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Capítulo 12

Drácula – Bram Storker
DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

18 de septiembre. Me dirigí de inmediato a Hillingham, y llegué
temprano. Dejando mi calesa en el portón, corrí por la avenida solo. Toqué
suavemente el timbre, lo más delicadamente posible, pues temía perturbar a
Lucy o a su madre, y esperaba que me abriera la puerta sólo una sirvienta.
Después de un rato, no encontrando respuesta, toqué otra vez; tampoco me
respondieron. Maldije la haraganería de las sirvientas que todavía estuvieran en
cama a esa hora, ya que eran las diez de la mañana, por lo que toqué otra vez,
pero más impacientemente, sin obtener tampoco respuesta. Hasta aquí yo había
culpado sólo a las sirvientas, pero ahora me comenzó a asaltar un terrible
miedo. ¿Era esta desolación otro enlace en la cadena de infortunios que parecía
estar cercándonos? ¿Sería acaso a una mansión de la muerte a la que habría
llegado, demasiado tarde? Yo sé que minutos, o incluso segundos de tardanza
pueden significar horas de peligro para Lucy, si ella hubiese tenido otra vez una
de esas terribles recaídas; y fui alrededor de la casa para ver si podía encontrar
por casualidad alguna otra entrada.
No pude encontrar ningún medio de entrar. Cada ventana y puerta tenía
echado el cerrojo y estaba cerrada con llave, por lo que regresé desconcertado al
pórtico. Al hacerlo, escuché el rápido golpeteo de las patas de un caballo que se
acercaba velozmente, y que se detenía ante el portón. Unos segundos después
encontré a van Helsing que corría por la avenida. Cuando me vio, alcanzó a murmurar:
—Entonces era usted quien acaba de llegar. ¿Cómo está ella? ¿Llegamos
demasiado tarde? ¿No recibió usted mi telegrama?
Le respondí tan veloz y coherentemente como pude, advirtiéndole que su
telegrama no lo había recibido hasta temprano por la mañana, que no había
perdido ni un minuto en llegar hasta allí, y que no había podido hacer que nadie
en la casa me oyera. Hizo una pausa y se levantó el sombrero, diciendo solemnemente:
—Entonces temo que hayamos llegado demasiado tarde. ¡Que se haga la
voluntad de Dios! —pero luego continuó, recuperando su habitual energía—:
Venga. Si no hay ninguna puerta abierta para entrar, debemos hacerla. Creo que
ahora tenemos tiempo de sobra.
Dimos un rodeo y fuimos a la parte posterior de la casa, donde estaba
abierta una ventana de la cocina. El profesor sacó una pequeña sierra quirúrgica
de su maletín, y entregándomela señaló hacia los barrotes de hierro que
guardaban la ventana. Yo los ataqué de inmediato y muy pronto corté tres.
Entonces, con un cuchillo largo y delgado empujamos hacia atrás el cerrojo de
las guillotinas y abrimos la ventana. Le ayudé al profesor a entrar, y luego lo
seguí. No había nadie en la cocina ni en los cuartos de servicio, que estaban muy
cerca. Pulsamos la perilla de todos los cuartos a medida que caminamos, y en el
comedor, tenuemente iluminado por los rayos de luz que pasaban a través de las
persianas, encontramos a las cuatro sirvientas yaciendo en el suelo. No había
ninguna necesidad de pensar que estuvieran muertas, pues su estertorosa
respiración y el acre olor a láudano en el cuarto no dejaban ninguna duda
respecto a su estado. Van Helsing y yo nos miramos el uno al otro, y al alejarnos,
él dijo: «Podemos atenderlas más tarde.» Entonces subimos a la habitación de
Lucy. Durante unos breves segundos hicimos una pausa en la puerta y nos
pusimos a escuchar, pero no pudimos oír ningún sonido. Con rostros pálidos y
manos temblorosas, abrimos suavemente la puerta y entramos en el cuarto.
¿Cómo puedo describir lo que vimos? Sobre la cama yacían dos mujeres,
Lucy y su madre. La última yacía más hacia adentro, y estaba cubierta con una
sábana blanca cuyo extremo había sido volteado por la corriente que entraba a
través de la rota ventana, mostrando el ojeroso rostro blanco, con una mirada de
terror fija en él. A su lado yacía Lucy, con el rostro blanco y todavía más ojeroso.
Las flores que habían estado alrededor de su cuello se encontraban en el pecho
de su madre, y su propia garganta estaba desnuda, mostrando las dos pequeñas
heridas que ya habíamos visto anteriormente, pero esta vez terriblemente
blancas y maltratadas. Sin decir una palabra el profesor se inclinó sobre la cama
con la cabeza casi tocando el pecho de la pobre Lucy; entonces giró rápidamente
la cabeza, como alguien que escuchara, y poniéndose en pie, me gritó:
—¡Todavía no es demasiado tarde! ¡Rápido, rápido! ¡Traiga el brandy!
Volé escaleras abajo y regresé con él, teniendo cuidado de olerlo y
probarlo, por si acaso también estuviera narcotizado como el jerez que encontré
sobre la mesa. Las sirvientas todavía respiraban, pero más descansadamente, y
supuse que los efectos del narcótico ya se estaban disipando. No me quedé para
asegurarme, sino que regresé donde van Helsing. Como en la ocasión anterior,
le frotó con brandy los labios y las encías, las muñecas y las palmas de las manos. Me dijo:
—Puedo hacer esto; es todo lo que puede ser hecho de momento. Usted
vaya y despierte a esas sirvientas. Golpéelas suavemente en la cara con una
toalla húmeda, y golpéelas fuerte. Hágalas que reúnan calor y fuego y calienten
agua. Esta pobre alma está casi fría como la otra. Necesitará que la calentemos
antes de que podamos hacer algo más.
