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Capítulo 6

El fantasma de la ópera – Gaston Leroux

EL VIOLÍN ENCANTADO

Christine Daaé, víctima de intrigas sobre las que nos referiremos más
tarde, no volvió por un tiempo a tener otro triunfo como el de la famosa velada
de gala. Sin embargo, a partir de ésta, había tenido la ocasión de hacerse oír en
la ciudad, en casa de la duquesa de Zúrich, donde cantó los más bellos
fragmentos de su repertorio. Así es cómo el gran crítico, X. Y. Z., que se
encontraba entre los invitados notables, se expresa al respecto.


«Cuando se la oye en Hamlet, uno se pregunta si Shakespeare ha venido de
los Campos Elíseos para hacerle ensayar Ofelia… También es cierto que,
cuando ciñe la diadema de estrellas de la reina de la noche, Mozart, por su
parte, debe abandonar las moradas eternas para venir a escucharla. Pero no, no
tiene por qué molestarse, ya que la voz aguda y vibrante de la mágica
intérprete de su Flauta mágica sube al Cielo, el cual escala con soltura, al igual
que ha sabido, sin esfuerzo, ascender de su choza en la aldea de Skotelof al
palacio de oro y mármol construido por Garnier».


Pero, después de la velada de la duquesa de Zúrich, Christine ya no vuelve
a cantar en público. El hecho es que por esta época rechaza cualquier
invitación, cualquier mensaje. Sin dar pretexto plausible alguno, renuncia a
aparecer en una fiesta de caridad a la que anteriormente había prometido su
ayuda. Actúa como si no fuera ya dueña de su destino, como si tuviera miedo de un nuevo triunfo.
Supo que el conde de Chagny, para complacer a su hermano, había
realizado gestiones muy activasen su favor con el señor Richard. Ella le
escribió para darle las gracias y para rogarle que no volviera a hablar de ella a
sus directores. ¿Cuáles podían ser las razones de una actitud tan extraña? Unos
pretendían que todo ello ocultaba un inconmensurable orgullo, otros vieron en
ello una divina modestia. No se es tan modesto cuando se está en el teatro. En
realidad, no sé si debería escribir simplemente esta palabra: terror. Sí, creo que
Christine Daaé tenía por aquel entonces miedo de lo que acababa de ocurrirle
y que estaba tan perpleja como todo el mundo a su alrededor. ¿Estupefacta?
¡Vamos! Tengo aquí una carta de Christine (colección del Persa) que se refiere
a los acontecimientos de esta época. Pues bien, después de haberla releído, no
escribiré nunca que Christine estaba estupefacta, ni siquiera asustada por su
triunfo, sino horrorizada. Sí, sí…, horrorizada. «¡Ya no me reconozco a mí misma!», dice.
¡La pobre, pura y dulce niña!
No se dejaba ver en ninguna parte, y el vizconde de Chagny intentó en
vano cruzarse en su camino. Le escribió para pedirle permiso para visitarla en
su casa, y ya había perdido la esperanza de recibir una respuesta, cuando una
mañana ella le hizo llegar la siguiente nota:


«Señor, no he olvidado al niño que fue a buscar mi chal al mar. No puedo
evitar escribirle esto, hoy que parto para Perros, llevada por un deber sagrado.
Mañana es el aniversario de la muerte de’ mi pobre papá, a quien usted
conoció y que le apreciaba. Está enterrado allí, con su violín, en el cementerio
que rodea la pequeña iglesia, al pie de la ladera donde, siendo aún muy niños,
tanto jugamos; al borde de aquella carretera donde, ya un poco más crecidos,
nos dijimos adiós por última vez».


En cuanto recibió esta nota de Christine Daaé, el vizconde de Chagny se
precipitó sobre una guía de ferrocarriles, se vistió a toda prisa, escribió algunas
líneas que el mayordomo entregaría a su hermano y se precipitó en un coche
que, por cierto, lo dejó demasiado tarde en el andén de la estación de
Montparnasse para coger el tren de la mañana con el que contaba.
Raoul pasó un día angustioso y no recuperó el gusto por la vida hasta la
tarde, cuando se vio instalado en su vagón. A lo largo de todo el viaje releyó la
nota de Christine, aspiró su perfume; resucitó la imagen de sus años jóvenes.
Pasó toda la noche en el tren sumido en un sueño febril que tenía como
principio y fin a Christine Daaé. Comenzaba a despuntar el día cuando se apeó
en Lannion. Corrió hacia la diligencia de Perros-Guirec. Era el único viajero.
Interrogó al conductor. Supo que la víspera por la noche una joven, que
parecía parisina, se había hecho conducir a Perros y se había apeado en la
posada del Sol Poniente. No podía tratarse más que de Christine. Había venido
sola. Raoul dejó escapar un profundo suspiro. En aquella soledad iba a poder
hablar con Christine en plena tranquilidad. La amaba tanto que no podía ni
respirar sin ella. Este joven que había dado la vuelta al mundo era como una
virgen que no hubiera dejado jamás la casa de su madre.
Conforme se iba acercando a ella, recordaba con devoción la historia de la
pequeña cantante sueca. Muchos de esos detalles son aún ignorados por el gran público.
