El retrato de Dorian Gray – Óscar Wilde
Aquella noche, por alguna razón, el teatro estaba abarrotado, y el gordo empresario
judío que los recibió en la puerta, sonriendo trémulamente de oreja
a oreja con expresión untuosa, procedió a escoltarlos hasta el palco con
pomposa humildad, agitando sus gruesas manos enjoyadas y hablando a voz
en grito. Dorian Gray sintió que le desagradaba más que nunca. Le pareció
que viniendo en busca de Miranda se había encontrado con Calibán. A lord
Henry, por el contrario, más bien le gustó. Al menos eso fue lo que dijo, e
insistió en estrecharle la mano, asegurándole que estaba orgulloso de conocer
al hombre que había descubierto a una joya de la interpretación y que se
había arruinado a causa de un poeta. Hallward se divirtió con los rostros del
patio de butacas. El calor era insoportable, y la enorme lámpara ardía como
una dalia monstruosa con pétalos de fuego amarillo. Los jóvenes del paraíso
se habían quitado chaquetas y chalecos, colgándolos de las barandillas. Hablaban
entre sí de un lado a otro del teatro y compartían sus naranjas con las
llamativas chicas que los acompañaban. Algunas mujeres reían en el patio
de butacas, con voces chillonas y discordantes. Desde el bar llegaba el ruido
del descorchar de las botellas.
-¡Qué lugar para encontrar a una diosa! -dijo lord Henry.
-¡Es cierto! -respondió Dorian Gray-. Pero fue aquí donde la encontré, y
Sibyl es la encarnación de la divinidad. Cuando actúe, te olvidarás de todo.
Esas gentes vulgares y toscas, de rostros primitivos y gestos brutales, se
transforman cuando Sibyl está en el escenario. Callan y escuchan. Lloran y
ríen cuando Sibyl quiere que lo hagan. Consigue que respondan como las
cuerdas de un violín. Los espiritualiza, y se siente que están hechos de la
misma carne y sangre que nosotros.
-¡La misma carne y sangre que nosotros! ¡Espero que no! -exclamó lord
Henry, que observaba a los ocupantes del paraíso con sus gemelos de teatro.
-No le hagas caso, Dorian -dijo el pintor-. Yo sí entiendo lo que quieres
decir y estoy convencido de que esa chica es como dices. La mujer a quien
tú ames ha de ser maravillosa, y cualquier muchacha que consigue el efecto
que describes ha de ser espléndida y noble. Espiritualizar a la propia
época…, eso es algo que merece la pena. Si Sibyl es capaz de dar un alma a
quienes han vivido sin ella, si crea un sentimiento de belleza en personas
cuyas vidas han sido sórdidas y miserables, si los libera de su egoísmo y les
presta lágrimas por sufrimientos que no son suyos, se merece toda tu adoración,
se merece la adoración del mundo entero. Tu matrimonio con ella es
un acierto. Al principio no lo creía así, pero ahora lo veo de otra manera.
Los dioses han hecho a Sibyl Vane para ti. Sin ella hubieras quedado incompleto.
-Gracias, Basil -respondió Dorian Gray, dándole un apretón de manos-.
Sabía que me entenderías. Harry es tan cínico que me aterra. Pero aquí llega
la orquesta. Aunque espantosa, sólo toca unos cinco minutos aproximadamente.
Luego se levanta el telón, y veréis a la muchacha a quien voy a dar
toda mi vida, y a la que ya he dado todo lo bueno que hay en mí.
Un cuarto de hora después, acompañada de unos aplausos estruendosos,
Sibyl Vane apareció en el escenario. Sí, no había duda de su encanto; era,
pensó lord Henry, una de las criaturas más encantadoras que había visto
nunca. Había algo de gacela en su gracia tímida y en sus ojos sorprendidos.
Un ligero arrebol, como la sombra de una rosa en un espejo de plata, se asomó
a sus mejillas cuando vio el teatro abarrotado y entusiasta. Retrocedió
unos pasos y pareció que le temblaban los labios. Basil Hallward se puso en
pie y empezó a aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray siguió
sentado, mirándola fijamente. Lord Henry la examinó con sus gemelos y
murmuró: «Encantadora, encantadora».
