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Capítulo 18

Drácula – Bram Storker
DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD

30 de septiembre. Llegué a casa a las cinco y descubrí que Godalming y
Morris no solamente habían llegado, sino que también habían estudiado las
transcripciones de los diversos diarios y cartas que Harker y su maravillosa
esposa habían preparado y ordenado. Harker no había regresado todavía de su
visita a los portadores, sobre los que me había escrito el doctor Hennessey. La
señora Harker nos dio una taza de té, y puedo decir con toda sinceridad que, por
primera vez desde que vivía allí, aquella vieja casona me pareció un hogar.
Cuando terminamos, la señora Harker dijo:
—Doctor Seward, ¿puedo pedirle un favor? Deseo ver a su paciente, al
señor Renfield. Déjeme verlo. Me interesa mucho lo que dice usted de él en su diario.
Parecía tan suplicante y tan bonita que no pude negárselo; por
consiguiente, la llevé conmigo. Cuando entré en la habitación, le dije al hombre
que había una dama a la que le gustaría verlo, a lo cual respondió simplemente:
—¿Por qué?
—Está visitando toda la casa y desea ver a todas las personas que hay en ella —le contesté.
—¡Ah, muy bien! —dijo—. Déjela entrar, sea como sea; pero espere un
minuto, hasta que ponga en orden el lugar.
Su método de ordenar la habitación era muy peculiar.
Simplemente se tragó todas las moscas y arañas que había en las cajas,
antes de que pudiera impedírselo. Era obvio que temía o estaba celoso de cualquier interferencia.
Cuando hubo concluido su desagradable tarea, dijo amablemente:
—Haga pasar a la dama.
Y se sentó sobre el borde de su cama con la cabeza inclinada hacia abajo;
pero con los párpados alzados, para poder ver a la dama en cuanto entrara en la habitación.
Por espacio de un momento estuve pensando que quizá tuviera intenciones homicidas.
Recordaba lo tranquilo que había estado poco antes de atacarme en mi
propio estudio, y me mantuve en un lugar tal que pudiera sujetarlo
inmediatamente si intentaba saltar sobre ella.
La señora Harker entró en la habitación con una gracia natural que
hubiera hecho que fuera respetada inmediatamente por cualquier lunático…, ya
que la desenvoltura y la gracia son las cualidades que más respetan los locos. Se
dirigió hacia él, sonriendo agradablemente, y le tendió la mano.
—Buenas tardes, señor Renfield —le dijo—. Como usted puede ver, lo
conozco. El doctor Seward me ha hablado de usted.
El alienado no respondió enseguida, sino que la examinó con el ceño fruncido.
Su expresión cambió, su rostro reflejó el asombro y, luego, la duda; luego,
con profunda sorpresa de mi parte, le oí decir:
—No es usted la mujer con la que el doctor deseaba casarse, ¿verdad? No
puede usted serlo, puesto que está muerta.
La señora Harker sonrió dulcemente, al tiempo que respondía:
—¡Oh, no! Tengo ya un esposo, con el que estoy casada desde mucho
antes de conocer siquiera al doctor Seward. Soy la señora Harker.
—Entonces, ¿qué está usted haciendo aquí?
—Mi esposo y yo hemos venido a visitar al doctor Seward.
—Entonces no se quede.
—Pero, ¿por qué no?
Pensé que aquel estilo de conversación no podía ser más agradable para
la señora Harker que lo que lo era para mí. Por consiguiente, intervine:
—¿Cómo sabe usted que deseaba casarme?
Su respuesta fue profundamente desdeñosa y la dio en una pausa en que
apartó sus ojos de la señora Harker y posó su mirada en mí, para volverla a fijar
inmediatamente después en la dama.
—¡Qué pregunta tan estúpida!
—Yo no lo creo así en absoluto, señor Renfield —le dijo la señora Harker, defendiéndome.
Renfield le habló entonces con tanta cortesía y respeto como desdén
había mostrado hacia mí unos instantes antes.
—Estoy seguro de que usted comprenderá, señora Harker, que cuando un
hombre es tan querido y honrado como nuestro anfitrión, todo lo relativo a él
resulta interesante en nuestra pequeña comunidad. El doctor Seward es querido
no solamente por sus servidores y sus amigos, sino también por sus pacientes,
que, puesto que muchos de ellos tienen cierto desequilibrio mental, están en
condiciones de distorsionar ciertas causas y efectos. Puesto que yo mismo he
sido un paciente de un asilo de alienados, no puedo dejar de notar que las
tendencias mitómanas de algunos de los asilados conducen hacia errores de non causa e ignoratio elenchi.
Abrí mucho los ojos ante ese desarrollo completamente nuevo. Allí estaba
el peor de todos mis lunáticos, el más afirmado en su tipo que he encontrado en
toda mi vida, hablando de filosofía elemental, con los modales de un caballero
refinado. Me pregunté si sería la presencia de la señora Harker la que había
tocado alguna cuerda en su memoria. Si aquella nueva fase era espontánea o
debida a la influencia inconsciente de la señora, la dama debía poseer algún don o poder extraño.
Continuamos hablando, durante un rato y, viendo que en apariencia
razonaba a la perfección, se aventuró, mirándome a mí interrogadoramente al
principio, llevándolo hacia su tema favorito de conversación. Volví a
asombrarme al ver que Renfield enfocaba la cuestión con la imparcialidad
característica de una cordura absoluta; incluso se puso de ejemplo al mencionar ciertas cosas.