Fui inmediatamente y encontré poca dificultad en despertar a tres de las
mujeres. La cuarta sólo era una jovencita y el narcótico la había afectado
evidentemente con más fuerza, por lo que la levanté hasta el sofá y la dejé
dormir. Las otras estaban en un principio aturdidas, pero al comenzar a
recordar lo sucedido sollozaron en forma histérica. Sin embargo, yo fui riguroso
con ellas y no les permití hablar. Les dije que perder una vida era
suficientemente doloroso, y que si se tardaban mucho iban a sacrificar también
a la señorita Lucy. Así es que, sollozando, comenzaron a hacer los arreglos, a
medio vestir como estaban, y prepararon el fuego y el agua.
Afortunadamente, el fuego de la cocina y del calentador todavía
funcionaba, por lo que no hacía falta el agua caliente. Arreglamos el baño y
llevamos a Lucy tal como estaba a la bañera. Mientras estábamos ocupados
frotando sus miembros alguien llamó a la puerta del corredor. Una de las
criadas corrió, se echo encima apresuradamente alguna ropa más, y abrió la
puerta. Luego regresó y nos susurró que era un caballero que había llegado con
un mensaje del señor Holmwood. Le supliqué simplemente que le dijera que
debía esperar, pues de momento no podíamos ver a nadie. Ella salió con el
recado, y embebidos en nuestro trabajo, olvidé por completo la presencia de aquel hombre.
En toda mi experiencia nunca vi trabajar a mi maestro con una seriedad
tan solemne. Yo sabía, como lo sabía él, que se trataba de una lucha desesperada
contra la muerte, y en una pausa se lo dije. Me respondió de una manera que no
pude comprender, pero con la mirada más seria que podía reflejar su rostro:
—Si eso fuera todo, yo pararía aquí mismo donde estamos ahora y la
dejaría desvanecerse en paz, pues no veo ninguna luz en el horizonte de su vida.
Continuó su trabajo con un vigor, si es posible, renovado y más frenético.
Al cabo de un rato ambos comenzamos a ser conscientes de que el calor
estaba comenzando a tener algún efecto. El corazón de Lucy latió un poco más
audiblemente al estetoscopio, y sus pulmones tuvieron un movimiento
perceptible. La cara de van Helsing casi irradió cuando la levantamos del baño y
la enrollamos en una sábana caliente para secarla. Me dijo:
—¡La primera victoria es nuestra! ¡Jaque al rey!
Llevamos a Lucy a otra habitación, que para entonces ya había sido
preparada, y la metimos en cama y la obligamos a que bebiera unas cuantas
gotas de brandy. Yo noté que van Helsing ató un suave pañuelo de seda
alrededor de su cuello. Ella todavía estaba inconsciente, y estaba tan mal, si no
peor, de como jamás la hubiéramos visto.
Van Helsing llamó a una de las mujeres y le dijo que se quedara con ella y
que no le quitara los ojos de encima hasta que regresáramos. Luego me hizo una
seña para que saliéramos del cuarto.
—Debemos consultar sobre lo que vamos a hacer —me dijo, mientras
descendíamos por las gradas.
En el corredor abrió la puerta del comedor y entramos en él, cerrando
cuidadosamente la puerta. Las persianas habían quedado abiertas, pero las
celosías ya estaban bajadas, con esa obediencia a la etiqueta de la muerte que la
mujer británica de las clases inferiores siempre observa con rigidez. Por lo
tanto, el cuarto estaba bastante oscuro. Sin embargo, había suficiente luz para
nuestros propósitos. La seriedad de van Helsing se mitigaba un tanto por una
mirada de perplejidad. Evidentemente estaba torturando su cerebro acerca de
algo, por lo que yo esperé unos instantes, al cabo de los cuales dijo:
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿A quién podemos recurrir? Debemos
hacer otra transfusión de sangre, y eso con prontitud, o la vida de esa pobre
muchacha no va a durar una hora. Usted ya está agotado; yo estoy agotado
también. Yo temo confiar en esas mujeres, aun cuando tuviesen el valor de
someterse. ¿Qué debemos hacer por alguien que desee abrir sus venas por ella?
—Bien, entonces, ¿qué pasa conmigo?
La voz llegó desde el sofá al otro lado del cuarto, y sus tonos llevaron
aliento y alegría a mi corazón, pues eran los de Quincey Morris. Van Helsing lo
miró enojado al primer sonido, pero su rostro se suavizó y una mirada alegre le
asomó por los ojos cuando yo grité: «¡Quincey Morris!», y corrí hacia él con los brazos extendidos.
—¿Qué te trajo aquí? —le pregunté, al estrecharnos las manos.
—Supongo que la causa es Art.
Me entregó un telegrama:
«No he tenido noticias de Seward durante tres días, y estoy terriblemente
ansioso. No puedo ir. Mi padre en el mismo estado. Envíame noticias del estado
de Lucy. No tardes. HOLMWOOD .»
—Creo que he llegado apenas a tiempo. Sabes que sólo tienes que decirme qué debo hacer.
Van Helsing dio unos pasos hacia adelante y tomó su mano, mirándolo fijamente a los ojos mientras le decía:
—La mejor cosa que hay en este mundo cuando una mujer está en
peligro, es la sangre de un hombre valiente. Usted es un hombre, y no hay duda.
Bien, el diablo puede trabajar contra nosotros haciendo todos sus esfuerzos,
pero Dios nos envía hombres cuando los necesitamos.
Una vez más tuvimos que efectuar la horrenda operación. No tengo valor
para describirla nuevamente en detalle. Lucy estaba terriblemente débil, y la
debilidad la había afectado más que las otras veces, pues aunque bastante
sangre penetró en sus venas, su cuerpo no respondió al tratamiento tan
rápidamente como en otras ocasiones.
