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Capítulo 3

El fantasma de la ópera – Gaston Leroux

DONDE, POR PRIMERA VEZ, LOS SEÑORES DEBIENNE Y
POLIGNY DAN EN SECRETO A LOS NUEVOS DIRECTORES DE LA
ÓPERA, LOS SEÑORES ARMAND MONCHARMIN Y FIRMIN
RICHARD, LA VERDADERA Y MISTERIOSA RAZÓN DE SU
MARCHA DE LA ACADEMIA NACIONAL DE MÚSICA

Mientras tanto proseguía la ceremonia de la despedida.
Ya he dicho anteriormente que esta magnífica fiesta se daba, con ocasión
de su marcha de la ópera, en honor a los señores Debienne y Poligny, que
habían querido morir, como decimos hoy, a lo grande.
Habían sido ayudados en la realización de este programa ideal y fúnebre
por todos aquellos que, por aquel entonces, desempeñaban un papel en la sociedad y las artes de París.
Toda esta gente se había reunido en el foyer de la ópera donde la Sorelli
esperaba, con una copa de champán en la mano y un breve discurso preparado
en la punta de la lengua, a los directores dimisionarios. Tras ella, sus jóvenes y
viejas compañeras del cuerpo de ballet se apretujaban, conversando en voz
baja de los acontecimientos del día, y otras haciendo discretas señales de
complicidad a sus amigos que en tropel parlanchín rodeaban ya el bufé que
había sido levantado sobre el suelo en pendiente, entre la danza guerrera y la
danza campestre del señor Boulenger.
Algunas bailarinas se habían vestido ya con sus ropas de calle; la mayoría
llevaba aún sus faldas de gasa ligera; pero todas habían creído su deber
adoptar un tono de circunstancia. Tan sólo la pequeña Jammes, cuyas quince
primaveras parecían haber olvidado, en su despreocupación —feliz edad— al
fantasma y la muerte de Joseph Buquet, no cesaba de cacarear, de cuchichear,
de saltar, de hacer diabluras, hasta el punto de que, al aparecer los señores
Debienne y Poligny en las escalinatas del salón, fue severamente llamada al
orden por la Sorelli, que estaba impaciente.
Todo el mundo comprobó que los directores dimisionarios parecían
alegres, lo que en provincias no hubiera parecido natural a nadie, pero que en
París se consideró de muy buen gusto. Aquel que no haya aprendido a ocultar
su tristeza bajo una máscara de alegría y a simular algo de tristeza,
aburrimiento o indiferencia ante su íntima alegría, no será nunca un parisino.
Si sabéis que uno de vuestros amigos está preocupado, no intentéis consolarle;
os dirá que ya lo está. Pero, sí le ha sucedido algo agradable, guardaos de
felicitarle por ello; encuentra tan natural su buena suerte que se extrañaría de
que se hable de ella. En París se vive siempre en un baile de máscaras, y no es
en el foyer de la Opera, donde personajes tan «enterados» como los señores
Debienne y Poligny hubieran cometido el error de mostrar su tristeza, que era
real. Comenzaban ya a sonreír a la Sorelli, que empezaba a despachar su
discurso de compromiso, cuando una exclamación de aquella loquilla de
Jammes vino a truncar la sonrisa de los señores directores de una forma tan
brutal que la expresión de desolación y de espanto que se escondía en ellos apareció ante los ojos de todos:
—¡El fantasma de la ópera!
Jammes había soltado esta frase con un tono de indecible terror y su dedo
señalaba entre la muchedumbre de fracs a un rostro tan pálido, tan lúgubre y
tan espantoso, con los tres agujeros negros de los arcos superficiales tan
profundos, que aquella calavera así señalada obtuvo de inmediato un éxito loco.
—¡El fantasma de la Opera! ¡El fantasma de la Opera!
La gente reía, se empujaba y quería ofrecer de beber al fantasma de la
Ópera; ¡pero había desaparecido! Se había deslizado entre los asistentes y lo
buscaron en vano, mientras dos ancianos señores intentaban calmar a la
pequeña Jammes y la pequeña Giry lanzaba gritos de pavo real.
La Sorelli estaba furiosa: no había podido terminar su discurso. Los
señores Debienne y Poligny la habían abrazado, agradecido y habían escapado
tan aprisa como el mismo fantasma. Nadie se extrañó, puesto que se sabía que
debían asistir a una ceremonia similar en el piso superior, en el foyer del
canto, y que finalmente sus amigos íntimos serían recibidos por última vez en
el gran vestíbulo del despacho de dirección, en donde les aguardaba una cena.
