El fantasma de la ópera – Gaston Leroux
EL PALCO N° 5
Armand Moncharmin escribió unas memorias tan voluminosas que, en lo
que se refiere particularmente al largo período de su codirección, habría para
preguntarse si en algún momento encontró tiempo para ocuparse de la ópera
de otra forma que no fuera la de contar lo que en ella ocurría. El señor
Moncharmin no sabía ni una nota de música, pero tuteaba al ministro de
Instrucción Pública y de Bellas Artes, había hecho un poco de periodismo de
calle y gozaba de una fortuna considerable. Por último, era un hombre
encantador y que no carecía de inteligencia, puesto que, decidido a regir la
Opera, había sabido escoger a un director útil y no había dudado en designar a Firmin Richard.
Firmin Richard era un músico distinguido y un hombre de mundo. He aquí
el retrato que nos da, en el momento de su toma de posesión, la Revue des théatres:
«El señor Firmin Richard tiene aproximadamente unos cincuenta años, es
de alta estatura, de constitución robusta, sin ser gordo. Posee prestancia y
distinción, subido de color, el pelo abundante, un poco corto y cortado a
cepillo, la barba acorde con el pelo; su fisionomía tiene algo un poco triste que
templa una mirada franca y directa y una sonrisa encantadora.
»El señor Firmin Richard es un músico muy distinguido. Hábil armonista,
sabio contrapuntista, la grandeza es la característica principal de su
composición. Ha publicado música de cámara muy apreciada por los
aficionados, música para piano, sonatas o fugas llenas de originalidad, además
de un volumen de melodías. Finalmente, La muerte de Hércules, ejecutada en
los conciertos del Conservatorio, arroja un soplo épico que hace pensar en
Gluck, uno de los maestros venerados por el señor Firmin Richard. De todas
maneras, aunque admire a Gluck, no admira menos a Piccini. El señor Richard
le agrada todo lo que encuentra. Lleno de admiración por Piccini, se inclina
ante Meyerbeer, se deleita con Cimarosa y nadie aprecia mejor que él, el
inimitable genio de Weber. Por último, en lo que concierne a Wagner, el señor
Richard, no está lejos de pretender que es él, Richard, el primero y quizás el único en comprenderlo en Francia».
Aquí detengo mi cita, de la que creo se desprende con suficiente claridad
que, si al señor Firmin Richard amaba casi toda la música y a todos los
músicos, el deber de todos los músicos era amar al señor Firmin Richard.
Digamos para concluir este rápido retrato, que el señor Richard era lo que se
ha dado en llamar un ser autoritario, es decir que tenía un carácter difícil.
Los primeros días de los dos directores en la Ópera transcurrieron
dominados por la alegría de sentirse los amos de una empresa tan amplia y
hermosa. Habían sin duda olvidado ya la curiosa y extraña historia del
fantasma, cuando se produjo un incidente que les probó que, si se trataba de una farsa, la farsa aún no había terminado.
El señor Firmin Richard llegó aquella mañana a su despacho a las once. Su
secretario, el señor Rémy, le mostró una media docena de cartas que no había
abierto porque llevaban la mención de «personal». Una de las cartas atrajo en
seguida la atención del señor Richard, no sólo porque lo escrito en el sobre
estaba en tinta roja, sino también porque le pareció haber visto ya en alguna
parte aquella letra. No tuvo que pensar demasiado: se trataba de la letra con la
que habían completado tan extrañamente el pliego de condiciones.
Reconoció en seguida su aspecto tosco y casi infantil. La abrió y leyó:
Mi querido director, le pido perdón por venir a molestarle en estos
momentos tan preciosos en los que decide la suerte de los mejores artistas de
la ópera, en los que renueva importantes contratos y en los que concluye otros
nuevos. Todo ello con una visión tan segura, una comprensión del teatro, una
ciencia del público y de sus gustos, una autoridad que ha estado muy cerca de
pasmar a mi vieja experiencia. Estoy al corriente de lo que acaba de hacer con
la Carlotta, la Sorelli y la pequeña Jammes, como por algunas otras en las que
ha adivinado admirables cualidades, talento, o genio. (Sabe usted muy bien a
quién me refiero cuando escribo estas palabras. No se trata evidentemente de
la Carlotta, que canta como una jeringa y que nunca debió haber abandonado
los Ambassadeurs ni el café Jacquin; ni de la Sorelli, cuyo éxito se debe sólo a
la carrocería; ni de la pequeña Jammes, que baila como una vaca en un prado.
