El fantasma de la ópera – Gaston Leroux
CONTINUACIÓN DE «EL PALCO N° 5»
Dicho esto, el señor Richard dejó de ocuparse del inspector y trató diversos
asuntos con su administrador, que acababa de entrar. El inspector pensó que ya
podía irse y, con sumo cuidado, de espaldas, se acercaba ya a la puerta cuando
el señor Richard, al darse cuenta de la maniobra, paralizó al desgraciado
mediante un estruendo: «¡No se mueva!».
Gracias a las diligencias de Rémy, habían ido a buscar a la acomodadora,
que era portera en la calle de Provence, a dos pasos de la Ópera. No tardó en entrar.
—¿Cómo se llama usted?
—Mamá Giry Me conoce bien, señor director. Soy la madre de la pequeña Giry, es decir, la pequeña Meg.
Lo dijo con un tono rudo y solemne que por un momento impresionó al
señor Richard. Miró a mamá Giry (chal suelto, zapatos gastados, viejo vestido
de tafetán, sombrero color hollín). Era evidente, por la actitud del director, que
éste no conocía en absoluto o no recordaba haber conocido a mamá Giry, «ni
siquiera a la pequeña Meg». Pero el orgullo de mamá Giry era tal que esta
célebre acomodadora (mucho me temo que su nombre dio lugar a la palabra
«giries», bien conocida en la jerga de entre bastidores. Por ejemplo: si una
artista reprocha a una compañera sus chismes, sus cotilleos. Le dirá: «Eso es
propio de giries») imaginaba ser conocida por todo el mundo.
—¡No la conozco! —terminó por decir el director—, pero señora Giry,
esto no impide que quiera saber qué sucedió ayer noche para que usted y el
inspector se vieran obligados a recurrir a un guardia municipal…
—Precisamente quería yo verlo, señor director, y hablarle para que no le
ocurran a usted las mismas desgracias que a los señores Debienne y Poligny…
Tampoco ellos, al principio, querían escucharme…
—No le pregunto nada de todo eso. ¡Le pregunto qué ocurrió anoche!
Mamá Giry enrojeció de indignación. Jamás le habían hablado en
semejante tono. Se levantó como para marcharse, recogiendo ya los pliegues
de su falda y agitando con dignidad las plumas de su sombrero color hollín;
pero, cambiando de parecer, volvió a sentarse y dijo con voz altiva:
—¡Ocurrió que están molestando al fantasma!
En este punto, en vista de que Richard iba a estallar, Moncharmin intervino
y dirigió el interrogatorio, del que resultó que mamá Giry encontraba
perfectamente natural que se oyera una voz diciendo que había gente en un
palco donde no había nadie. No podía explicarse este fenómeno, que no era
nuevo para ella, más que por la intervención del fantasma. Al fantasma nadie
podía verlo en el palco pero todo el mundo podía oírlo. Ella, sí, lo había oído a
menudo, y podía creérsela puesto que no mentía jamás. Podían preguntar a los
señores Debienne y Poligny y a todos los que la conocían, y también al señor
Isidore Saack, a quien el fantasma había roto una pierna.
—¿Ah, sí? —interrumpió Moncharmin—. ¿El fantasma le ha roto la pierna al pobre Isidore Saack?
Mamá Giry abrió de par en par unos ojos en los que se leía su extrañeza
ante tamaña ignorancia. Finalmente, consintió en informar a aquellos dos
pobres inocentes. La cosa había ocurrido en tiempos de los señores Debienne
y Poligny, siempre en el palco n° 5, y también durante una representación del Fausto.
Mamá Giry tose, aclara su voz… empieza…, se diría que se prepara para cantar toda la partitura de Gounod.
—Ocurrió así, señor. Aquella noche se encontraban en primera fila el señor
Maniera y su esposa, los lapidarios de la calle Mogador; y, detrás de la señora
Maniera, su amigo íntimo, el señor Isidore Saack. Cantaba Mefistófeles
(mamá Giry canta): «Vos que os hacéis la dormida», y entonces el señor
Maniera oye en su oído derecho (su mujer se encontraba a su izquierda) una
voz que le dice: «¡ja, ja! ¡No es Julie la que se hace la dormida!» (su esposa se
llama precisamente Julie). El señor Maniera se vuelve hacia la derecha para
ver quién es el que le habla así. ¡Nadie! Se frota las orejas y se dice a sí
mismo: «¿Estaré soñando?». En aquel momento, Mefistófeles continuaba con
su canto… Pero, ¿estaré quizás aburriendo a los señores directores?
