El retrato de Dorian Gray – Óscar Wilde
A las nueve de la mañana del día siguiente, el criado entró con una taza de
chocolate en una bandeja y abrió las contraventanas. Dorian dormía apaciblemente,
tumbado sobre el lado derecho, con una mano bajo la mejilla. Parecía
un adolescente agotado por el juego o el estudio.
El ayuda de cámara tuvo que tocarle dos veces en el hombro para despertarlo,
y mientras abría los ojos la sombra de una sonrisa cruzó por sus labios,
como si hubiera estado perdido en algún sueño placentero. En realidad
no había soñado en absoluto. Ninguna imagen, ni agradable ni dolorosa, había
turbado su descanso. Pero la juventud sonríe sin motivo. Es uno de sus mayores encantos.
Volviéndose, Dorian Gray empezó a tomar a sorbos el chocolate, apoyándose
en el codo. El dulce sol de noviembre entraba a raudales en el cuarto.
El cielo resplandecía y había en el aire una tibieza reconfortante. Era casi
como una mañana de mayo.
Poco a poco, los acontecimientos de la noche anterior penetraron en su
cerebro, avanzando a pasos furtivos con los pies manchados de sangre, hasta
recobrar su forma con terrible claridad. En su rostro apareció una mueca
de dolor al recordar todo lo que había sufrido y, por un momento, volvió a
apoderarse de él, llenándolo de una cólera glacial, el extraño sentimiento de
odio que le había obligado a matar a Basil Hallward. El muerto seguía sin
duda sentado en la silla, iluminado ahora por el sol. ¡Qué horrible imagen!
Cosas tan espantosas como aquélla eran para la oscuridad de la noche, no para la luz del día.
Sintió que si meditaba sobre lo que le había sucedido se exponía a enfermar
o a volverse loco. Había pecados cuya fascinación residía más en la
memoria que en su misma realización; extraños triunfos más gratificantes
para el orgullo que para las pasiones, y que daban a la inteligencia un sentimiento
de alegría más vivo, superior al gozo que procuran o podrían jamás
procurar a los sentidos. Pero este último no pertenecía a esa categoría. Se
trataba de algo que era necesario expulsar de la mente, adormecerlo con
opio, estrangularlo antes de que pudiera estrangularlo a uno.
Cuando el reloj dio la media, Dorian Gray se pasó la mano por la frente,
se levantó con decisión, y se vistió con más cuidado incluso del habitual,
prestando gran atención a la elección de la corbata y del alfiler, y cambiando
más de una vez de sortijas. También dedicó mucho tiempo al desayuno,
probando los diferentes platos, hablando con su ayuda de cámara sobre las
nuevas libreas que estaba pensando encargar para los criados de Selby, y
revisando la correspondencia. Algunas de las cartas le hicieron sonreír. Tres
le aburrieron. Una la leyó varias veces y luego la rasgó con un ligero gesto
de irritación en el rostro. «¡Qué calamidad, los recuerdos de una mujer!»,
como lord Henry había dicho en una ocasión.
Después de beber la taza de café solo, se limpió lentamente los labios con
la servilleta, hizo un gesto a su cría-do para que esperase y, dirigiéndose hacia
su escritorio, se sentó y redactó dos cartas. Guardó una en el bolsillo y tendió la otra al criado.
-Llévela al 152 de Hertford Street, Francis, y si el señor Campbell ha salido
de Londres, pida que le den su dirección.
Cuando se quedó solo encendió un cigarrillo y empezó a hacer dibujos en
un trozo de papel: primero flores, luego detalles arquitectónicos y, finalmente,
rostros. De repente advirtió que todas las caras que dibujaba parecían tener
un extraño parecido con Basil Hallward. Frunció el ceño y, poniéndose
en pie, se acercó a una estantería y tomó un volumen al azar. Estaba decidido
a no pensar en lo que había sucedido hasta que fuese absolutamente necesario hacerlo.
