Drácula – Bram Storker
DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER
1 de octubre, a las cinco de la mañana. Salí con el grupo para llevar a
cabo la investigación con la mente tranquila, debido a que creo que no había
visto nunca a Mina tan firme y tan bien. Me alegro mucho de que consintiera en
apartarse y dejarnos a nosotros, los hombres, encargarnos del trabajo. En cierto
modo, era como una pesadilla para mí que estuviera mezclada en tan terrible
asunto, pero ahora que su trabajo está hecho y que se debe a su energía e
inteligencia, así como a su previsión, que toda la historia haya sido reunida, de
tal modo que cada detalle tiene significado, puede sentir con todo derecho que
ya ha llevado a cabo su parte y que, en adelante, puede dejar que nosotros nos
encarguemos de todo el resto. Creo que estábamos todos un poco molestos por
la escena que había tenido lugar con el señor Renfield. Cuando salimos de su
habitación, guardamos todos silencio hasta que regresamos al estudio. Una vez
allí, el señor Morris dijo, dirigiéndose al doctor Seward:
—Dígame, Jack, si ese hombre no estaba representando una escena con el
fin de engañarnos, creo que es el lunático más cuerdo que he conocido. No estoy
seguro, pero creo que tenía algún fin serio, y en ese caso, es muy cruel que no se
le haya dado ni una sola oportunidad.
Lord Godalming y yo guardamos silencio, pero el doctor van Helsing añadió:
—Amigo John, conoce usted a más lunáticos que yo, y me alegro de ello,
porque temo que si fuera yo quien tuviera que decidir, lo hubiera dejado en
libertad antes de que se produjera ese ataque de neurosis. Pero vivimos
aprendiendo y en el momento actual no debemos correr riesgos inútiles, como
diría mi amigo Quincey. Todos están mejor como están.
El doctor Seward pareció responderles a los dos de un modo preocupado:
—Yo lo único que sé es que estoy de acuerdo con ustedes. Si ese hombre
hubiera sido un lunático ordinario, habría corrido el riesgo de confiar en él, pero
parece estar tan ligado al conde de un modo tan extraño, que tengo miedo de
hacer algo indebido al satisfacer sus deseos. No puedo olvidar cómo suplicaba
casi con el mismo fervor porque deseaba un gato, y cómo después trató de
destrozarme la garganta con los dientes.
Además, llamó al conde «señor y amo» y es posible que desee salir para
ayudarlo en algún plan diabólico. Esa cosa horrible tiene a los lobos, a las ratas y
a sus iguales para que lo ayuden, de modo que supongo que es capaz de utilizar
a un pobre lunático. Sin embargo, es cierto que parecía sincero. Sólo es pero que
hayamos hecho lo mejor posible en este caso. Esas cosas, junto al duro trabajo
que nos espera, son suficientes para afectar los nervios de un hombre.
El profesor avanzó y, poniéndole una mano en el hombro, le dijo con la
gravedad y amabilidad que le eran habituales:
—No tema, amigo John. Estamos tratando de cumplir con nuestro deber
en un caso extremadamente triste y terrible; sólo podemos hacer lo que nos
parezca mejor. ¿Qué otra cosa podemos esperar, a no ser la piedad del Altísimo?
Lord Godalming había salido durante unos minutos, pero regresó
inmediatamente. Levantó un pequeño silbato de plata, al tiempo que observaba:
—Es posible que esa vieja casona esté llena de ratas, y en ese caso, tenemos un antídoto a mano.
Después de pasar sobre el muro, nos dirigimos hacia la casa, teniendo
cuidado de permanecer entre las sombras de los árboles, proyectadas sobre el
césped, cuando salía la luna. Cuando llegamos al porche, el profesor abrió su
maletín y sacó un montón de objetos, que colocó en uno de los escalones,
formando con ellos cuatro grupos, evidentemente uno para cada uno de nosotros. Luego dijo:
—Amigos míos, vamos a correr un riesgo tremendo, y tenemos que
armarnos de diversas formas. Nuestro enemigo no lo es solamente espiritual.
Recuerden que tiene la fuerza de veinte hombres y que, aunque nuestros cuellos
o nuestros aparatos respiratorios son del tipo común, o sea, que pueden ser
rotos o aplastados, los de él no pueden ser vencidos simplemente por la fuerza.
Un hombre más fuerte, o un grupo de hombres que, en conjunto son más
fuertes que él, pueden sujetarlo a veces, pero no pueden herirlo, como nosotros
podemos ser heridos por él. Así pues, es preciso que tengamos cuidado de que
no nos toque. Mantengan esto cerca de sus corazones.
