Drácula – Bram Storker
DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)
Cuando llegamos al hotel Berkeley, van Helsing encontró un telegrama
que había llegado en su ausencia:
«Llegaré por tren. Jonathan en Whitby. Noticias importantes.
MINA HARKER .»
El profesor estaba encantado.
—¡Ah!, esa maravillosa señora Mina —dijo—. ¡Una perla entre las
mujeres! Va a llegar; pero no puedo quedarme a esperarla. Debe llevarla a su
casa, amigo John. Debe ir a recibirla a la estación. Mándele un telegrama en
camino para que esté preparada.
Cuando enviamos el telegrama, el profesor tomó una taza de té; a
continuación, me habló de un diario de Jonathan Harker y me entregó una
copia mecanografiada, así como el diario que escribió Mina Harker en Whitby.
—Tómelos —me dijo y examínelos atentamente. Para cuando regrese,
estará usted al corriente de todos los hechos y así podremos emprender mejor
nuestras investigaciones. Cuídelos, puesto que su contenido es un verdadero
tesoro. Necesitará toda su fe, a pesar de la experiencia que ha tenido hoy mismo.
Lo que se dice aquí —colocó pesadamente la mano, con gravedad, sobre el
montón de papeles, al tiempo que hablaba—, puede ser el principio del fin para
usted, para mí y para muchos otros; o puede significar el fin del «muerto vivo»
que tantas atrocidades comete en la tierra. Léalo todo, se lo ruego, con atención.
Y si puede añadir usted algo a la historia que aquí se relata, hágalo, puesto que
en este caso todo es importante. Ha consignado en su diario todos esos extraños
sucesos, ¿no es así? ¡Claro! Bueno, pues entonces, pasaremos todo en revista
juntos, cuando regrese.
A continuación, hizo todos los preparativos para su viaje y, poco después,
se dirigió a Liverpool Street. Yo me encaminé a Paddington, a donde llegué
como un cuarto de hora antes de la llegada del tren.
La multitud se fue haciendo menos densa, después del movimiento
característico en los andenes de llegada. Comenzaba a intranquilizarme,
temiendo no encontrar a mi invitada, cuando una joven de rostro dulce y
apariencia delicada se dirigió hacia mí, y después de una rápida ojeada me dijo:
—Es usted el doctor Seward, ¿verdad?
—¡Y usted la señora Harker! —le respondí inmediatamente.
Entonces, la joven me tendió la mano.
—Lo conocía por la descripción que me hizo la pobre Lucy; pero… guardó
silencio repentinamente y un fuerte rubor cubrió sus mejillas.
El rubor que apareció en mi propio rostro nos tranquilizó a los dos en
cierto modo, puesto que era una respuesta tácita al suyo. Tomé su equipaje, que
incluía una máquina de escribir, y tomamos el metro hasta Fenchurch Street,
después de enviar recado a mi ama de llaves para que dispusiera una salita y
una habitación dormitorio para la recién llegada.
Pronto llegamos. La joven sabía, por supuesto, que el lugar era un asilo
de alienados; pero vi que no lograba contener un estremecimiento cuando entramos.
Me dijo que si era posible le gustaría acompañarme a mi estudio, debido
a que tenía mucho de que hablarme. Por consiguiente, estoy terminando de
registrar los conocimientos en mi diario fonográfico, mientras la espero.
Como todavía no he tenido la oportunidad de leer los papeles que me
confió van Helsing, aunque se encuentran extendidos frente a mí, tendré que
hacer que la señora se interese en alguna cosa para poder dedicarme a su
lectura. No sabe cuán precioso es el tiempo o de qué índole es la tarea que
hemos emprendido. Debo tener cuidado para no asustarla. ¡Aquí llega!
Del diario de Mina Harker
29 de septiembre. Después de instalarme, descendí al estudio del doctor Seward.
En la puerta me detuve un momento, porque creí oírlo hablar con
alguien. No obstante, como me había rogado que no perdiera el tiempo, llamé a
la puerta y entré al estudio una vez que me dio permiso para hacerlo.
Me sorprendí mucho al constatar que no había nadie con él. Estaba
absolutamente solo, y sobre la mesa, frente a él, se encontraba lo que supe
inmediatamente, por las descripciones, que se trataba de un fonógrafo. Nunca
antes había visto uno y me interesó mucho.
—Espero no haberlo hecho esperar mucho —le dije—; pero me detuve
ante la puerta, ya que creí oírlo a usted hablando y supuse que habría alguna persona en su estudio.