Aquí es donde volvemos a encontrarlos, junto con los nuevos directores,
los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard. Los primeros apenas
conocían a los segundos, pero se presentaron con grandes demostraciones de
amistad, y éstos les respondieron con mil cumplidos. De tal manera que
aquellos invitados que habían temido una velada más aburrida se mostraron en
seguida muy risueños. La cena fue casi alegre y, llegado el momento de los
brindis, el señor comisario del gobierno fue tan extraordinariamente hábil,
mezclando la gloria del pasado con los éxitos del futuro, que la mayor
cordialidad reinó en seguida entre los convidados. La transmisión de los
poderes de dirección se habían efectuado la víspera de la forma más simple
posible, y los asuntos que quedaban por arreglar entre la antigua y la nueva
dirección habían sido solucionados bajo la presidencia del comisario del
gobierno con tal deseo de entendimiento por ambas partes que realmente no
podía resultar extraño, en esta velada memorable, encontrar cuatro caras de directores tan sonrientes.
Los señores Debienne y Poligny habían entregado ya las dos llaves
minúsculas, las llaves maestras que franqueaban las múltiples puertas de la
Academia Nacional de Música —varios miles de puertas—, a los señores
Armand Moncharmin y Firmin Richard. Las llavecitas, objeto de la curiosidad
general, pasaban con presteza de mano en mano, cuando la atención de
algunos fue atraída al descubrir de pronto, en el extremo de la mesa, aquella
extraña, pálida y cadavérica figura de ojos hundidos que ya había aparecido en
el foyer de la danza y que había sido interpelada por la pequeña Jammes como «¡El fantasma de la ópera!».
Se encontraba allí como el más normal de los convidados, salvo que no comía ni bebía.
Los que habían comenzado a mirarlo sonriendo, habían acabado por volver
la cabeza, hasta tal punto la visión de aquel individuo llenaba inmediatamente
el espíritu de los pensamientos más fúnebres. Ninguno volvió a hacer las
bromas del foyer, ninguno gritó: «¡El fantasma de la ópera!».
Él no había pronunciado una sola palabra y ni sus mismos vecinos
hubieran podido decir el momento preciso en que había venido a sentarse allí,
pero cada uno pensó que los muertos, que vienen a veces a sentarse a la mesa
de los vivos, no podían tener un aspecto más macabro. Los amigos de los
señores Firmin Richard y Armand Moncharmin creyeron que este invitado
descarnado era un íntimo de los señores Debienne y Poligny, mientras que los
amigos de Debienne y Poligny pensaron que aquel cadáver pertenecía a la
clientela de los señores Richard y Moncharmin. De tal modo que ningún
requerimiento de explicación, ninguna reflexión desagradable, ningún
comentario de mal gusto amenazó ofender a aquel huésped de ultratumba.
Algunos invitados, que estaban al corriente de la leyenda del fantasma y que
conocían la descripción que había dado el jefe de los tramoyistas —ignoraban
la muerte de Joseph Buquet—, creían en el fondo que el hombre que estaba en
el extremo de la mesa habría podido pasar perfectamente por la viva imagen
del personaje creado, según ellos, por la incorregible superstición del personal
de la Opera. Sin embargo, según la leyenda, el fantasma carecía de nariz, y
este personaje la tenía; pero el señor Moncharmin afirma en sus Memorias que
la nariz del convidado era transparente. «Su nariz —dice— era larga, fina y
transparente», y yo añadiría que podía tratarse de una nariz postiza. El señor
Moncharmin pudo tomar por transparencia lo que no era más que brillo. Todo
el mundo sabe que la ciencia fabrica falsas admirables narices postizas para
aquellos que se han visto privados de ella por la naturaleza o por alguna
operación. ¿Habría venido, de hecho, el fantasma a sentarse aquella noche en
el banquete de los directores sin haber sido invitado? ¿Podemos asegurar que
esta presencia era la del fantasma de la Ópera mismo? ¿Quién se atrevería a
decirlo? Si hablo aquí de este incidente, no es porque pretenda ni por un
segundo hacer creer o intentar hacer creer al lector que el fantasma hubiera
sido capaz de audacia tan soberbia, sino porque, en definitiva, la cosa es muy posible.