Al hablar, levantó un pequeño crucifijo de plata y me lo entregó, ya que
era yo el que más cerca de él se encontraba.
—Póngase estas flores alrededor del cuello.
Al decir eso, me tendió un collar hecho con cabezas de ajos.
—Para otros enemigos más terrenales, este revólver y este puñal, y para
ayuda de todos, esas pequeñas linternas eléctricas, que pueden ustedes sujetar a
su pecho, y sobre todo y por encima de todo, finalmente, esto, que no debemos emplear sin necesidad.
Era un trozo de la Sagrada Hostia, que metió en un sobre y me entregó.
Todos los demás fueron provistos de manera similar.
—Ahora —dijo—, amigo John, ¿dónde están las llaves maestras? Si
logramos abrir la puerta, no necesitaremos introducirnos en la casa por la
ventana, como lo hicimos antes en la de la señorita Lucy.
El doctor Seward ensayó un par de llaves maestras, con la destreza
manual del cirujano, que le daba grandes ventajas para ejecutar aquel trabajo.
Finalmente, encontró una que entraba y, después de varios avances y retrocesos,
el pestillo cedió y, con un chirrido, se retiró. Empujamos la puerta; los goznes
herrumbrosos chirriaron y se abrió.
Era algo asombrosamente semejante a la imagen que me había formado
de la apertura de la tumba de la señorita Westenra, tal como la había leído en el
diario del doctor Seward; creo que la misma idea se les ocurrió a todos los
demás, puesto que, como de común acuerdo, retrocedieron. El profesor fue el
primero en avanzar y en dirigirse hacia la puerta abierta.
—¡In manustuas, Domine! —dijo, persignándose, al tiempo que cruzaba el umbral de la puerta.
Cerramos la puerta a nuestras espaldas, para evitar que cuando
encendiéramos las lámparas, el resplandor pudiera atraer a alguien que lo viera
desde la calle. El profesor pulsó el pestillo cuidadosamente, por si no es
tuviéramos en condiciones de abrirlo rápidamente en caso de que tuviéramos
que salir de la casa a toda prisa.
Entonces, encendimos todos nuestras lámparas y comenzamos nuestra investigación.
La luz de las diminutas lámparas caía sobre toda clase de formas
extrañas, cuando los rayos se cruzaban unos con otros o nuestros cuerpos
opacos proyectaban enormes sombras. No se apartaba de mí el sentimiento de
que había alguien más entre nosotros. Supongo que era el recuerdo, sugerido de
manera tan poderosa por el tétrico ambiente, de la espantosa experiencia que yo
tuviera en Transilvania. Creo que todos nosotros teníamos el mismo
sentimiento, puesto que noté que los otros no cesaban de mirar por encima del
hombro cada vez que se producía un ruidito o que se proyectaba alguna nueva
sombra, tal como lo hacía yo mismo.
Todo el lugar estaba cubierto por una espesa capa de polvo. En el suelo,
esa capa tenía varios centímetros de profundidad, excepto en los lugares en que
se veían huellas de pasos recientes en las que, bajando la lámpara, pude ver
marcas de tachuelas. Los muros estaban mohosos y cubiertos de polvo, y en los
rincones había gruesas telarañas, sobre las que se había acumulado el polvo, de
tal forma que colgaban como trapos desgarrados en los lugares en que se habían
roto, a causa del peso que tenían que soportar. En una mesa, en el vestíbulo,
había un gran manojo de llaves, cada una de las cuales tenía una etiqueta
amarillenta a causa de la acción del tiempo. Habían sido usadas varias veces,
puesto que había varias marcas en el polvo similares a la que quedó cuando el
profesor levantó las llaves. Van Helsing se volvió hacia mí y me dijo:
—Usted conoce este lugar, Jonathan. Ha copiado planos de él, y lo conoce
por lo menos mejor que todos nosotros. ¿Por dónde se va a la capilla?
Tenía una idea de en dónde se encontraba, aunque durante mi última
visita no había logrado entrar en ella; por consiguiente, los guié y, después de
unas cuantas vueltas equivocadas, me encontré frente a una puerta baja, que
formaba un arco de madera de roble, cruzada por barras de hierro.
—Este es el lugar —dijo el profesor, al tiempo que hacía que reposara la
lucecita de su lámpara sobre un mapa de la casa, copiado de mis archivos sobre
la correspondencia relativa a la adquisición de la casa. Con cierta dificultad,
encontramos la llave correspondiente en el manojo y abrimos la puerta.