—¡Oh! —replicó, con una sonrisa—. Solamente estaba registrando en mi
diario los últimos acontecimientos.
—¿Su diario? —le pregunté, muy sorprendida.
—Sí —respondió —, lo registro en este aparato. Al tiempo que hablaba,
colocó la mano sobre el fonógrafo. Me sentí muy excitada y exclamé:
—¡Vaya! ¡Esto es todavía más rápido que la taquigrafía! ¿Me permite oír el aparato un poco?
—Naturalmente —replicó con amabilidad y se puso en pie para preparar
el artefacto de modo que hablara.
Entonces, se detuvo y apareció en su rostro una expresión confusa.
—El caso es —comenzó en tono extraño que sólo registro mi diario; y se
refiere enteramente…, casi completamente…, a mis casos. Sería algo muy
desagradable… Quiero decir…
Guardó silencio y traté de ayudarlo a salir de su confusión.
—Usted ayudó en la asistencia a mi querida Lucy en los últimos instantes.
Déjeme escuchar cómo murió. Le agradeceré mucho todo lo que pueda saber
sobre ella. Me era verdaderamente muy querida.
Para mi sorpresa, respondió, con una expresión de profundo horror en sus facciones:
—¿Quiere que le hable de su muerte? ¡Por nada del mundo!
—¿Por qué no? —pregunté, mientras un sentimiento terrible se iba apoderando de mí.
El doctor hizo nuevamente una pausa y pude ver que estaba tratando de
buscar una excusa. Finalmente, balbuceó:
—¿Ve usted? No sé como retirar todo lo particular que contiene el diario.
Mientras hablaba se le ocurrió una idea, y dijo, con una simplicidad llena
de inconsciencia, en un tono de voz diferente y con el candor de un niño:
—Esa es la verdad, le doy mi palabra de ello. ¡Sobre mi honor de indio honrado!
No pude menos de sonreír y el doctor hizo una mueca.
—¡Esta vez me he traicionado! —dijo—. Pero, ¿sabe usted que aún cuando
hace ya varios meses que mantengo al día el diario, nunca me preocupé de cómo
podría encontrar cualquier parte en especial de él que deseara examinar?
Pero esta vez me convencí de que el diario del doctor que asistió a Lucy
tendría algo que añadir a nuestra suma de conocimientos sobre el terrible ser, y dije llanamente:
—Entonces, doctor Seward, lo mejor será que me deje que le haga una copia en mi máquina de escribir.
Se puso intensamente pálido, al tiempo que me decía:
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Por nada en el mundo dejaré que usted conozca esa terrible historia!
Por consiguiente, era terrible. ¡Mi intuición no me había engañado! Por
unos instantes estuve pensando, y mientras mis ojos examinaban
cuidadosamente la habitación, buscando algo o alguna oportunidad que pudiera
ayudarme, vi un montón de papeles escritos a máquina sobre su mesa. Los ojos
del doctor se fijaron en los míos, e involuntariamente, siguió la dirección de mi
mirada. Al ver los papeles, comprendió qué era lo que estaba pensando.
—Usted no me conoce —le dije—. Cuando haya leído esos papeles, el
diario de mi esposo y el mío propio, que yo misma copié en la máquina de
escribir, me conocerá un poco mejor. No he dejado de expresar todos mis
pensamientos y los sentimientos de mi corazón en ese diario; pero,
naturalmente, usted no me conoce… todavía; y no puedo esperar que confíe en
mí para revelarme algo tan importante.
Desde luego, es un hombre de naturaleza muy noble; mi pobre Lucy tenía
razón respecto a él. Se puso en pie y abrió un amplio cajón, en el que estaban
guardados en orden varios cilindros metálicos huecos, cubiertos de cera oscura, y dijo:
—Tiene usted razón. No confiaba en usted debido a que no la conocía.
Pero ahora la conozco; y déjeme decirle que debí conocerla hace ya mucho
tiempo. Ya sé que Lucy le habló a usted de mí, del mismo modo que me habló a
mí de usted. ¿Me permite que haga el único ajuste que puedo? Tome los
cilindros y óigalos. La primera media docena son personales y no la
horrorizarán; así podrá usted conocerme mejor. Para cuando termine de oírlos,
la cena estará ya lista. Mientras tanto, debo leer parte de esos documentos, y así
estaré en condiciones de comprender mejor ciertas cosas.