Después de tumbarse en el sofá miró el título del libro. Se trataba de
Émaux et Camées, la edición de Charpentier en papel japón, con un
grabado de Jacquemart. La encuadernación era de cuero verde limón,
con un enrejado en oro, salpicado de granadas. Se lo había regalado Adrian
Singleton. Al pasar las páginas, sus ojos se detuvieron en un poema sobre la
mano de Lacenaire, [16] la helada mano amarillenta «du supplice encore
mal lavée», con su vello rojo y sus «doigts de faune». Dorian Gray se miró
los dedos, blancos como la cera, tuvo un estremecimiento a su pesar, y siguió
adelante, hasta que llegó a las espléndidas estrofas dedicadas a Venecia:
Sur une gamme chromatique,
Le sein de perles ruisselant,
La Vénus de l’Adriatique
Sort de feau son corps rose et blanc.
Les dômes, sur l’azur des ondes
Suivant la phrase au pur contour,
S’enflent comme des gorges rondes
Que soulève un soupir d’amour.
L’esquif aborde et me dépose
Jetant son amarre au pilfer,
Devant une façade rose,
Sur le marbre d’un escalier.
¡Qué versos exquisitos! Al leerlos se tenía la impresión de estar flotando
por los verdes canales de la ciudad de color rosa y gris perla, sentado en una
góndola negra con la proa de plata y unos cendales arrastrados por la brisa.
Los versos mismos le parecían las rectas estelas azul turquesa que siguen al
visitante cuando navega hacia el Lido. Los repentinos estallidos de color le
recordaban los destellos de las palomas -la garganta de color ópalo e irisque
revolotean en torno al esbelto campanile acolmenado, o que pasean,
con tranquila elegancia, entre los polvorientos arcos en penumbra. Recostándose,
con los ojos semicerrados, Dorian repitió una y otra vez los versos:
Devant une façade rose,
Sur le marbre d’un escalier.
Toda Venecia estaba contenida allí. Recordó el otoño que había pasado en
la ciudad, y el maravilloso amor que le empujó a desenfrenadas y deliciosas
locuras. Había poesía por doquier. Porque Venecia, como Oxford, conservaba
el adecuado ambiente poético y, para el verdadero romántico, el ambiente
lo era todo, o casi todo. Basil pasó con él algún tiempo durante aquella
estancia, y se había entusiasmado con Tintoreto. ¡Pobre Basil! ¡Qué muerte tan horrible la suya!
Dorian Gray suspiró, abrió de nuevo el libro de Gautier, y se esforzó por
olvidar. Leyó los versos dedicados al pequeño café de Esmirna donde los
hayis pasan sus cuentas de ámbar, y los mercaderes enturbantados fuman
sus largas pipas adornadas con borlas, al tiempo que conversan sobre temas
profundos mientras las golondrinas entran y salen haciendo rápidos quiebros;
leyó sobre el obelisco de la Place de la Concorde que llora lágrimas de
granito en su solitario exilio sin sol y anhela volver al ardiente Nilo cubierto
de flores de loto, donde hay esfinges e ibis rosados y buitres blancos de garras
doradas y cocodrilos con ojillos de berilo que se arrastran por el
humeante cieno verde; y empezó a soñar con las estrofas que, extrayendo
música del mármol manchado de besos, hablan de la curiosa estatua que
Gautier compara con una voz de contralto, el «monstre charmant» tumbado
en el Louvre en la sala de los pórfidos. Pero al cabo de algún tiempo el libro
se le cayó de las manos. Le fue dominando el nerviosismo, que culminó con
un tremendo ataque de terror. ¿Qué sucedería si Alan Campbell no estaba
en Inglaterra? Tendrían que pasar días y días antes de que regresara. Quizás
se negara a volver. ¿Qué hacer entonces? Cada minuto contaba; era de importancia
vital. Habían sido grandes amigos en otro tiempo, cinco años
atrás; casi inseparables, a decir verdad. Luego su intimidad terminó bruscamente.
Cuando se encontraban en público, era Dorian Gray quien sonreía, nunca Alan Campbell.