Su lucha por mantenerse en vida era algo terrible de ver y escuchar. Sin
embargo, el funcionamiento, tanto de su corazón como de sus pulmones,
mejoró, y van Helsing practicó inyección subcutánea de morfina, como antes, y
con buenos resultados. Su desmayo se convirtió en un sueño profundo. El
profesor la observó mientras yo bajaba con Quincey Morris, y envié a una de las
sirvientas a que le pagara al cochero que estaba esperando. Dejé a Quincey
acostado después de haberle servido un vaso de vino, y le dije a la cocinera que
preparara un buen desayuno. Entonces tuve una idea y regresé al cuarto donde
estaba Lucy. Cuando entré, sin hacer ruido, encontré a van Helsing con una o
dos hojas de papel en las manos. Era evidente que las había leído, y que ahora
estaba reflexionando sobre su contenido, sentado con una mano en su frente.
Había una mirada de torva satisfacción en su cara, como la de alguien que ha resuelto una duda.
Me entregó los papeles, diciendo solamente:
—Se cayó del pecho de Lucy cuando la llevábamos hacia el baño.
Cuando los hube leído, me quedé mirando al profesor, y después de una pausa le pregunté:
—En nombre de Dios, ¿qué significa todo esto? ¿Estaba ella, o está loca?
¿O qué clase de horrible peligro es?
Estaba tan perplejo que no encontré otra cosa que decir. Van Helsing
extendió la mano y tomó el papel diciendo:
—No se preocupe por ello ahora. De momento, olvídelo. Todo lo sabrá y
lo comprenderá a su tiempo; pero será más tarde. Y ahora, ¿qué venía a decirme?
Esto me regresó a los hechos, y nuevamente fui yo mismo.
—Vine a hablarle acerca del certificado de defunción. Si no actuamos
como es debido y sabiamente, puede haber pesquisas, y tendríamos que mostrar
ese papel. Yo espero que no haya necesidad de pesquisas, pues si las hubiera,
eso seguramente mataría a la pobre Lucy, si no la mata otra cosa. Yo sé, y usted
sabe, y el otro doctor que la atendía a ella también, que la señora Westenra
padecía de una enfermedad del corazón; nosotros podemos certificar que murió
de ella. Llenemos inmediatamente el certificado y yo mismo lo llevaré al
registro, y pasaré al servicio de pompas fúnebres.
—¡Bien, amigo John! ¡Muy bien pensado! Verdaderamente, si la señorita
Lucy tiene que estar triste por los enemigos que la asedian, al menos puede estar
contenta de los amigos que la aman. Uno, dos, tres, todos abren sus venas por
ella, además de un viejo como yo. ¡Ah sí!, yo lo sé, amigo John; no estoy ciego;
¡lo quiero a usted más por ello! Ahora, váyase.
En el corredor encontré a Quincey Morris con un telegrama para Arthur
diciéndole que la señora Westenra había muerto; que Lucy también había
estado enferma, pero que ya estaba mejorando; y que van Helsing y yo
estábamos con ella. Le dije adónde iba, y me instó a que me apresurara. Pero
cuando estaba a punto de hacerlo, me dijo:
—Cuando regreses, Jack, ¿puedo hablarte a solas?
Moví la cabeza afirmativamente y salí. No encontré ninguna dificultad
para hacer el registro, y convine con la funeraria local en que llegaran en la
noche y tomaran las medidas del féretro e hiciesen los demás preparativos.
Cuando regresé, Quincey me estaba esperando. Le dije que lo vería tan
pronto como supiera algo acerca de Lucy, y subí a su cuarto. Todavía estaba
durmiendo, y aparentemente mi maestro no se había movido de su asiento al
lado de ella. Por la manera como se puso el dedo sobre los labios, adiviné que
esperaba que se despertara de un momento a otro, y estaba temeroso de
adelantarse a la naturaleza. Así es que bajé donde Quincey y lo llevé al
desayunador, donde las celosías no estaban bajadas y por lo cual era un poco
más alegre, o mejor dicho, menos triste que los otros cuartos. Cuando estuvimos solos, me dijo:
—Jack Seward, no quiero entrometerme en ningún lugar donde no tenga
derecho a estar, pero esto no es ningún caso ordinario. Tú sabes que yo amaba a
esta muchacha y quería casarme con ella; pero, aunque todo eso está pasado y
enterrado, no puedo evitar sentirme ansioso acerca de ella. ¿Qué le sucede? ¿De
qué padece? El holandés, y bien me doy cuenta de que es un viejo formidable,
dijo, en el momento en que ustedes dos entraron en el cuarto, que debían hacer
otra transfusión de sangre y que ustedes dos ya estaban agotados. Ahora, yo sé
muy bien que ustedes los médicos hablan in camera, y que uno no debe esperar
saber lo que consultan en privado. Pero este no es un asunto común, y, sea lo
que fuera, yo he hecho mi parte. ¿No es así?
—Así es —le dije yo, y él continuó:
—Supongo que ustedes dos, tú y van Helsing, ya hicieron lo que yo hice hoy. ¿No es así?
—Así es.
—E imagino que Art también está en el asunto. Cuando lo vi hace cuatro
días en su casa, parecía bastante raro. Nunca había visto a nadie que
enflaqueciera tan rápidamente, desde que estuve en las Pampas y tuve una
yegua que le gustaba ir a pastar por las noches. Uno de esos grandes
murciélagos a los que ellos llaman vampiros la agarró por la noche y la dejó con
la garganta y la vena abiertas, sin que hubiera suficiente sangre dentro de ella
para permitirle estar de pie, por lo que tuve que meterle una bala mientras
yacía. Jack, si puedes hablarme sin traicionar la confianza que hayan depositado
en ti, dime, Arthur fue el primero, ¿no es así?