—Bueno, yo mismo soy ejemplo de un hombre que tiene una extraña
creencia. En realidad, no es extraño que mis amigos se alarmaran e insistieran
en que debía ser controlado. Acostumbraba pensar que la vida era una entidad
positiva y perpetua, y que al consumir multitud de seres vivos, por muy bajos
que se encuentren éstos en la escala de la creación, es posible prolongar la vida
indefinidamente. A veces creía en ello con tanta firmeza que trataba de comer
carne humana. El doctor, aquí presente, confirmara que una vez traté de
matarlo con el fin de fortalecer mis poderes vitales, por la asimilación en mi
propio cuerpo de su vida, por medio de su sangre, Basándome, desde luego, en
la frase bíblica: «Porque la sangre es vida.» Aunque, en realidad, el vendedor de
cierta panacea ha vulgarizado la perogrullada hasta llegar al desprecio. ¿No es cierto eso, doctor?
Asentí distraídamente, debido a que estaba tan asombrado que no sabía
exactamente qué pensar o decir; era difícil creer que lo había visto comerse sus
moscas y arañas menos de cinco minutos antes. Miré mi reloj de pulsera y vi que
ya era tiempo de que me dirigiera a la estación para esperar a van Helsing; por
consiguiente, le dije a la señora Harker que ya era hora de irnos. Ella me
acompañó enseguida, después de decirle amablemente al señor Renfield:
—Hasta la vista. Espero poder verlo a usted con frecuencia, bajo auspicios
un poco más agradables para usted.
A lo cual, para asombro mío, el alienado respondió:
—Adiós, querida señora. Le ruego a Dios no volver a ver nunca su dulce
rostro. ¡Que Él la bendiga y la guarde!
Cuando me dirigí a la estación, dejé atrás a los muchachos. El pobre
Arthur parecía estar más animado que nunca desde que Lucy enfermara, y
Quincey estaba mucho más alegre que en muchos días.
Van Helsing descendió del vagón con la agilidad ansiosa de un niño. Me
vio inmediatamente y se precipitó a mi encuentro, diciendo:
—¡Hola, amigo John! ¿Cómo está todo? ¿Bien? ¡Bueno! He estado
ocupado, pero he regresado para quedarme aquí en caso necesario. He
arreglado todos mis asuntos y tengo mucho de qué hablar. ¿Está la señora Mina
con usted? Sí. ¿Y su simpático esposo también? ¿Y Arthur y mi amigo Quincey
están asimismo en su casa? ¡Bueno!
Mientras nos dirigíamos en el automóvil hacia la casa, lo puse al corriente
de todo lo ocurrido y cómo mi propio diario había llegado a ser de alguna
utilidad por medio de la sugestión de la señora Harker. Entonces, el profesor me interrumpió:
—¡Oh! ¡Esa maravillosa señora Mina! Tiene el cerebro de un hombre; de
un hombre muy bien dotado, y corazón de mujer. Dios la formó con algún fin
excelso, créame, cuando hizo una combinación tan buena. Amigo John, hasta
ahora la buena suerte ha hecho que esa mujer nos sea de gran auxilio; después
de esta noche no deberá tener nada que hacer en este asunto tan terrible. No es
conveniente que corra un peligro tan grande. Nosotros los hombres, puesto que
nos hemos comprometido a ello, estamos dispuestos a destruir a ese monstruo;
pero no hay lugar en ese plan para una mujer. Incluso si no sufre daños físicos,
su corazón puede fallarle en muchas ocasiones, debido a esa multitud de
horrores; y a continuación puede sufrir de insomnios a causa de sus nervios, y al
dormir, debido a las pesadillas. Además, es una mujer joven y no hace mucho
tiempo que se ha casado; puede que haya otras cosas en que pensar en otros
tiempos, aunque no en la actualidad. Me ha dicho usted que lo ha escrito todo;
por consiguiente, lo consultará con nosotros; pero mañana se apartará de este
trabajo, y continuaremos solos.
Estuve sinceramente de acuerdo con él, y a continuación le relaté todo lo
que habíamos descubierto en su ausencia y que la casa que había adquirido
Drácula era la contigua a la mía. Se sorprendió mucho y pareció sumirse en profundas reflexiones.
—¡Oh! ¡Si lo hubiéramos sabido antes! —exclamó—. Lo hubiéramos
podido alcanzar a tiempo para salvar a la pobre Lucy. Sin embargo, «la leche
derramada no se puede recoger», como dicen ustedes. No debemos pensar en
ello, sino continuar nuestro camino hasta el fin.
Luego, se sumió en un silencio que duró hasta que entramos en mi casa.
Antes de ir a prepararnos para la cena, le dijo a la señora Harker:
—Mi amigo John me ha dicho, señora Mina, que su esposo y usted han
puesto en orden todo lo que hemos podido obtener hasta este momento.
—No hasta este momento —le dijo ella impulsivamente—, sino hasta esta mañana.
—Pero, ¿por qué no hasta este momento? Hemos visto hasta ahora los
buenos resultados que han dado los pequeños detalles. Hemos revelado todos
nuestros secretos y, no obstante, ninguno de ellos va a ser lo peor de cuanto
tenemos que aprender aún.
La señora Harker comenzó a sonrojarse, y sacando un papel del bolsillo, dijo:
—Doctor van Helsing, ¿quiere usted leer esto y decirme si es preciso que
lo incluyamos? Es mi informe del día de hoy. Yo también he comprendido la
necesidad de registrarlo ahora todo, por muy trivial que parezca; pero, en esto
hay muy poco que no sea personal. ¿Debemos incluirlo?
