
formalmente a sentir por mí la ternura de una madre.
Debía entrar en posesión de la casa dos días después, y mistress Crupp daba gracias al
cielo por haber encontrado alguien a quien prodigar sus cuidados.
Al volver al hotel, mi tía me dijo que contaba con la vida que iba a llevar para darme
firmeza y confianza en mí mismo, que era lo único que me faltaba. Al día siguiente me
repitió el mismo consejo muchas veces mientras nos ocupábamos de que nos enviaran mi
ropa y mis libros, que estaban todavía en casa de míster Wickfield. Escribí una larga carta
a Agnes pidiéndoselos y al mismo tiempo le contaba mis últimas vacaciones. Mi tía, que
debía partir al día siguiente, se encargó de mi carta. Para no prolongar estos detalles,
añadiré únicamente que mi tía me proveyó de todas las necesidades que podía tener y
satisfacer en aquel mes de ensayo; que Steerforth, con gran desilusión nuestra, no
apareció antes de su marcha; y que no la dejé hasta verla instalada y segura en la
diligencia de Dover con Janet a su lado y gozando de antemano de las victorias que iba a
obtener sobre los asnos errantes. Y después de la partida de la diligencia tomé el camino
de Adelphi, recordando los tiempos en que erraba por sus arcos subterráneos y pensando
en los felices cambios que me habían traído a la superficie.

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