A medida que hablaba mi pobre amigo daba muestras de estar
terriblemente ansioso. Estaba en una tortura de inquietud por la mujer que
amaba, y su total ignorancia del terrible misterio que parecía rodearla a ella
intensificaba su dolor. Le sangraba el propio corazón, y se necesitó toda la
hombría en él (de la cual había bastante, puedo asegurarlo) para evitar que
cayera abatido. Hice una pausa antes de responder, pues sentía que no debía
decir nada que traicionara los secretos que el médico desea guardar; pero de
todas maneras él ya sabía tanto, y adivinaba tanto, que no había ninguna razón
para no responder, por lo que le contesté con la misma frase:
—Así es.
—¿Y durante cuánto tiempo ha estado sucediendo esto?
—Desde hace cerca de diez días,
—¡Diez días! Entonces supongo, Jack Seward, que la pobre criatura que
todos amamos se ha puesto en sus venas durante ese tiempo la sangre de cuatro
hombres fuertes. Un hombre mismo no podría soportarlo mucho tiempo —
añadió, y luego, acercándoseme, habló en una especie de airado susurro—: ¿Qué se la sacó?
Yo moví la cabeza negativamente.
—He ahí el problema. Van Helsing simplemente se pone frenético acerca
de ello, y yo estoy a punto de devanarme los sesos. Ya no puedo ni aventurar una
adivinanza. Ha habido una serie de pequeñas circunstancias que han echado por
tierra todos nuestros cálculos para que Lucy sea vigilada adecuadamente. Pero
esto no ocurrirá otra vez. Nos quedaremos aquí hasta que todo esté bien… o mal.
Quincey extendió su mano.
—Cuenten conmigo —dijo—. Tú y el holandés sólo tienen que decirme lo que haga, y yo lo haré.
Cuando Lucy despertó por la tarde, su primer movimiento fue de
palparse el pecho, y, para mi sorpresa, extrajo de él el papel que van Helsing me había dado a leer.
El cuidadoso profesor lo había colocado otra vez en su sitio, para evitar
que al despertarse ella pudiera sentirse alarmada. Sus ojos se dirigieron a van
Helsing y a mí y se alegraron. Entonces miró alrededor del cuarto y, viendo
donde se encontraba, tembló; dio un grito agudo y puso sus pobres y delgadas
manos sobre su pálido rostro. Ambos entendimos lo que significaba (se había
dado plena cuenta de la muerte de su madre), por lo que tratamos de consolarla.
No cabe la menor duda de que nuestra conmiseración la tranquilizó un poco,
pero de todas maneras siguió muy desalentada y se quedó sollozando silenciosa
y débilmente durante largo tiempo. Le dijimos que cualquiera de nosotros dos, o
ambos, permaneceríamos con ella todo el tiempo, y eso pareció consolarla un
poco. Hacia el atardecer cayó en una especie de aturdimiento. Entonces ocurrió
algo muy extraño. Mientras todavía dormía sacó el papel de su pecho y lo
rompió en dos pedazos. Van Helsing se adelantó y le quitó los pedazos de las manos.
De todas maneras, ella siguió con la intención de romper, como si todavía
tuviese el material en los dedos; finalmente levantó las manos y las abrió, como
si esparciera los fragmentos. Van Helsing pareció sorprendido y sus cejas se
unieron como si pensara, pero no dijo nada.
19 de septiembre. Toda la noche pasada durmió precariamente, sintiendo
siempre miedo de dormirse y aparentando estar un poco más débil cada vez que
despertaba. El profesor y yo nos turnamos en la vigilancia, y no la dejamos ni un
solo momento sin atender. Quincey Morris no dijo nada acerca de su intención,
pero yo sé que toda la noche se estuvo paseando alrededor de la casa.
Cuando llegó el día, su esclarecedora luz mostró los estragos en la
fortaleza de la pobre Lucy. Apenas si era capaz de volver su cabeza, y los pocos
alimentos que pudo tomar parecieron no hacer ningún provecho. Por ratos
durmió, y tanto van Helsing como yo anotamos la diferencia en ella, mientras
dormía y mientras estaba despierta.
Mientras dormía se veía más fuerte, aunque más trasnochada, y su
respiración era más suave; su abierta boca mostraba las pálidas encías retiradas
de los dientes, que de esta manera positivamente se veían más largos y agudos
que de costumbre; al despertarse, la suavidad de sus ojos cambiaba
evidentemente la expresión, pues se veía más parecida a sí misma, aunque
agonizando. Por la tarde preguntó por Arthur, y nosotros le telegrafiamos.
Quincey fue a la estación a encontrarlo.
Cuando llegó ya eran cerca de las seis de la tarde y el sol se estaba
ocultando con todo esplendor y colorido, y la luz roja fluía a través de la ventana
y le daba más color a las pálidas mejillas. Al verla, Arthur simplemente se ahogó
de emoción, y ninguno de nosotros pudo hablar. En las horas que habían
pasado, los períodos de sueño, o la condición comatosa que simulaba serlo, se
habían hecho más frecuentes, de tal manera que las pausas durante las cuales la
conversación era posible se habían reducido. Sin embargo, la presencia de
Arthur pareció actuar como un estimulante; se reanimó un poco y habló con él
más lúcidamente de lo que lo había hecho desde nuestra llegada. Él también se
dominó y habló tan alegremente como pudo, de tal manera que se hizo lo mejor.
Va a dar la una de la mañana, y él y van Helsing están sentados con ella.
Yo los relevaré dentro de un cuarto de hora, y estoy consignando esto en el fonógrafo de Lucy.
