Drácula – Bram Storker
DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
3 de octubre. El tiempo nos pareció extremadamente largo, mientras
esperábamos a lord Godalming y a Quincey Morris. El profesor trataba de
mantenernos distraídos, utilizando nuestras mentes sin descanso. Comprendí
perfectamente cuál era el benéfico objetivo que perseguía con ello, por las
miradas que lanzaba de vez en cuando a Harker. El pobre hombre está
abrumado por una tristeza que da dolor. Anoche era un hombre franco, de
aspecto alegre, de rostro joven y fuerte, lleno de energía y con el cabello de color
castaño oscuro. Hoy, parece un anciano macilento y enjuto, cuyo cabello blanco
se adapta muy bien a sus ojos brillantes y profundamente hundidos en sus
cuencas y con sus rasgos faciales marcados por el dolor. Su energía permanece
todavía intacta, en realidad, es como una llama viva. Eso puede ser todavía su
salvación, puesto que, si todo sale bien, le hará remontar el período de
desesperación; entonces, en cierto modo, volverá a despertar a las realidades de
la vida. ¡Pobre tipo! Pensaba que mi propia desesperación y mis problemas eran
suficientemente graves; pero, ¡esto…! El profesor lo comprende perfectamente y
está haciendo todo lo que está en su mano por mantenerlo activo. Lo que estaba
diciendo era, bajo las circunstancias, de un interés extraordinario. Estas fueron más o menos sus palabras:
—He estado estudiando, de manera sistemática y repetida, desde que
llegaron a mis manos, todos los documentos relativos a ese monstruo, y cuanto
más lo he examinado tanto mayor me parece la necesidad de borrarlo de la faz
de la tierra. En todos los papeles hay señales de su progreso; no solamente de su
poder, sino también de su conocimiento de ello. Como supe, por las
investigaciones de mi amigo Arminius de Budapest, era, en vida, un hombre
extraordinario. Soldado, estadista y alquimista…, cuyos conocimientos se
encontraban entre los más desarrollados de su época. Poseía una mente
poderosa, conocimientos incomparables y un corazón que no conocía el temor
ni el remordimiento. Se permitió incluso asistir a la Escolomancia, y no hubo
ninguna rama del saber de su tiempo que no hubiera ensayado. Bueno, en él, los
poderes mentales sobrevivieron a la muerte física, aunque parece que la
memoria no es absolutamente completa. Respecto a algunas facultades
mentales ha sido y es como un niño, pero está creciendo y ciertas cosas que eran
infantiles al principio, son ahora de estatura de hombre. Está experimentando y
lo está haciendo muy bien, y a no ser porque nos hemos cruzado en su camino,
podría ser todavía, o lo será si fracasamos, el padre o el continuador de seres de
un nuevo orden, cuyos caminos conducen a través de la muerte, no de la vida.
Harker gruñó, y dijo:
—¡Y todo eso va dirigido contra mi adorada esposa! Pero, ¿cómo está
experimentando? ¡El conocimiento de eso puede ayudarnos a destruirlo!
—Desde su llegada, ha estado ensayando sus poderes sin cesar, lenta y
seguramente; su gran cerebro infantil está trabajando, puesto que si se hubiera
podido permitir ensayar ciertas cosas desde un principio, hace ya mucho tiempo
que estarían dentro de sus poderes. Sin embargo, desea triunfar, y un hombre
que tiene ante sí varios siglos de existencia puede permitirse esperar y actuar
con lentitud. Festina lente puede ser muy bien su lema.
—No lo comprendo —dijo Harker cansadamente—. Sea más explícito, por
favor. Es posible que el sufrimiento y las preocupaciones estén oscureciendo mi entendimiento.