Llevó él mismo el fonógrafo a mi salita y lo ajustó para que pudiera oírlo.
Ahora voy a conocer algo agradable, estoy segura de ello, ya que me va a mostrar
el otro lado de un verdadero amor del que solamente conozco una parte…
Del diario del doctor Seward
29 de septiembre. Estaba tan absorto en la lectura del diario de Jonathan
Harker y en el de su esposa que dejé pasar el tiempo sin pensar. La señora
Harker no había descendido todavía cuando la sirvienta anunció que la cena estaba servida.
—Es probable que esté cansada. Será mejor que retrasemos la cena una
hora —le dije, y volví a enfrascarme en mi lectura.
Acababa de terminar la lectura del diario de la señora Harker cuando ella
entró al estudio. Se veía muy bonita y dulce, pero un poco triste, y sus ojos
estaban un poco hinchados, signo inequívoco de que había estado llorando. Por
alguna razón, eso me emocionó profundamente. Unos instantes antes había
tenido yo mismo ganas de llorar, ¡Dios lo sabe!; pero el alivio que las lágrimas
procuran me había sido negado, y entonces, el ver aquellos ojos de mirada
dulce, que habían estado llenos de lágrimas, me impresionó. Por consiguiente,
le dije con toda la amabilidad que pude:
—Me temo que mi diario la ha desconsolado.
—¡Oh, no! No estoy desconsolada —replicó—; pero me han emocionado
más de lo que puedo decir sus lamentaciones. Es una máquina maravillosa, pero
cruelmente verdadera. Me hizo escuchar, en el tono exacto, las angustias de su
corazón. Era como un alma que se dirige a Dios Todopoderoso. ¡Nadie debe
volver a escribir nunca eso! He tratado de serle útil. He copiado sus palabras en
mi máquina de escribir y nadie más necesita oír ahora los latidos de su corazón,
como lo he hecho yo.
—Nadie necesita saberlo nunca, ni lo sabrá —le dije, en tono muy bajo.
Ella colocó su mano sobre las mías y me dijo con gravedad:
—¡Deben conocerlo!
—¡Deben! ¿Por qué? —preguntó.
—Porque es una parte de la terrible historia, una parte de la muerte de la
pobre y querida Lucy y de las causas que la provocaron; porque en la lucha que
nos espera, para librar a la tierra de ese terrible monstruo, debemos adquirir
todos los conocimientos y toda la ayuda que es posible obtener. Creo que los
cilindros que me confió contienen más de lo que usted deseaba que yo
conociera; pero he visto que en ese registro hay muchos indicios para la solución
de este negro misterio. ¿No va a dejarme usted que le ayude? Conozco todo
hasta cierto punto; y comprendo ya, aunque su diario me condujo sólo hasta el
siete de septiembre, cómo estaba siendo acosada la pobre Lucy y cómo se iba
desarrollando su terrible destino. Jonathan y yo hemos estado trabajando día y
noche desde que el profesor van Helsing estuvo con nosotros. Mi esposo ha ido
a Whitby a conseguir más información y llegará aquí mañana, para tratar de
ayudarnos a todos. No debemos tener secretos entre nosotros; trabajando
juntos y con entera confianza podremos ser, con toda seguridad, más útiles y
efectivos que si alguno de nosotros está sumido en la oscuridad.
Me miró de modo tan suplicante, y al mismo tiempo manifestando tanto
valor y resolución en su actitud, que cedí inmediatamente ante sus deseos.
—Haga usted lo que mejor le parezca con respecto a este asunto —le dije
—. ¡Que Dios me perdone si hago mal! Hay aún cosas terribles que va a conocer;
pero si ha recorrido ya tanto trecho en lo referente a la muerte de la pobre Lucy,
no se contentará, lo sé, permaneciendo en la ignorancia. No, el fin mismo podrá
darle a usted un poco de paz. Venga, la cena está servida. Debemos fortalecernos
para soportar lo que nos espera; tenemos ante nosotros una tarea cruel y
peligrosa. Cuando haya cenado podrá conocer todo el resto y responderé a todas
las preguntas que usted quiera hacerme…, en el caso de que haya algo que no
comprenda; aunque estaba claro para todos los que estábamos presentes.
Del diario de Mina Harker
29 de septiembre. Después de cenar, acompañé al doctor Seward a su estudio.