Tratarán de descansar hasta las seis. Temo que mañana se termine
nuestra vigilancia, pues la impresión ha sido demasiado grande; la pobre
chiquilla no se puede reanimar.
Dios nos ayude a todos.


Carta de Mina Harker a Lucy Westenra (sin abrir)
17 de septiembre


«Mi querida Lucy:
«Me parece que han pasado siglos desde que tuve noticias de ti, o más
bien desde que te escribí. Sé que me perdonarás por todas mis faltas cuando
hayas leído las noticias que te voy a dar. Bien, pues traje a mi marido de regreso
en buenas condiciones; cuando llegamos a Exéter nos estaba esperando un
carruaje, y en él, a pesar de tener un ataque de gota, el señor Hawkins nos llevó
a su casa, donde había habitaciones para nosotros, todas arregladas y cómodas,
y cenamos juntos. Después de cenar, el señor Hawkins dijo:
«Queridos míos, quiero brindar por vuestra salud y prosperidad, y que
todas las bendiciones caigan sobre vosotros dos. Os conozco desde niños, y he
visto, con amor y orgullo, como crecíais. Ahora deseo que hagáis vuestro hogar
aquí conmigo. Yo no dejo tras de mí ni descendientes ni hijos; todos se han ido,
y en mi testamento os instituyo herederos universales.
«Yo lloré, Lucy querida, mientras Jonathan y el anciano señor Hawkins se
estrechaban las manos. Tuvimos una velada muy, muy feliz.
«Así es que aquí estamos, instalados en esta bella y antigua casa, y tanto
desde mi dormitorio como desde la sala puedo ver muy cerca los grandes olmos
de la catedral, con sus fuertes troncos erectos contra las viejas piedras amarillas
de la catedral, y puedo escuchar a las cornejas arriba graznando y cotorreando,
chismorreando a la manera de las cornejas… y de los humanos. Estoy muy
ocupada, y no necesito decírtelo, arreglando cosas y haciendo trabajos del
hogar. Jonathan y el señor Hawkins pasan ocupados todo el día; pues ahora que
Jonathan es su socio, el señor Hawkins quiere que sepa todo lo concerniente a sus clientes.
«¿Cómo sigue tu querida madre? Yo desearía poder ir a la ciudad durante
uno o dos días para verte, querida, pero no me atrevo a ir todavía, con tanto
trabajo sobre mis espaldas; y Jonathan todavía necesita que lo cuiden. Está
comenzando a cubrir con carne sus huesos otra vez, pero estaba terriblemente
debilitado por la larga enfermedad; incluso ahora algunas veces despierta
sobresaltado de su sueño de una manera repentina, y se pone a temblar hasta
que logro, con mimos, que recobre su placidez habitual. Sin embargo, gracias a
Dios estas ocasiones son cada vez menos frecuentes a medida que pasan los
días, y yo confío en que con el tiempo terminarán por desaparecer del todo. Y
ahora que te he dado mis noticias, déjame que pregunte por las tuyas. ¿Cuándo
vas a casarte, y dónde, y quién va a efectuar la ceremonia, y qué vas a ponerte?
¿Va a ser una ceremonia pública, o privada? Cuéntame todo lo que puedas
acerca de ello, querida; cuéntame todo acerca de todo, pues no hay nada que te
interese a ti que no me sea querido a mí. Jonathan me pide que te envíe sus
‘respetuosos saludos’, pero yo no creo que eso esté a la altura del socio juvenil de
la importante firma Hawkins & Harker; y así como tú me quieres a mí, y él me
quiere a mí, y yo te quiero a ti con todos los modos y tiempos del verbo,
simplemente te envío su ‘cariño’. Adiós, mi queridísima Lucy, y todas las
bendiciones para ti.
«Tu amiga,


MINA HARKER»


Informe de Patrick Hennessey, M. D.: M. R. C. S. L. K. Q. C. P. I.,
etc., para John Seward. M. D.


«Estimado señor:
«En obsequio de sus deseos envío adjunto un informe sobre las
condiciones de todo lo que ha quedado a mi cargo… En relación con el paciente,
hay algo más que decir. Ha tenido otro intento de escapatoria, que hubiera
podido tener un final terrible, pero que, como sucedió, afortunadamente, no
llegó al desenlace trágico que se esperaba.
Esta tarde, un carruaje con dos hombres llegó a la casa vacía cuyos
terrenos colindan con los nuestros, la casa hacia la cual, usted recordará, el
paciente se escapó en dos ocasiones. Los hombres se detuvieron ante el portón
para preguntarle al portero por el camino, ya que eran forasteros. Yo mismo
estaba viendo por la ventana del estudio, mientras fumaba después de la cena, y
vi como uno de los hombres se acercaba a la casa. Al pasar por la ventana del
cuarto de Renfield, el paciente comenzó a retarlo desde adentro y a llamarlo por
todos los nombres podridos que pudo poner en su lengua. El hombre, que
parecía un tipo decente, se limitó a decirle que «cerrara su podrida boca de
mendigo», ante lo cual nuestro recluso lo acusó de robarle y querer matarlo, y
agregó que frustraría sus planes aunque lo colgaran por ello. Yo abrí la ventana
y le hice señas al hombre para que no tomara en serio las cosas, por lo que él se
contentó con echar un vistazo por el lugar, quizá para hacerse una idea sobre la
clase de sitio al que había ido a dar. Y luego dijo: ‘Dios lo bendiga, señor; yo no
me altero por lo que me digan en una casa de locos como esta. Usted y el
director más bien me dan lástima por tener que vivir en una casa con una bestia
salvaje como esa. Luego preguntó por el camino con bastante cortesía, y yo le
indiqué dónde quedaba el portón de la casa vacía; se alejó, seguido de amenazas
e improperios de nuestro hombre. Bajé a ver si podía descubrir la causa de su
enojo, ya que habitualmente a un hombre correcto, y con excepción de los
periodos violentos nunca le ocurre nada parecido. Para mi asombro, lo encontré
bastante tranquilo y comportándose de la manera más cordial. Traté de hacerlo
hablar sobre el incidente, pero él me preguntó suavemente que de qué estaba
hablando, y me condujo a creer que había olvidado completamente el asunto.