El profesor le puso una mano en el hombro, y le dijo:
—Muy bien, amigo mío, voy a ser más explícito. ¿No ve usted cómo,
últimamente, ese monstruo ha adquirido conocimientos de manera
experimental? Ha estado utilizando al paciente zoófago para lograr entrar en la
casa del amigo John. El vampiro, aunque después puede entrar tantas veces
como lo desee, al principio solamente puede entrar en un edificio si alguno de
los habitantes así se lo pide. Pero esos no son sus experimentos más
importantes. ¿No vimos que al principio todas esas pesadas cajas de tierra
fueron desplazadas por otros? No sabía entonces a qué atenerse, pero, a
continuación, todo cambió. Durante todo este tiempo su cerebro infantil se ha
estado desarrollando, y comenzó a pensar en si no podría mover las cajas él
mismo. Por consiguiente, más tarde, cuando descubrió que no le era difícil
hacerlo, trató de desplazarlas solo, sin ayuda de nadie. Así progresó y logró
distribuir sus tumbas, de tal modo, que sólo él conoce ahora el lugar en donde se
encuentran. Es posible que haya pensado en enterrar las cajas profundamente
en el suelo de tal manera que solamente las utilice durante la noche o en los
momentos en que puede cambiar de forma; le resulta igualmente conveniente,
¡y nadie puede saber donde se encuentran sus escondrijos! ¡Pero no se
desesperen, amigos míos, adquirió ese conocimiento demasiado tarde! Todos
los escondrijos, excepto uno, deben haber sido esterilizados ya, y antes de la
puesta del sol lo estarán todos. Entonces, no le quedará ningún lugar donde
poder esconderse. Me retrasé esta mañana para estar seguro de ello. ¿No
ponemos en juego nosotros algo mucho más preciado que él? Entonces, ¿por
qué no somos más cuidadosos que él? En mi reloj veo que es ya la una y, si todo
marcha bien, nuestros amigos Arthur y Quincey deben estar ya en camino para
reunirse con nosotros. Hoy es nuestro día y debemos avanzar con seguridad,
aunque lentamente y aprovechando todas las oportunidades que se nos
presenten. ¡Vean! Seremos cinco cuando regresen nuestros dos amigos ausentes.
Mientras hablábamos, nos sorprendimos mucho al escuchar una llamada
en la puerta principal de la casona: la doble llamada del repartidor de mensajes telegráficos.
Todos salimos al vestíbulo al mismo tiempo, y van Helsing, levantando la
mano hacia nosotros para que guardáramos silencio, se dirigió hacia la puerta y
la abrió. Un joven le tendió un telegrama. El profesor volvió a cerrar la puerta y,
después de examinar la dirección, lo abrió y leyó en voz alta: «Cuidado con D.
Acaba de salir apresuradamente de Carfax en este momento, a las doce cuarenta
y cinco, y se ha dirigido rápidamente hacia el sur. Parece que está haciendo una
ronda y es posible que desee verlos a ustedes. Mina.»
Se produjo una pausa, que fue rota por la voz de Jonathan Harker.
—¡Ahora, gracias a Dios, pronto vamos a encontrarnos! Van Helsing se
volvió rápidamente hacia él, y le dijo:
—Dios actuará a su modo y en el momento que lo estime conveniente. No
tema ni se alegre todavía, puesto que lo que deseamos en este momento puede significar nuestra destrucción.
—Ahora no me preocupa nada —dijo calurosamente—, excepto el borrar a
esa bestia de la faz de la tierra. ¡Sería capaz de vender mi alma por lograrlo!
—¡No diga usted eso, amigo mío! —dijo van Helsing—. Dios en su
sabiduría no compra almas, y el diablo, aunque puede comprarlas, no cumple su
palabra. Pero Dios es misericordioso y justo, y conoce su dolor y su devoción
hacia la maravillosa señora Mina, su esposa. No temamos ninguno de nosotros;
todos estamos dedicados a esta causa, y el día de hoy verá su feliz término. Llega
el momento de entrar en acción; hoy, ese vampiro se encuentra limitado con los
poderes humanos y, hasta la puesta del sol, no puede cambiar. Tardará cierto
tiempo en llegar… Es la una y veinte…, y deberá pasar un buen rato antes de que
llegue. Lo que debemos esperar ahora es que lord Arthur y Quincey lleguen antes que él.
Aproximadamente media hora después de que recibiéramos el telegrama
de la señora Harker, oímos un golpe fuerte y resuelto en la puerta principal,
similar al que darían cientos de caballeros en cualquier puerta. Nos miramos y
nos dirigimos hacia el vestíbulo; todos estábamos preparados para usar todas
las armas de que disponíamos…, las espirituales en la mano izquierda y las
materiales en la derecha. Van Helsing retiró el pestillo y, manteniendo la puerta
entornada, dio un paso hacia atrás, con las dos manos dispuestas para entrar en
acción. La alegría de nuestros corazones debió reflejarse claramente en nuestros
rostros cuando vimos cerca de la puerta a lord Godalming y a Quincey Morris.
Entraron rápidamente, y cerraron la puerta tras ellos, y el último de ellos dijo, al
tiempo que avanzábamos todos por el vestíbulo:
—Todo está arreglado. Hemos encontrado las dos casas. ¡Había seis cajas
en cada una de ellas, y las hemos destruido todas!
—¿Las han destruido? —inquirió el profesor.
—¡Para él!
Guardamos silencio unos momentos y, luego, Quincey dijo:
—No nos queda más que esperar aquí. Sin embargo, si no llega antes de
las cinco de la tarde, tendremos que irnos, puesto que no podemos dejar sola a
la señora Harker después de la puesta del sol.