Y tampoco me refiero a Christine Daaé, cuyo genio es evidente, pero a la que
deja usted con celo envidioso al margen de todo estreno importante). En fin, es
usted libre de administrar su pequeño negocio como le plazca, ¿no es cierto?
De todas formas, desearía aprovechar el hecho de que aún no haya puesto a
Christine Daaé de patitas en la calle para oírla esta noche en el papel de Siebel,
ya que el de Margarita, después del triunfo del otro día, le está prohibido. Le
ruego-también que no disponga de mi palco ni hoy ni los días siguientes, ya
que no terminaré mi carta sin confesarle hasta qué punto me he visto
desagradablemente sorprendido al llegar a la Ópera en estos últimos tiempos,
al enterarme de que mi palco había sido alquilado en la taquilla, por órdenes de usted.
En un principio no he protestado porque soy enemigo del escándalo,
después porque imaginé que sus predecesores, los señores Debienne y Poligny,
que siempre se comportaron de forma encantadora conmigo, habían
descuidado antes de su marcha de hablarle de mis pequeñas manías. Pero
acabo de recibir la respuesta de los señores Debienne y Poligny a mi petición
de explicaciones, respuesta que me prueba que están ustedes al corriente de mi
pliego de condiciones y que, por consiguiente, se burlan de mí deforma
ofensiva. ¡Si quieren que vivamos en paz, el camino más apropiado no es el de
empezar por quitarme el palco! Con ayuda de estas pequeñas observaciones, le
ruego me considere, señor director, como a su más humilde y obediente servidor.
Firmado: F. de la ópera.
Esta carta iba acompañada de un extracto de la sección de correspondencia
de la Revue Théatrale, en la que se leía lo siguiente:
«F. de la Ó.: R. y M. no tienen excusa. Les hemos advertido y entregado su
pliego de condiciones. Saludos».
En cuanto al señor Firmin Richard terminó de leer, la puerta del despacho
se abrió y el señor Moncharmin se encaminó hacia él, llevando en la mano una
carta idéntica a la que había recibido su colega. Se miraron, echándose a reír a carcajadas.
—La broma continúa —dijo el señor Richard—. ¡Pero ya no tiene gracia!
—¿Qué significa esto? —preguntó el señor Moncharmin—. ¿Acaso creen
que porque han sido directores de la ópera vamos a concederles un palco a perpetuidad?
Pues tanto para el primero como para el segundo, la doble carta era sin
duda el fruto de la colaboración bromista de sus predecesores.
—¡No estoy de humor para dejarme tomar el pelo por mucho tiempo! — declaró Firmin Richard.
—¡Son inofensivos! —observó Armand Moncharmin.
—¿Qué querrán en realidad? ¿Un palco para esta noche?
El señor Firmin Richard dio la orden a su secretario de enviar el palco
número 5 del primer piso a los señores Debienne y Poligny, si no se había ya vendido.
No lo estaba. La reserva les fue inmediatamente enviada. Los señores
Debienne y Poligny vivían, el primero en el final de la calle Scribe y del
bulevar de los Capucines; el segundo en la calle Auber. Las dos cartas del
fantasma de la Ópera habían sido echadas al buzón del bulevar de los
Capucines. Fue Moncharmin quien primero lo notó al mirar los sobres.
—¡Ya lo ves! —dijo Richard.
Se encogieron de hombros y lamentaron que gentes de esta edad se
divirtieran aún con juegos tan inocentes.
—¡Por lo menos podían haber sido educados! —observó Moncharmir—.
¿Has visto cómo nos tratan acerca la Carlotta, de la Sorelli y de la pequeña Jammes?
—Mira, querido amigo, esas gentes están enfermas de envidia… Cuando
pienso que han llegado incluso a pagar un espacio en la sección de
correspondencia de la Revue Théâtrale… ¿Es que no tienen otra cosa que hacer?
—¡A propósito! —añadió Moncharmin—, parecen interesarse mucho por la pequeña Christine Daaé…
—¡Sabes tan bien como yo que esa muchacha tiene fama de prudente! — respondió Richard.