Había una vez, en una pequeña aldea de los alrededores de Upsala, un
campesino que vivía allí con su familia, cultivando la tierra durante la semana
y cantando en el coro los domingos. Este campesino tenía una hija pequeña a
la que enseñó a descifrar el alfabeto musical mucho antes de que aprendiera a
leer. Papá Daaé era, sin darse quizá muy bien cuenta, un gran músico. Tocaba
el violín y estaba considerado como el mejor músico de pueblo de toda
Escandinavia. Su reputación se extendía por los alrededores y la gente se
dirigía siempre a él para hacer bailar a las parejas en las bodas y las fiestas. La
señora Daaé, paralítica, murió cuando Christine tenía seis años.
Inmediatamente, el padre, que no quería más que a su hija y a su música,
vendió las pocas tierras que tenía y se marchó a Upsala en busca de gloria y fama. No encontró más que miseria.
Entonces, volvió al campo, yendo de feria en feria, tocando sus melodías
escandinavas, mientras su hija, que no le abandonaba jamás, le escuchaba con
éxtasis o le acompañaba cantando. Un día, en la feria de Limby, el profesor
Valérius los oyó y se los llevó a Gotemburgo. Pretendía que el padre era el
mejor violinista del mundo, y que la hija tenía pasta de gran artista. Se
procedió a la educación y a la instrucción de la niña. En todas partes
deslumbraba a todos por su belleza, su gracia y su afán de esmero y de bien
hacer. Su evolución era rápida. Entre tanto, el profesor Valérius y su mujer se
vieron obligados a venir a instalarse en Francia. Trajeron con ellos a Daaé y a
Christine. La señora Valérius trataba a Christine como a su hija. En cuanto al
buen hombre, comenzaba ya a languidecer añorando su tierra. En París, no
salía jamás. Vivía en una especie de sueño que entretenía con su violín.
Durante horas enteras se encerraba en su habitación con su hija y se les oía
tocar el violín y cantar con mucha dulzura, con mucha dulzura. A veces, la
señora Valérius venía a escucharlos detrás de la puerta, dejaba escapar un
profundo suspiro, se enjugaba una lágrima y volvía a marcharse de puntillas.
También ella sentía la nostalgia de su cielo escandinavo.
El señor Daaé parecía recuperar las fuerzas tan sólo en verano, cuando toda
la familia iba a pasar las vacaciones a Perros-Guirec, en un rincón de Bretaña
que por aquel entonces era prácticamente desconocido por los parisinos. Le
gustaba mucho el mar de esta comarca, en el que reencontraba, decía, el
mismo color de su tierra; y, a menudo, en la playa, tocaba sus baladas más
dolientes, pretendiendo que el mar callaba para escucharlas. Además, tanto
había suplicado a la señora Valérius, que ésta había cedido a otro capricho del viejo violinista de pueblo.
En la época de las fiestas del pueblo y de los bailes, partió como antaño
con su violín y con derecho a llevar a su hija durante ocho días. Nadie se
cansaba de escucharlos. Derramaban armonía pata todo el año en las más
pequeñas aldeas y dormían por las noches en granjas, rehusando la cama del
albergue, apretándose en la paja uno contra otro, como en los tiempos de su miseria en Suecia.
Sin embargo, bastante bien vestidos, rehusaban los sous que les ofrecían y
no pedían nada, y las gentes, a su alrededor, no entendían nada de la conducta
de aquel violinista que recorría los caminos con aquella hermosa niña que
cantaba tan bien que uno creía escuchar a un ángel de paraíso. Los seguía de pueblo en pueblo.
Un día, un muchacho de la ciudad, que se encontraba en la región con su
institutriz, obligó a ésta a recorrer un largo camino porque no se decidía a
abandonar a aquella niña cuya voz tan dulce y tan pura parecía haberlo
encadenado. Llegaron de este modo al borde de una cala a la que aún se llama
Trestaou. Por aquellos tiempos no había en aquel lugar más que el cielo, el
mar y la playa dorada. Y sobre todo había un fuerte viento que arrastró el chal
de Christine al mar. Christine lanzó un grito y estiró los brazos, pero el chal se
encontraba ya lejos, sobre las olas. Entonces oyó una voz que le decía:
—No se preocupe, señorita, yo iré a buscar su chal al mar.
Y vio a un niño que corría, que corría, pese a las protestas indignadas de
una buena mujer toda vestida de negro. El niño penetró en el mar vestido y le
trajo su chal. ¡Tanto el niño como el chal se encontraban en lamentable estado!
La mujer de negro no podía calmarse, pero Christine reía con ganas y besó al
pequeño. Era el vizconde Raoul de Chagny. Vivía entonces con su tía en
Lannion. Durante el verano, volvieron a verse casi todos los días y jugaron
juntos. Debido a la solicitud de la tía y a la intervención del profesor Valérius,
el bueno de Daaé accedió a dar clases de violín al joven vizconde. De este
modo, Raoul aprendió a apreciar las mismas melodías que habían encantado la infancia de Christine.
Tenían aproximadamente el mismo tipo de alma soñadora y tranquila. No
gustaban más que de los cuentos de viejos condes bretones, y su juego
preferido consistía en ir a buscarlos en los umbrales de las puertas como si
fueran mendigos. «Señora, o querido señor, ¿no sabe usted alguna historia
para contarnos, por favor?». Y rara vez no se les «daba» algo. ¿Qué vieja
bretona no ha visto, aunque sólo sea una vez en su vida, bailar a las korrigans
sobre los brezos, al claro de luna?
Pero su gran fiesta era cuando, hacia el crepúsculo, en la inmensa paz de la
tarde, después de la puesta del sol en el mar, el padre Daaé venía a sentarse a
su lado al borde del camino y les contaba en voz baja, como si temiera asustar
a los fantasmas que invocaba, las hermosas, dulces o terribles leyendas de los
países del Norte. Unas veces eran bellas como los cuentos de Andersen, otras
tristes como los cantos del gran poeta Runeberg. Cuando él callaba, los dos muchachos decían: «¡Otra!».