El profesor leyó la nota gravemente y se la devolvió a Mina, diciendo:
—No es preciso que lo incluyamos, si usted no lo desea así; pero le ruego
que acepte hacerlo. Solamente hará que su esposo la ame todavía más y que
todos nosotros, sus amigos, la honremos, la estimemos y la queramos más aún.
La señora Harker volvió a tomar el pedazo de papel con otro sonrojo y una amplia sonrisa.
Y de ese modo, hasta este preciso instante, todos los registros que
tenemos están completos y en orden. El profesor se llevó una copia para
examinarla después de la cena y antes de nuestra reunión, que ha sido fijada
para las nueve de la noche. Los demás lo hemos leído ya todo; así, cuando nos
reunamos en el estudio, estaremos bien informados de todos los hechos y
podremos preparar nuestro plan de batalla contra ese terrible y misterioso enemigo.


Del diario de Mina Harker
30 de septiembre. Cuando nos reunimos en el estudio del doctor Seward,
dos horas después de la cena, que tuvo lugar a las seis de la tarde, formamos de
manera inconsciente una especie de junta o comité. El profesor van Helsing se
instaló en la cabecera de la mesa, en el sitio que le indicó el doctor Seward en
cuanto entró en la habitación. Me hizo sentarme inmediatamente a su derecha y
me rogó que actuara como secretaria: Jonathan se sentó a mi lado, y frente a
nosotros se encontraban Lord Godalming, el doctor Seward y el señor Morris.
Lord Godalming se encontraba al lado del profesor y el doctor Seward en el centro. El profesor dijo:
—Creo que puedo dar por sentado que todos estamos al corriente de los hechos que figuran en esos documentos.
Todos asentimos, y el doctor continuó:
—Entonces, creo que sería conveniente que les diga algo sobre el tipo de
enemigo al que vamos a tener que enfrentarnos. Así pues, voy a revelarles parte
de la historia de ese hombre, que he podido llegar a conocer. A continuación
podremos discutir nuestro método de acción, y podremos tomar de común
acuerdo todas las disposiciones necesarias.
«Existen seres llamados vampiros; todos nosotros tenemos pruebas de su
existencia. Incluso en el caso de que no dispusiéramos de nuestras
desafortunadas experiencias, las enseñanzas y los registros de la antigüedad
proporcionan pruebas suficientes para las personas cuerdas. Admito que, al
principio, yo mismo era escéptico al respecto. Si no me hubiera preparado
durante muchos años para que mi mente permaneciera clara, no lo habría
podido creer en tanto los hechos me demostraran que era cierto, con pruebas
fehacientes e irrefutables. Si, ¡ay!, hubiera sabido antes lo que sé ahora e incluso
lo que adivino, hubiéramos podido quizá salvar una vida que nos era tan
preciosa a todos cuantos la amábamos. Pero eso ya no tiene remedio, y debemos
continuar trabajando, de tal modo que otras pobres almas no perezcan, en tanto
nos sea posible salvarlas. El nosferatu no muere como las abejas cuando han
picado, dejando su aguijón. Es mucho más fuerte y, debido a ello, tiene mucho
más poder para hacer el mal. Ese vampiro que se encuentra entre nosotros es
tan fuerte personalmente como veinte hombres; tiene una inteligencia más
aguda que la de los mortales, puesto que ha ido creciendo a través de los
tiempos; posee todavía la ayuda de la nigromancia, que es, como lo implica su
etimología, la adivinación por la muerte, y todos los muertos que fallecen a
causa suya están a sus órdenes; es rudo y más que rudo; puede, sin limitaciones,
aparecer y desaparecer a voluntad cuando y donde lo desee y en cualquiera de
las formas que le son propias; puede, dentro de sus límites, dirigir a los
elementos; la tormenta, la niebla, los truenos; puede dar órdenes a los animales
dañinos, a las ratas, los búhos y los murciélagos… A las polillas, a los zorros y a
los lobos; puede crecer y disminuir de tamaño; y puede a veces hacerse invisible.
Así pues, ¿cómo vamos a llevar a cabo nuestro ataque para destruirlo? ¿Cómo
podremos encontrar el lugar en que se oculta y, después de haberlo hallado,
destruirlo? Amigos míos, es una gran labor. Vamos a emprender una tarea
terrible, y puede haber suficiente para hacer que los valientes se estremezcan.
Puesto que si fracasamos en nuestra lucha, él tendrá que vencernos
necesariamente y, ¿dónde terminaremos nosotros en ese caso? La vida no es
nada; no le doy importancia. Pero, fracasar en este caso no significa solamente
vida o muerte. Es que nos volveríamos como él; que en adelante seríamos seres
nefandos de la noche, como él… Seres sin corazón ni conciencia, que se dedican
a la rapiña de los cuerpos y almas de quienes más aman. Para nosotros, las
puertas del cielo permanecerán cerradas para siempre, porque, ¿quién podrá
abrírnoslas? Continuaremos existiendo, despreciados por todos, como una
mancha ante el resplandor de Dios; como una flecha en el costado de quien
murió por nosotros. Pero, estamos frente a frente con el deber y, en ese caso,
¿podemos retroceder? En lo que a mi respecta, digo que no; pero yo soy viejo, y
la vida, con su brillo, sus lugares agradables, el canto de los pájaros, su música y
su amor, ha quedado muy atrás. Todos los demás son jóvenes. Algunos de
ustedes han conocido el dolor, pero les esperan todavía días muy dichosos. ¿Qué dicen ustedes?»