Llevó el fonógrafo de mi salita y yo tomé mi máquina de escribir. Hizo
que me instalara en un asiento cómodo y colocó el fonógrafo de tal modo que
pudiera manejarlo sin necesidad de levantarme, y me mostró como detenerlo,
en el caso de que deseara hacer una pausa. Entonces, muy preocupado, tomó
asiento de espaldas a mí, para que me sintiera con mayor libertad, y comenzó a
leer. Yo me coloqué en los oídos el casco, y escuché.
Cuando conocí la terrible historia de la muerte de Lucy y de todo lo que
siguió, permanecí reclinada en mi asiento, como paralizada, absolutamente sin fuerzas.
Afortunadamente no soy dada a desmayarme. En cuanto el doctor
Seward me vio, se puso en pie de un salto, con expresión horrorizada, y
apresurándose a sacar de una alacena una botella me dio una copita de brandy,
que, en unos minutos, me devolvió las fuerzas. Mi cerebro era un verdadero
caos, y solamente entre todos los horrores surgía un ligero rayo de luz al saber
que mi pobre y querida Lucy estaba finalmente en paz. De no ser por eso, no
creo haber podido tolerarlo sin hacer una escena. Era todo tan salvaje,
misterioso y extraño, que si no hubiera conocido la experiencia de Jonathan en
Transilvania, no hubiera podido creerlo. En realidad, no sabía qué creer y
procuré salir del paso ocupándome de otra cosa. Le quité la cubierta a mi
máquina de escribir, y le dije al doctor Seward:
—Déjeme que le escriba todo esto. Debemos estar preparados para
cuando regrese el doctor van Helsing. Le he enviado un telegrama a Jonathan
para que venga aquí en cuanto llegue a Londres, procedente de Whitby. En este
caso, las fechas son importantes, y creo que si preparamos todo el material y lo
disponemos todo en orden cronológico, habremos adelantado mucho. Me ha
dicho usted que lord Godalming y el señor Morris van a venir también. Así
podremos estar en condiciones de ponerlo al corriente de todo en cuanto llegue.
El doctor, de acuerdo con lo dicho, hizo que el fonógrafo funcionara más
lentamente y comencé a escribir a máquina desde el principio del séptimo cilindro.
Usaba papel carbón y saqué tres copias, lo mismo que había hecho con
todo el resto. Era ya tarde cuando concluí el trabajo, pero el doctor fue a cumplir
con su deber, en su ronda de visita a los pacientes; cuando terminó, regreso y se
sentó a mi lado, leyendo, para que no me sintiera demasiado sola mientras
trabajaba. ¡Qué bueno y comprensivo es! ¡El mundo parece estar lleno de
hombres buenos, aun cuando haya también monstruos! Antes de despedirme de
él recordé lo que Jonathan había escrito en su diario sobre la perturbación del
profesor cuando leyó algo en un periódico de la tarde en la estación de Exéter;
así, al ver que el doctor Seward guardaba clasificados sus periódicos, me llevé a
la habitación, después de pedirle permiso para ello, los álbumes de The
Westminster Gazette y The Pall Mall Gazette. Recordaba lo mucho que nos
habían ayudado los periódicos The Dailygraph y The Whitby Gazette ,de los que
había guardado recortes, para comprender los terribles sucesos de Whitby
cuando llegó el conde Drácula. Por consiguiente, tengo el propósito de examinar
cuidadosamente, desde entonces, los periódicos de la tarde, y quizá pueda así
encontrar algún indicio. No tengo sueño, y el trabajo servirá para tranquilizarme.
Del diario del doctor Seward
30 de septiembre. El señor Harker llegó a las nueve en punto. Había
recibido el telegrama de su esposa poco antes de ponerse en camino. Tiene una
inteligencia poco común, si es posible juzgar eso por sus facciones, y está lleno
de energía. Si su diario es verdadero, y debe ser, a juzgar por las maravillosas
experiencias que hemos tenido, es también un hombre enérgico y valiente. Su
ida a la tumba por segunda vez era una obra maestra de valor. Después de leer
su informe, estaba preparado a encontrarme con un buen espécimen de la raza
humana, pero no con el caballero tranquilo y serio que llegó aquí hoy.