Y esta es, al parecer, razón suficiente. El señor Armand Moncharmin,
siempre en sus Memorias, dice textualmente: Capitulo XI: «Cuando pienso en
aquella primera velada, me es imposible deslindar la confidencia que nos
hicieron los señores Debienne y Poligny en su despacho de la presencia en la
cena de aquel fantasmático personaje al que ninguno de nosotros conocía».
Esto es lo que pasó exactamente:
Los señores Debienne y Poligny, situados en el centro de la mesa, no
habían visto aún al hombre de la calavera, cuando de repente éste comenzó a hablar.
—Las «ratas» tienen razón —dijo—. La muerte del pobre Buquet no es quizá tan natural como parece.
Debienne y Poligny se sobresaltaron.
—¿Buquet ha muerto? —exclamaron.
—Sí —respondió tranquilamente el hombre o la sombra de hombre—. Le
han encontrado ahorcado esta noche en el tercer sótano, entre un portante y un decorado de El rey de Lahore.
Los dos directores, o mejor ex-directores, se levantaron instantáneamente
mirando fijamente a su interlocutor. Estaban más alterados de lo que cabía, es
decir más de lo que cabe estarlo por la noticia del ahorcamiento de un jefe de
tramoyistas. Se miraron entre sí. Se habían puesto más blancos que el mantel.
Finalmente, Debienne hizo una señal a los señores Richard y Moncharmin:
Poligny pronunció algunas palabras de excusa dirigidas a los invitados, y los
cuatro pasaron al despacho de los directores. Cedo la palabra al señor Moncharmin.
«Los señores Debienne y Poligny parecían agitarse cada vez más por
momentos —cuenta en sus Memorias—, y nos pareció que tenían que decirnos
algo que les preocupaba mucho. Primero nos preguntaron si conocíamos al
individuo que, sentado en el extremo de la mesa, les había dado a conocer la
muerte de Joseph Buquet, y ante nuestra respuesta negativa, se mostraron aún
más turbados. Tomaron de nuestras manos las llaves maestras, las observaron
un instante, movieron la cabeza y después nos aconsejaron hacer cerraduras
nuevas, en el mayor secreto, para los pisos, despachos y objetos que
quisiéramos tener herméticamente cerrados. Resultaban tan ridículos al
decirnos esto, que rompimos a reír preguntándoles si es que había ladrones en
la Ópera. Nos respondieron que había algo peor, el fantasma. Nos echamos a
reír de nuevo, persuadidos de que estaban gastándonos una broma como
culminación de esta fiesta íntima. Pero, a petición suya, recuperamos nuestro
“aire serio”, decididos a complacerles en aquella especie de juego. Nos dijeron
que jamás nos hubieran hablado del fantasma de no haber recibido la orden
formal del mismo fantasma de aconsejarnos que nos mostráramos amables con
él y que le acordáramos todo aquello que nos pidiera. Sin embargo, demasiado
contentos de abandonar un lugar donde reinaba como amo y señor aquella
sombra tiránica y de verse de pronto libres de ella, habían esperado el último
momento para explicarnos tan extraña aventura, ya que con seguridad nuestros
espíritus escépticos no estarían preparados para semejante revelación. Pero el
anuncio de la muerte de Joseph Buquet les había recordado brutalmente que,
siempre que habían desobedecido a los deseos del fantasma, algún hecho
fantástico o funesto se había encargado de recordarles rápidamente el
sentimiento de su dependencia».
Durante estas inesperadas palabras, pronunciadas en el tono de la más
secreta e importante confidencia, yo miraba a Richard. En sus tiempos de
estudiante, Richard era conocido por su reputación de bromista, es decir que
no ignoraba ninguna de las mil y una maneras de burlarse de los demás, y los
porteros del bulevar Saint-Michel podrían contar muchas anécdotas suyas. Así
pues, parecía disfrutar enormemente de la ocasión que le brindaban. No se
perdía ni un detalle, a pesar de que el conjunto resultara algo macabro a causa
de la muerte de Buquet. Movía la cabeza con ademán de tristeza y su aspecto,
a medida que hablaban los demás, se volvía compungido como el de un
hombre que lamenta amargamente todo este asunto de la Ópera, ahora que se
enteraba de que había un fantasma dentro. Yo no podía hacer otra cosa que
copiar servilmente esa actitud desesperada; sin embargo, a pesar de todos
nuestros esfuerzos, no pudimos al fin evitar una carcajada ante las mismas
narices de los señores Debienne y Poligny, quienes, al vernos pasar sin
transición del estado de ánimo más sombrío a la alegría más insolente,
reaccionaron como si creyeran que nos habíamos vuelto locos.