Había una historia que comenzaba así:
«Un rey estaba sentado en una barquita, sobre una de esas aguas tranquilas
y profundas que se abren al igual que un ojo brillante, en medio de los montes de Noruega…».
Y otra decía:
«La pequeña Lotte pensaba al tiempo en todo y en nada. Pájaro de estío,
planeaba entre los dorados rayos del sol, llevando en sus rubios rizos su
corona primaveral. Su alma era tan clara, tan azul, como su mirada. Mimaba a
su madre y era fiel a su muñeca. Cuidaba enormemente su vestido, sus zapatos
rojos y su violín, pero sobre todas las cosas le agradaba escuchar, adormeciéndose, al Ángel de la música».
Mientras el buen hombre decía estas cosas, Raoul miraba los ojos azules y
la cabellera dorada de Christine. Y Christine pensaba que la pequeña Lotte era
muy feliz de poder escuchar, al dormirse, al Ángel de la música. No había
cuentos narrados por Daaé en los que no interviniese el Ángel de la música, y
los niños no le pedían explicaciones interminables acerca de él. Daaé pretendía
que todos los grandes músicos, todos los grandes artistas, recibían, por lo
menos una vez en su vida, la visita del Ángel de la música. Alguna vez el
Ángel se había inclinado sobre sus cunas, como le sucedió a la pequeña Lotte;
por eso existen pequeños prodigios que tocan el violín a los seis años mejor
que hombres de cincuenta, lo cual, me diréis, es algo absolutamente
extraordinario. A veces el Ángel viene mucho más tarde porque los niños no
son buenos y no quieren aprender el método y descuidan las escalas. Otras
veces el Ángel no acude nunca, porque no se tiene el corazón puro ni la
conciencia tranquila. Jamás se ve al Ángel, pero se deja oír por las almas
predestinadas. Con frecuencia llega cuando menos lo esperan, cuando están
tristes y desanimadas. Entonces, el oído distingue de pronto armonías celestes,
una voz divina, y se recuerdan de ella toda la vida. Aquellas personas que han
sido visitadas por el Ángel quedan como inflamadas. Vibran con un temblor
que el resto de los mortales ignora. Gozan del privilegio de no poder tocar un
instrumento o a abrir la boca para cantar sin producir sonidos que, dada su
belleza, llenan de vergüenza a todos los demás sonidos humanos. Las gentes
que no saben que el Ángel ha visitado a estas personas, dicen que son geniales.
La pequeña Christine preguntaba a su padre si él había oído al Ángel. Pero
el señor Daaé movía la cabeza tristemente, luego brillaba su mirada mirando a la niña y le decía:
—¡Tú, hija mía, tú le oirás un día! Cuando esté en el cielo, te lo enviaré un día, te lo prometo.
El señor Daaé empezaba por aquella época a toser.
Llegó el otoño, que separó a Raoul de Christine.
Volvieron a verse tres años más tarde: eran ya adolescentes. Esto ocurrió
también en Perros, y Raoul conservó una impresión tal que le acompañó toda
su vida. El profesor Valérius había muerto, pero la señora Valérius se había
quedado en Francia, donde sus intereses la retenían, con el buen Daaé y su
hija, que continuaban cantando y tocando el violín, arrastrando en su sueño a
su querida protectora, que parecía no vivir más que de música. El joven había
ido a Perros por casualidad y también por casualidad entró en la casa antaño
habitada por su amiguita. Vio al principio al viejo Daaé, que se levantó de la
silla con lágrimas en los ojos y lo abrazó, diciéndole que habían guardado de
él un fiel recuerdo. De hecho, no había pasado un día sin que Christine hablara
de Raoul. El viejo continuaba hablando cuando la puerta se abrió y,
encantadora y presurosa, la joven entró llevando en una bandeja el té
humeante. Reconoció a Raoul y dejó la bandeja. Una ligera llama se extendió
sobre su rostro encantador. Se mantenía vacilante, callada. El padre les miraba
a los dos. Raoul se acercó a la joven y la abrazó al tiempo que le daba un beso
que ella no evitó. Le hizo algunas preguntas, cumplió muy bien su papel de
anfitriona, volvió a coger la bandeja y abandonó la habitación. Después fue a
refugiarse en un banco, en la soledad del jardín. Experimentaba sentimientos
que agitaban su corazón adolescente por primera vez. Raoul vino a su
encuentro y charlaron con cierto pudor hasta la noche. Habían cambiado
completamente, ya no reconocían a sus personajes, que parecían haber
adquirido una importancia considerable. Eran tan prudentes como
diplomáticos y se contaban cosas que no tenían nada que ver con sus nacientes
sentimientos. Cuando se separaron, al lado de la carretera, Raoul dijo a
Christine, al tiempo que depositaba un correctísimo beso en su mano temblorosa:
—¡Señorita, no la olvidaré nunca! —y se marchó lamentando estas
palabras, consciente de que Christine Daaé no podría ser la esposa del vizconde de Chagny.
En cuanto a Christine, fue a buscar a su padre y le dijo:
—¿No te parece que Raoul ya no es tan amable como antes? ¡Ya no le quiero!