Más tarde. Después del almuerzo, Harker y su esposa regresaron a sus
habitaciones, y al pasar hace un rato junto a su puerta, oí el ruido que producía
su máquina de escribir. Trabajan mucho. La señora Harker me dijo que estaban
poniendo en orden cronológico todas las pruebas que poseían. Harker había
recibido las cartas entre la consigna de las cajas en Whitby y los mozos de
cuerda que se ocuparon de ellas en Londres. Ahora esta leyendo la copia
mecanografiada por su esposa de mi diario. Me pregunto qué conclusiones sacarán. Aquí está…
¡Es extraño que no se me ocurriera pensar que la casa vecina pudiera ser
el escondrijo del conde! ¡Sin embargo, Dios sabe que habíamos tenido
suficientes indicios a causa del comportamiento del pobre Renfield! El montón
de cartas relativas a la adquisición de la casa se encontraba con las copias
mecanografiadas. ¡Si lo hubiéramos sabido antes, hubiéramos podido salvarle la
vida a la pobre Lucy! ¡Basta! ¡Esos pensamientos conducen a la locura! Harker
ha regresado a sus habitaciones y está otra vez poniendo en orden el material
que posee. Dice que para la hora de la cena estarán en condiciones de presentar
una narración que tenga una relación absoluta entre todos los hechos. Piensa
que, mientras tanto, debo ir a ver a Renfield, puesto que hasta estos momentos
ha sido una especie de guía sobre las entradas y salidas del conde. Me es difícil
verlo todavía; pero, cuando examine las fechas, supongo que veré claramente la
relación existente. ¡Qué bueno que la señora Harker mecanografió el contenido
de mis cilindros! Nunca hubiéramos podido encontrar las fechas de otro modo…
Encontré a Renfield sentado plácidamente en su habitación y sonriendo
como un bendito. En ese momento parecía tan cuerdo como cualquier otra
persona de las que conozco. Me senté a su lado y hablé con él de infinidad de
temas, que él desarrolló de una manera absolutamente natural. Entonces, por su
propia voluntad, me habló de regresar a su casa, un tema que nunca había
tocado, que yo sepa, durante su estancia en el asilo. En efecto, me habló
confiado de que podría ser dado de alta inmediatamente.
Creo que de no haber conversado antes con Harker y haber leído las
cartas y las fechas de sus ataques, me hubiera sentido dispuesto a firmar su
salida, al cabo de un corto tiempo de observación. Tal y como están las cosas,
sospecho de todo. Todos esos ataques estaban ligados en cierto modo a la
presencia del conde en las cercanías. ¿Qué significaba entonces aquella
satisfacción absoluta? ¿Quiere decir que sus instintos están satisfechos a causa
del convencimiento del triunfo final del vampiro? Es el mismo zoófago y en sus
terribles furias, al exterior de la puerta de la capilla de la casa, habla siempre del
«amo». Todo esto parece ser una confirmación de nuestra idea. Sin embargo, al
cabo de un momento, lo dejé; mi amigo estaba en esos instantes demasiado
cuerdo para poder ponerlo a prueba seriamente con preguntas. Puede comenzar
a reflexionar y, entonces… Por consiguiente, me alejé de él. Desconfío de esos
momentos de calma que tiene a veces, y le he dado al enfermero la orden de que
lo vigile estrechamente y que tenga lista una camisa de fuerza para utilizarla en caso de necesidad.
Del diario de Jonathan Harker
29 de septiembre, en el tren hacia Londres. Cuando recibí el amable
mensaje del señor Billington, en el que me decía que estaba dispuesto a
facilitarme todos los informes que obraban en su poder, creí conveniente ir
directamente a Whitby y llevar a cabo, en el lugar mismo, todas las
investigaciones que deseaba. Mi objeto era el de seguir el horrible cargamento
del conde hasta su casa de Londres. Más tarde podríamos ocuparnos de ello. El
hijo de Billington, un joven muy agradable, fue a la estación a recibirme y me
condujo a casa de su padre, en donde habían decidido que debería pasar la
noche. Eran hospitalarios, con la hospitalidad propia de Yorkshire: dando todo
a los invitados y dejándolos en entera libertad para que hicieran lo que
deseaban. Sabían que tenía mucho quehacer y que mi estancia iba a ser muy
corta, y el señor Billington tenía preparados en su oficina todos los documentos
relativos a la consignación de las cajas.