Mientras el profesor hablaba, Jonathan me había tomado de la mano.
Temía que la naturaleza terrible del peligro lo estuviera abrumando, cuando vi
que me tendía la mano; pero el sentir su contacto me infundió vida…, tan fuerte,
tan segura, con tanta resolución… La mano de un hombre valiente puede hablar
por sí misma; no necesita ni siquiera que sea una mujer enamorada quien escuche su música.
Cuando el profesor cesó de hablar, mi esposo me miró a los ojos y yo lo
miré a él; no necesitábamos hablar para comprendemos.
—Respondo por Mina y por mí —dijo.
—Cuente conmigo, profesor —dijo Quincey Morris, lacónicamente, como de costumbre.
—Estoy con ustedes —dijo lord Godalming—, por el amor de Lucy, y no por ninguna otra razón.
El doctor Seward se limitó a asentir. El profesor se puso en pie y después
de dejar su crucifijo de oro sobre la mesa, extendió las manos a ambos lados. Yo
le tomé la mano derecha y lord Godalming la izquierda; Jonathan me cogió la
mano derecha con su izquierda y tendió su derecha al señor Morris. Así, cuando
todos nos tomamos de la mano, nuestra promesa solemne estaba hecha. Sentí
una frialdad mortal en el corazón, pero ni por un momento se me ocurrió
retractarme. Volvimos a tomar asiento en nuestros sitios correspondientes y el
doctor van Helsing siguió hablando, con una complacencia que mostraba
claramente que había comenzado el trabajo en serio. Era preciso tomarlo con la
misma gravedad y seriedad que cualquier otro asunto importante de la vida.
—Bueno, ya saben a qué tendremos que enfrentarnos; pero tampoco
nosotros carecemos de fuerza. Tenemos, por nuestra parte, el poder de
asociarnos… Un poder que les es negado a los vampiros; tenemos fuentes
científicas; somos libres para actuar y pensar, y nos pertenecen tanto las horas
diurnas como las nocturnas. En efecto, por cuanto nuestros poderes son
extensos, son también abrumadores, y estamos en libertad para utilizarlos.
Tenemos una verdadera devoción a una causa y un fin que alcanzar que no tiene
nada de egoísta. Eso es mucho ya.
«Ahora, veamos hasta dónde están limitados los poderes a que vamos a
enfrentarnos y cómo está limitado el individuo. En efecto, vamos a examinar las
limitaciones de los vampiros en general y de éste en particular.
«Todo cuanto tenemos como puntos de referencia son las tradiciones y las
supersticiones. Esos fundamentos no parecen, al principio, ser muy
importantes, cuando se ponen en juego la vida y la muerte. No tenemos modo
de controlar otros medios, y, en segundo lugar porque, después de todo, esas
cosas, la tradición y las supersticiones, son algo. ¿No es cierto que otros
conservan la creencia en los vampiros, aunque nosotros no? Hace un año,
¿quién de nosotros hubiera aceptado una posibilidad semejante, en medio de
nuestro siglo diecinueve, científico, escéptico y realista? Incluso nos negábamos
a aceptar una creencia que parecía justificada ante nuestros propios ojos.
Aceptemos entonces que el vampiro y la creencia en sus limitaciones y en el
remedio contra él reposan por el momento sobre la misma base. Puesto que
déjenme decirles que ha sido conocido en todos los lugares que han sido
habitados por los hombres. En la antigua Grecia, en la antigua Roma; existió en
Alemania, en Francia, en la India, incluso en el Chernoseso; y en China, que se
encuentra tan lejos de nosotros, por todos conceptos, existe todavía, y los
pueblos los temen incluso en nuestros días. Ha seguido la estela de los
islandeses navegantes, de los malditos hunos, de los eslavos, los sajones y los
magiares. Hasta aquí, tenemos todo lo que podríamos necesitar para actuar; y
permítanme decirles que muchas de las creencias han sido justificadas por lo
que hemos visto en nuestra propia y desgraciada experiencia. El vampiro sigue
viviendo y no puede morir simplemente a causa del paso del tiempo; puede
fortalecerse, cuando tiene oportunidad de alimentarse de la sangre de los seres
vivos. Todavía más: hemos visto entre nos otros que puede incluso
rejuvenecerse; que sus facultades vitales se hacen más poderosas y que parecen
refrescarse cuando tiene suficiente provisión de sangre humana. Pero no puede
prosperar sin ese régimen; no come como los demás. Ni siquiera el amigo
Jonathan, que vivió con él durante varias semanas, lo vio comer nunca. No
proyecta sombra, ni se refleja en los espejos, como observó también Jonathan.