Se trataba de un joven extraordinariamente inteligente, aunque sin verdadero
aprecio por las artes plásticas y que, si en algo había llegado a captar la
belleza de la poesía, se lo debía por completo a Dorian. Su pasión intelectual
dominante era la ciencia. En Cambridge pasaba gran parte del tiempo
trabajando en el laboratorio, y había obtenido una buena calificación en el
examen final de ciencias naturales. De hecho, aún seguía dedicado al estudio
de la química, y tenía laboratorio propio, donde solía encerrarse el día
entero, lo que irritaba mucho a su madre, que tendía a confundir a los químicos
con los boticarios, y a quien ilusionaba sobre todo que consiguiese un
escaño en el Parlamento. Campbell era, por otra parte, un músico excelente,
y tocaba el violín y el piano mejor que la mayoría de los aficionados. La
música había sido, de hecho, el lazo de unión entre Dorian Gray y él: la música
y la indefinible capacidad de atracción que Dorian podía utilizar a voluntad
y que de hecho utilizaba con frecuencia sin. ser consciente de ello.
Se habían conocido en casa de lady Berkshire la noche en que tocó allí Rubinstein,
y después se los veía con frecuencia juntos en la ópera y dondequiera
que se interpretara buena música. Su intimidad había durado dieciocho
meses. Campbell estaba siempre en Selby Royal o en Grosvenor
Square. Para él, como para muchos otros, Dorian Gray representaba el modelo
de todo lo que la vida tiene de maravilloso y fascinante.
Nadie sabía si habían llegado a pelearse. Pero, de repente, otras personas
se dieron cuenta de que apenas hablaban cuando se veían, y de que Campbell
se marchaba pronto de las fiestas a las que asistía Dorian Gray. Había
cambiado, por otra parte: se mostraba extrañamente melancólico a veces,
casi parecía que la música le desagradase, y no tocaba nunca, dando como
excusa, cuando se le pedía que interpretase algo, estar tan absorto en la
ciencia que le faltaba tiempo para practicar. Y era sin duda cierto. Cada día
que pasaba daba la impresión de estar más interesado por la biología, y su
nombre había aparecido una o dos veces en algunas de las revistas científicas,
en relación con ciertos curiosos experimentos.
Tal era el hombre que Dorian Gray esperaba. Su mirada se volvía hacia el
reloj a cada momento. A medida que pasaban los minutos aumentaba su
agitación. Finalmente se levantó y empezó a pasear por la estancia, con el
aspecto de un bello animal enjaulado. Caminaba a grandes zancadas que
tenían algo de furtivo. Y las manos se le habían quedado extrañamente frías.
La incertidumbre se hizo insoportable. Tuvo la impresión de que el tiempo
se arrastraba con pies de plomo, mientras él, empujado por monstruosos
huracanes, avanzaba hacia el borde dentado de un negro precipicio. Dorian
sabía lo que le esperaba allí abajo; lo veía, incluso, y, estremecido, se aplastó
con manos húmedas los párpados ardientes como si quisiera robarle la
vista al cerebro mismo, empujando los globos de los ojos hasta el fondo de
las órbitas. Pero era inútil. El cerebro disponía de su propio alimento, en el
que se cebaba, y la imaginación, lanzada a grotescos excesos por el terror,
se retorcía y deformaba como un ser vivo a causa del dolor, bailaba como
una horrible marioneta sobre un escenario, y hacía muecas detrás de máscaras
animadas. Luego, de repente, el Tiempo se detuvo para él. Sí; aquella
dimensión ciega, de lentísima respiración, dejó de arrastrarse, y horribles
pensamientos, puesto que el Tiempo había muerto, emprendieron una veloz
carrera y desenterraron el espantoso futuro de su tumba para mostrárselo.
Dorian lo contempló fijamente. Y el horror que sintió lo dejó petrificado.
Finalmente la puerta se abrió, dando paso al ayuda de cámara. Dorian
Gray lo miró con ojos vidriosos.
-El señor Campbell -anunció.
Un suspiro de alivio escapó entonces de los labios resecos de Dorian
Gray el color regresó a sus mejillas.
-Hágalo pasar ahora mismo, Francis -sintió que volvía a ser el de siempre.