Me llevé una fuerte impresión al volver a ver una de las cartas que había
visto sobre la mesa del conde, antes de tener conocimiento de sus planes
diabólicos. Todo había sido pensado cuidadosamente y ejecutado
sistemáticamente y con precisión. Parecía haber estado preparado para vencer
cualquier obstáculo que pudiera surgir por accidente para impedir que se
llevaran a cabo sus intenciones. No había dejado nada a la casualidad, y la
absoluta exactitud con la que sus instrucciones fueron seguidas era simplemente
un resultado lógico de su cuidado. Vi la factura y tomé nota de ella: «Cincuenta
cajas de tierra común, para fines experimentales.» También la copia de la carta
dirigida a Carter Paterson y su respuesta; saqué copias de las dos. Esa era toda
la información que podía facilitarme el señor Billington, de modo que me dirigí
al puerto a ver a los guardacostas, a los oficiales de la aduana y al comandante
de puerto. Todos ellos tenían algo que decir sobre la entrada extraña del barco,
que ya comenzaba a tener su lugar en las tradiciones locales; pero no pudieron
añadir nada a la simple descripción «cincuenta cajas de tierra común». A
continuación fui a ver al jefe de estación, que me puso amablemente en contacto
con los hombres que habían recibido en realidad las cajas. Su descripción
coincidía con las listas y no tuvieron nada que añadir, excepto que las cajas eran
«extraordinariamente pesadas» y que su embarque había sido un trabajo muy
duro. Uno de ellos dijo que era una pena que no hubiera habido algún caballero
presente «como usted, señor», para recompensar en cierto modo sus esfuerzos,
con una propina en metálico; otro expresó lo mismo, diciendo que el esfuerzo
hecho les había producido una sed tan grande que todavía no habían logrado
calmarla del todo. No es necesario añadir que, antes de dejarlos, me encargué de
que no volvieran a tener que hacer ningún reproche al respecto.
30 de septiembre. El jefe de estación tuvo la amabilidad de darme unas
líneas escritas para su colega de King’s Cross, de manera que cuando llegué allá
por la mañana, pude hacerle preguntas sobre la llegada de las cajas. Él también
me puso inmediatamente en contacto con los empleados apropiados y vi que sus
explicaciones coincidían con la factura original. Las oportunidades de tener una
sed anormal habían sido pocas en este último caso; sin embargo, habían sido
aprovechadas generosamente y me vi obligado a ocuparme del resultado de un modo ex post facto.
De allí me dirigí a las oficinas centrales de Carter Paterson, donde fui
recibido con la mayor cortesía. Examinaron la transacción en su diario y sus
archivos de correspondencia y telefonearon inmediatamente a su oficina de
King’s Cross para obtener más detalles. Afortunadamente, los hombres que se
encargaron del acarreo estaban esperando trabajo y el funcionario los envió
inmediatamente, mandando asimismo con uno de ellos el certificado de tránsito
y todos los documentos relativos a la entrega de las cajas en Carfax.
Nuevamente, descubrí que el duplicado correspondía exactamente; los
portadores estaban en condiciones de complementar la parquedad de los
documentos con unos cuantos detalles. Pronto supe que esos detalles estaban
relacionados con lo sucio del trabajo y con la terrible sed que les produjo a los
trabajadores. Al ofrecerles la oportunidad, más tarde, para que la calmaran, uno de los hombres hizo notar:
—Esa casa, señor, es la más abandonada que he visto en toda mi vida.
¡Caramba! Parece que hace ya un siglo que nadie la ha tocado. Había una capa
tan gruesa de polvo que hubiéramos podido dormir en el suelo sin lastimarnos
los riñones, y tan en desorden que parecía el antiguo templo de Jerusalén. Pero
la vieja capilla… ¡Fue el colmo de todo! Mis compañeros y yo pensamos que
nunca saldríamos de esa casa bastante pronto. ¡Cielo santo! ¡Por nada del
mundo me quedaría allí un solo instante después de anochecer!
Puesto que yo había estado en la casa, no tuve inconveniente en creerle;
pero, si hubiera sabido lo que yo, es seguro que habría empleado palabras más duras.
Hay algo de lo que estoy satisfecho, sin embargo: que todas las cajas que
llegaron a Whitby de Varna, en el Demetrio, estaban depositadas en la vieja
capilla de Carfax. Debía haber allí cincuenta, a menos que hubieran retirado ya
alguna…, como lo temía, basándome en el diario del doctor Seward.
Tengo que tratar de entrevistarme con el portador que se llevaba las cajas
de Carfax, cuando Renfield los atacó. Siguiendo esa pista, es posible que
lleguemos a saber muchas cosas importantes.
Más tarde. Mina y yo hemos trabajado durante todo el día y hemos puesto en orden todos los papeles.
Del diario de Mina Harker
30 de septiembre. Estoy tan contenta que me es difícil contenerme.