—Ya no tardará mucho en llegar aquí —dijo van Helsing, que había
estado consultando su librito de notas—. Nota bene. En el telegrama de la
señora Harker decía que había salido de Carfax hacia el sur, lo cual quiere decir
que tenía que cruzar el río y solamente podría hacerlo con la marea baja, o sea,
poco antes de la una. El hecho de que se haya dirigido hacia el sur tiene cierto
significado para nosotros. Todavía sospecha solamente, y fue de Carfax al lugar
en donde menos puede sospechar que pueda encontrar algún obstáculo. Deben
haber estado ustedes en Bermondse y muy poco rato antes que él. El hecho de
que no haya llegado aquí todavía demuestra que fue antes a Mile End. En eso se
tardará algún tiempo, puesto que tendrá que volver a cruzar el río de algún
modo. Créanme, amigos míos, que ahora ya no tendremos que esperar mucho
rato. Tenemos que tener preparado algún plan de ataque, para que no
desaprovechemos ninguna oportunidad. Ya no tenemos tiempo. ¡Tengan todos
preparados las armas! ¡Manténganse alerta!
Levantó una mano, a manera de advertencia, al tiempo que hablaba, ya
que todos pudimos oír claramente que una llave se introducía suavemente en la cerradura.
No pude menos que admirar, incluso en aquel momento, el modo como
un espíritu dominante se afirma a sí mismo. En todas nuestras partidas de caza
y aventuras de diversa índole, en varias partes del mundo, Quincey Morris había
sido siempre el que disponía los planes de acción y Arthur y yo nos
acostumbramos a obedecerle de manera implícita. Ahora, la vieja costumbre
parecía renovarse instintivamente. Dando una ojeada rápida a la habitación,
estableció inmediatamente nuestro plan de acción y, sin pronunciar ni una sola
palabra, con el gesto, nos colocó a todos en nuestros respectivos puestos. Van
Helsing, Harker y yo estábamos situados inmediatamente detrás de la puerta,
de tal manera que, en cuanto se abriera, el profesor pudiera guardarla, mientras
Harker y yo nos colocaríamos entre el recién llegado y la puerta. Godalming
detrás y Quincey enfrente, estaban dispuestos a dirigirse a las ventanas,
escondidos por el momento donde no podían ser vistos. Esperamos con una
impaciencia tal que hizo que los segundos pasaran con una lentitud de
verdadera pesadilla. Los pasos lentos y cautelosos atravesaron el vestíbulo… El
conde, evidentemente, estaba preparado para una sorpresa o, al menos, la temía.
Repentinamente, con un salto enorme, penetró en la habitación, pasando
entre nosotros antes de que ninguno pudiera siquiera levantar una mano para
tratar de detenerlo. Había algo tan felino en el movimiento, algo tan inhumano,
que pareció despertarnos a todos del choque que nos había producido su
llegada. El primero en entrar en acción fue Harker, que, con un rápido
movimiento, se colocó ante la puerta que conducía a la habitación del frente de
la casa. Cuando el conde nos vio, una especie de siniestro gesto burlón apareció
en su rostro, descubriendo sus largos y puntiagudos colmillos; pero su maligna
sonrisa se desvaneció rápidamente, siendo reemplazada por una expresión fría
de profundo desdén. Su expresión volvió a cambiar cuando, todos juntos,
avanzamos hacia él. Era una lástima que no hubiéramos tenido tiempo de
preparar algún buen plan de ataque, puesto que en ese mismo momento me
pregunté qué era lo que íbamos a hacer. No estaba convencido en absoluto de si
nuestras armas letales nos protegerían. Evidentemente, Harker estaba dispuesto
a ensayar, puesto que preparó su gran cuchillo kukri y le lanzó al conde un tajo
terrible. El golpe era poderoso; solamente la velocidad diabólica de
desplazamiento del conde le permitió salir con bien.
Un segundo más y la hoja cortante le hubiera atravesado el corazón. En
realidad, la punta sólo cortó el tejido de su chaqueta, abriendo un enorme
agujero por el que salieron un montón de billetes de banco y un chorro de
monedas de oro. La expresión del rostro del conde era tan infernal que durante
un momento temí por Harker, aunque él estaba ya dispuesto a descargar otra
cuchillada. Instintivamente, avancé, con un impulso protector, manteniendo el
crucifijo y la Sagrada Hostia en la mano izquierda. Sentí que un gran poder
corría por mi brazo y no me sorprendí al ver al monstruo que retrocedía ante el
movimiento similar que habían hecho todos y cada uno de mis amigos. Sería
imposible describir la expresión de odio y terrible malignidad, de ira y rabia
infernales, que apareció en el rostro del conde. Su piel cerúlea se hizo verde
amarillenta, por contraste con sus ojos rojos y ardientes, y la roja cicatriz que
tenía en la frente resaltaba fuertemente, como una herida abierta y palpitante.