Estábamos preparados para algo desagradable, puesto que al estar abriendo la
puerta, un aire tenue y maloliente parecía brotar de entre las rendijas, pero
ninguno de nosotros esperaba encontrarse con un olor como el que nos llegó.
Ninguno de los otros había encontrado al conde en sus cercanías, y cuando yo lo
había visto, estaba, o bien en su rápida existencia en las habitaciones o, cuando
estaba lleno de sangre fresca, en un edificio en ruinas, a cielo abierto, donde
penetraba el aire libre; pero, allí, el lugar era reducido y cerrado, y el largo
tiempo que había permanecido sin ser hallado hacía que el aire estuviera
estancado y que oliera a podrido.
Había un olor a tierra, como el de algún miasma seco, que sobresalía del
aire viciado. Pero, en cuanto al olor mismo, ¿cómo poder describirlo? No era
sólo que se compusiera de todos los males de la mortalidad y del olor acre y
penetrante de la sangre, sino que daba la impresión de que la corrupción misma
se había podrido. ¡Oh! Me pongo enfermo sólo al recordarlo. Cada vez que aquel
monstruo había respirado, su aliento parecía haber quedado estancado en aquel
lugar, intensificando su repugnancia.
Bajo circunstancias ordinarias, un olor semejante hubiera puesto punto
final a nuestra empresa, pero aquel no era un caso ordinario, y la tarea elevada y
terrible en la que estábamos empeñados nos dio fuerzas que se sobreponían a
las consideraciones físicas. Después del primer estremecimiento involuntario,
consecuencia directa de la primera ráfaga de aire nauseabundo, nos pusimos
todos a trabajar, como si aquel repugnante lugar fuera un verdadero jardín de rosas.
Examinamos cuidadosamente el lugar, y el profesor dijo, al comenzar:
—Ante todo, hay que ver cuántas cajas quedan todavía; a continuación,
deberemos examinar todos los rincones, agujeros y rendijas, para ver si
podemos encontrar alguna indicación respecto a qué ha sucedido con las otras.
Una mirada era suficiente para comprobar cuántas quedaban, ya que las
grandes cajas de tierra eran muy voluminosas, y no era posible equivocarse respecto a ellas.
¡Solamente quedaban veintinueve, de las cincuenta! En un momento
dado me llevé un buen susto, ya que al ver a lord Godalming que se volvía
repentinamente y miraba por la puerta de entrada hacia el oscuro pasadizo que
había más allá, yo también miré y, durante un instante, me pareció ver los
rasgos más notables del rostro maligno del conde, la nariz puntiaguda, los ojos
rojizos, los labios rojos y la terrible palidez. Eso ocurrió sólo durante el espacio
de un segundo, ya que, como resumió lord Godalming:
—Creí haber visto un rostro, pero eran sólo las sombras.
Y volvió a dedicarse a su investigación. Volví mi lámpara hacia esa
dirección y me dirigí hacia el pasadizo. No había señales de la presencia de
nadie, y como no había puertas, ni rincones, ni aberturas de ninguna clase, sino
sólo los sólidos muros del pasadizo, no podía haber ningún escondrijo, ni
siquiera para él. Supuse que el miedo había ayudado a la imaginación, y no dije nada.
Unos minutos más tarde vi que Morris retrocedía repentinamente del
rincón que estaba examinando. Todos nosotros seguimos con la mirada sus
movimientos, debido a que, indudablemente, cierto nerviosismo se estaba
apoderando de nosotros, y vimos una masa fosforescente que parpadeaba como
las estrellas. Instintivamente, todos retrocedimos. Todo el lugar estaba poblándose de ratas.
Durante un momento permanecimos inmóviles, asombrados, todos,
excepto lord Godalming que, aparentemente, estaba preparado para una contingencia similar.
Precipitándose hacia la pesada puerta de roble y bandas de hierro, que el
doctor Seward había descrito del exterior y que yo mismo había visto, hizo girar
la llave en la cerradura, retiró los enormes pestillos y abrió de un golpe la
puerta. Luego, sacando del bolsillo su silbato de plata, hizo que sonara lenta y
agudamente. De detrás de la casa del doctor Seward le respondieron los ladridos
de varios perros, y un minuto después, tres terriers aparecieron, corriendo, por
una de las esquinas de la casa. Inconscientemente, todos nos habíamos vuelto
hacia la puerta y, al hacerlo, vimos que el polvo se había levantado mucho; las
cajas que habían sido sacadas, lo habían sido por allá. Pero incluso en un solo
minuto que había pasado, el número de las ratas había aumentado mucho.