Dado que la farsa se prolongaba en exceso, Richard preguntó medio en serio medio en broma:
—Pero, en resumidas cuentas, ¿qué es lo que quiere ese fantasma?
El señor Poligny se dirigió hacia su despacho y volvió con una copia del pliego de condiciones.
El pliego de condiciones comenzaba con estas palabras:
«La dirección de la ópera estará obligada a dar a las representaciones de la
Academia Nacional de música el esplendor que conviene a la primera escena
lírica francesa», y terminaba en el artículo 98, en los siguientes términos:
«El presente privilegio podrá ser retirado:
»1° Si el director contraviene a las disposiciones estipuladas en el pliego de condiciones».
Siguen las disposiciones.
—Aquella copia —dijo el señor Moncharmin— estaba escrita en tinta
negra y enteramente conforme a la que nosotros poseíamos.
Sin embargo, vimos que el pliego de condiciones que nos sometía el señor
Poligny comportaba in fine un párrafo añadido, escrito en tinta roja con una
letra insólita y atormentada, como si hubiera sido trazada a golpes de cabezas
de cerillas, la letra de un niño que aún no ha cesado de hacer palotes y todavía
no sabe ligar las letras. Este añadido, que alargaba de forma tan extraña el artículo 98, decía textualmente:
«5° Si el director retrasa por más de quince días la mensualidad que debe
al fantasma de la Ópera, mensualidad fijada hasta nueva orden en 20.000 francos, o sea, 240.000 francos al año».
El señor de Poligny, con gesto dudoso, nos mostró esta cláusula suprema, que en verdad no esperábamos.
—¿Eso es todo? ¿Él no quiere nada más? —preguntó Richard con la mayor sangre fría.
—Sí —replicó Poligny.
Volvió a hojear el pliego de condiciones y leyó:
«Art. 63. El gran proscenio, a la derecha de los primeros palcos, será
reservado en todas las representaciones para el jefe del Estado.
»La platea n° 20, los lunes, y el palco n° 30 del primer piso, los miércoles
y viernes, estarán puestos a la disposición del ministro.
»El palco número 27 del segundo piso estará reservado cada día para uso de los prefectos del Sena y de policía».
Al final de este artículo, el señor Poligny nos enseñó una línea trazada con tinta roja, que había sido añadida:
«El palco n° 5 del primer piso será puesto en todas las representaciones a disposición del fantasma de la Opera».
Ante esta última jugada no nos quedó más remedio que levantarnos y
apretar calurosamente las manos de nuestros dos predecesores, a la vez que los
felicitábamos por haber ideado aquella encantadora broma que demostraba
que la vieja alegría francesa seguía conservándose. Richard creyó incluso su
deber añadir que ahora comprendía por qué los señores Debienne y Poligny
abandonaban la dirección de la Academia Nacional de Música. No se podía
trabajar con un fantasma tan exigente.
—Evidentemente —replicó sin pestañear el señor Poligny—, 240.000
francos no se encuentran debajo de la herradura de un caballo. ¿Y han
considerado lo que cuesta no alquilar el palco n° 5 del primer piso, reservado
para el fantasma en todas las representaciones? Sin tener en cuenta que nos
hemos visto obligados a reembolsar el abono. ¡Es horrible! ¡Realmente no
trabajamos para mantener fantasmas!… ¡Preferimos irnos!
—Sí —repitió el señor Debienne—, preferimos irnos. ¡Vámonos!
Y se puso en pie.
Richard dijo:
—Pero, en fin, me parece que han sido ustedes demasiado
condescendientes con ese fantasma. Si tuviera un fantasma tan molesto como
ése, no dudaría en hacerlo detener.
—Pero, ¿dónde? ¿Cómo? —exclamaron los dos en voz alta—. Jamás lo hemos visto.
—¿Ni siquiera cuando va a su palco?
—Jamás lo hemos visto en su palco.
—Entonces, alquílenlo.
—¡Alquilar el palco del fantasma de la Opera! Bien, señores, inténtenlo ustedes.
Después de lo cual salimos los cuatro del despacho de dirección. Richard y yo jamás nos habíamos «reído tanto».

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