Era, sin embargo, lamento tener que decirlo, sólo otra instancia de su astucia,
pues media hora después tuve noticias de él otra vez. En esta ocasión se había
escapado otra vez de la ventana de su cuarto, y corría por la avenida. Llamé a los
asistentes para que me siguieran y corrí tras él, pues temía que estuviera
intentando hacer alguna treta. Mi temor fue justificado cuando vi que por el
camino bajaba el mismo carruaje que había pasado frente a nosotros
anteriormente, cargado con algunas cajas de madera. Los hombres se estaban
limpiando la frente y tenían las caras encendidas, como si acabaran de hacer un
violento ejercicio. Antes de que pudiera alcanzarlo, el paciente corrió hacia ellos
y, tirando a uno de ellos del carruaje, comenzó a pegar su cabeza contra el suelo.
Si en esos momentos no lo hubiera sujetado, creo que habría matado a golpes al
hombre allí mismo. El otro tipo saltó del carruaje y lo golpeó con el mango de su
pesado látigo. Fue un golpe terrible, pero él no pareció sentirlo, sino que agarró
también al hombre y luchó con nosotros tres tirándonos para uno y otro lado
como si fuésemos gatitos. Usted sabe muy bien que yo no soy liviano, y los otros
dos hombres eran fornidos. Al principio luchó en silencio, pero a medida que
comenzamos a dominarlo, y cuando los asistentes le estaban poniendo la camisa
de fuerza, empezó a gritar: ‘Yo lo impediré. ¡No podrán robarme! ¡No me
asesinarán por pulgadas! ¡Pelearé por mi amo y señor!’, y toda esa clase de
incoherentes fruslerías. Con bastante dificultad lograron llevarlo de regreso a
casa y lo encerramos en el cuarto de seguridad. Uno de los asistentes, Hardy,
tiene un dedo lastimado. Sin embargo, se lo entablilló bien, y está mejorando.
«En un principio, los dos cocheros gritaron fuertes amenazas de acusarnos por
daños, y prometieron que sobre nosotros lloverían todas las sanciones de la ley.
Sin embargo, sus amenazas estaban mezcladas con una especie de lamentación
indirecta por la derrota que habían sufrido a manos de un débil loco. Dijeron
que si no hubiese sido por la manera como habían gastado sus fuerzas en
levantar las pesadas cajas hasta el carruaje, habrían terminado con él
rápidamente. Dieron otra razón de su derrota: el extraordinario estado de
sequía a que habían sido reducidos por la naturaleza misma de su ocupación, y
la reprensible distancia de cualquier establecimiento de entretenimiento público
a que se encontraba la escena de sus labores. Yo entendí bien su insinuación, y
después de un buen vaso de grog, o mejor, de varios vasos de la misma cosa, y
teniendo cada uno de ellos un soberano en la mano, empezaron a hacer bromas
sobre el ataque, y juraron que encontrarían cualquier día a un loco peor que ese
sólo por tener el placer de conocer así a ‘un tonto tan encantador’ como el que
esto escribe. Anoté sus nombres y direcciones, en caso de que los necesitemos.
Son los siguientes: Jack Smollet, de Dudding’s Rents, King George’s Road. Great
Walworth, y Thomas Snelling, Peter Farley’s Row, Guide Court, Bethnal Green.
Ambos son empleados de Harris e Hijos, Compañía de Mudanzas y Embarques,
Orange Master’s Yard, Soho.
«Le informaré de cualquier asunto de interés que ocurra aquí, y le
telefonearé inmediatamente en caso de que suceda algo de importancia.
«Quedo de usted, estimado señor, su atento servidor,


PATRICK HENNESSEY»


Carta de Mina Harker a Lucy Westenra (sin abrir)
18 de septiembre


“Mi queridísima Lucy:
Hemos sufrido un terrible golpe. El señor Hawkins murió
repentinamente. Algunos podrán pensar que esto no es triste para nosotros,
pero ambos habíamos llegado a quererlo tanto que realmente parece como si
hubiésemos perdido a un padre.
Yo nunca conocí ni a mi padre ni a mi madre, de tal manera que la
muerte de este querido anciano ha sido un verdadero golpe para mí. Jonathan
está también muy abatido. No sólo se siente triste, muy triste, por el querido
viejo que le ha ayudado tanto en su vida, y que ahora al final lo ha tratado como
si fuera su propio hijo y le ha dejado una fortuna que para gente de nuestro
modesto origen es una riqueza más allá de los sueños de avaricia. Jonathan
siente también otra cosa: dice que la gran responsabilidad que recae sobre él lo
pone nervioso. Empieza a dudar de sí mismo. Yo trato de animarlo, y mi fe en él
le ayuda a tener fe en sí mismo. Pero es precisamente en esto como la gran
impresión que ha experimentado ejerce más en él. ¡Oh! Es demasiado duro que
una naturaleza tan dulce, simple, noble y fuerte como la de él (una naturaleza
que le posibilitó, con la ayuda de nuestro amigo, elevarse desde simple
empleado hasta el puesto que hoy tiene) se encuentre tan dañada que haya
desaparecido la misma esencia de su fuerza. Perdóname, querida, si te
importuno con mis problemas en medio de tu propia felicidad; pero, Lucy
querida, yo debo hablar con alguien, pues el esfuerzo que hago por mantener
una apariencia alegre ante Jonathan me cansa, y aquí no tengo a nadie en quien
confiar. Temo llegar a Londres, como debemos hacerlo pasado mañana, pues el
pobre señor Hawkins dejó dispuesto en su testamento que deseaba ser
enterrado en la tumba con su padre. Como no hay ningún pariente, Jonathan
tendrá que presidir los funerales. Trataré de pasar un momento a verte, querida,
aunque sólo sea unos minutos. Perdona nuevamente que te cause aflicciones.