E intentó no pensar más en él. Lo lograba con bastante dificultad y se
volcó en su arte, que le ocupaba todo su tiempo. Sus progresos eran
maravillosos. Los que la escuchaban le predecían que sería la artista más
importante del mundo. Pero entre tanto murió su padre, y de golpe, ella
pareció perder con él su voz, su alma y su genio. Le quedaba aún talento
suficiente para ingresar en el Conservatorio, pero sólo suficiente. No destacó
jamás, siguió las clases sin entusiasmo y obtuvo un premio simplemente para
complacer a la anciana señora Valérius, con la que continuaba viviendo. La
primera vez que Raoul había visto a Christine en la ópera, había quedado
prendado por la belleza de la joven y por la evocación de las dulces imágenes
de antaño, pero sorprendido de su falta de genio. Parecía ajena a todo. Volvió
para escucharla. La seguía por los corredores. La esperó detrás de un
montante. Intentó llamar su atención. Más de una vez la acompañó hasta la
puerta de su camerino. Pero ella no lo veía. Parecía, por lo demás, no ver a
nadie. Era la viva imagen de la indiferencia. Raoul sufrió por ello, porque era
bella; él era tímido y no se atrevía a confesarse a sí mismo que la amaba.
Además, ocurrió el imprevisto de la velada de gala: los cielos desgarrados, una
voz de ángel que se dejaba oír en la tierra para el placer de los hombres y su corazón consumido…
Además, además… estaba aquella voz de hombre detrás de la puerta: «¡Es
preciso que me ames!». Y nadie en el camerino…
¿Por qué se había reído cuando, en el momento en que ella abría los ojos,
él había dicho: «Soy el niño que fue a recoger su chal del mar»? ¿Por qué no
lo había reconocido? ¿Y por qué le había escrito?
¡Oh, qué larga es esta costa… qué larga! Aquí está el cruce de tres
caminos… Y la colina desierta, los brezales helados, el paisaje inmóvil bajo el
cielo blanco. Los cristales tintinean, se rompen en los oídos… ¡Qué ruido hace
esta diligencia que va tan despacio! Reconoce las casuchas…, las cercas, las
landas, los árboles del camino… Esta es la última curva de la carretera,
después bajarán bruscamente y llegarán al mar…, a la gran bahía de Perros…
Así que ella se había apeado en la posada de Sol Poniente. ¡Bueno! No hay
otra. Y además se está muy bien. Recuerda que en otros tiempos se contaban
allí historias maravillosas. ¡Cómo late su corazón! ¿Qué le dirá al verlo?
La tía Trilard es la primera persona a quien ve al entrar en la vieja sala de
ahumada de la posada. Lo reconoce. Lo saluda. Lo pregunta qué lo ha traído
hasta allí. Él se ruboriza, y le dice que, al ir a Lannion por negocios, decidió
«llegarse hasta allí para saludarla». Ella insiste en servirle el desayuno, pero él
dice: «Dentro de un rato». Parece esperar algo o a alguien. La puerta se abre.
Él se pone en pie. No se ha equivocado: ¡ella! Él quiere decir algo, pero se
contiene. Ella permanece ante él, sonriendo, nada sorprendida. Su rostro está
fresco y rosado como una fresa silvestre. Sin duda, está excitada por haber
caminado al aire libre. Su seno, en el que late un corazón sincero, se agita
suavemente. Sus ojos, claros espejos de pálido azul, color de los lagos que
sueñan, inmóviles, allá en el norte del mundo, sus ojos le traen tranquilamente
el reflejo de su alma cándida. El abrigo de pieles está entreabierto,
descubriendo una cintura estilizada, la armoniosa línea de su joven cuerpo
lleno de gracia., Raoul y Christine se miran largamente. La vieja Trilard sonríe
y, discreta, se retira. Finalmente, Christine habla:
—Ha venido usted y no me extraña en lo más mínimo. Tenía el
presentimiento de que le encontraría aquí, en este albergue, al volver de misa.
Alguien me lo dijo allá. Sí, me habían anunciado su llegada.
—¿Quién? —pregunta Raoul, cogiendo entre sus manos la pequeña mano de Christine, que ésta no retira.
—Pues mi pobre padre, que está muerto.
Hubo un largo silencio entre los dos jóvenes.
Luego Raoul reanudó la conversación:
—¿Acaso su padre le ha dicho que la amo, Christine, y que no puedo vivir sin usted?
Christine se ruboriza profundamente y aparta la cabeza. Dice con voz temblorosa:
—¿A mí? ¡Está usted loco, amigo mío!
Y se echa a reír para darse, como suele decirse, un respiro.
—No se ría, Christine, esto es muy serio. Ella replica, con gravedad:
—No le he hecho venir para que me dijera estas cosas.
—Usted me ha «hecho venir», Christine. ¿Adivinó pues que su carta no me
dejaría indiferente y que yo acudiría a Perros? ¿Cómo pudo pensar eso si no sabía que la amo?
—Pensé que se acordaría de los juegos de nuestra infancia, a los que se
sumaba mi padre tan a menudo. En realidad, no sé muy bien qué es lo que
pensé… Tal vez hice mal en escribirle… Su aparición, tan súbita, el otro día
en el camerino me había llevado lejos, muy lejos en el pasado, y le escribí
como la niña que yo era entonces, y que hubiera sido feliz de volver a ver, en
un momento di tristeza y de soledad, a su pequeño camarada…
Por un momento guardaron silencio. Hay en la actitud de Christine algo
que Raoul no encuentra natural, a pesar de que no le es posible precisarlo. Sin
embargo, no la siente hostil. Por el contrario…, la ternura desolada de sus ojos
lo confirma de sobras. Pero, ¿por qué esta ternura va acompañada de
desolación?… Eso es lo que necesita saber y lo que ya irrita al joven…
—¿El día en que me vio en su camerino, fue la primera vez que se fijó en mí, Christine?