Había superado el momento de cobardía.
El criado hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Instantes después entró
Alan Campbell, con aspecto severo y bastante pálido, la palidez intensificada
por los cabellos y las cejas de color negro azabache.
-¡Atan! ¡Cuánta amabilidad por tu parte! Te agradezco mucho que hayas venido.
-Me había propuesto no volver a pisar tu casa, Gray. Pero se me ha dicho
que era una cuestión de vida o muerte -su voz era dura y fría y hablaba con
estudiada lentitud. Había una expresión de desprecio en la mirada insistente
con que procedió a estudiar el rostro de Dorian. Mantenía las manos en los
bolsillos de su abrigo de astracán y dio la impresión de no haberse percatado
del gesto con el que había sido recibido.
-Sí; se trata de una cuestión de vida o muerte, Alan, y para más de una
persona. Haz el favor de sentarte.
Campbell ocupó una silla junto a la mesa, y Dorian se sentó frente a él.
Los dos hombres se miraron a los ojos. En los de Dorian había una infinita
compasión. Sabía que lo que se disponía a hacer era espantoso.
Después de un tenso momento de silencio, se inclinó hacia adelante y
dijo, con mucha calma, pero atento al efecto de cada palabra sobre el rostro de su visitante:
-Alan, en una habitación cerrada con llave en el ático de esta casa, en una
habitación a la que nadie, excepto yo mismo, tiene acceso, hay un muerto
sentado ante una mesa. Hace ya diez horas que falleció. No te muevas, ni
me mires de esa manera. Quién es esa persona, por qué ha muerto, cómo ha
muerto, son cuestiones que no te conciernen. Lo que tienes que hacer es esto…
-Basta, Gray. No quiero saber nada más. Ignoro si lo que me acabas de
contar es mentira o verdad. No me importa. Me niego por completo a verme
mezclado en tu vida. Guarda para ti solo tus horribles secretos. Han dejado de interesarme.
-Tienen que interesarte, Alan. Éste, en concreto, va a tener que interesarte.
Lo siento muchísimo por ti, pero no puedo evitarlo. Eres la única persona
que me puede salvar. Estoy obligado a forzar tu intervención. No tengo
alternativa. Eres un hombre de ciencia, Alan. Sabes química y otras cosas
relacionadas con ella. Has hecho experimentos. Se trata de que destruyas el
cuerpo sin vida que está ahí arriba; de destruirlo de manera que no quede el
menor rastro. Nadie vio entrar a esa persona en esta casa. Se piensa, de hecho,
que se encuentra actualmente en París. Pasarán meses antes de que se
le eche de menos. Cuando eso suceda, es preciso que no quede aquí traza
alguna suya. Tú, Alan, debes encargarte de convertirlos, a él y a todas sus
pertenencias, en un puñado de cenizas que puedan esparcirse al viento.
-Estás loco, Dorian.
-¡Ah! Esperaba anhelante a que me llamaras Dorian. -Estás loco, te lo repito…
Loco por imaginar que vaya a alzar un dedo por ayudarte, loco por
hacer esa confesión monstruosa. No quiero tener nada que ver con ese asunto,
se trate de lo que se trate. ¿Me crees dispuesto a poner en peligro mi
reputación por ti? ¿Qué me importa en qué tarea diabólica te hayas metido?
-Se trata de un suicidio, Alan.
-Me alegro de saberlo. Pero, ¿quién lo ha empujado al suicidio? Estoy
seguro de que has sido tú.
-¿Sigues negándote a hacer lo que te pido?
-Claro que me niego. No quiero tener nada que ver con ello. No me importa
lo que te acarree. Mereces todo lo que te suceda. No me entristecerá
verte deshonrado, públicamente deshonrado. ¿Cómo te atreves a pedirme, a
mí especialmente, que tome parte en ese horror? Hubiera creído que entendías
mejor la manera de ser de las personas. Quizá tu amigo lord Henry
Wotton no te ha enseñado tanto sobre psicología, aunque te haya enseñado
mucho sobre otras cosas. Nada me llevará a dar un paso por ayudarte. Te
has equivocado de persona. Acude a alguno de tus amigos. No a mí.