Tiene la fuerza de muchos en sus manos, testimonio también de Jonathan,
cuando cerró la puerta contra los lobos y cuando lo ayudó a bajar de la
diligencia. Puede transformarse en lobo, como lo sabemos por su llegada a
Whitby y por el amigo John, que lo vio salir volando de la casa contigua, y por
mi amigo Quincey que lo vio en la ventana de la señorita Lucy. Puede aparecer
en medio de una niebla que él mismo produce, como lo atestigua el noble
capitán del barco, que lo puso a prueba; pero, por cuanto sabemos, la distancia a
que puede hacer llegar esa niebla es limitada y solamente puede encontrarse en
torno a él. Llega en los rayos de luz de la luna como el polvo cósmico… Como
nuevamente Jonathan vio a esas hermanas en el castillo de Drácula. Se hace tan
pequeño… Nosotros mismos vimos a la señorita Lucy, antes de que recuperara
la paz, entrar por una rendija del tamaño de un cabello en la puerta de su
tumba. Puede, una vez que ha encontrado el camino, salir o entrar de o a
cualquier sitio, por muy herméticamente cerrado que esté, o incluso unido por
el fuego…, soldado, podríamos decir. Puede ver en la oscuridad…, lo cual no es
un pequeño poder en un mundo que esta siempre sumido a medias en la
oscuridad. Pero, escúchenme bien: puede hacer todas esas cosas, aunque no está
libre. No, es todavía más prisionero que el esclavo en las galeras o el loco en su
celda. No puede ir a donde quiera. Aunque no pertenece a la naturaleza debe, no
obstante, obedecer a algunas de las leyes naturales… No sabemos por qué. No
puede entrar en cualquier lugar al principio, a menos que haya algún habitante
de la casa que lo haga entrar; aunque después pueda entrar cuándo y cómo
quiera. Sus poderes cesan, como los de todas las cosas malignas, al llegar el día.
“Solamente en algunas ocasiones puede gozar de cierto margen de
libertad. Si no se encuentra exactamente en el lugar debido, solamente puede
cambiarse al mediodía o en el preciso momento de la puesta del sol o del
amanecer. Son cosas que hemos sabido, y que en nuestros registros hemos
probado por inferencia. Así, mientras puede hacer lo que guste dentro de sus
límites, cuando se encuentra en el lugar que le corresponde, en tierra, en su
ataúd o en el infierno, en un lugar profano, como vimos cuando se dirigió a la
tumba del suicida en Whitby; en otros lugares, solamente puede cambiarse
cuando llega el momento oportuno. Se dice también que solamente puede pasar
por las aguas corrientes al reflujo de la marea. Además, hay cosas que lo afectan
de tal forma que pierde su poder, como los ajos, que ya conocemos, y las cosas
sagradas, como este símbolo, mi crucifijo, que estaba entre nosotros incluso
ahora, cuando hicimos nuestra resolución; para él todas esas cosas no es nada;
pero toma su lugar a distancia y guarda silencio, con respeto. Existen otras cosas
también, de las que voy a hablarles, por si en nuestra investigación las
necesitamos. La rama de rosal silvestre que se coloca sobre su féretro le impide
salir de él; una bala consagrada disparada al interior de su ataúd, lo mata, de tal
forma que queda verdaderamente muerto; en cuanto a atravesarlo con una
estaca de madera o a cortarle la cabeza, eso lo hace reposar para siempre. Lo
hemos visto con nuestros propios ojos.
«Así, cuando encontremos el lugar en que habita ese hombre del pasado,
podemos hacer que permanezca en su féretro y destruirlo, si empleamos todos
nuestros conocimientos al respecto. Pero es inteligente. Le pedí a mi amigo
Arminius, de la Universidad de Budapest, que me diera informes para establecer
su ficha y, por todos los medios a su disposición, me comunicó lo que sabía. En
realidad, debía tratarse del Voivo de Drácula que obtuvo su nobleza luchando
contra los turcos, sobre el gran río que se encuentra en la frontera misma de las
tierras turcas. De ser así, no se trataba entonces de un hombre común; puesto
que en esa época y durante varios siglos después se habló de él como del más
inteligente y sabio, así como el más valiente de los hijos de la «tierra más allá de
los bosques». Ese poderoso cerebro y esa resolución férrea lo acompañaron a la
tumba y se enfrentan ahora a nosotros. Los Drácula eran, según Arminius, una
familia grande y noble; aunque, de vez en cuando, había vástagos que, según sus
coetáneos, habían tenido tratos con el maligno. Aprendieron sus secretos en la
Escolomancia, entre las montañas sobre el lago Hermanstadt, donde el diablo
reclamaba al décimo estudiante como suyo propio. En los registros hay palabras
como…, brujo, y.. Satán e infierno; y en un manuscrito se habla de este mismo
Drácula como de un «wampyr», que todos comprendemos perfectamente. De esa
familia surgieron muchos hombres y mujeres grandes, y sus tumbas
consagraron la tierra donde sólo este ser maligno puede morar. Porque no es el
menor de sus horrores que ese ser maligno esté enraizado en todas las cosas
buenas, sino que no puede reposar en suelo que tenga reliquias santas.»
Mientras hablaba el maestro, el señor Morris estaba mirando fijamente a
la ventana y, levantándose tranquilamente, salió de la habitación. Se hizo una
ligera pausa y el profesor continuó:
—Ahora debemos decidir qué vamos a hacer. Tenemos a nuestra
disposición muchos datos y debemos hacer los planes necesarios para nuestra
campaña. Sabemos por la investigación llevada a cabo por Jonathan que
enviaron del castillo cincuenta cajas de tierra a Whitby, y que todas ellas han
debido ser entregadas en Carfax; sabemos asimismo que al menos unas cuantas
de esas cajas han sido retiradas. Me parece que nuestro primer paso debe ser el
averiguar si el resto de esas cajas permanecen todavía en la casa que se
encuentra más allá del muro que hemos observado hoy, o si han sido retiradas
otras. De ser así, debemos seguirlas…
En ese punto, fuimos interrumpidos de un modo asombroso. Al exterior
de la casa sonó el ruido de un disparo de pistola; el cristal de la ventana fue
destrozado por una bala que, desviada sobre el borde del marco, fue a estrellarse
en el lado opuesto de la habitación. Temo que soy en el fondo una cobarde,
puesto que me estremecí profundamente. Todos los hombres se pusieron en pie;
lord Godalming se precipitó a la ventana y la abrió. Al hacerlo, oímos al señor
Morris que decía:
—¡Lo siento! Creo haberlos alarmado. Voy a subir y les explicaré todo lo relativo a mi acto.