Supongo que se trata de la reacción natural después del horrible temor que
tenía: de que ese terrible asunto y la reapertura de sus antiguas heridas podrían
actuar en detrimento de Jonathan.
Lo vi salir hacia Whitby con un rostro tan animado como era posible;
pero me sentía enferma de aprensión. Sin embargo, el esfuerzo le había sentado
bien. Nunca había estado tan resuelto, fuerte y con tanta energía volcánica,
como ahora. Es exacto lo que me dijo el excelente profesor van Helsing: es
verdaderamente resistente y mejora bajo tensiones que matarían a una persona
de naturaleza más débil. Ha regresado lleno de vida, de esperanza y de
determinación. Lo hemos ordenado todo para esta noche. Me siento muy
emocionada. Supongo que es preciso tener lástima de alguien que es tan
perseguido como el conde. Solamente que… esa cosa no es humana… No es ni
siquiera una bestia. Leer el relato del doctor Seward sobre la muerte de la pobre
Lucy y todo lo que siguió, es suficiente para ahogar todos los sentimientos de conmiseración.
Más tarde. Lord Godalming y el señor Morris llegaron más temprano de
lo que los esperábamos. El doctor Seward había salido a arreglar unos asuntos y
se había hecho acompañar por Jonathan; por consiguiente, tuve que recibirlos
yo. Fue para mí algo muy desagradable, debido a que me recordó todas las
esperanzas de la pobre Lucy, de hacía solamente unos meses. Naturalmente,
habían oído a Lucy hablar de mí y parecía que el doctor van Helsing había
estado también «haciéndome propaganda», como lo expresó el señor Morris.
¡Pobres amigos! Ninguno de ellos sabe que estoy al corriente de todas las
proposiciones que le hicieron a Lucy. No sabían exactamente qué decir o hacer,
ya que ignoraban hasta que punto estaba yo al corriente de todo; por
consiguiente, tuvieron que hablar de trivialidades. Sin embargo, reflexioné
profundamente y llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era
ponerlos al corriente de todo. Sabía, por el diario del doctor Seward, que habían
asistido a la muerte de la pobre Lucy…, a la muerte verdadera…, y que no debía
tener miedo de revelar un secreto antes de tiempo. Por consiguiente, les dije de
la mejor manera posible, que había leído todos los documentos y diarios, y que
mi esposo y yo, después de mecanografiarlos, acabábamos de terminar de
ponerlos en orden. Les di una copia a cada uno de ellos, para que pudieran
leerlos en la biblioteca. Cuando lord Godalming recibió la suya y la leyó
cuidadosamente (era un legajo considerable de documentos), dijo:
—¿Ha escrito usted todo esto, señora Harker?
Asentí, y él agregó:
—No comprendo muy bien el fin de todo esto; pero son todos ustedes tan
buenos y amables y han estado trabajando de manera tan enérgica y honrada,
que lo único que puedo hacer es aceptar todas sus ideas a ciegas y tratar de
ayudarlos. Ya he recibido una lección al tener que aceptar hechos que son
suficientes para hacer que un hombre se sienta triste hasta los últimos
momentos de su vida. Además, sé que usted amaba a mi pobre Lucy…
Al llegar a este punto, se volvió y se cubrió el rostro con las manos.
Alcancé a percibir el llanto en el tono de su voz. El señor Morris, con delicadeza
instintiva, le puso una mano en el hombro, durante un momento, y luego salió lentamente de la habitación.
Supongo que hay algo en la naturaleza de una mujer que hace que un
hombre se sienta libre para desplomarse frente a ella y expresar sus
sentimientos emotivos o de ternura, sin creer que sean humillantes para su
virilidad; porque cuando lord Godalming se vio solo conmigo, se sentó en el
diván y dio rienda suelta al llanto sincera y abiertamente.
Me senté a su lado y le tomé la mano. Espero que no haya pensado que
fuera un atrevimiento mío, y que si piensa en ello después, nunca se le ocurrirá nada semejante.
Lo estoy denigrando un poco; sé que nunca lo hará… Es demasiado
caballeresco para eso. Comprendí que su corazón estaba destrozado, y le dije:
—Quería a Lucy y sé lo que ella representaba para usted, y lo que era
usted para ella. Éramos como hermanas, y, ahora que ella se ha ido, ¿no va a
permitirme que sea como una hermana para usted en medio de su dolor? Sé la
tristeza que lo ha embargado, aunque no puedo medir exactamente su
profundidad. Si la simpatía y la comprensión pueden ayudarlo a usted en su
aflicción, ¿no me permite que lo ayude…, por amor de Lucy?