-Ha sido un asesinato, Alan. Lo he matado. No sabes lo que me ha hecho
sufrir. Se piense lo que se quiera de mi vida, él ha contribuido más a destrozarla
que el pobre Harry. Quizá no fuera su intención, pero el resultado ha sido el mismo.
-¡Asesinato! ¡Cielo santo, Dorian! ¿A eso has llegado finalmente? No te
denunciaré. No es asunto mío. Además, sin necesidad de que yo mueva un
dedo acabarán por detenerte. Nadie comete nunca un delito sin hacer algo
estúpido. Pero me niego a intervenir.
-Tendrás que hacerlo. Espera, espera un momento; escúchame. Sólo tienes
que oírme. Todo lo que te pido es que lleves a cabo un determinado experimento
científico. Vas a los hospitales y a los depósitos de cadáveres y
los horrores que ves allí no te afectan. Si en una espantosa sala de disección
o en un laboratorio maloliente encontraras a un ser humano sobre una mesa
de plomo al que se han hecho unas incisiones rojas para permitir que salga
la sangre, lo mirarías como una cosa admirable. No te inmutarías. No pensarías
que estabas haciendo nada reprobable. Considerarías, por el contrario,
que trabajabas en beneficio de la raza humana, o que aumentabas su
caudal de conocimientos, o satisfacías su curiosidad intelectual, o algo por
el estilo. Lo que quiero que hagas es, sencillamente, algo que ya has hecho
muchas veces. A decir verdad, destruir un cadáver debe de ser mucho menos
horrible que lo que estás acostumbrado a hacer. Y recuerda que es la
única prueba contra mí. Si se descubre, estoy perdido; y se sabrá sin duda, a
menos que tú me ayudes.
-No tengo el menor deseo de ayudarte. Eso es algo que olvidas. Lo único
que me inspira todo este asunto es indiferencia. No tiene nada que ver conmigo.
-Alan, te lo suplico. Piensa en qué situación me encuentro. Unos instantes
antes de que llegaras el terror casi ha hecho que me desmayara. Quizá tú
también conozcas el terror algún día. ¡No! No pienses en eso. Míralo desde
una perspectiva estrictamente científica. Tú no preguntas de dónde proceden
los cadáveres con los que experimentas. Tampoco es necesario que lo
investigues ahora. Ya te he contado demasiado. Pero te suplico que lo hagas.
Fuimos amigos en otro tiempo, Alan.
-No hables de eso. Aquellos días están muertos.
-A veces lo que está muerto perdura. El individuo del ático no desaparecerá.
Está sentado en la mesa con la cabeza caída y los brazos colgando.
¡Alan, por favor! Si no vienes en mi ayuda, estoy perdido. ¡Me ahorcarán!
¿Es que no lo entiendes? Me ahorcarán por lo que he hecho. -No sirve de
nada que prolongues esta escena. Me niego categóricamente a intervenir en
este asunto. Tienes que estar loco para pedirme una cosa así.
-¿Te niegas?
-Sí.
-Te lo suplico, Alan.
-Es inútil.
La misma expresión compasiva apareció de nuevo en los ojos de Dorian
Gray. Luego extendió el brazo, tomó un trozo de papel y escribió algo en él.
Lo releyó dos veces, lo dobló cuidadosamente y lo empujó hasta el otro
lado de la mesa. Después se levantó, acercándose a la ventana.
Campbell le miró sorprendido, y luego recogió el papel y lo abrió. Mientras
lo leía su rostro adquirió una palidez cenicienta y tuvo que recostarse en
el respaldo de la silla. Le invadió una sensación de náusea infinita. Sintió
que el corazón le latía en una vacía premonición de muerte.
Al cabo de dos o tres minutos de terrible silencio, Dorian, abandonando
la ventana, se situó tras él y le puso una mano en el hombro.
-Lo siento por ti, Alan -murmuró-, pero no me has dado otra opción. La
carta está escrita. La tengo aquí. Ya ves a quién va dirigida. Si no me ayudas,
la enviaré. Sabes cuáles serán las consecuencias. Pero me vas a ayudar.