Un minuto más tarde entró en la habitación, y dijo:
—Fue una idiotez de mi parte y le pido perdón, señora Harker, con toda
sinceridad. Creo que he debido asustarla mucho. Pero el hecho es que mientras
el profesor estaba hablando un gran murciélago se posó en el pretil de la
ventana. Les tengo un horror tan grande a esos espantosos animales desde que
se produjeron los sucesos recientes, que no puedo soportarlos y salí para pegarle
un tiro, como lo he estado haciendo todas las noches, siempre que veo a alguno.
Antes acostumbraba usted reírse de mí por ello, Art.
—¿Lo hirió? —preguntó el doctor van Helsing.
—No lo sé, pero creo que no, ya que se alejó volando hacia el bosque.
Sin añadir más, volvió a ocupar su asiento, y el profesor reanudó sus declaraciones:
—Debemos encontrar todas y cada una de esas cajas, y cuando estemos
preparados, debemos capturar o liquidar a ese monstruo o, por así decirlo,
debemos esterilizar esa tierra, para que ya no pueda buscar refugio en ella. Así,
al fin, podremos hallarlo en su forma humana, entre el mediodía y la puesta del
sol y atacarlo cuando más debilitado se encuentre.
«Ahora, en cuanto a usted, señora Mina, esta noche es el fin, hasta que
todo vaya bien. Nos es usted demasiado preciosa para correr riesgos semejantes.
Cuando nos separemos esta noche, usted no deberá ya volver a hacernos
preguntas. Se lo explicaremos todo a su debido tiempo. Nosotros somos
hombres, y estamos en condiciones de soportarlo, pero usted debe ser nuestra
estrella y esperanza, y actuaremos con mayor libertad si no se encuentra usted en peligro, como nosotros.»
Todos los hombres, incluso Jonathan, parecieron sentir alivio, pero no
me parecía bueno que tuvieran que enfrentarse al peligro y quizá reducir su
seguridad, siendo la fuerza la mejor seguridad…, sólo por tener que cuidarme;
pero estaban decididos, y aunque era una píldora difícil de tragar para mí, no
podía decir nada. Me limité a aceptar aquel cuidado quijotesco de mi persona.
El señor Morris resumió la discusión:
—Como no hay tiempo que perder, propongo que le echemos una ojeada
a esa casa ahora mismo. El tiempo es importante y una acción rápida nuestra puede salvar a otra víctima.
Sentí que el corazón me fallaba, cuando vi que se acercaba el momento de
entrar en acción, pero no dije nada, pues tenía miedo, ya que si parecía ser un
estorbo o una carga para sus trabajos, podrían dejarme incluso fuera de sus
consejos. Ahora se han ido a Carfax, lo cual quiere decir que van a entrar en la casa.
De manera muy varonil, me han dicho que me acueste y que duerma,
como si una mujer pudiera dormir cuando las personas a quienes ama se encuentran en peligro.
Tengo que acostarme y fingir que duermo, para que Jonathan no sienta
más ansiedad por mí cuando regrese.


Del diario del doctor Seward
1 de octubre, a las cuatro de la mañana. En el momento en que nos
disponíamos a salir de la casa, me llegó un mensaje de Renfield, rogándome que
fuera a verlo inmediatamente, debido a que tenía que comunicarme algo de la
mayor importancia. Le dije al mensajero que le comunicara que cumpliría sus
deseos por la mañana; que estaba ocupado en esos momentos. El enfermero añadió:
—Parece muy intranquilo, señor. Nunca lo había visto tan ansioso. Creo
que si no va usted a verlo pronto, es posible que tenga uno de sus ataques de violencia.
Sabía que el enfermero no me diría eso sin tener una causa justificada para ello y, por consiguiente, le dije:
—Muy bien, iré a verlo ahora mismo.
Y les pedí a los otros que me esperaran unos minutos, puesto que tenía que ir a visitar a mi «paciente».
—Lléveme con usted, amigo John —dijo el profesor —. Su caso, que se
encuentra en el diario de usted, me interesa mucho y ha tenido relación
también, de vez en cuando, con nuestro caso. Me gustaría mucho verlo, sobre
todo cuando su mente se encuentra en mal estado.
—¿Puedo acompañarlos también? —preguntó lord Godalming.
—¿Yo también? —inquirió el señor Morris—. ¿Puedo acompañarlos?
—¿Me dejan ir con ustedes? —quiso saber Harker.
Asentí, y avanzamos todos juntos por el pasillo.
Lo encontramos en un estado de excitación considerable, pero mucho
más razonable en su modo de hablar y en sus modales de lo que lo había visto
nunca. Tenía una comprensión inusitada de sí mismo, que iba más allá de todo
lo que había encontrado hasta entonces en los lunáticos, y daba por sentado que
sus razonamientos prevalecerían con otras personas cuerdas. Entramos los
cinco en la habitación, pero, al principio, ninguno de los otros dijo nada. Su
petición era la de que lo dejara salir inmediatamente del asilo y que lo mandara
a su casa. Apoyaba su súplica con argumentos relativos a su recuperación
completa, y ponía como ejemplo su propia cordura de ese momento.