En un instante, el pobre hombre se encontró abrumado por el dolor. Me
pareció que todo lo que había tenido que sufrir en silencio hasta entonces
brotaba de golpe. Se puso fuera de sí y, levantando las manos abiertas, hizo
chocar las palmas, expresando la magnitud de su dolor. Se puso en pie y, un
instante después, volvió a tomar asiento y las lágrimas no cesaban de correrle
por las mejillas. Sentí una enorme lástima por él, y sin pensarlo, abrí los brazos.
Con un sollozo, apoyó su cabeza en mi hombro y lloró como un niño cansado, al
tiempo que temblaba de emoción.
Nosotras, las mujeres, tenemos algo de madres que nos hace elevarnos
sobre las cosas menos importantes cuando se invoca la maternidad; sentí que
aquella cabeza de hombre presa del dolor reposaba sobre mí, como si fuera la
del bebé que algún día podré tener en el regazo, y le acaricié el pelo, como si se
tratara de mi hijo. En aquel momento no pensé en lo extraño que era todo aquello.
Al cabo de un rato, sus sollozos cesaron y se irguió, excusándose, aunque
no trató de esconder su emoción. Me dijo que durante muchos días y noches,
días llenos de fatiga y noches sin sueño, se había sentido incapaz de hablar con
nadie, como debe hacerlo un hombre en momentos de aflicción como aquellos.
No había ninguna mujer cuyo consuelo pudiera serle entregado o con el que,
debido a las terribles circunstancias que rodeaban a su dolor, pudiera hablar libremente.
—Ahora sé como sufría —dijo, al tiempo que se secaba los ojos—. Pero, no
sé ni siquiera en este momento y ninguna otra persona podrá comprenderlo
nunca, lo mucho que ha significado hoy para mí su dulce consuelo. Con el
tiempo lo comprenderé mejor, y créame que, aunque se lo agradezco
infinitamente ahora, mi agradecimiento irá en aumento al mismo tiempo que
mi comprensión. ¿Me permite usted que seamos como hermanos durante todas
nuestras vidas…, por amor de Lucy?
—Por el amor de nuestra Lucy —le dije, al tiempo que le daba la mano.
—Y por usted misma —añadió él—, puesto que si la estimación de un
hombre y su gratitud tienen algún valor, usted las ha ganado hoy. Si alguna vez
en el futuro llega usted a tener necesidad de la ayuda de un hombre, créame que
no me llamará usted en vano. Dios quiera que nunca se presente ese momento
en que la luz del sol desaparezca de su vida; pero si llegara a presentarse, prométame que acudirá a mí.
Era tan sincero y su dolor había sido tan profundo, que comprendí que sería un consuelo para él, y le dije:
—Se lo prometo.
Cuando salí al pasillo vi al señor Morris, que estaba mirando al exterior
por una de las ventanas. Se volvió al oír el ruido de mis pasos.
—¿Cómo está Art? —inquirió.
Luego, viendo mis ojos enrojecidos, siguió diciendo:
—¡Ah! Ya veo que lo ha estado usted consolando. ¡Pobre amigo mío! Eso
es lo que necesita. Nadie que no sea una mujer puede consolar a un hombre
cuando tiene el corazón destrozado, y él no tiene a ninguna…
Enterró su propio dolor con tanta entereza que mi corazón sangró por él.
Vi que tenía el manuscrito en la mano y sabía que en cuanto lo leyera se daría
cuenta de cuanto sabía; por consiguiente, le dije:
—Desearía poder consolar a todos los que sufren profundamente. ¿Quiere
usted ser mi amigo y venir a mí si necesita consuelo? Más tarde comprenderá
usted de qué le estoy hablando.
Vio que se lo decía con sinceridad y, haciéndome una reverencia, me
tomó la mano, se la llevó a los labios y la besó. Parecía ser un consuelo
demasiado pobre para un alma tan valerosa y desinteresada. Entonces,
impulsivamente, me incliné y lo besé.
Sus ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta.
Luego, dijo, en tono tranquilo:
—¡Pequeña, nunca olvidará usted esa bondad sincera, en toda su vida!
Luego, se dirigió hacia el estudio, donde se encontraba su amigo.
—¡Pequeña!
La misma palabra con que se había referido a Lucy.
¡Pero demostró ser un amigo!.