Parecían aparecer en la habitación todas a un tiempo, a tal punto que la luz de
las lámparas, que se reflejaba sobre sus cuerpos oscuros y en movimiento y
brillaba sobre sus malignos ojos, hacía que toda la habitación pareciera estar
llena de luciérnagas. Los perros aparecieron rápidamente, pero en el umbral de
la puerta se detuvieron de pronto y olfatearon; luego, simultáneamente,
levantaron las cabezas y comenzaron a aullar de manera lúgubre en extremo.
Las ratas estaban multiplicándose por miles, y salimos de la habitación.
Lord Godalming levantó a uno de los perros y, llevándolo al interior de la
habitación, lo colocó suavemente en el suelo. En el momento mismo en que sus
patas tocaron el suelo pareció recuperar su valor y se precipitó sobre sus enemigos naturales.
Las ratas huyeron ante él con tanta rapidez, que antes de que hubiera
acabado con un número considerable, los otros perros, que habían sido
transportados al centro de la habitación del mismo modo, tenían pocas presas
que hacer, puesto que toda la masa de ratas se había desvanecido.
Con su desaparición, pareció que había dejado de estar presente algo
diabólico, puesto que los perros comenzaron a juguetear y a ladrar alegremente,
al tiempo que se precipitaban sobre sus enemigos postrados, los zarandeaban y
los enviaban al aire en sacudidas feroces. Todos nosotros nos sentimos
envalentonados. Ya fuera a causa de la purificación de la atmósfera de muerte,
debido a que habíamos abierto la puerta de la capilla, o por el alivio que
sentimos al encontrarnos ante la abertura, no lo sé; pero el caso es que la
sombra del miedo pareció abandonarnos, como si fuera un sudario, y la ocasión
de nuestra ida a la casa perdió parte de su tétrico significado, aunque no
perdimos en absoluto nuestra resolución. Cerramos la puerta exterior, la
atrancamos y corrimos los cerrojos; luego, llevando los perros con nosotros,
comenzamos a registrar la casa. No encontramos otra cosa que polvo en grandes
cantidades, y todo parecía no haber sido tocado en absoluto, exceptuando el
rastro de mis pasos, que había quedado de mi primera visita. Los perros no
demostraron síntomas de intranquilidad en ningún momento, e incluso cuando
regresamos a la capilla, continuaron jugueteando, como si estuvieran cazando
conejos en el bosque, durante una noche de verano.
El resplandor del amanecer estaba irrumpiendo por levante, cuando
salimos por la puerta principal. El doctor van Helsing había tomado del manojo
la llave de la puerta de entrada, cerró ésta cuidadosamente, se metió la llave en
el bolsillo y se dirigió a nosotros.
—Hasta ahora —dijo—, la noche ha sido verdaderamente un éxito para
nosotros. No hemos recibido ningún daño, como hubiéramos podido temer y,
además, hemos podido cerciorarnos de qué número de cajas falta. Sobre todo,
me alegro mucho de que este primer paso que hemos dado, quizá el más difícil y
peligroso de todos, hayamos podido llevarlo a cabo sin que nuestra dulce señora
Mina nos acompañara, y sin que hubiera necesidad de turbar sus pensamientos,
tanto más cuanto que estaría despierta y dormida pensando en visiones, ruidos
y olores que nunca podría olvidar. Asimismo, hemos aprendido una lección, si
es que podemos decirlo a particulari: que las bestias que están a las órdenes del
conde no son, sin embargo, dóciles al espíritu del conde, puesto que esas ratas
acudirían a su llamado, del mismo modo que llamó a los lobos desde la torre de
su castillo, para que saliera a su encuentro y al de aquella pobre madre. Aunque
las ratas acudieron, huyeron un momento después en desorden, ante la
presencia de los perritos de nuestro amigo Arthur. Tenemos ante nosotros otros
asuntos, otros peligros y otros temores; y ese monstruo no ha usado sus poderes
sobre el mundo animal por última o única vez esta noche. Sea que se haya ido a
algún otro lugar… ¡Bueno! Nos ha dado la oportunidad de dar «jaque» en esta
partida de ajedrez que estamos jugando en nombre del bien de las almas
humanas. Ahora, volvamos a casa. El amanecer esta ya cerca, y tenemos razones
para sentirnos contentos del trabajo de nuestra primera noche. Es posible que
nos queden todavía muchos días y noches llenas de peligros, pero debemos
seguir adelante, sin retroceder ante ningún riesgo.