Con todas las bendiciones, te quiere,


MINA HARKER»


Del diario del doctor Seward
20 de septiembre. Sólo un gran esfuerzo de voluntad y la costumbre me
permiten hacer estas anotaciones hoy por la noche. Me siento demasiado
desgraciado, demasiado abatido, demasiado hastiado del mundo y de todo lo
que hay en él, incluida la vida misma, de tal manera que no me importaría
escuchar en este mismo momento el aleteo de las alas del ángel de la muerte. Y
han estado aleteando esas tenebrosas alas últimamente por algún motivo: la
madre de Lucy y el padre de Arthur, y ahora…
Continuemos mi trabajo.
Relevé puntualmente a van Helsing en su guardia sobre Lucy. Queríamos
que Arthur también se fuese a descansar, pero al principio se negó. Sólo accedió
cuando le dije que lo necesitaríamos durante el día para que nos ayudara, y que
no debíamos agotarnos todos al mismo tiempo porque Lucy podría sufrir las
consecuencias. Van Helsing fue muy amable con él.
—Venga, hijo —le dijo—; venga conmigo. Usted está enfermo y débil y ha
tenido muchas tristezas y muchos dolores, asimismo como un desgaste de su
fuerza que nosotros conocemos bien. No debe usted estar solo, pues estar solo
es estar lleno de temores y alarmas. Venga a la sala, donde hay una buena
lumbre y dos sofás. Usted se acostará en uno y yo en el otro, y nuestra compañía
nos dará cierto alivio, aun cuando no hablemos, y aun en caso de que durmamos.
Arthur se fue con él, echando una nostálgica mirada al rostro de Lucy,
que yacía en su almohada casi más blanca que la sábana. Yacía bastante
tranquila, y yo miré alrededor del cuarto para ver que todo estuviera en orden.
Pude ver que el profesor había realizado en este cuarto, al igual que en el otro,
su propósito de usar el ajo; todas las guillotinas de las ventanas olían
fuertemente a él. Y alrededor del cuello de Lucy, sobre el pañuelo de seda que
van Helsing le había hecho usar, había tosca gargantilla hecha de las mismas
olorosas flores. Lucy estaba respirando un tanto estertorosamente y su rostro
estaba descompuesto, pues la boca abierta mostraba las pálidas encías. A la
tenue e incierta luz, sus dientes parecían más largos y más agudos de lo que
habían estado en la mañana. En particular, debido quizá a algún juego de luz,
los caninos parecían más largos y agudos que el resto. Yo me senté a su lado, y al
poco tiempo ella se movió inquieta. En el mismo instante llegó una especie de
sordo aleteo o arañazos desde la ventana. Fui silenciosamente hacia ella y espié
por una esquina de la celosía.
Había luna llena, y pude ver que el ruido era causado por un gran
murciélago que revoloteaba, indudablemente atraído por la luz, aunque fuese
tan tenue, y de vez en cuando golpeaba la ventana con las alas. Cuando regreso a
mi asiento, vi que Lucy se había movido ligeramente y se habían desprendido
las flores de ajo del cuello. Las coloqué nuevamente en su sitio lo mejor que
pude, y me senté, observándola.
Al poco rato despertó, y yo le di alimentos tal como los había prescrito
van Helsing. Sólo tomó unos pocos, y de mala gana. Parecía que ya no estaba
con ella su antigua inconsciente lucha por la vida, y la fortaleza que hasta
entonces había marcado su enfermedad. Me sorprendió como un hecho curioso
el que en el momento de volverse consciente ella apretara las flores de ajo
contra su pecho. Ciertamente era muy raro que cuando quiera que ella entrara a
ese estado letárgico, con respiración estertórea, tratara de quitarse las flores,
pero que al despertar las sujetara. No había ninguna posibilidad de cometer un
error acerca de esto, pues en las largas horas que siguieron tuvo muchos
períodos de sueño y vigilia, y repitió ambas acciones muchas veces.
A las seis de la mañana, van Helsing llegó a relevarme. Arthur había caído
en un sopor, y bondadosamente él le permitió que siguiera durmiendo. Cuando
vio el rostro de Lucy pude escuchar la siseante aspiración de su boca, y me dijo en un susurro agudo:
—Suba la celosía; ¡quiero luz!
Luego se inclinó y, con su rostro casi tocando el de Lucy, la examinó
cuidadosamente. Quitó las flores y luego retiró el pañuelo de seda de su
garganta. Al hacerlo retrocedió, y yo pude escuchar su exclamación: «¡Mein
Gott!…» , que se quedó a media garganta. Yo me incliné y miré también, y
cuando lo hice, un extraño escalofrío me recorrió el cuerpo.
Las heridas en la garganta habían desaparecido por completo.
Durante casi cinco minutos van Helsing la estuvo mirando, con el rostro
serio y crispado como nunca. Luego se volvió hacia mí y me dijo calmadamente:
—Se está muriendo. Ya no le quedará mucho tiempo. Habrá mucha
diferencia, créamelo, si muere consciente o si muere mientras duerme.
Despierte al pobre muchacho y déjelo que venga y vea lo último; él confía en
nosotros, y se lo habíamos prometido.