Ésta no sabe mentir, y dice:
—¡No! Le había visto ya varias veces en el palco de su hermano. —Y, luego, también en el escenario.
—¡Lo sospechaba! —dijo Raoul mordiéndose los labios—. Pero entonces,
¿por qué, cuando me vio en su camerino, arrodillado, haciéndole recordar que
había recogido su chal del mar, por qué me contestó como si no me conociera y se echó a reír?
El tono de estas preguntas es tan brusco, que Christine mira a Raoul
asombrada y no le contesta. El mismo joven queda sorprendido de la situación
que acaba de provocar en el mismo instante en que había decidido hacer oír a
Christine palabras de ternura, amor y sumisión. Un marido, un amante que
tiene todos los derechos, no hablaría de distinta manera a su mujer o a su
querida si le hubiera ofendido. Pero, irritado de su propia torpeza y
encontrándose estúpido, no ve más salida a esta ridícula situación que adopta de mostrarse odioso.
—¡No me contesta, usted! —exclama, rencoroso y desdichado—. Pues
bien, voy a contestar yo por usted. Había en el camerino alguien que le
estorbaba, Christine. ¡Alguien en cuya presencia no quería revelar que podía
usted interesarse en una persona que no fuera él!…
—Si alguien me molestaba, amigo mío —lo interrumpió Christine con
acento glacial—, si alguien me estorbaba aquella noche, debía de ser usted, pues es a usted a quien rechacé.
—Sí… para quedarse con el otro…
—¿Qué dice usted, señor?… —exclama la joven estremeciéndose—. ¿Y de qué otro se trata?
—De aquél a quien usted dijo: «¡Yo no canto más que para usted! ¡Esta
noche le he entregado mi alma y estoy muerta!».
Christine ha cogido el brazo de Raoul: lo aprieta con una fuerza
insospechada en una criatura tan frágil.
—¿Entonces escuchaba detrás de la puerta?
—¡Sí! Porque la amo… Y lo oí todo…
—¿Oyó qué?
Y la joven, que extrañamente ha vuelto a calmarse, soltó el brazo de Raoul.
—Él le dijo: «Es preciso que me ames».
Al oír estas palabras, una palidez cadavérica se extiende por el rostro de
Christine, sus ojos se oscurecen… Vacila, está a punto de caer. Raoul se
precipita hacia ella, le tiende los brazos, pero ya Christine ha vencido este
desfallecimiento pasajero y susurra en voz baja, apenas perceptible:
—¡Diga! ¡Diga todo! ¡Diga todo lo que oyó!
Raoul la mira, vacila, no comprende nada de lo que pasa.
—¡Hable ya! ¿No ve que me está haciendo sufrir?
—Oí también lo que él le contestó después de que usted le confesara que le
había entregado su alma: «Tu alma es extraordinariamente bella, hija mía, y te
lo agradezco. No hubo emperador que recibiese un regalo como éste. ¡Esta noche han llorado los ángeles!».
Christine se ha llevado una mano al corazón. Clava la mirada en Raoul con
emoción indescriptible. Es una mirada tan aguda, tan fija, que parece la de
alguien que ha perdido el juicio. Raoul está asustado. Pero de pronto los ojos
de Christine se humedecen y por sus mejillas de marfil se deslizan dos perlas, dos pesadas lágrimas…
—¡Christine!…
—¡Raoul!…
El joven quiere tomarla en sus brazos, pero ella se desprende de sus manos y huye en la confusión.
Mientras Christine permanecía encerrada en su habitación Raoul se hacía
mil reproches por su brutalidad; pero, por otra parte, los celos le recorrían las
venas encendidas. ¿Por qué había mostrado la joven semejante emoción al
saber que habían descubierto su secreto? ¡Tenía que ser muy importante! A
pesar de lo que había oído, Raoul no dudaba de la pureza de Christine. Sabía
que su conducta era intachable, y no era tan novato como para no comprender
que una artista está a veces obligada a oír proposiciones amorosas. Lo cierto es
que Christine había contestado que le había entregado su alma, pero era
evidente que se refería tan sólo al canto y la música. ¿Evidente? ¿Entonces,
por qué esa turbación hacía un momento? ¡Dios mío, qué desgraciado era
Raoul! Si hubiera podido atrapar al hombre, la voz de hombre, le hubiera pedido explicaciones concretas.
¿Por qué había huido Christine? ¿Por qué no bajaba?
Rechazó el desayuno. Estaba abatido y su dolor era grande al ver
desvanecerse, lejos de la joven sueca, aquellas horas que había imaginado tan
dulces. ¿Por qué no venía a recorrer con él la región que encerraba tantos
recuerdos comunes? ¿Por qué, ya que parecía no tener nada que hacer en
Perros y de hecho no hacía nada, no volvía inmediatamente a París? Se había
enterado de que por la mañana había hecho celebrar una misa por el descanso
del alma de su padre y que había pasado largas horas rezando en la pequeña iglesia y en la tumba del músico.