Un instante después, con un movimiento sinuoso, pasó bajo el brazo armado de
Harker, antes de que pudiera éste descargar su golpe, recogió un puñado del
dinero que estaba en el suelo, atravesó la habitación y se lanzó contra una de las
ventanas. Entre el tintineo de los cristales rotos, cayó al patio, bajo la ventana.
En medio del ruido de los cristales rotos, alcancé a oír el ruido que hacían varios
soberanos al caer al suelo, sobre el asfalto.
Nos precipitamos hacia la ventana y lo vimos levantarse indemne del suelo.
Ascendió los escalones a toda velocidad, cruzó el patio y abrió la puerta
de las caballerizas. Una vez allí, se volvió y nos habló:
—Creen ustedes poder confundirme… con sus rostros pálidos, como las
ovejas en el matadero. ¡Ahora van a sentirlo, todos ustedes! Creen haberme
dejado sin un lugar en el que poder reposar, pero tengo otros. ¡Mi venganza va a
comenzar ahora! Ando por la tierra desde hace siglos y el tiempo me favorece.
Las mujeres que todos ustedes aman son mías ya, y por medio de ellas, ustedes y
muchos otros me pertenecerán también… Serán mis criaturas, para hacer lo que
yo les ordene y para ser mis chacales cuando desee alimentarme. ¡Bah!
Con una carcajada llena de desprecio, pasó rápidamente por la puerta y
oímos que el oxidado cerrojo era corrido, cuando cerró la puerta tras él. Una
puerta, más allá, se abrió y se cerró nuevamente. El primero de nosotros que
habló fue el profesor, cuando, comprendiendo lo difícil que sería perseguirlo por
las caballerizas, nos dirigimos hacia el vestíbulo.
—Hemos aprendido algo… ¡Mucho! A pesar de sus fanfarronadas, nos
teme; teme al tiempo y teme a las necesidades. De no ser así, ¿por qué iba a
apresurarse tanto? El tono mismo de sus palabras lo traicionó, o mis oídos me
engañaron, ¿Por qué tomó ese dinero? ¡Van a comprenderme rápidamente! Son
ustedes cazadores de una bestia salvaje y lo comprenden. En mi opinión,
tenemos que asegurarnos de que no pueda utilizar aquí nada, si es que regresa.
Al hablar, se metió en el bolsillo el resto del dinero; tomó los títulos de
propiedad del montoncito en que los había dejado Harker y arrojó todo el resto
a la chimenea, prendiéndole fuego con un fósforo.
Godalming y Morris habían salido al patio y Harker se había descolgado
por la ventana para seguir al conde. Sin embargo, Drácula había cerrado bien la
puerta de las caballerizas, y para cuando pudieron abrirla, ya no encontraron
rastro del vampiro. Van Helsing y yo tratamos de investigar un poco en la parte
posterior de la casa, pero las caballerizas estaban desiertas y nadie lo había visto salir.
La tarde estaba ya bastante avanzada y no faltaba ya mucho para la
puesta del sol. Tuvimos que reconocer que el trabajo había concluido y, con
tristeza, estuvimos de acuerdo con el profesor, cuando dijo:
—Regresemos con la señora Mina… Con la pobre señora Harker. Ya
hemos hecho todo lo que podíamos por el momento y, al menos, vamos a poder
protegerla. Pero es preciso que no desesperemos. No le queda al vampiro más
que una caja de tierra y vamos a tratar de encontrarla; cuando lo logremos, todo irá bien.
Comprendí que estaba hablando tan valerosamente como podía para
consolar a Harker. El pobre hombre estaba completamente abatido y, de vez en
cuando, gemía, sin poder evitarlo… Estaba pensando en su esposa.
Llenos de tristeza, regresamos a mi casa, donde hallamos a la señora
Harker esperándonos, con una apariencia de buen humor que honraba su valor
y su espíritu de colaboración. Cuando vio nuestros rostros, el suyo propio se
puso tan pálido como el de un cadáver: durante uno o dos segundos,
permaneció con los ojos cerrados, como si estuviera orando en secreto y, después, dijo amablemente:
—Nunca podré agradecerles bastante lo que han hecho. ¡Oh, mi pobre
esposo! —mientras hablaba, tomó entre sus manos la cabeza grisácea de su
esposo y la besó—. Apoya tu pobre cabeza aquí y descansa. ¡Todo estará bien
ahora, querido! Dios nos protegerá, si así lo desea.