Bajé al comedor y lo desperté. Estuvo aturdido por un momento, pero
cuando vio la luz del sol entrando a través de las rendijas de las persianas pensó
que ya era tarde, y me expresó su temor. Yo le aseguré que Lucy todavía dormía,
pero le dije tan suavemente como pude que tanto van Helsing como yo
temíamos que el fin estaba cerca. Se cubrió el rostro con las manos y se deslizó
sobre sus rodillas al lado del sofá, donde permaneció, quizá un minuto, con la
cabeza agachada, rezando, mientras sus hombros se agitaban con el pesar. Yo lo
tomé de la mano y lo levanté.
—Ven —le dije, mi querido viejo amigo; reúne toda tu fortaleza: será lo
mejor y lo más fácil para ella. Cuando llegamos al cuarto de Lucy pude ver que
van Helsing, con su habitual previsión, había estado poniendo todas las cosas en
su sitio y haciendo que todo estuviera tan agradable como fuera posible. Incluso
le había cepillado el pelo a Lucy, de manera que éste se desparramaba por la
almohada en sus habituales rizos de oro. Cuando entramos en el cuarto, ella
abrió los ojos, y al verlo a él susurró débilmente:
—¡Arthur! ¡Oh, mi amor, estoy tan contenta de que hayas venido!
Él se detuvo para besarla, pero van Helsing le ordenó que se retirara.
—No —le susurró—, ¡todavía no! Sostenga su mano; le dará más consuelo.
Así es que Arthur le tomó la mano y se arrodilló al lado de ella, y ella
resplandeció, con todas las suaves líneas haciendo juego con la angelical belleza
de sus ojos. Entonces, gradualmente, sus ojos se cerraron y se hundió en el
sueño. Por un corto tiempo su pecho se elevó suavemente; y subió y bajó como el de un niño cansado.
Luego, insensiblemente, llegó el extraño cambio que yo había notado durante la noche.
Su respiración se volvió estertórea, abrió la boca, y las pálidas encías
estiradas hacia atrás hicieron que los dientes parecieran más largos y agudos
que nunca. Abrió los ojos de una manera vaga, sonámbula, como inconsciente,
reflejando ahora al mismo tiempo vaguedad y dureza, y dijo en una voz suave y
voluptuosa, tal como yo nunca la había escuchado en sus labios:
—¡Arthur! ¡Oh, mi amor, estoy tan feliz de que hayas venido! ¡Bésame!
Arthur se inclinó ansiosamente para besarla, pero en ese mismo instante
van Helsing, quien, como yo, había estado asombrado por la voz de la joven, se
precipitó sobre el novio y, sujetándolo por el cuello con ambas manos, lo
arrastró hacia atrás con una fuerza que yo nunca creí pudiera poseer, y de hecho
lo lanzó casi al otro lado del cuarto.
—¡Nunca en su vida! —le dijo—; ¡no lo haga, por amor a su alma y a la de ella!
Y luego, se situó entre los dos como un león acorralado. Arthur estaba tan
sorprendido que por un momento no encontró qué hacer ni qué decir; y antes de
que ningún impulso de violencia pudiera apoderarse de él, se dio cuenta del
lugar y de las circunstancias y se quedó en silencio, esperando.
Yo mantuve los ojos fijos en Lucy, lo mismo que van Helsing, y vimos un
espasmo de ira pasar rápidamente como una sombra por su rostro; los agudos
dientes se cerraron de golpe. Luego sus ojos se cerraron y ella respiró pesadamente.
Al poco tiempo sus ojos se abrieron con toda su suavidad, y extendiendo
su pobre mano pálida y delgada, tomó la pesada y oscura mano de van Helsing;
acercándosela, la besó.
—Mi verdadero amigo —dijo ella, en una débil voz pero con un acento
doloroso indescriptible—. ¡Mi verdadero amigo, y amigo de él! ¡Oh, protéjalo, y deme paz a mí!
—¡Lo juro! —dijo él solemnemente, arrodillándose al lado de ella y
sosteniendo su mano, como alguien que presta juramento. Luego se volvió a
Arthur y le dijo—: Venga, hijo, tome la mano de ella entre las suyas, y bésela en la frente, y sólo una vez.
Se unieron sus ojos en vez de sus labios; y así se despidieron.
Los ojos de Lucy se cerraron; y van Helsing, que había estado observando
desde cerca, tomó del brazo a Arthur y lo alejó del lecho.
Luego la respiración de Lucy se volvió estertórea una vez más, y
repentinamente cesó del todo.
—Ya todo terminó —dijo van Helsing ¡Está muerta!
Tomé a Arthur del brazo y lo conduje a la sala, donde se sentó y se cubrió
la cara con las manos, sollozando como un chiquillo.
Regresé al cuarto y encontré a van Helsing mirando a la pobre Lucy, y su
rostro estaba más serio que nunca. El cuerpo de ella había cambiado algo. La
muerte le había regresado parte de su belleza, pues sus cejas y mejillas habían
recobrado algo de sus suaves líneas; hasta los labios habían perdido su mortal
palidez. Era como si la sangre, innecesaria ya para el funcionamiento del
corazón, hubiera querido mitigar en lo posible la rigidez y la desolación de la muerte.
«Pensamos que moría mientras estaba durmiendo, y durmiendo cuando murió.»
Me situé al lado de van Helsing, y le dije:
—¡Ah! ¡pobre muchacha! Al fin hay paz para ella. ¡Es el final! Él se volvió
hacia mí, y dijo con grave solemnidad:
—Nada de eso. ¡Ay!, nada de eso. ¡Es sólo el comienzo!
Cuando le pregunté qué quería decir, movió la cabeza y me respondió:
—No podemos hacer nada por ella todavía. Espere. Ya verá usted…

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