Es imposible que te niegues. He tratado de evitártelo. Has de reconocerlo.
Te has mostrado inflexible, duro, ofensivo. Me has tratado como nadie se ha
atrevido a tratarme nunca; nadie que esté vivo, al menos. Lo he soportado
todo. Pero ahora soy yo quien impone las condiciones.
Campbell ocultó el rostro entre las manos, recorrido el cuerpo por un estremecimiento.
-Sí; soy yo quien pone las condiciones, Alan. Ya sabes cuáles son. Se trata
de hacer algo muy sencillo. Vamos, no te desesperes. Es inevitable.
Acéptalo, y haz lo que tienes que hacer.
A Campbell se le escapó un gemido, y empezó a temblar de pies a cabeza.
Le pareció que el tictac del reloj situado en la repisa de la chimenea dividía
el tiempo en átomos de dolor, cada uno de ellos demasiado terrible
para soportarlo. Sentía como si un anillo de hierro, lentamente, se estrechara
en torno a su frente, como si el deshonor con que se le amenazaba hubiera
descendido ya sobre él. La mano posada sobre su hombro parecía hecha de plomo.
-Vamos, Alan; tienes que decidirte ya.
-No lo puedo hacer -dijo maquinalmente, como si las palabras pudieran
alterar la realidad.
-Has de hacerlo. No tienes elección. No te empeñes en retrasarlo.
Campbell vaciló un momento.
-¿Hay un fuego en la habitación del ático? -Sí; una toma de gas con placas de amianto.
-Tendré que ir a mi casa y recoger algunas cosas del laboratorio.
-No, Alan; no puedes salir de esta casa. Escribe en un papel lo que quieres
y mi criado irá en un coche a buscarlo. Campbell garrapateó unas líneas,
secó la tinta, y escribió en un sobre el nombre de su ayudante. Dorian tomó
la nota y la leyó cuidadosamente. Luego tocó la campanilla y entregó la carta
a su ayuda de cámara, ordenándole que volviera cuanto antes con las cosas solicitadas.
Al cerrarse la puerta principal, Campbell tuvo un sobresalto y, levantándose
de la silla, se acercó a la chimenea. Temblaba como atacado por la fiebre.
Durante cerca de veinte minutos nadie habló. Una mosca zumbó ruidosamente
por el cuarto y el tictac del reloj era como el golpear de un martillo.
Cuando el carillón dio la una, Campbell se volvió y, al mirar a Dorian
Gray, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Había algo en la pureza y el
refinamiento de aquel rostro lleno de tristeza que pareció enfurecerlo.
-¡Eres un infame! ¡Un ser absolutamente repugnante! -murmuró.
-Calla, Alan: me has salvado la vida -dijo Dorian Gray. -¿La vida? ¡Cielo
santo! ¿Qué vida es ésa? Has ido de corrupción en corrupción y ahora has
coronado tus hazañas con un asesinato. Al hacer lo que voy a hacer, lo que
me obligas a hacer, no es en tu vida en lo que estoy pensando.
-Atan, Alan -murmuró Dorian Gray con un suspiro-, quisiera que sintieras
por mí una milésima parte de la compasión que me inspiras -se volvió
mientras hablaba y se quedó mirando el jardín.
Campbell no respondió.
Al cabo de unos diez minutos se oyó llamar a la puerta, y entró el criado
con una gran caja de caoba llena de productos químicos, junto con un rollo
de hilo de acero y platino, así como dos pinzas de hierro de forma bastante extraña.
-¿He de dejar aquí estas cosas? -le preguntó a Campbell.
-Sí -respondió Dorian-. Y mucho me temo, Francis, que aún tengo otro
encargo para usted. ¿Cómo se llama esa persona de Richmond que lleva orquídeas a Selby?
-Harden, señor.