El pobre hombre gruñó. No había lugar para las palabras en medio de su sublime tristeza.
Cenamos juntos sin apetito, y creo que eso nos dio ciertos ánimos a todos.
Era quizá el simple calor animal que infunde el alimento a las personas
hambrientas, ya que ninguno de nosotros había comido nada desde la hora del
desayuno, o es probable que sentir la camaradería que reinaba entre nosotros
nos consolara un poco, pero, sea como fuere, el caso es que nos sentimos
después menos tristes y pudimos pensar en lo porvenir con cierta esperanza.
Cumpliendo nuestra promesa, le relatamos a la señora Harker todo lo que había
sucedido, y aunque se puso intensamente pálida a veces, cuando su esposo
estuvo en peligro, y se sonrojó otras veces, cuando se puso de manifiesto la
devoción que sentía por ella, escuchó todo el relato valerosamente y
conservando la calma. Cuando llegamos al momento en que Harker se había
lanzado sobre el conde, con tanta decisión, se asió con fuerza del brazo de su
marido y permaneció así, como si sujetándole el brazo pudiera protegerlo contra
cualquier peligro que hubiera podido correr. Sin embargo, no dijo nada, hasta
que la narración estuvo terminada y cuando ya estaba al corriente de todo lo
ocurrido hasta aquel preciso momento, entonces, sin soltar la mano de su
esposo, se puso en pie y nos habló. No tengo palabras para dar una idea de la
escena. Aquella mujer extraordinaria, dulce y buena, con toda la radiante
belleza de su juventud y su animación, con la cicatriz rojiza en su frente, de la
que estaba consciente y que nosotros veíamos apretando los dientes… al
recordar dónde, cuándo y cómo había ocurrido todo; su adorable amabilidad
que se levantaba contra nuestro odio siniestro; su fe tierna contra todos
nuestros temores y dudas. Y sabíamos que, hasta donde llegaban los símbolos,
con toda su bondad, su pureza y su fe, estaba separada de Dios.
—Jonathan —dijo, y la palabra pareció ser música, por el gran amor y la
ternura que puso en ella—, mi querido Jonathan y todos ustedes, mis
maravillosos amigos, quiero que tengan en cuenta algo durante todo este tiempo
terrible. Sé que tienen que luchar…, que deben destruir incluso, como
destruyeron a la falsa Lucy, para que la verdadera pudiera vivir después; pero
no es una obra del odio. Esa pobre alma que nos ha causado tanto daño, es el
caso más triste de todos. Imaginen ustedes cuál será su alegría cuando él
también sea destruido en su peor parte, para que la mejor pueda gozar de la
inmortalidad espiritual. Deben tener también piedad de él, aun cuando esa
piedad no debe impedir que sus manos lleven a cabo su destrucción.
Mientras hablaba, pude ver que el rostro de su marido se obscurecía y se
ponía tenso, como si la pasión que lo consumía estuviera destruyendo todo su ser.
Instintivamente, su esposa le apretó todavía más la mano, hasta que los
nudillos se le pusieron blancos. Ella no parpadeó siquiera a causa del dolor que,
estoy seguro, debía estar sufriendo, sino que lo miró con ojos más suplicantes
que nunca. Cuando ella dejó de hablar, su esposo se puso en pie bruscamente,
arrancando casi su mano de la de ella, y dijo:
—¡Qué Dios me lo ponga en las manos durante el tiempo suficiente para
destrozar su vida terrenal, que es lo que estamos tratando de hacer! ¡Si además
de eso puedo enviar su alma al infierno ardiente por toda la eternidad, lo haré gustoso!
—¡Oh, basta, basta! ¡En el nombre de Dios, no digas tales cosas!,
Jonathan, esposo mío, o harás que me desplome, víctima del miedo y del horror.
Piensa sólo, querido…; yo he estado pensando en ello durante todo este largo
día…, que quizá… algún día… yo también puedo necesitar esa piedad, y que
alguien como tú, con las mismas causas para odiarme, puede negármela. ¡Oh,
esposo mío! ¡Mi querido Jonathan! Hubiera querido evitarte ese pensamiento si
hubiera habido otro modo, pero suplico a Dios que no tome en cuenta tus
palabras y que las considere como el lamento de un hombre que ama y que tiene
el corazón destrozado. ¡Oh, Dios mío! ¡Deja que sus pobres cabellos blancos
sean una prueba de todo lo que ha sufrido, él que en toda su vida no ha hecho
daño a nadie, y sobre el que se han acumulado tantas tristezas!
