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Capítulo 2

El maravilloso mago de Oz – Lyman Frank Baum

LA CONFERENCIA CON LOS MUNCHKINS

A Dorothy la despertó una sacudida tan fuerte y repentina que si no hubiera
estado tendida en la cama podría haberse hecho daño. Así y todo, el golpe
le hizo contener el aliento y preguntarse qué habría sucedido, mientras que
Toto, por su parte, le pasó el hocico sobre la cara y lanzó un lastimero gemido.
Al sentarse en el lecho, la niña notó que la casa ya no se movía; además,
ya no estaba oscuro, pues la radiante luz del sol penetraba por la ventana,
inundando la habitación con sus áureos resplandores. Saltó del lecho y, con
Toto pegado a sus talones, corrió a abrir la puerta.
En seguida lanzó una exclamación de asombro al mirar a su alrededor,
mientras que sus ojos se agrandaban cada vez más ante la vista maravillosa que se le ofrecía.
El ciclón había depositado la casa con bastante suavidad en medio de una
región de extraordinaria hermosura. Por doquier veíase el terreno cubierto
de un césped del color de la esmeralda, y en los alrededores se elevaban
majestuosos árboles cargados de sabrosos frutos maduros. Abundaban extraordinariamente
las flores multicolores, y entre los árboles y arbustos
revoloteaban aves de raros y brillantes plumajes. A cierta distancia corría
un arroyuelo de aguas resplandecientes que acariciaban al pasar las verdosas
orillas, susurrando en su marcha con un son cantarino que resultó una
delicia para la niña procedente de las áridas planicies de Kansas.
Mientras observaba entusiasmada aquel extraño y maravilloso espectáculo,
notó que avanzaba hacia ella un grupo de las personas más raras que viera
en su vida. No eran tan grandes como los adultos a los que conocía, pero
tampoco eran muy pequeñas. En verdad, parecían tener la misma estatura
de Dorothy, que era bastante alta para su edad, aunque, a juzgar por su aspecto,
le llevaban muchos años de ventaja.
Eran tres hombres y una mujer, todos vestidos de manera muy extraña. Estaban
tocados de unos sombreros cónicos de unos treinta centímetros de altura
en la copa, adornados por campanillas que tintineaban suavemente con
cada uno de sus movimientos. Los de los hombres eran azules, y blanco el
de la mujercita, quien lucía una especie de vestido también blanco que
pendía en pliegues desde sus hombros casi hasta el suelo y estaba salpicado
de estrellitas que el sol hacía brillar como diamantes. Los hombres vestían
de azul claro y calzaban bien lustradas botas negras con adornos del mismo
tono de sus ropas. Al observarlos, Dorothy calculó que eran casi tan viejos
como su tío Henry, pues dos de ellos tenían barba. Pero la mujercita era sin
duda mucho mayor; tenía el rostro cubierto de arrugas y el cabello casi
blanco; además, caminaba con el paso propio de las personas de edad avanzada.
Cuando llegaron cerca de la casa a cuya puerta se hallaba parada la niña, se
detuvieron y hablaron por lo bajo, como si no se atrevieran a seguir avanzando.
Pero la viejecita llegó hasta Dorothy, hizo una profunda reverencia y
dijo con voz muy dulce:
–Noble hechicera, bienvenida seas a la tierra de los Munchkins. Te estamos
profundamente agradecidos por haber matado a la Maligna Bruja del Oriente
y liberado así a nuestro pueblo de sus cadenas.
Dorothy la escuchó con gran extrañeza. ¿Por qué la llamaría hechicera, y
qué quería significar al decir que había matado a la Maligna Bruja del Oriente?
Ella era una niñita inocente e inofensiva a la que el ciclón había alejado
de su hogar, y jamás en su vida mató a nadie.
Mas era evidente que la mujercita esperaba una respuesta, de modo que la
pequeña contestó tras cierta vacilación:
–Es usted muy amable, pero debe tratarse de un error. Yo no he matado a nadie.
–Bueno, al menos lo hizo tu casa -rió la viejecita-, lo cual viene a ser lo
mismo. Fíjate -continuó indicando una esquina de la vivienda-, allí se ven
sus pies que sobresalen por debajo de una de las tablas.
Al mirar hacia el lugar indicado, Dorothy dejó escapar un gritito de miedo.
En efecto, precisamente debajo del rincón de la casa, veíase asomar dos
pies calzados con puntudos zapatos de plata.
–¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó la niña con gran desazón-. Le debe haber
caído encima la casa. ¿Qué haremos ahora?
–Nada se puede hacer -fue la tranquila respuesta de la ancianita.