La casa estaba sumida en un profundo silencio cuando llegamos a ella,
excepto por los gritos de alguna pobre criatura que estaba en una de las alas más
alejadas y un sonido bajo y lastimero que salía de la habitación de Renfield.
Indudablemente, el pobre hombre se estaba torturando, a la manera de los
orates, con pensamientos innecesariamente dolorosos.
Entré en mi habitación de puntillas y encontré a Mina dormida,
respirando con tanta suavidad que tuve que aguzar el oído para captar el sonido.
Parecía más pálida que de costumbre. Esperaba que la reunión de aquella noche
no la hubiera impresionado demasiado. Me siento verdaderamente agradecido
de que permanezca fuera de nuestro trabajo futuro e incluso de nuestras
deliberaciones. Es una tensión demasiado grande para que la soporte una
mujer. No pensaba así al principio, pero ahora sé mucho mejor a qué atenerme.
Por consiguiente, me alegro de que eso haya sido resuelto. Es posible que haya
cosas que la asustaran si las oyera, no obstante, ocultárselas sería peor que
revelárselas, si es que llega a sospechar que hay algo que no le decimos. A partir
de este momento, tendremos que ser para ella como libros cerrados, por lo
menos hasta el momento en que podamos anunciarle que todo ha concluido y
que la tierra ha sido liberada de aquel monstruo de las tinieblas. Supongo que
será difícil guardar silencio, debido a la confianza que reina entre nosotros, pero
debo continuar en mi resolución y silenciar completamente todo lo relativo a
nuestros actos durante aquella noche, negándome a hablar de lo que ha
sucedido. Me acosté sobre el diván, para no molestarla.
1 de octubre, más tarde. Supongo que es natural que hayamos dormido
todos hasta una hora avanzada, ya que el día estaba ocupado en duros trabajos y
la noche era pesada e insomne. Incluso Mina debía haber sentido el cansancio,
puesto que, aunque dormí hasta que el sol estaba muy alto, desperté antes que
ella. En realidad, estaba tan profundamente dormida, que durante unos
segundos no me reconoció siquiera y me miró con un profundo terror, como si
hubiera sido despertada en medio de una terrible pesadilla. Se quejó un poco de
estar cansada y la dejé reposar hasta una hora más avanzada del día. Sabíamos
ahora que veintiún cajas habían sido retiradas, y en el caso de que fueran
llevadas varias a la vez, era posible que pudiéramos encontrarlas. Por supuesto,
ello simplificaría considerablemente nuestro trabajo y cuanto antes
solventáramos ese asunto, tanto mejor sería. Tenía que ir a ver a Thomas Snelling.
Del diario del doctor Seward
1 de octubre. Era casi mediodía cuando fui despertado por el profesor,
que entró en mi habitación. Estaba más alegre y amable que de costumbre, y es
evidente que el trabajo de la noche anterior había servido para aligerar parte del
peso que tenía en la mente. Después de hablar de la aventura de la noche
anterior, dijo repentinamente:
—Su paciente me interesa mucho. ¿Es posible que lo visite con usted esta
mañana? O, en el caso de que esté usted muy ocupado, puedo ir solo a verlo, si
usted me lo permite. Es una experiencia nueva para mí encontrar a un lunático
que habla de filosofía y discurre de manera tan cuerda.
Tenía ciertos trabajos urgentes que hacer y le dije que me gustaría que él
fuera solo, ya que así no me vería obligado a hacerlo esperar. Por consiguiente,
llamé a uno de los ayudantes y le di las debidas instrucciones. Antes de que mi
maestro abandonara la habitación, le aconsejé que no se llevara una impresión
falsa sobre mi paciente.
—Deseo que me hable de sí mismo y de su decepción en cuanto a su
consumo de animales vivos. Le dijo a la señora Mina, como vi en su diario de
ayer, que tuvo antes esas creencias. ¿Por qué sonríe usted, amigo John?
—Excúseme —le dije —, pero la respuesta se encuentra aquí.
Coloqué la mano sobre las hojas mecanografiadas.
—Cuando nuestro cuerdo e inteligente lunático hizo esa declaración,
tenía la boca todavía llena de las moscas y arañas que acababa de comer, un
instante antes de que la señora Harker entrara en su habitación.
—¡Bueno! —dijo—. Su memoria es buena. Debí haberlo recordado. Y, no
obstante, esa misma desviación del pensamiento y de la memoria es lo que hace
que el estudio de las enfermedades mentales sea tan apasionante. Es posible que
obtenga más conocimientos de la locura de ese pobre alienado que lo que podría
obtener de los hombres más sabios. ¿Quién sabe?