Todos los hombres presentes teníamos ya los ojos llenos de lágrimas. No
pudimos resistir, y lloramos abiertamente. Ella también lloró al ver que sus
dulces consejos habían prevalecido. Su esposo se arrodilló a su lado y,
rodeándola con sus brazos, escondió el rostro en los vuelos de su vestido. Van
Helsing nos hizo una seña y salimos todos de la habitación, dejando a aquellos
dos corazones amantes a solas con su Dios.
Antes de que se retiraran a sus habitaciones, el profesor preparó la
habitación para protegerla de cualquier incursión del vampiro, y le aseguró a la
señora Harker que podía descansar en paz. Ella trató de convencerse de ello y,
para calmar a su esposo, aparentó estar contenta. Era una lucha valerosa y
quiero creer que no careció de recompensa. Van Helsing había colocado cerca de
ellos una campana que cualquiera de ellos debía hacer sonar en caso de que se
produjera cualquier eventualidad. Cuando se retiraron, Quincey, Godalming y
yo acordamos que debíamos permanecer en vela, repartiéndonos la noche entre
los tres, para vigilar a la pobre dama y custodiar su seguridad. La primera
guardia le correspondió a Quincey, de modo que el resto de nosotros debía
acostarse tan pronto como fuera posible. Godalming se ha acostado ya, debido a
que él tiene el segundo turno de guardia. Ahora que he terminado mi trabajo, yo
también tengo que acostarme.
Del diario de Jonathan Harker
3-4 de octubre, cerca de la medianoche. Creí que el día de ayer no iba a
terminar nunca. Tenía el deseo de dormirme, con la esperanza de que al
despertar descubriría que las cosas habían cambiado y que todos los cambios
serían en adelante para mejor. Antes de separarnos, discutimos sobre cuál
debería ser nuestro siguiente paso, pero no pudimos llegar a ningún resultado.
Lo único que sabíamos era que quedaba todavía una caja de tierra y que
solamente el conde sabía dónde se encontraba. Si desea permanecer escondido,
puede confundirnos durante años enteros y, mientras tanto, el pensamiento es
demasiado horrible; no puedo permitirme pensar en ello en este momento. Lo
que si sé es que si alguna vez ha existido una mujer absolutamente perfecta, esa
es mi adorada y herida esposa. La amo mil veces más por su dulce piedad de
anoche; una piedad que hizo que incluso el odio que le tengo al monstruo
pareciera despreciable. Estoy seguro de que Dios no permitirá que el mundo se
empobrezca por la pérdida de una criatura semejante. Esa es una esperanza
para mí. Nos estamos dirigiendo todos hacia los escollos, y la esperanza es la
única ancla que me queda. Gracias a Dios, Mina está dormida y no tiene
pesadillas. Temo pensar en cuáles podrían ser sus pesadillas, con recuerdos tan
terribles que pueden provocarlas. No ha estado tan tranquila, por cuanto he
podido ver, desde la puesta del sol. Luego, durante un momento, se extendió en
su rostro una calma tal, que era como la primavera después de las tormentas de marzo.
Pensé en ese momento que debía tratarse del reflejo de la puesta del sol
en su rostro, pero, en cierto modo, ahora sé que se trataba de algo mucho más
profundo. No tengo sueño yo mismo, aunque estoy cansado… Terriblemente
cansado. Sin embargo, debo tratar de conciliar el sueño, ya que tengo que
pensar en mañana, y en que no podrá haber descanso para mí hasta que…
Más tarde. Debo haberme quedado dormido, puesto que me ha
despertado Mina, que estaba sentada en el lecho, con una expresión llena de
asombro en el rostro. Podía ver claramente, debido a que no habíamos dejado la
habitación a oscuras; Mina me había puesto la mano sobre la boca y me susurró al oído:
—¡Chist! ¡Hay alguien en el pasillo!
Me levanté cautelosamente y, cruzando la habitación, abrí la puerta sin hacer ruido.
Cruzado ante el umbral, tendido en un colchón, estaba el señor Morris,
completamente despierto. Levantó una mano, para imponerme silencio, y me susurró:
—¡Silencio! Vuelva a acostarse; no pasa nada. Uno de nosotros va a
permanecer aquí durante toda la noche. ¡No queremos correr ningún riesgo!
Su expresión y su gesto impedían toda discusión, de modo que volví a
acostarme y le dije a Mina lo que sucedía. Ella suspiró y la sombra de una
sonrisa apareció en su rostro pálido, al tiempo que me rodeaba con sus brazos y me decía suavemente:
—¡Oh, doy gracias a Dios, por todos los hombres buenos!
Dio un suspiro y volvió a acostarse de espaldas, para tratar de volver a dormirse.