—¡Se ha ganado tan rápidamente la fama! —replicó Moncharminr—.
¿Acaso no tengo yo fama de ser entendido en música? Pues no conozco la diferencia entre la clave de sol y la de fa.
—Tranquilízate. Nunca has tenido esa fama —declaró Richard.
En este punto, Firmin Richard dio al ujier la orden de hacer pasar a los
artistas que, desde hacía dos horas, se paseaban por el gran corredor de la
administración esperando que la puerta de la dirección se abriera, puerta tras la
cual les esperaba la gloria, el dinero…, o el despido.
El día transcurrió entre discusiones, conversaciones, firmas o rupturas de
contratos; por eso les ruego que crean que aquella noche, la del 25 de enero,
nuestros dos directores, cansados por una dura jornada de iras, intrigas,
recomendaciones, amenazas y manifestaciones de amor o de odio, se
acostaron temprano sin tener siquiera la curiosidad de ir a echar una ojeada al
palco n° 5 para saber si los señores Debienne y Poligny encontraban de su
gusto el espectáculo. La ópera no se había cerrado desde la marcha de la
antigua dirección, y el señor Richard había continuado con las pocas obras
necesarias en curso sin interrumpir las representaciones.
A la mañana siguiente, los señores Richard y Moncharmin encontraron en
su correo, por un lado, una carta de agradecimiento del fantasma, que decía así:
Mi querido Director:
Gracias. Encantadora velada. Daaé exquisita. Cuiden los coros. La
Carlotta, magnífico y banal instrumento. Le escribiré pronto acerca de los
240.000 francos, exactamente 233.424 francos con 70 céntimos, teniendo en
cuenta que los señores Debienne y Poligny me han hecho llegar los 6.575
francos con 30 céntimos que representan los diez primeros días de mi pensión
de este año, dado que sus privilegios finalizaron el 10 por la noche.
Su servidor,
E de la O.
Y, por otro lado, una carta de los señores Debienne y Poligni:
Señores.
Les agradecemos su amable atención, pero comprenderán fácilmente que
la perspectiva de volver a oír Fausto, por muy agradable que sea para los
antiguos directores de la ópera, no puede hacernos olvidar que no tenemos
ningún derecho a ocupar el palco n° 5 del primer piso, que pertenece
exclusivamente a aquel del que tuvimos ocasión de hablarle al releer con
ustedes, por última vez, el pliego de condiciones, último párrafo del artículo 63.
Rogamos acepten nuestro agradecimiento, señores, etcétera.
—¡Bueno, estos tipos ya empiezan a fastidiarme! —declaró violentamente
Firmin Richard, rompiendo la carta de los señores Debienne y Poligny.
Aquella noche, el palco n° 5 fue vendido.
A la mañana siguiente, al llegar a su despacho, los señores Richard y
Moncharmin encontraban un informe del inspector sobre lo ocurrido la noche
anterior en el palco n° 5 del primer piso. He aquí el pasaje esencial del informe, que es breve:
«Me he visto en la necesidad —escribe el inspector—, de recurrir esta
noche —el inspector había escrito su declaración la víspera por la noche— a
un guardia municipal para hacer evacuar por dos veces, al principio y a la
mitad del segundo acto, el palco nº 5. Los ocupantes, que habían llegado al
comienzo del segundo acto, provocaban un verdadero escándalo con sus risas
y comentarios ridículos. A su alrededor se oían reclamaciones y en la sala la
gente empezaba a protestar, cuando la acomodadora vino en mi busca. Entré
en el palco y expresé las correspondientes advertencias. Aquellas personas no
parecían estar en su sano juicio y me dieron excusas estúpidas. Les advertí
que, sí se repetía el escándalo, me vería obligado a hacer evacuar el palco.
Aún no había terminado de salir, cuando volví a oír sus risas y las protestas de
la sala. Regresé en compañía de un guardia municipal, que les hizo salir.
Reclamaron, siempre entre risas, y declararon que no se irían si no se les
devolvía el dinero. Finalmente se calmaron y los dejé volver al palco; al
momento, las risas volvieron a empezar, y esta vez los expulsé definitivamente».
—¡Que traigan al inspector! —gritó Richard a su secretario, que ya había
leído el informe y lo había subrayado con un lápiz azul.