Continué mi trabajo y, antes de que pasara mucho tiempo, había
concluido con lo más urgente. Parecía que no había pasado realmente mucho
tiempo, pero van Helsing había vuelto ya al estudio.
—¿Lo interrumpo? —preguntó cortésmente, permaneciendo en el umbral
de la puerta.
—En absoluto —respondí—. Pase. Ya he terminado mi trabajo y estoy
libre. Puedo acompañarlo, si lo desea.
—Es inútil. ¡Acabo de verlo!
—¿Y?
—Temo que no me aprecia mucho. Nuestra entrevista ha sido corta.
Cuando entré en su habitación estaba sentado en una silla, en el centro, con los
codos apoyados sobre las rodillas y en su rostro había una expresión hosca y
malhumorada. Le he hablado con toda la amabilidad posible, y con todo el
respeto que he logrado aparentar. No me respondió palabra alguna.
«—¿No me reconoce usted? —inquirí.
«Su respuesta no fue muy tranquilizadora.
«—Lo conozco perfectamente. Es usted el viejo idiota de van Helsing.
Desearía que se fuera usted con sus estúpidas teorías psicológicas a otro lado.
¡Malditos sean todos los estúpidos holandeses!
«No pronunció ni una palabra más y siguió sentado, encerrado en su
descontento y malhumor, exactamente como si yo no hubiera estado en la
habitación en absoluto; tal era su indiferencia. Así he perdido la oportunidad de
aprender algo de ese inteligente lunático; por consiguiente, debo irme para
tratar de consolarme cruzando unas cuantas palabras agradables con la dulce
señora Mina. Amigo John, me alegro infinitamente de que ya no tenga ella que
sufrir más, ni que preocuparse por nuestros terribles asuntos. Aunque
echaremos en falta su ayuda, es mejor que así sea.»
—Estoy absolutamente de acuerdo con usted —le dije sinceramente,
puesto que no quería que su decisión al respecto se debilitara—. La señora
Harker está mejor permaneciendo fuera de todo esto. La situación está ya
bastante mala para nosotros, los hombres, que nos hemos visto a veces en
lugares poco agradables, pero no es un lugar apropiado para una mujer y, si
hubiera continuado con este asunto, es muy posible que hubiera terminado
siendo destrozada.
Así, van Helsing fue a conversar con el señor y la señora Harker. Quincey
y Art han salido para descubrir todo lo posible con respecto a la desaparición de
las cajas. Yo tengo que concluir mi ronda de trabajo, y nos reuniremos esta
noche.
Del diario de Mina Harker
1 de octubre. Me resulta extraño permanecer en la oscuridad, como hoy;
después de la confianza total de Jonathan durante tantos años, me resulta
desagradable verlo evitar ciertos temas de conversación de manera manifiesta:
los temas más vitales de todos. Esta mañana dormí hasta una hora avanzada, a
causa de las fatigas de ayer, y aunque Jonathan durmió hasta tarde también,
despertó antes que yo. Habló conmigo antes de salir, y nunca antes lo había
hecho con mayor dulzura o ternura, pero no mencionó ni una sola palabra sobre
lo que había sucedido en su visita a la casa del conde. Sin embargo, debe saber
la terrible ansiedad que sentía yo. ¡Pobre Jonathan! Supongo que eso debe
haberlo afligido todavía más que a mí. Todos estuvieron de acuerdo en que no
siguiera yo adelante en ese horrible asunto, y estuve de acuerdo.
Pero, ¡me resulta muy desagradable pensar que me oculta algo! Y ahora
estoy llorando como una idiota, cuando, en realidad, sé que todo esto es
producto del gran amor de mi esposo y de la buena voluntad de todos esos hombres fuertes.
Eso me ha sentado bien. Bueno, algún día me lo contará todo Jonathan, y
para evitar que pueda llegar a pensar que le oculto yo también algo, continúo
escribiendo mi diario, como de costumbre. Así, si ha temido por mi confianza,
debo mostrárselo, incluyendo todos los pensamientos y los sentimientos de mi
corazón, para que pueda leerlos claramente. Me siento hoy extrañamente triste
y malhumorada. Supongo que es la reacción a causa de la tremenda emoción.
Anoche me acosté cuando se fueron los hombres, sencillamente porque
me dijeron que me acostara. No tenía sueño, y sentía una ansiedad enorme.