-Eso es, Harden. Tiene usted que ir a Richmond de inmediato, ver a Harden
en persona y decirle que mande el doble de orquídeas de las que había
encargado, y que de las blancas ponga el menor número posible. De hecho,
dígale que no quiero ninguna blanca. Hace muy buen día, Francis, y Richmond
es un sitio muy bonito, de lo contrario no le diría que fuese.
-No es ninguna molestia, señor. ¿A qué hora debo estar de vuelta?
Dorian miró a Campbell.
-¿Cuánto durará tu experimento, Alan? -preguntó con voz tranquila, indiferente.
La presencia de una tercera persona en la habitación parecía darle
un valor extraordinario.
Campbell frunció el entrecejo y se mordió los labios. -Unas cinco horas – respondió.
-Bastará, entonces, con que esté de vuelta para las siete y media. Mejor,
quédese allí: deje las cosas preparadas para que pueda vestirme. Tómese la
tarde libre. No cenaré en casa, de manera que no voy a necesitarlo.
-Muchas gracias, señor -dijo el ayuda de cámara, abandonando la habitación.
-Bien, Alan, no hay un momento que perder. ¡Cuánto pesa esta caja! Yo
te la llevaré. Encárgate tú de lo demás -hablaba rápidamente y con acento
autoritario. Campbell se sintió dominado por él. Juntos salieron de la habitación.
Cuando llegaron al descansillo del ático, Dorian sacó la llave y la hizo
girar en la cerradura. Luego se detuvo, una mirada de incertidumbre en los
ojos. Se estremeció.
-Me parece que no soy capaz de entrar -murmuró.
-No importa. No te necesito para nada -respondió Campbell con frialdad.
Dorian Gray abrió a medias la puerta. Al hacerlo, vio el rostro del retrato,
mirándolo, socarrón, iluminado por la luz del sol. En el suelo, delante, se
hallaba la cortina rasgada. Recordó que la noche anterior había olvidado,
por primera vez en su vida, esconder el lienzo maldito, y se disponía a abalanzarse,
cuando retrocedió, estremecido.
¿Qué era aquel repugnante rocío rojo que brillaba, reluciente y húmedo,
sobre una de sus manos, como si el lienzo hubiera sudado sangre? ¡Qué
cosa tan espantosa! Por un momento le pareció más espantosa aún que la
presencia silenciosa derrumbada sobre la mesa, la presencia cuya grotesca
sombra en la alfombra manchada de sangre le indicaba que seguía sin moverse,
que seguía allí, en el mismo sitio donde él la había dejado.
Respiró hondo, abrió un poco más la puerta y, con los ojos medio cerrados
y la cabeza vuelta, entró rápidamente, decidido a no mirar ni siquiera
una vez al muerto. Luego, agachándose, recogió la tela morada y oro y la
arrojó directamente sobre el cuadro.
A continuación se inmovilizó, temiendo volverse, y sus ojos se concentraron
en las complejidades del motivo decorativo que tenía delante. Oyó
cómo Campbell entraba en el cuarto con la pesada caja de caoba, así como
con los hierros y las otras cosas que había pedido para su espantoso trabajo.
Empezó a preguntarse si Basil Hallward y Alan se habrían visto alguna vez
y, en ese caso, qué habrían pensado el uno del otro.
-Ahora déjame -dijo tras él una voz severa.
Dorian Gray dio media vuelta y salió precipitadamente, no sin advertir
que el muerto había vuelto a apoyar la espalda contra la silla y que Campbell
contemplaba un rostro amarillento que brillaba. Mientras descendía las
escaleras oyó cómo la llave giraba por dentro en la cerradura.
Hacía tiempo que habían dado las siete cuando Campbell se presentó de
nuevo en la biblioteca. Estaba pálido, pero muy tranquilo.
-He hecho lo que me habías pedido que hiciera -murmuró-. Y ahora,
adiós. Espero que no volvamos a vernos nunca.
-Me has salvado del desastre, Alan. Eso no lo puedo olvidar-dijo Dorian
Gray con sencillez.
Tan pronto como Campbell salió de la casa, subió al ático. En la habitación
había un horrible olor a ácido nítrico. Pero la cosa sentada ante la mesa
había desaparecido.