El secretario, señor Rémy —veinticuatro años, bigote fino, elegante,
distinguido, muy buena presencia, que llevaba una levita entallada, obligatoria
de trabajo en aquella época, era un hombre inteligente pero tímido ante su jefe,
ganaba 2.400 francos de sueldo anual, pagados por el director. Su trabajo
consistía en revisar los periódicos, contestar las cartas, distribuir los palcos y
pases de favor, concertar las citas, conversar con los que hacen antesala, visitar
a las artistas enfermas, buscar las suplentes, coordinar a los jefes de personal,
ante todo, era el cerrojo del despacho del director, aunque no recibiera por ello
ningún tipo de compensación y pudiera ser despedido de la noche a la mañana,
ya que, su puesto no está reconocido por la administración—, el secretario,
pues, que ya había mandado a buscar al inspector, dio la orden de hacerlo pasar.
El inspector entró un poco inquieto.
—Explíquenos qué ha pasado —dijo Richard con brusquedad.
El inspector farfulló inmediatamente e hizo alusión al informe.
—Pero bueno, esas personas, ¿de qué se reían? —preguntó Moncharmin.
—Señor director, parecían haber cenado bien y más predispuestos a reír
que a escuchar buena música. Nada más llegar y entrar en el palco llamaron a
la acomodadora, que les preguntó qué ocurría. Entonces le dijeron:
»—Mire usted en el palco, ¿no hay nadie, no es cierto?…
»—No —respondió la acomodadora.
»—Pues bien —afirmaron—, cuando entramos oímos una voz que decía que había alguien».
El señor Moncharmin no pudo dejar de mirar a Richard sin sonreírse, pero
éste no sonreía en lo más mínimo. Había ya recibido tantas veces este tipo de
bromas que no le fue difícil reconocer en el relato que, de la manera más
ingenua del mundo, le hacía el inspector, todas las características de una de
esas bromas crueles que divierten al principio a aquellos a quienes van
dirigidas, pero que luego terminan por enfurecerlos.
El señor inspector, para ganarse la simpatía de Moncharmin, que sonreía,
había creído que su obligación era sonreír también. Desgraciada sonrisa. La
mirada de Richard fulminó al empleado, quien adoptó de inmediato una expresión compungida.
—Pero, bueno, cuando llegó esa gente —preguntó rugiendo el terrible
Richard—, ¿no había nadie en el palco?
—Nadie, señor director, ¡nadie! Ni en el palco de la derecha, ni en el de la
izquierda. Se lo juro. Pongo las manos en el fuego. Esto demuestra que se trata de una broma.
—¿Y qué dijo la acomodadora?
—¡Oh! Para la acomodadora todo es muy sencillo, dice que es el fantasma de la ópera. ¡Vaya!
Y el inspector rio burlón. Pero se dio cuenta de que había vuelto a
equivocarse, puesto que apenas acababa de pronunciar estas palabras, la
expresión de Richard pasó de sombría a furiosa.
—¡Que busquen a la acomodadora! —ordenó—. ¡Inmediatamente! ¡Y que
me la traigan! ¡Y que despidan a toda esa gente!
El inspector quiso protestar, pero Richard le cerró la boca con un temible:
«¡Cállese!». Después, cuando los labios del desgraciado inspector parecieron
cerrarse para siempre, el director le ordenó que volviera a abrirlos.
—¿Qué es eso del «fantasma de la Ópera»? —se decidió a preguntar con un gruñido.
Pero el inspector, era ahora incapaz de pronunciar una palabra. Dio a
entender mediante una mímica desesperada que no sabía nada, o más bien que no quería saber nada.
—¿Ha visto usted al fantasma de la Opera?
Con un enérgico movimiento de cabeza, el inspector negó haberlo visto jamás.
—¡Peor para usted! —declaró fríamente Richard.
El inspector abrió unos ojos enormes, unos ojos que se salían de las
órbitas, para preguntar por qué el director había pronunciado aquel siniestro
«¡Peor para usted!».
—¡Porque voy a ajustarles las cuentas a todos aquellos que no le hayan
visto! —explicó el director—. Dado que está en todas partes, no es admisible
que no se le vea en ninguna. ¡Me gusta que la gente cumpla con su obligación!