Triste, desalentado, Raoul se dirigió hacia el cementerio que rodeaba la
iglesia. Empujó la puerta. Vagó solitario entre las tumbas, descifrando las
inscripciones, pero al llegar detrás del ábside vio inmediatamente un
esplendoroso ramo de flores que descansaba sobre una lápida de granito y que,
desbordándola, caían en la tierra blanca. Llenaban de perfume aquel helado
rincón del invierno bretón. Eran milagrosas rosas rojas que parecían brotadas
de la nieve, aquella misma mañana. Era un poco de vida entre los muertos, ya
que la muerte estaba presente por todas partes. También la vida se desprendía
de la tierra que había arrojado su exceso de cadáveres. Esqueletos y calaveras
se amontonaban a centenares contra el muro de la iglesia, retenidos
únicamente por una fina alambrada que dejaba al descubierto todo el macabro
edificio. Las calaveras, apiladas, alineadas como ladrillos, sujetas en los
intervalos por huesos fuertes y limpiamente blanqueados, parecían formar el
primer asentamiento sobre el que se habían levantado las paredes de la
sacristía. La puerta de la sacristía se abría en medio de aquel osario, al igual
que en muchas viejas iglesias bretonas.
Raoul rezó por el alma de Daaé, luego, tristemente impresionado por esas
sonrisas eternas que tienen las bocas de las calaveras, salió del cementerio,
subió la colina y se sentó al borde de la landa que domina el mar. El viento se
agitaba malignamente por los arenales, aullando bajo la pobre y tímida luz del
día. Ésta fue cediendo, desapareció y se convirtió tan sólo en una raya lívida
en el horizonte. Entonces, el viento calló. Había llegado la noche. Raoul se
encontraba cercado por sombras heladas, pero no sentía el frío. Todo su
pensamiento vagaba por la colina desierta y desolada, toda recuerdos. Allí, en
aquel lugar, había venido a menudo a la caída de la tarde con la pequeña
Christine para ver danzar a las korrigans en el momento preciso en que salía la
luna. Por lo que a él se refiere, jamás las había visto, sin embargo tenía buena
vista. Pero Christine, aún siendo un poco miope, pretendía haber visto a
muchas. Sonrió a este recuerdo y, luego, de repente, se estremeció. Una
silueta, una silueta muy concreta, pero que había llegado hasta allí sin que
ningún ruido la anunciara, una silueta de pie, a su lado, decía:
—¿Cree que las korrigans vendrán esta noche?
Era Christine. Él quiso hablar. Ella le tapó la boca con su mano enguantada.
—¡Escúcheme, Raoul, estoy decidida a decirle algo grave, muy grave!
Su voz temblaba. Él esperó.
Ella volvió a hablar, con algo de ahogo.
—¿Se acuerda, Raoul, de la leyenda del Ángel de la música?
—¡Claro que me acuerdo! —dijo él—; me parece incluso que fue aquí
donde su padre nos la contó por primera vez.
—Fue también aquí donde me dijo: «Cuando esté en el cielo, te lo
enviaré». Pues bien, Raoul, mi padre está en el cielo y yo he recibido la visita del Ángel de la música.
—No lo dudo —contestó el joven con gravedad. Creía que su amiga, en un
arrebato piadoso, mezclaba el recuerdo de su padre con el resplandor de su último triunfo.
Christine pareció ligeramente extrañada de la sangre fría con la que el
vizconde de Chagny se enteraba de que había recibido la visita del Ángel de la música.
—¿Cómo se lo explica, Raoul? —dijo, inclinando su pálido rostro tan
cerca del joven que éste pudo pensar que Christine iba a darle un beso, aunque
ella sólo quería leer, a pesar de la oscuridad, en sus ojos.
—Creo —le respondió él— que una criatura humana no canta como cantó
usted la otra noche sin que se dé un milagro, sin que el Cielo no haya
intervenido. No existe en la tierra maestro alguno que pueda enseñar
semejantes tonalidades. Usted ha oído al Ángel de la música, Christine.
—Sí —dijo ella solamente—, en mi camerino. Es allí donde me da sus lecciones diarias.
El tono con el que dijo esto era tan penetrante y tan particular, que Raoul la
miró inquieto, como se mira a una persona que dice una monstruosidad o que
se aferra a alguna loca visión en la que cree con todas las fuerzas de su pobre
cerebro enfermo. Ahora se había echado hacia atrás e, inmóvil, no era más que un poco de sombra en la noche.
—¿En su camerino? —repitió él como un estúpido eco.
—Sí, es allí donde lo oigo, y no he sido la única en oírlo.
—¿Quién más lo ha oído entonces, Christine?
—Usted, amigo mío.
—¿Yo? ¿Yo he oído al Ángel de la música?
—Sí, la otra noche. Era él el que hablaba cuando usted escuchó detrás la
puerta de mi camerino. Fue él quien me dijo: «Es preciso que me ames». Pero yo creía ser la única en escuchar su voz.
Imagine pues, mi sorpresa, cuando esta mañana me he enterado de que usted también podía oírlo…
Raoul se echó a reír a carcajadas. Y, en seguida, la noche se disipó en la
colina desierta y los primeros rayos de luna envolvieron a los jóvenes.
Christine se había vuelto hacia Raoul con aire hostil. Sus ojos, por lo general tan dulces, relampagueaban.
—¿De qué se ríe tanto? ¿Cree acaso haber oído una voz de hombre?
—¡Exacto! —exclamó el joven, cuyas ideas comenzaban a confundirse ante la actitud agresiva de Christine.
—¡Usted, Raoul! ¡Usted es quien me dice esto! ¡Un amigo de la infancia!
¡Un amigo de mi padre! No lo reconozco. Pero, ¿qué se ha creído usted? Soy
una joven honesta, señor vizconde de Chagny, y no me encierro con voces de
hombre en mi camerino. ¡Si hubiera abierto la puerta, habría visto que allí no había nadie!