Escribo esto ahora porque no tengo sueño, aunque voy a tratar también de dormirme.
4 de octubre, por la mañana. Mina me despertó otra vez en el transcurso
de la noche. Esta vez, habíamos dormido bien los dos, ya que las luces del
amanecer iluminaban ya las ventanas débilmente, y la lamparita de gas era
como un punto, más que como un disco de luz.
—Vete a buscar al profesor —me dijo apresuradamente—. Quiero verlo enseguida.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Tengo una idea. Supongo que debe habérseme ocurrido durante la
noche, y que ha madurado sin darme cuenta de ello. Debe hipnotizarme antes
del amanecer, y entonces podré hablar. Date prisa, querido; ya no queda mucho tiempo.
Me dirigí a la puerta, y vi al doctor Seward que estaba tendido sobre el
colchón y que, al verme, se puso en pie de un salto.
—¿Sucede algo malo? —me preguntó, alarmado.
—No —le respondí—, pero Mina desea ver al doctor van Helsing inmediatamente.
Dos o tres minutos después, van Helsing estaba en la habitación, en sus
ropas de dormir, y el señor Morris y lord Godalming estaban en la puerta, con el
doctor Seward, haciendo preguntas. Cuando el profesor vio a Mina, una sonrisa,
una verdadera sonrisa, hizo que la ansiedad abandonara su rostro; se frotó las manos, y dijo:
—¡Mi querida señora Mina! ¡Vaya cambio! ¡Mire! ¡Amigo Jonathan,
hemos recuperado a nuestra querida señora Mina nuevamente, como antes! —
luego, se volvió hacia ella y le dijo amablemente—: ¿Y qué puedo hacer por
usted? Supongo que no me habrá llamado usted a esta hora por nada.
—¡Quiero que me hipnotice usted! —dijo Mina —. Hágalo antes del
amanecer, ya que creo que, entonces, podré hablar libremente. ¡Dese prisa; ya no nos queda mucho tiempo!
Sin decir palabra, el profesor le indicó que tomara asiento en la cama.
La miró fijamente y comenzó a hacer pases magnéticos frente a ella,
desde la parte superior de la cabeza de mi esposa, hacía abajo, con ambas
manos, repitiendo los movimientos varias veces. Mina lo miró fijamente
durante unos minutos, durante los cuales mi corazón latía como un martillo
pilón, debido a que sentía que iba a presentarse pronto alguna crisis.
Gradualmente, sus ojos se fueron cerrando y siguió sentada, absolutamente
inmóvil. Solamente por la elevación de su pecho, al ritmo de su respiración,
podía verse que estaba viva. El profesor hizo unos cuantos pases más y se
detuvo; entonces vi que tenía la frente cubierta de gruesas gotas de sudor. Mina
abrió los ojos, pero no parecía ser la misma mujer. Había en sus ojos una
expresión de vacío, como si su mirada estuviera perdida a lo lejos, y su voz tenía
una tristeza infinita, que era nueva para mí. Levantando la mano para
imponerme silencio, el profesor me hizo seña de que hiciera pasar a los demás.
Entraron todos sobre la punta de los pies, cerrando la puerta tras ellos y
permanecieron en pie cerca de la cama, mirando atentamente. Mina no pareció
verlos. El silencio fue interrumpido por el profesor van Helsing, hablando en un
tono muy bajo de voz, para no interrumpir el curso de los pensamientos de mi esposa:
—¿Dónde se encuentra usted?
La respuesta fue dada en un tono absolutamente carente de inflexiones:
—No lo sé. El sueño no tiene ningún lugar que pueda considerar como real.
Durante varios minutos reinó el silencio. Mina continuaba sentada
rígidamente, y el profesor la miraba fijamente; el resto de nosotros apenas nos atrevíamos a respirar.
La habitación se estaba haciendo cada vez más clara. Sin apartar los ojos
del rostro de Mina, el profesor me indicó con un gesto que corriera las cortinas,
y el día pareció envolvernos a todos. Una raya rojiza apareció, y una luz rosada
se difundió por la habitación. En ese instante, el profesor volvió a hablar:
—¿Dónde está usted ahora?
La respuesta fue de sonámbula, pero con intención; era como si estuviera
interpretando algo. La he oído emplear el mismo tono de voz cuando lee sus
notas escritas en taquigrafía.
—No lo sé. ¡Es un lugar absolutamente desconocido para mí!
—¿Qué ve usted?
—No veo nada; está todo oscuro.
—¿Qué oye usted?
Noté la tensión en la voz paciente del profesor.
—El ruido del agua. Se oye un ruido de resaca y de pequeñas olas que chocan.