—Hago un llamamiento a sus amigos —dijo—. Es posible que no les
moleste sentarse a examinar mi caso. A propósito, no me ha presentado usted a ellos.
Estaba tan extrañado, que el hecho de presentar a otras personas a un
loco recluido en un asilo no me pareció extraño en ese momento. Además, había
cierta dignidad en los modales del hombre, que denunciaba tanto la costumbre
de considerarse como un igual, que hice las presentaciones inmediatamente.
—Lord Godalming, el profesor van Helsing, el señor Quincey Morris, de
Texas, el señor Jonathan Harker y el señor Renfield.
Les dio la mano a todos ellos, diciéndoles, conforme lo hacía:
—Lord Godalming, tuve el honor de secundar a su padre en el Windham;
siento saber, por el hecho de que es usted quien posee el título, que ya no existe.
Era un hombre querido y respetado por todos los que lo conocían, y he oído
decir que en su juventud fue el inventor del ponche de ron que es tan apreciado en la noche del Derby.
“Señor Morris, debe estar usted orgulloso de su gran estado. Su recepción
en la Unión puede ser un acontecimiento de gran alcance que puede tener
repercusiones en lo futuro, cuando los Polos y los Trópicos puedan firmar una
alianza con las Estrellas y las Barras. El poder del Tratado puede resultar
todavía un motor de expansión, cuando la doctrina Monroe ocupe el lugar que le
corresponde como fábula política. ¿Qué puede decir cualquier hombre sobre el
placer que siente al conocer a van Helsing? Señor, no me excuso por abandonar
todas las formas de prejuicios tradicionales. Cuando un individuo ha
revolucionado la terapéutica por su descubrimiento de la evolución continua de
la materia cerebral, las formas tradicionales no son apropiadas, puesto que
darían la impresión de limitarlo a una clase específica. A ustedes, caballeros,
que por nacionalidad, por herencia o por dones naturales, están destinados a
ocupar sus lugares respectivos en el mundo en movimiento, los tomo como
testigos de que estoy tan cuerdo como, al menos, la mayoría de los hombres que
están en completa posesión de su libertad. Y estoy seguro de que usted, doctor
Seward, humanista y médico jurista, así como científico, considerará como un
deber moral el tratarme como a alguien que debe ser considerado bajo circunstancias excepcionales.”
Hizo esta última súplica con un aire de convencimiento que no dejaba de tener su encanto.
Creo que estábamos todos asombrados. Por mi parte, estaba convencido,
a pesar de que conocía el carácter y la historia del hombre, que había recobrado
la razón, y me sentí impulsado a decirle que estaba satisfecho en lo tocante a su
cordura y que llevaría a cabo todo lo necesario para dejarlo salir del asilo al día
siguiente. Sin embargo, creí preferible esperar, antes de hacer una declaración
tan grave, puesto que hacía mucho que estaba al corriente de los cambios
repentinos que sufría aquel paciente en particular.
Así, me contenté con hacer una declaración en el sentido de que parecía
estar curándose con mucha rapidez; que conversaría largamente con él por la
mañana, y que entonces decidiría qué podría hacer para satisfacer sus deseos.
Eso no lo satisfizo en absoluto, puesto que se apresuró a decir:
—Pero, temo, doctor Seward, que no ha comprendido usted cuál es mi
deseo. Deseo irme ahora… Inmediatamente…, en este preciso instante…, sin
esperar un minuto más, si es posible. El tiempo urge, y en nuestro acuerdo
implícito con el viejo escita, esa es la esencia del contrato. Estoy seguro de que
es suficiente comunicar a un doctor tan admirable como el doctor Seward un
deseo tan simple aunque tan impulsivo, para asegurar que sea satisfecho.
Me miró inteligentemente y, al ver la negativa en mi rostro, se volvió
hacia los demás y los examinó detenidamente. Al no encontrar una reacción
suficientemente favorable, continuó diciendo:
—¿Es posible que me haya equivocado en mi suposición?
—Así es —le dije francamente, pero, al mismo tiempo, como lo comprendí enseguida, con brutalidad.
Se produjo una pausa bastante larga y, luego, dijo lentamente:
—Entonces, supongo que deberé cambiar solamente el modo en que he
formulado mi petición. Déjeme que le ruegue esa concesión…, don, privilegio,
como quiera usted llamarlo. En un caso semejante, me veo contento de
implorar, no por motivos personales, sino por amor de otros. No estoy en
libertad para facilitarle a usted todas mis razones, pero puede usted, se lo
aseguro, aceptar mi palabra de que son buenas, sanas y no egoístas, y que
proceden de un alto sentido del deber. Si pudiera usted mirar dentro de mi
corazón, señor, aprobaría de manera irrestricta los sentimientos que me
animan. Además, me contaría usted entre los mejores y los más sinceros de sus amigos.
Nuevamente nos miró con ansiedad. Tenía el convencimiento cada vez
mayor de que su cambio repentino de método intelectual era solamente otra
forma o fase de su locura y, por consiguiente, tomé la determinación de dejarlo
hablar todavía un poco, sabiendo por experiencia que, al fin, como todos los
lunáticos, se denunciaría él mismo.