—¡Es cierto! Cuando usted salió, abrí la puerta y no encontré a nadie en el camerino…
—Ya lo ve… ¿Entonces?
El conde hizo acopio de todo su valor.
—¡Entonces, Christine, creo que alguien se burla de usted!
Ella lanzó un grito y huyó. Él corrió tras ella, pero la muchacha, llena de una irritación feroz, lo detuvo con un enérgico:
—¡Déjeme! ¡Déjeme!
Y desapareció. Raoul volvió al albergue muy abatido, muy descorazonado y muy triste.
Se enteró de que Christine acababa de subir a su habitación y que había
anunciado que no bajaría a cenar. El joven preguntó si se encontraba enferma.
La buena posadera le contestó de forma ambigua que, de encontrarse mal, no
era nada grave y, como creía en los enfados de los enamorados, se alejó
encogiéndose de hombros y diciendo en voz baja que era una lástima ver a dos
jóvenes desperdiciando en vanas discusiones las pocas horas de felicidad que
el buen Dios les ha permitido pasar en la tierra. Raoul cenó solo en un rincón
del atrio y, como podéis imaginar, de una forma bien triste. Más tarde, en su
habitación, intentó leer y, luego, en la cama, intentó dormir. En la habitación
de al lado no salía ningún ruido. ¿Qué hacía Christine? ¿Dormía? Y si no
dormía, ¿en qué pensaba? Y él, ¿en qué pensaba? ¿Acaso era capaz de decirlo?
La extraña conversación que había tenido con Christine lo habrá turbado por
completo… Pensaba menos en Christine que alrededor de Christine, y ese
«alrededor» era tan difuso, tan nebuloso, tan incomprensible, que sentía un singular y angustioso malestar.
De este modo las horas pasaban muy lentas. Serían más o menos las once y
media de la noche cuando oyó, con claridad, pasos en la habitación de al lado.
Eran pasos ligeros, furtivos. ¿Entonces Christine no se había acostado? Sin
pensar en lo que hacía, el joven se vistió a tientas, cuidando de no hacer el
menor ruido. Y esperó, dispuesto a todo. ¿Dispuesto a qué? ¿Lo sabía acaso?
El corazón le saltó en el pecho cuando oyó que la puerta de Christine giraba
lentamente sobre sus goznes. ¿Adónde iba a estas horas en las que todo dormía
en Perros? Entreabrió cuidadosamente la puerta y pudo ver, al claro de luna, la
silueta blanca de Christine que se deslizaba con precaución por el corredor.
Alcanzó la escalera, bajó, y él, por encima de ella, se inclinó sobre la
barandilla. De repente, oyó dos voces que hablaban rápidamente. Le llegó una
frase: «No pierda la llave». Era la voz de la posadera. Abajo abrieron la puerta
que daba a la rada. La volvieron a cerrar y todo quedó en calma. Raoul se
dirigió inmediatamente a su habitación y corrió hacia la ventana, que abrió. La
blanca silueta de Christine se destacaba en el muelle desierto.
El primer piso de la posada del Sol Poniente no era muy alto, y un árbol
que tendía sus ramas a los brazos impacientes de Raoul le permitió llegar
afuera sin que la posadera pudiera sospechar su ausencia. Así pues, ¿cuál no
fue el estupor de la buena mujer, a la mañana siguiente, cuando le trajeron al
joven casi helado, más muerto que vivo, y cuando se enteró de que le habían
encontrado tendido en las escaleras del altar de la pequeña iglesia de Perros?
Corrió a dar la noticia a Christine, que bajó al instante y prodigó al joven,
ayudada por la posadera, sus cuidados inquietos. Éste no tardó en abrir los
ojos y volvió completamente a la vida al ver a su lado el encantador rostro de su amiga.
¿Qué había sucedido? El comisario Mifroid tuvo ocasión, unas semanas
más tarde, cuando el drama de la ópera exigió la intervención de la policía, de
interrogar al vizconde de Chagny acerca de los sucesos de la noche de Perros,
y he aquí de qué forma fueron transcritos en las hojas del sumario (Signatura 150).
Pregunta. —¿La señorita Daaé lo vio bajar de su habitación por el curioso camino que usted eligió?
Respuesta. —No, señor, no. Sin embargo, la alcancé sin cuidar de ahogar
el ruido de mis pasos. No quería entonces más que una cosa, que se volviera,
me viera y me reconociera. Me decía que mi persecución era absolutamente
incorrecta y que aquel tipo de espionaje era indigno de mí. Pero ella no
pareció oírme y, de hecho, actuó como si yo no estuviera allí. Abandonó con
tranquilidad el muelle y después, de repente, subió rápidamente por el camino.
El reloj de la iglesia acababa de dar las doce menos cuarto y me pareció que el
sonido de la hora le hacían forzar la marcha, ya que empezó casi a correr.
Llegó así a la puerta del cementerio.
P. —¿Estaba abierta la puerta del cementerio?
R. —Sí, señor. Eso me sorprendió, pero no pareció extrañar en lo más mínimo a la señorita Daaé.
P. —¿No había nadie en el cementerio?
R. —No había nadie. Si hubiera habido alguien, le habría visto. La luz de
la luna deslumbraba y la nieve que recubría la tierra, al reflejar sus rayos, hacía aún más clara la noche.