Puedo oírlas al exterior.
—Entonces, ¿está usted en un barco?
Todos nos miramos, unos a otros, tratando de comprender algo.
Teníamos miedo de pensar. La respuesta llegó rápidamente:
—¡Oh, sí!
—¿Qué otra cosa oye?
—Ruido de pasos de hombres que corren de un lado para otro. Oigo
también el ruido de una cadena y un gran estrépito, cuando el control del torno cae al trinquete.
—¿Qué está usted haciendo?
—Estoy inmóvil; absolutamente inmóvil. ¡Es algo como la muerte!
La voz se apagó, convirtiéndose en un profundo suspiro, como de alguien
que está dormido, y los ojos se le volvieron a cerrar.
Pero esta vez el sol se había elevado ya y nos encontramos todos en plena
luz del día. El doctor van Helsing colocó sus manos sobre los hombros de Mina,
e hizo que su cabeza reposara suavemente en las almohadas. Ella permaneció
durante unos momentos como una niña dormida y, luego, con un largo suspiro,
despertó y se extrañó mucho al vernos a todos reunidos en torno a ella.
—¿He hablado en sueños? —fue todo lo que dijo.
Sin embargo, parecía conocer la situación, sin hablar, puesto que se
sentía ansiosa por saber qué había dicho. El profesor le repitió la conversación, y Mina le dijo:
—Entonces, no hay tiempo que perder. ¡Es posible que no sea todavía demasiado tarde!
El señor Morris y lord Godalming se dirigieron hacia la puerta, pero la
voz tranquila del profesor los llamó y los hizo regresar sobre sus pasos:
—Quédense, amigos míos. Ese barco, dondequiera que se encuentre,
estaba levando anclas mientras hablaba la señora. Hay muchos barcos levando
anclas en este momento, en su gran puerto de Londres. ¿Cuál de ellos
buscamos? Gracias a Dios que volvemos a tener indicios, aunque no sepamos
adónde nos conducen. Hemos estado en cierto modo ciegos, de una manera
muy humana, ¡puesto que al mirar atrás, vemos lo que hubiéramos podido ver
al mirar hacia adelante, si hubiéramos sido capaces de ver lo que era posible
ver! ¡Vaya! ¡Esa frase es un rompecabezas!, ¿no es así? Podemos comprender
ahora qué estaba pensando el conde cuando recogió el dinero, cuando el
cuchillo esgrimido con rabia por Jonathan lo puso en un peligro al que todavía
teme. Quería huir. ¡Escúchenme: HUIR! Comprendió que con una sola caja de
tierra a su disposición y un grupo de hombres persiguiéndolo como los perros a
un zorro, Londres no era un lugar muy saludable para él. ¡Adelante!, como diría
nuestro amigo Arthur, al ponerse su casaca roja para la caza. Nuestro viejo zorro
es astuto, muy astuto, y debemos darle caza con ingenio. Yo también soy astuto
y voy a pensar en él dentro de poco. Mientras tanto, vamos a descansar en paz,
puesto que hay aguas entre nosotros que a él no le agrada cruzar y que no podría
hacerlo aunque quisiera… A menos que el barco atracara y, en ese caso,
solamente podría hacerlo durante la pleamar o la bajamar.
Además, el sol ha salido y todo el día nos pertenece, hasta la puesta del
sol. Vamos a bañarnos y a vestirnos. Luego, nos desayunaremos, ya que a todos nos hace buena falta.
Además, podremos comer con tranquilidad, puesto que el monstruo no se
encuentra en la misma tierra que nosotros.
Mina lo miró suplicantemente, al tiempo que preguntaba:
—Pero, ¿por qué necesitan ustedes seguir buscándolo, si se ha alejado de nosotros?
El profesor le tomó la mano y le dio unas palmaditas al tiempo que respondía:
—No me pregunte nada al respecto por el momento. Después del desayuno responderé a sus preguntas.
No aceptó decir nada más, y nos separamos todos para vestirnos.
Después del desayuno, Mina repitió su pregunta. El profesor la miró
gravemente durante un minuto, y luego respondió en tono muy triste:
—Porque, mi querida señora Mina, ahora más que nunca debemos
encontrarlo, ¡aunque tengamos que seguirlo hasta los mismos infiernos!
Mina se puso más pálida, al tiempo que preguntaba:
—¿Por qué?
—Porque —respondió van Helsing solemnemente— puede vivir durante
varios siglos, y usted es solamente una mujer mortal. Debemos temer ahora al
tiempo…, puesto que ya le dejó esa marca en la garganta.
Apenas tuve tiempo de recogerla en mis brazos, cuando cayó hacia adelante, desmayada.