Van Helsing lo estaba observando con una mirada de extraordinaria
intensidad, con sus pobladas cejas casi en contacto una con la otra, a causa de la
fija concentración de su mirada. Le dijo a Renfield en un tono que no me
sorprendió en ese momento, pero sí al pensar en ello más adelante…, puesto que
era el de alguien que se dirigía a un igual:
—¿No puede usted decirnos francamente cuáles son sus razones para
desear salir del asilo esta misma noche? Estoy seguro de que si desea usted
satisfacerme incluso a mí, que soy un extranjero sin prejuicios y que tengo la
costumbre de aceptar todo tipo de ideas, el doctor Seward le concederá, bajo su
responsabilidad, el privilegio que desea.
Renfield sacudió la cabeza tristemente y con una expresión de enorme
sentimiento. El profesor siguió diciendo:
—Vamos, señor mío, piénselo bien. Pretende usted gozar del privilegio de
la razón en su más alto grado, puesto que trata usted de impresionarnos con su
capacidad para razonar. Hace usted algo cuya cordura tenemos derecho a poner
en duda, debido a que no ha sido todavía dado de alta del tratamiento médico a
causa de un defecto mental precisamente. Si no nos ayuda usted a escoger lo
más razonable, ¿cómo quiere usted que llevemos a cabo los deberes que usted
mismo nos ha fijado? Sería conveniente que nos ayudara, y si podemos hacerlo,
lo ayudaremos para que sus deseos sean satisfechos.
Renfield volvió a sacudir la cabeza, y dijo:
—Doctor van Helsing, nada tengo que decir. Su argumento es completo y
si tuviera libertad para hablar, no dudaría ni un solo momento en hacerlo, pero
no soy yo quien tiene que decidir en ese asunto. Lo único que puedo hacer es
pedirles que confíen en mí. Si me niegan esa confianza, la responsabilidad no será mía.
Creí que era el momento de poner fin a aquella escena, que se estaba
tornando demasiado cómicamente grave. Por consiguiente, me dirigí hacia la puerta, al tiempo que decía:
—Vámonos, amigos míos. Tenemos muchas cosas que hacer. ¡Buenas noches!
Sin embargo, cuando me acerqué a la puerta, un nuevo cambio se
produjo en el paciente. Se dirigió hacia mí con tanta rapidez que, por un
momento, temí que se dispusiera a llevar a cabo otro ataque homicida. Sin
embargo, mis temores eran infundados, ya que extendió las dos manos, en
actitud suplicante y me hizo su petición en tono emocionado. Como vio que el
mismo exceso de su emoción operaba en contra suya, al hacernos volver a
nuestras antiguas ideas, se hizo todavía más demostrativo.
Miré a van Helsing y vi mi convicción reflejada en sus ojos; por
consiguiente, me convencí todavía más de lo correcto de mi actitud e hice un
ademán que significaba claramente que sus esfuerzos no servían para nada.
Había visto antes en parte la misma emoción que crecía constantemente,
cuando me dirigía alguna petición de lo que, en aquellos momentos, significaba
mucho para él, como, por ejemplo, cuando deseaba un gato; y esperaba
presenciar el colapso hacia la misma aquiescencia hosca en esta ocasión. Lo que
esperaba no se cumplió, puesto que, cuando comprendió que su súplica no
servía de nada, se puso bastante frenético. Se dejó caer de rodillas y levantó las
manos juntas, permaneciendo en esa postura, en dolorosa súplica, y repitió su
ruego con insistencia, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y tanto
su rostro como su cuerpo expresaban una intensa emoción.
—Permítame suplicarle, doctor Seward; déjeme que le implore que me
deje salir de esta casa inmediatamente. Mándeme como quiera y a donde
quiera; envíe guardianes conmigo, con látigos y cadenas; deje que me lleven
metido en una camisa de fuerza, maniatado y con las piernas trabadas con
cadenas, incluso a la cárcel, pero déjeme salir de aquí. No sabe usted lo que hace
al retenerme aquí. Le estoy hablando del fondo de mi corazón…, con toda mi
alma. No sabe usted a quién causa perjuicio, ni cómo, y yo no puedo decírselo.
¡Ay de mí! No puedo decirlo. Por todo lo que le es sagrado, por todo lo que le es
querido; por su amor perdido, por su esperanza de que viva, por amor del
Todopoderoso, sáqueme usted de aquí y evite que mi alma se sienta culpable.
¿No me oye usted, doctor? ¿No comprende usted que estoy cuerdo, y que le
estoy diciendo ahora la verdad, que no soy un lunático en un momento de
locura, sino un hombre cuerdo que está luchando por la salvación de su alma?
¡Oh, escúcheme! ¡Déjeme salir de aquí! ¡Déjeme! ¡Déjeme!
Pensé que cuanto más durara todo aquello tanto más furioso se pondría y
que, así, le daría otro ataque de locura. Por consiguiente, lo tomé de la mano e hice que se levantara.
—Vamos —le dije con firmeza —. No continúe esa escena; ya la hemos
presenciado bastante. ¡Vaya a su cama y trate de comportarse de modo más discreto!
Repentinamente guardó silencio y me miró un momento fijamente.
Luego, sin pronunciar una sola palabra, se volvió y se sentó al borde de la cama.
El colapso se había producido, como en ocasiones anteriores, tal como yo lo había esperado.
Cuando me disponía a salir de la habitación, el último del grupo, me dijo,
con voz tranquila y bien controlada:
—Espero, doctor Seward, teniendo en cuenta lo que pueda suceder más
adelante, que haya yo hecho todo lo posible por convencerlo a usted esta noche.

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