Estuve pensando en todo lo sucedido desde que Jonathan fue a verme a Londres
y todo ello parecía una horrible tragedia, como si el destino impulsara todo hacia un fin siniestro.
Todo lo que hacemos, por muy buenas intenciones que tengamos, parece
conducir a algo que debe deplorarse profundamente. Si no hubiera ido a Whitby
es posible que la pobre y querida Lucy estuviera ahora entre nosotros. No se le
había ocurrido visitar el cementerio de la iglesia hasta el momento de mi
llegada, y si no hubiera ido allí durante el día no habría regresado dormida
durante la noche, y el monstruo no la hubiera destruido como lo hizo. ¡Oh! ¿Por
qué fui a Whitby? ¡Otra vez llorando! No sé qué me sucede hoy. Debo
ocultárselo a Jonathan, puesto que si sabe que he llorado ya dos veces esta
mañana, yo que no lloro nunca y que nunca he tenido que derramar una sola
lágrima por él, el pobre hombre se desanimará y se preocupará. Debo aparentar
un semblante sereno, y si me siento con ganas de llorar, él no debe saberlo.
Supongo que es una de las lecciones que nosotras, las pobres mujeres, tenemos que aprender…
No puedo dejar de recordar cómo me quedé dormida. Recuerdo haber
oído el ladrido repentino de los perros y un estruendo de sonidos extraños,
como oraciones en una gama tumultuosa, procedentes de la habitación del
señor Renfield, que se encuentra en alguna parte debajo de la mía. Luego, el
silencio volvió a reinar, tan profundo, que me sobresaltó y me levanté para
mirar por la ventana. Todo estaba oscuro y en silencio.
Las negras sombras proyectadas por la luz de la luna parecían estar llenas
de un misterio que les era propio. Nada parecía moverse, pero todo parecía
lúgubre y tétrico, de modo que una ligera nubecilla de niebla blanca, que
avanzaba con una lentitud que hacía que su movimiento resultara casi
imperceptible, hacia la casa, por encima del césped, parecía tener una vitalidad
propia. Creo que esos pensamientos, al hacerme olvidar los anteriores, me
hicieron bien, puesto que al volver a acostarme sentí un letargo que me
embargaba suavemente. Permanecí acostada un rato, pero no lograba conciliar
el sueño, de modo que volví a levantarme y a mirar por la ventana. La niebla se
estaba extendiendo y se encontraba ya muy cerca de la casa, de tal modo que la
vi adosarse pesadamente a las paredes, como si estuviera trepando hacia las
ventanas. El pobre hombre hablaba con más fuerza que nunca y, aunque no
lograba distinguir bien sus palabras, comprendí que se trataba de una súplica
apasionada de su parte. Luego, oí el ruido de un forcejeo y comprendí que los
enfermeros se estaban encargando de él. Me sentí tan asustada, que me cubrí la
cabeza con las sábanas, tapándome los oídos con los dedos. No tenía sueño en
absoluto o, por lo menos, así lo creía, pero debo haberme quedado dormida,
puesto que, con excepción de los sueños, no recuerdo ninguna otra cosa hasta la
llegada de la mañana, cuando Jonathan me despertó. Creo que necesité cierto
esfuerzo y tiempo para recordar donde me encontraba y que era Jonathan el que
estaba inclinado sobre mí. Mi sueño era muy peculiar, y era algo típico, del
modo como al despertar los pensamientos se entremezclan con los sueños.
Creí que estaba dormida, esperando a que regresara Jonathan. Me sentía
muy ansiosa por él y no podía hacer nada; tenía las piernas, los brazos y el
cuerpo con un peso encima, de tal modo que no podía ejecutar ningún
movimiento como de costumbre. Así dormí muy intranquilamente, y seguí
soñando cosas extrañas. Luego, comencé a sentir que el aire era pesado,
húmedo y frío. Retiré las sábanas de mi rostro y, con gran sorpresa, vi que todo
estaba oscuro. La lamparita de gas que había dejado encendida para Jonathan,
aunque muy débil, parecía una chispita roja y diminuta a través de la niebla,
que, evidentemente, se había hecho más densa y había entrado en la habitación.