—¡No, no! Continúe…
—Son ustedes muy amables. (Una mueca de mamá Giry). Pues bien,
Mefistófeles continuaba su canción (mamá Giry canta): «Catalina a la que
adoro/ ¿por qué negar/ al amante que os implora/ un beso tan dulce?»; e
inmediatamente el señor Maniera oye, siempre en su oído derecho, la voz que
le dice: «¡Ja, ja! No sería Julie la que negase un beso a Isidore». Se vuelve
bruscamente, pero, esta vez, hacia el lado de su esposa e Isidore, ¿y qué es lo
que ve? A Isidore que había tomado por detrás la mano de su esposa y que
llenaba de besos el pequeño hueco de su guante… Tal como les cuento, mis
señores (Mamá Giry cubre de besos el trozo de carne que deja al desnudo su
guante de seda). Entonces, como pueden suponer, las cosas no quedaron así.
¡Zas! ¡Zas! El señor Maniera, que era alto y fuerte como usted, señor Richard,
soltó un par de bofetadas al señor Isidore Saack, que era delgado y débil como
el señor Moncharmin, y espero no faltar al respeto que le debo. Fue un
escándalo. En la sala gritaban: «¡Basta! ¡Basta!… ¡Va a matarlo!».
Finalmente, el señor Saack pudo escapar…
—Así que el fantasma no le rompió la pierna —comentó Moncharmin, un
poco ofendido de que su físico le causara a mamá Giry tan mediocre impresión.
—Se la rompió, señor —replicó mamá Giry con voz dura (ya que había
entendido muy bien el tono hiriente)—. Se la rompió en la escalinata grande
que él bajaba demasiado aprisa, señor. ¡Y tan bien que tardará en subirla, ya lo creo!
—¿Fue el fantasma quien le contó las frases que pronunció en el oído
derecho del señor Maniera? —pregunta, siempre con una seriedad a la que
encuentra de lo más cómica, el juez de instrucción Moncharmin.
—No, señor. Me lo contó el mismo señor Maniera. Así…
—¿Pero ha hablado usted con el fantasma, mi querida señora?
—Como hablo ahora con usted, mi querido señor…
—Y cuando le habla el fantasma, ¿qué le dice?
—¡Pues bien, me dice que le lleve una silla!
Con estas palabras, pronunciadas solemnemente, el rostro de mamá Giry se
volvió de mármol, de mármol amarillo, veteado por estrías rojas, como el de
las columnas que sostienen la escalinata principal y al que se llama mármol sarrancolin.
Esta vez, Richard se echó a reír coreado por Moncharmin y por el
secretario Rémy; pero, escarmentado por la experiencia, el inspector no reía.
Apoyado en la pared, se preguntaba, manoseando febrilmente sus llaves en el
bolsillo, cómo iba a terminar aquella historia. Y, cuanto más «altanero» era el
tono de mamá Giry, más temía la cólera del director. Pero ante la hilaridad de
los directores, la señora se atrevía a volverse amenazadora, ¡amenazadora de verdad!
—¡En lugar de reírse del fantasma —exclamó indignada—, harían ustedes
mejor haciendo como el señor Poligny, quien se dio cuenta por sí mismo…!
—¿Se dio cuenta de qué? —pregunta Moncharmin, que nunca se había divertido tanto.
—¡Del fantasma!… ¿De quién va a ser?… ¡Miren ustedes!…
(Se calma de repente ya que juzga que el momento es grave). ¡Miren
ustedes!… Me acuerdo como si fuera ayer. En aquella ocasión tocaban La
judía. El señor Poligny había querido asistir él solo a la representación, en el
palco del fantasma. La señora Krauss había conseguido un éxito loco.
Acababa de cantar, como ustedes saben, la parte del segundo acto (mamá Giry
canta a media voz):
Cerca a aquel que amo
quiero vivir y morir,
y la misma muerte,
no nos puede desunir.
—¡Bien, bien! Me acuerdo —reconoce con una sonrisa desalentadora el señor Moncharmin.
Pero mamá Giry continúa a media voz, haciendo balancear la pluma de su sombrero color hollín:
¡Marchemos! Aquí, en los cielos,
la misma suerte ahora nos espera a los dos.
—¡Sí, sí! Lo sabemos… —repite Richard, impaciente de nuevo—. ¿Y entonces? ¿Qué más?
—Y entonces, sigue el momento en que Leopoldo exclama: «¡Huyamos!»,
¿no es cierto?, y cuando Eleazar los detiene preguntándoles: «¿A dónde
corréis?». Pues bien, precisamente en ese momento, el señor Poligny, al que
observaba desde el fondo de un palco de al lado, que se había quedado libre,
se levantó de golpe y salió rígido como una estatua. No tuve tiempo más que
para preguntarle, como Eleazar: «¿Adónde va usted?». Pero no me contestó y
estaba más pálido que un muerto. Lo miré bajar la acera, pero no fue él quien
se rompió la pierna… Sin embargo, caminaba como en un sueño, como en un
mal sueño, y ni siquiera encontraba el camino, él que alardeaba de conocer bien la Opera.
Así habló mamá Giry, y calló para comprobar el efecto que había
producido. La historia de Poligny había hecho bajar la cabeza a Moncharmin.
—Nada de todo esto me explica en qué circunstancias y cómo el fantasma
de la ópera le pidió a usted una silla —insistió mirando fijamente a mamá Giry.
