El fantasma de la ópera – Gaston Leroux
UNA VISITA AL PALCO N° 5
Abandonamos a los señores Firmin Richard y Armand Moncharmin en el
momento en que se decidían a visitar el palco n° 5 del primer piso.
Dejaron atrás la larga escalera que va desde el vestíbulo de la
administración hasta el escenario y sus dependencias. Atravesaron el
escenario, entraron en el teatro por la puerta de los abonados, después en la
sala por el primer pasillo a la izquierda. Se deslizaron a través de las primeras
filas de las butacas de la orquesta y contemplaron el palco n° 5 del primer
piso. Se veía mal porque estaba sumido en una semioscuridad y porque
enormes fundas colgaban del terciopelo rojo de los pasamanos.
En aquel momento estaban prácticamente solos en el inmenso agujero
tenebroso y un profundo silencio los rodeaba. Era la hora tranquila en la que
los tramoyistas van a tomar una copa.
El equipo había abandonado por un tiempo el escenario, dejando un
decorado a medio instalar. Algunos rayos de luz (una luz pálida, siniestra, que
parecía robada a un astro moribundo) se insinuaba a través de una abertura
hasta una vieja torre que alzaba sus almenas de cartón sobre el escenario. Las
cosas, en aquella noche ficticia, o mejor dicho en aquel día engañoso,
adoptaban formas extrañas. Encima de los sillones de la orquesta, la tela que
los recubría parecía un mar enfurecido cuyas olas glaucas hubieran sido
inmovilizadas instantáneamente por orden secreta del gigante de las tormentas
que, como todos sabemos, se llama Adamástor. Los señores Moncharmin y
Richard eran los náufragos en esta agitación inmóvil de un mar de tela pintada.
Avanzaban hacia los palcos de la izquierda a grandes brazadas, como
marineros que han abandonado su barco e intentan ganar la orilla. Las ocho
grandes columnas de cartón pulido se alzaban en la sombra como otros tantos
prodigiosos pilares destinados a sostener el acantilado amenazador, crujiente y
ventrudo, cuyos soportes estaban representados por las líneas circulares,
paralelas y oscilantes de los palcos de los pisos primeros, segundos y terceros.
En lo alto, en lo más alto del acantilado, perdidas en el cielo de cobre, obra de
Lenepveu, unas figuras hacían muecas, reían sarcásticamente, se burlaban de
la inquietud de los señores Moncharmin y Richard. Eran, sin embargo, figuras
que suelen ser muy serias. Se llamaban Isis, Amfitrite, Hebe, Flora, Pandora,
Psique, Tetis, Pomona, Dafne, Clitia, Galatea, Aretusa. Sí, la propia Aretusa y
Pandora, a la que todo el mundo conoce a causa de su caja, miraban a los dos
nuevos directores de la Ópera que habían conseguido aferrarse a una ruina y
que, desde allí, contemplaban en silencio el primer palco n° 5. He dicho ya
que estaban inquietos. Al menos, me lo imagino. El mismo señor Moncharmin
confiesa que se encontraba impresionado. Dice textualmente: «Aquel
“columpio” (¡vaya estilo!) del fantasma de la ópera, al que nos habían hecho
subir tan amablemente desde que sucedimos a los señores Poligny y Debienne,
había terminado sin duda alguna por turbar mis facultades imaginativas, y me
parece que también las visuales, porque (¿acaso era el escenario ideal en el
que nos movíamos en medio de un increíble silencio lo que nos impresionó
hasta aquel punto?… ¿Fuimos acaso juguetes de una especie de alucinación
hecha posible por la semioscuridad de la sala y la que inundaba el palco n°
5?), porque que vi, y también Richard vio, al mismo tiempo, una silueta en el
palco n° 5. Richard no dijo nada; tampoco yo. Pero nos cogimos de la mano
con un mismo gesto. Después, esperamos así vanos minutos, sin movernos,
con los ojos siempre fijos en el mismo punto; pero la silueta había
desaparecido. Entonces salimos y, en el corredor, intercambiamos nuestras
impresiones y hablamos de la silueta. Lo peor fue que mi imagen de la silueta
no se parecía en lo más mínimo a la de Richard. Yo había visto algo parecido a
una calavera inclinada sobre la barandilla del palco, mientras que Richard
observó a una silueta de mujer vieja que recordaba a la de mamá Giry. De tal
modo comprendimos que habíamos sido víctimas de una ilusión y, sin dudar
más, corrimos sin tardanza y riendo como locos, al primer palco n° 5, en el
que entramos y en el que ya no encontramos silueta alguna».
Ahora estamos en el palco n° 5.
Es, un palco como todos los demás palcos del primer piso. En realidad,
nada diferencia a este palco de los vecinos.
Moncharmin y Richard, burlándose ostensiblemente y riéndose el uno del
otro, movían los muebles del palco, levantaban las fundas y los sillones, y
examinaban en particular aquél en el que la voz tenía costumbre de sentarse.
Pero comprobaron que se trataba de un simple sillón que no tenía nada de
mágico. En resumen, el palco era uno de los palcos más normales, con su
tapicería roja, sus sillones, su alfombra y su pasamanos de terciopelo rojo.
Después de haber examinado, de la forma más seria del mundo, la alfombra y
de no haber encontrado allí ni en ninguna otra parte nada especial, bajaron a la
platea, al palco debajo del palco n° 5. En el palco de platea n° 5, que está justo
en el rincón de la primera salida a la izquierda de las butacas de la orquesta, no
encontraron tampoco algo que mereciese ser señalado.
—Toda esa gente se burla de nosotros —terminó exclamando Firmin
Richard—. El sábado se representa Fausto, ¡y nosotros dos asistiremos a la representación en el palco n° 5!