Entonces, recordé que había cerrado la ventana antes de acostarme. Deseaba
levantarme para asegurarme de ello, pero una letargia de plomo parecía retener
mis miembros y mi voluntad. Permanecí inmóvil; eso fue todo. Cerré los ojos,
pero todavía podía ver con claridad a través de los párpados (es maravilloso ver
qué trucos tienen los sueños, y de qué manera tan lógica trabaja a veces nuestra
imaginación). La niebla se hacía cada vez más espesa, y ya podía ver cómo
entraba en la habitación, puesto que la veía como si fuera humo…, o como el
vapor blanco del agua en ebullición…, entrando, no por la ventana, sino por
debajo de la puerta. Fue haciéndose cada vez más espesa, hasta que pareció
concentrarse en una columna de vapor sobre la que alcanzaba a ver la lucecita
de la lámpara de gas que brillaba como un ojo rojizo. Las ideas se agolparon en
mi cerebro, al tiempo que la columna de vapor comenzaba a danzar en la
habitación y entre todos mis pensamientos me llegaron las frases de las
escrituras: «Una columna de vapor por las noches y de fuego durante el día.» ¿Se
trataba de algún guía espiritual que me llegaba a través del sueño? Pero la
columna estaba compuesta tanto del guía diurno como del nocturno, puesto que
el fuego estaba en el ojo rojo que, al pensar en él, me fascinó en cierto modo,
puesto que, mientras lo observaba, el fuego pareció dividirse y lo vi como si se
tratara de dos ojos rojos, a través de la niebla, tal y como Lucy me dijo que los
había visto en sus divagaciones mentales, sobre el risco, cuando el sol poniente
se reflejó en las ventanas de la iglesia de Santa María. Repentinamente, recordé
horrorizada que era así como Jonathan había visto materializarse a aquellas
horribles mujeres de la niebla que giraba bajo el resplandor de la luna, y en mi
sueño debo haberme desmayado, puesto que me encontré en medio de la más profunda oscuridad.
El último esfuerzo consciente que hizo mi imaginación fue el de hacerme
ver un rostro lívido que se inclinaba sobre mí, saliendo de entre la niebla. Debo
tener cuidado con esos sueños, ya que pueden hacer vacilar la razón de una
persona, si se presentan con demasiada frecuencia. Voy a ver al doctor van
Helsing o al doctor Seward para que me receten algo que me haga dormir
profundamente; lo único malo es que temo alarmarlos.
Un sueño semejante se mezclaría en estos momentos con sus temores por
mí. Esta noche deberé esforzarme por dormir de manera natural. Si no lo logro,
debo lograr que me den para mañana en la noche una dosis de cloral; eso no me
causará por una vez ningún daño y me sentará bien una buena noche de sueño.
Hoy desperté más fatigada que si no hubiera dormido en absoluto.
2 de octubre, a las diez de la noche. Anoche dormí, pero no soñé. Debo
haber dormido profundamente, puesto que no desperté cuando se acostó
Jonathan, pero el sueño no me ha sentado todo lo bien que sería de desear,
puesto que hoy me he sentido débil y desanimada. Pasé todo el día de ayer
tratando de dormir o acostada, dormitando.
Por la tarde, el señor Renfield preguntó si podría verme. ¡Pobre hombre!
Estuvo muy amable, y al marcharse me besó la mano y rogó a Dios que me
bendijera. En cierto modo, eso me afectó mucho, y las lágrimas acuden a mis
ojos cuando pienso en él. Esta es una nueva debilidad de la que tengo que
preocuparme y cuidarme. Jonathan se entristecería mucho si supiera que he
estado llorando. Tanto él como los demás estuvieron fuera hasta la hora de la
cena, y regresaron muy cansados. Hice todo lo posible por alegrarlos, y creo que
el esfuerzo me sentó bien, puesto que me olvidé de lo cansada que estaba yo
misma. Después de la cena me mandaron a acostarme y todos salieron a fumar
juntos, según dijeron, pero sabía perfectamente que lo que deseaban era
contarse unos a otros lo que les había sucedido a cada uno de ellos durante el
día; comprendí por la actitud de Jonathan que tenía algo muy importante que comunicarles.
No tenía tanto sueño como debería; por consiguiente, antes de que se
fueran le pedí al doctor Seward que me diera alguna pastilla para dormir, de
cualquier tipo, ya que no había dormido bien la noche anterior. Con mucha
habilidad, me preparó una droga adormecedora y me la dio, diciéndome que no
me causaría ningún daño, ya que era muy ligera… La he tomado y estoy
esperando a que el sueño me venza, lo cual me parece todavía algo lejano.
Espero no haber hecho mal, ya que cuando el sueño comienza a apoderarse de
mí, me asalta un nuevo temor; es posible que haya cometido una tontería al
privarme del poder de despertar. Es posible que lo necesite. Ya tengo sueño.
¡Buenas noches!