–¿Pero quién era? -quiso saber Dorothy.
–La Maligna Bruja del Oriente, como ya te dije. La que tenía esclavizados a
los Munchkins desde hacía años, obligándolos a trabajar para ella noche y
día. Ahora se han liberado, y te agradecen el favor.
–¿Quiénes son los Munchkins? -preguntó Dorothy.
–La gente que vive en esta tierra del Oriente, donde mandaba la Bruja Maligna.
–¿Y usted es una Munchkins?
–No, pero soy amiga de ellos, aunque vivo en las tierras del Norte. Cuando
vieron que la Bruja del Oriente estaba muerta, los Munchkins me enviaron
un mensajero a toda prisa y vine al instante. Yo soy la Bruja del Norte.
–¡Cielos! -exclamó Dorothy-. ¿Una bruja verdadera?
–En efecto -respondió la ancianita-. Pero soy una bruja buena y la gente me
quiere. No soy tan poderosa como lo era la Bruja Maligna del Norte, que
gobernaba aquí, pues de otro modo yo misma habría liberado a la gente.
–Pero yo creía que todas las brujas eran malas -arguyó la niña, atemorizada
al verse frente a una bruja.
–No, no, eso es un error. Había cuatro brujas en total en el País de Oz, y dos
de ellas, las que viven en el Norte y el Sur, son brujas buenas. Las que
vivían en el Oriente y el Occidente eran, en cambio, brujas malvadas; pero
ahora que tú has matado a una de ellas, sólo queda una mala en todo el País
de Oz, y es la que vive en el Occidente.
–Pero -objetó Dorothy luego de un meditativo silencio-, tía Em me contó
que todas las brujas murieron hace ya muchísimos años.
–¿Quién es la tía Em? -preguntó la ancianita.
–Es mi tía, la que vive en Kansas, la región de donde vengo.
La Bruja del Norte meditó un momento, con la cabeza gacha y los ojos fijos
en el suelo. Al fin levantó la vista y dijo:
–No sé dónde está Kansas, pues es la primera vez que la oigo mencionar.
Pero dime, ¿es un país civilizado?
–Sí, claro.
–Entonces esa es la causa. Creo que en los países civilizados ya no quedan
brujas ni brujos, magos o hechiceras. Pero el caso es que el País de Oz nunca
fue civilizado, pues estamos apartados de todo el resto del mundo. Por
eso es que todavía tenemos brujas y magos.
–¿Quiénes son los magos?
–El mismo Oz es el Gran Mago -manifestó la Bruja en voz mucho más
baja-. Es más poderoso que todos los demás juntos, y vive en la Ciudad Esmeralda.
Dorothy iba a hacer otra pregunta; pero en ese momento los Munchkins,
que habían escuchado en silencio, lanzaron un grito agudo y señalaron hacia
la esquina de la casa bajo la cual yacía la Bruja del Oriente.
–¿Qué pasa? -preguntó la ancianita, y al mirar rompió a reír. Los pies de la
Bruja muerta habían desaparecido por completo y no quedaban más que los
zapatos de plata. Era tan vieja que el sol la redujo a polvo. Así termina ella, pero los zapatos son
tuyos y te los daré para que los uses.
Recogió los zapatos y, luego de quitarles el polvo, se los entregó a Dorothy.
–La Bruja del Oriente estaba orgullosa de esos zapatos plateados -comentó
uno de los Munchkins-, y creo que tienen algo mágico, aunque nunca supimos cuál era su magia.
Dorothy los llevó al interior de la casa y los puso sobre la mesa. Cuando volvió a salir, dijo:
–Estoy ansiosa por volver al lado de mis tíos, pues es seguro que estarán
preocupados por mí. ¿Pueden ayudarme a encontrar el camino?
Los Munchkins y la Bruja se miraron unos a otros y luego a Dorothy. Al fin menearon las cabezas.
–Hacia Oriente, no muy lejos de aquí -dijo uno-, está el gran desierto que nadie puede cruzar.
–Lo mismo que en el Sur -declaró otro-, pues yo he estado allí y lo he visto.
El Sur es el país de los Quadlings.
–Y a mí me han dicho que en el Occidente es lo mismo -expresó el tercero-.
Y ese país, donde viven los Winkies, es gobernado por la Maligna Bruja de
Occidente, que te esclavizaría si pasaras por allí.
–En el Norte está mi país -dijo la ancianita-, y en su límite se ve el gran desierto
que rodea el País de Oz. Querida mía, mucho temo que tendrás que quedarte a vivir con nosotros.
Al oír esto, Dorothy empezó a sollozar, pues se sentía muy sola entre aquella
gente tan extraña. Sus lágrimas parecieron apenar a los bondadosos
Munchkins, los que en seguida sacaron sus pañuelos y rompieron también a
llorar. En cuanto a la Bruja buena, se quitó el gorro cónico y lo puso en
equilibrio sobre la punta de la nariz mientras contaba hasta tres con voz
solemne. Al instante, el gorro se convirtió en una pizarra sobre la que estaban
escritas con tiza las siguientes palabras:


DEJEN QUE DOROTHY VAYA A LA CIUDAD ESMERALDA


La ancianita se quitó la pizarra de la nariz y, una vez que hubo leído el mensaje, preguntó:
–¿Te llamas Dorothy, queridita?
–Sí. -La niña levantó la vista y se enjugó las lágrimas.
–Entonces debes ir a la Ciudad Esmeralda. Puede que Oz quiera ayudarte.
–¿Dónde está esa ciudad?
–En el centro exacto del país, y la gobierna Oz, el Gran Mago de quien te hablé.
–¿Es un buen hombre? -preguntó Dorothy en tono ansioso.
–Es un buen Mago. En cuanto a si es un hombre o no, nopodría decirlo, pues jamás lo he visto.
–¿Y cómo llegaré hasta allí?
–Tendrás que caminar. Es un viaje largo, por una región que tiene sus cosas
agradables y sus cosas terribles. Sin embargo, emplearé mis artes mágicas para protegerte de todo daño.
–¿No irá usted conmigo? -suplicó la niña, que había empezado a considerar a la ancianita como su única amiga.
–No puedo hacer tal cosa; pero te daré un beso, y nadie se atreverá a hacer
daño a una persona a quien ha besado la Bruja del Norte.
Acercóse a Dorothy y, con gran suavidad, la besó en la frente. La niña descubrió
más tarde que sus labios le habían dejado una señal luminosa en el lugar donde rozaron su piel.
–El camino que va a la Ciudad Esmeralda está pavimentado con ladrillos
amarillos -expresó la Bruja-, de modo que no podrás perderte. Cuando veas
a Oz, no le tengas miedo; cuéntale lo que te ha pasado y pídele que te ayude. Adiós, querida mía.
Los tres Munchkins se inclinaron respetuosamente ante la niña y le desearon
un agradable viaje, después de lo cual se alejaron por entre los árboles.
La Bruja le hizo una amable inclinación de cabeza, giró tres veces
sobre su tacón izquierdo y desapareció por completo, para gran sorpresa de
Toto, el que empezó a ladrar a más y mejor ahora que ella se había ido, pues
no se había atrevido a gruñir siquiera en su presencia.
Pero Dorothy, que sabía que era una bruja, estaba preparada para su brusca
partida, de modo que no sintió la menor sorpresa.

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