P. —¿No era posible que hubiera alguien escondido detrás de las tumbas?
R. —No, señor. Son unas lápidas miserables que desaparecen bajo la nieve
y cuyas cruces se alzan a ras del suelo. Las únicas sombras eran las de las
cruces y las dos nuestras. La iglesia resplandecía de luz. Jamás he visto
semejante luz nocturna. Era muy hermoso, muy transparente y muy frío.
Jamás había ido de noche a un cementerio e ignoraba que fuera posible una luz
semejante, «una luz que no pesa nada».
P. —¿Es usted supersticioso?
R. —No, señor. Soy creyente.
P. —¿En qué estado de ánimo se encontraba?
R. —Muy sereno y tranquilo, se lo aseguro. En verdad, la insólita salida de
la señorita Daaé me había turbado en un principio profundamente. Pero, en
cuanto vi que la joven penetraba en el cementerio, pensé que iba a cumplir
alguna promesa sobre la tumba de su padre, y encontré la cosa tan natural que
recobré toda mi calma. Sólo me extrañaba aún el que no hubiera oído mis
pasos, ya que la nieve crujía bajo mis pies. Pero debía estar, sin duda, absorta
por su devoción. Decidí, pues, no molestarla y, cuando llegó a la tumba de su
padre, me quedé detrás algunos pasos. Se arrodilló en la nieve, hizo la señal de
la cruz y empezó a rezar. En aquel momento dieron las doce de la noche. Aún
resonaba la última campanada en mis oídos, cuando vi a la joven alzar la
cabeza. Su mirada se clavó en la bóveda celeste, sus brazos se tendieron hacia
el astro de la noche. Me pareció como si estuviera en éxtasis y aún me
preguntaba cuál había sido la causa súbita y determinante de este éxtasis,
cuando yo mismo levanté la cabeza, lancé a mi alrededor una mirada perdida y
todo mi ser se tendió hacia el Invisible, el invisible que nos tocaba música. ¡Y
qué música! ¡Ya la conocíamos! Christine y yo la habíamos oído en nuestra
juventud. Pero jamás del violín del señor Daaé había surgido un arte tan
divino. En aquel instante no pude dejar de recordar todo lo que Christine me
había explicado acerca del Ángel de la música, y no supe qué pensar de
aquellos sonidos inolvidables que, si no bajaban del cielo, no permitían
adivinar su origen en la tierra. Allí no había instrumento alguno ni mano
alguna para guiar el arco. ¡Recordaba esa admirable melodía! Se trataba de La
resurrección de Lázaro, que el viejo Daaé nos tocaba en sus horas de tristeza y
devoción. Si el Ángel de Christine hubiera existido, no lo hubiera hecho mejor
aquella noche con el violín del viejo músico de pueblo. La invocación de Jesús
nos arrebataba de la tierra y, en verdad, esperaba incluso ver levantarse la
piedra de la tumba del padre de Christine. Tuve también la idea de que Daaé
había sido enterrado con su violín y, sinceramente, no sé hasta dónde, en
aquellos momentos fúnebres y esplendorosos, en el fondo de aquel perdido
cementerio de provincia, al lado de las calaveras de los muertos que nos
sonreían con sus mandíbulas inmóviles… no, no sé hasta dónde llegó mi
imaginación ni dónde se detuvo. Pero la música se extinguió y volví a recobrar
mis sentidos. Me pareció oír un ruido del lugar donde estaban las calaveras del osario.
P. —¡Ajá! ¿Oyó un ruido procedente del osario?
R. —Sí. Me pareció que las calaveras reían con sarcasmo y no pude evitar un escalofrío.
P. —¿Acaso no pensó que, detrás del osario, podía esconderse
precisamente el músico celeste, que acababa de embelesarle?
R. —Pensé tanto en eso que no pude pensar en otra cosa, señor comisario,
hasta el punto que olvidé seguir a la señorita Daaé, que se había levantado y se
acercaba tranquilamente a la puerta del cementerio. Ella, por su parte, estaba
tan absorta que no me sorprende que no me viera. Permanecí sin moverme,
con los ojos fijos en el osario, decidido a llegar hasta el final de esta increíble
aventura y aclararlo todo hasta el último detalle.
P —¿Y qué ocurrió entonces para que lo encontraran, por la mañana,
medio muerto, en los escalones del altar mayor?
R. —¡Oh! Ocurrió todo muy rápido… Una calavera rodó hasta mis pies…,
luego otra…, y otra… Era como si yo fuera el centro de aquel fúnebre juego
de bolos. Pensé que un falso movimiento había destruido la armonía del
montón de huesos tras el cual se ocultaba nuestro músico. Esta hipótesis me
pareció del todo razonable, cuando vi a una sombra deslizarse de repente por
la pared resplandeciente de la sacristía. Me lancé tras ella. La sombra,
empujando la puerta, había entrado ya en la iglesia. Yo llevaba alas, la sombra
una capa. Fui lo bastante rápido como para coger una punta de la capa de la
sombra. En aquel momento, la sombra y yo estábamos justo ante el altar
mayor y los rayos de la luna, a través de la gran vidriera del ábside, caían a
pico delante de nosotros. Como yo no la soltaba, la sombra se volvió hacia mí
y la capa con la que se envolvía se entreabrió. Vi, señor juez, como le veo a
usted, una espantosa calavera que clavaba en mí una mirada en la que ardían
los fuegos del infierno. Creí vérmelas con el propio Satán y, ante esa aparición
de ultratumba, mi corazón, pese a todo su valor, desfalleció, y ya no recuerdo
nada hasta el momento en que me desperté en mi pequeña habitación de la posada del Sol Poniente.

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