—Pues bien, a partir de aquella noche…, ya que a partir de aquella noche
dejaron por fin tranquilo al fantasma… ya no intentaron sacarle su palco, los
señores Debienne y Poligny dieron órdenes para que se lo reservasen en todas
las funciones. Entonces, cuando llegaba, me pedía su silla…
—¡Uy, uy, uy! ¿Un fantasma que pide una silla? ¿Es acaso una mujer su fantasma? —preguntó Moncharmin.
—No, el fantasma es un hombre.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Tiene voz de hombre. ¡Oh!, una voz de hombre muy suave. Le diré
cómo ocurren las cosas. Cuando viene a la Ópera, suele llegar hacia la mitad
del primer acto, da tres golpecitos secos en la puerta del palco n° 5.
¡Imagínense ustedes lo intrigada que estuve la primera vez que oí esos tres
golpes, pues sabía perfectamente que aún no había nadie en el palco! Abro la puerta. Escucho. Miro. ¡Nadie!
Y después, oigo de pronto una voz que me dice: «Señora Jules —ése era el
apellido de mi difundo marido—, una silla, por favor». Con su permiso señor
director, me quedé como un tomate… Pero la voz continuó: «¡No se asuste,
señora Jules, soy yo, el fantasma de la Ópera!». Miré hacia donde venía la voz
que, por otra parte, era tan amable y tan «acogedora» que casi no me daba
miedo. La voz, señor director, estaba sentada en el primer sillón de la primera fila a la derecha.
Aunque no viera a nadie en el sillón, habría podido jurar que había alguien
allí, y que hablaba, y le aseguro, alguien muy bien educado.
—¿Estaba ocupado el palco a la derecha del palco n° 5? —preguntó Moncharmin.
—No. El palco n° 7, al igual que el palco n° 3 a la izquierda, no estaban aún ocupados. El espectáculo acababa de empezar.
—¿Y qué hizo usted?
—Pues bien, le traje la banqueta. Evidentemente, no era para él para quien
pedía una silla, era para su dama. Pero a ella no la he oído ni visto jamás…
¿Qué? ¿Cómo? ¡Ahora resulta que el fantasma tenía esposa! La doble
mirada de los señores Moncharmin y Richard pasó de mamá Giry al inspector
que, detrás de la acomodadora, agitaba los brazos con el deseo de hacer recaer
sobre él la atención de sus jefes. Con aire desolado se golpeaba la frente con el
índice, para dar a entender a los directores que mamá Jules estaba
completamente loca, pantomima que convenció definitivamente a Richard a
prescindir de un inspector que mantenía a su servicio a una alucinada. La
buena mujer continuaba, dedicada por entero a su fantasma, alabando ahora su generosidad.
—Al final del espectáculo me da siempre una moneda de cuarenta sous, a
veces incluso cien sous, y otras hasta diez francos, cuando ha pasado varios
días sin venir. Desgraciadamente, desde que han empezado a importunarlo, no me da absolutamente nada…
—Perdón, mi querida señora… (nuevo aleteo de la pluma del sombrero
color hollín ante tan persistente familiaridad), perdón… Pero ¿cómo se las
arregla el fantasma para darle sus cuarenta sous? —interroga Moncharmin, que había nacido curioso.
—¡Bah! Los deja sobre la mesita del palco. Los encuentro allí junto con el
programa que siempre le traigo. Hay tardes en las que encuentro incluso flores
en mi palco, una rosa que habrá caído del escote dé su dama… Estoy segura
de que viene alguna vez con una señora porque un día olvidaron un abanico.
—¡Ajá! ¿Conque el fantasma olvidó un abanico? Y, ¿qué hizo usted con él?
—Pues bien, se lo devolví a la primera oportunidad.
Aquí se dejó oír la voz del inspector:
—No ha seguido usted el reglamento, señora Giry. Le pondré una multa.
—¡Cállese usted, imbécil! (voz de bajo de Firmin Richard).
—¡Le llevó usted el abanico! ¿Y entonces?
—Y entonces, se lo llevaron, señor director; no volví a encontrarlo al final
del espectáculo. La prueba está en que dejaron en su lugar una caja de
bombones ingleses, de esos que me gustan tanto, señor director. Es una de las amabilidades del fantasma…
—Está bien, señora Giry… Puede usted retirarse.
Después de que mamá Giry hubo saludado respetuosamente, no sin cierta
dignidad, que jamás la abandonaba, a los dos directores, éstos comunicaron al
inspector que estaban decididos a prescindir de los servicios de esa vieja loca… Y despidieron al señor inspector.
Cuando el señor inspector se hubo retirado, tras conversar acerca de su
dedicación a la empresa, los directores advirtieron al administrador que
preparara la cuenta del señor inspector. Cuando se encontraron solos, los
directores se transmitieron simultáneamente el mismo pensamiento, el de ir a
dar una vuelta por el palco n° 5.
Y hasta allí los seguiremos.