La acción transcurría en el vestíbulo de la casa de los Capuleto, y Romeo,
vestido de peregrino, había entrado con Mercutio y sus amigos. Los músicos
tocaron unos compases de acuerdo con sus posibilidades y comenzó la
danza. Entre la multitud de actores desangelados y pobremente vestidos,
Sibyl Vane se movía como una criatura de un mundo superior. Su cuerpo se
agitaba, al bailar, como se mueve una planta dentro del agua. Las ondulaciones
de su garganta eran las ondulaciones de un lirio blanco. Sus manos
parecían hechas de sereno marfil.
Y, sin embargo, resultaba curiosamente apática. No manifestó signo alguno
de alegría cuando sus ojos se posaron sobre Romeo. Las pocas palabras
que tenía que decir:
Buen peregrino, no reproches tanto
a tu mano un fervor tan verdadero:
si juntan manos peregrino y santo,
palma con palma es beso de palmero…
junto con el breve diálogo que sigue, fueron pronunciadas de manera
completamente artificial. La voz era exquisita, pero desde el punto de vista
de tono, absolutamente falsa. La coloración era equivocada. Privaba de vida
a los versos. Hacía que la pasión resultase irreal.
Dorian Gray fue palideciendo mientras la contemplaba. Estaba desconcertado
y lleno de ansiedad. Ninguno de sus dos amigos se atrevía a decir
nada. Sibyl les parecía absolutamente incompetente. Se sentían horriblemente decepcionados.
De todos modos, comprendían que la verdadera prueba de cualquier Julieta
es la escena del balcón en el segundo acto. Esperarían a que llegara. Si
fallaba allí, todo habría acabado.
De nuevo estaba encantadora cuando reapareció al claro de luna. Eso no
se podía negar. Pero lo forzado de su interpretación resultaba insoportable,
y fue empeorando con el paso del tiempo. Sus gestos se hicieron absurdamente
artificiales. Subrayaba excesivamente todo lo que tenía que decir. El hermoso pasaje:
La noche me oculta con su velo;
si no, el rubor teñiría mis mejillas
por lo que antes me has oído decir.
fue declamado con la penosa precisión de una colegiala a quien ha enseñado
a recitar un profesor de elocución de tercera categoría. Y cuando se
asomó al balcón y llegó a los maravillosos versos:
Aunque seas mi alegría,
no me alegra nuestro acuerdo de esta noche:
demasiado brusco, imprudente, repentino,
igual que el relámpago, que cesa
antes de poder nombrarlo. Amor, buenas noches.
Con el aliento del verano, este brote amoroso
puede dar bella flor cuando volvamos a vernos…
dijo las palabras como si carecieran por completo de sentido. No era nerviosismo.
De hecho, lejos de estar nerviosa, parecía absolutamente dueña de
sí misma. Era sencillamente una mala interpretación, y Sibyl un completo desastre.
Incluso el público del patio de butacas y del paraíso, vulgar y sin educación,
había perdido interés por la obra. Incómodos, empezaban a hablar en
voz alta y a silbar. El empresario judío, de pie tras los asientos del primer
anfiteatro, golpeaba el suelo con los pies y protestaba indignado. Tan sólo
Sibyl permanecía indiferente.
Al término del segundo acto se produjo una tormenta de silbidos. Lord
Henry se levantó de su asiento y se puso el gabán.
-Es muy hermosa, Dorian -dijo-, pero incapaz de interpretar. Vámonos.
-Voy a quedarme hasta el final -respondió el joven, con una voz crispada
y llena de amargura-. Siento mucho haberos hecho perder la velada. Os pido disculpas a los dos.
-Mi querido Dorian, a mí me parece que la señorita Vane está enferma –
interrumpió Hallward-. Vendremos otra noche.
-Ojalá estuviera enferma -replicó Dorian Gray-. Pero a mí me ha parecido
sencillamente insensible y fría. Ha cambiado por completo. Anoche era
una gran artista. Hoy es una actriz vulgar, mediocre.
-No hables así de alguien a quien amas, Dorian. El amor es más maravilloso que el arte.
-Los dos son formas de imitación -señaló lord Henry-. Pero será mejor
que nos vayamos. No debes seguir aquí por más tiempo, Dorian. No es
bueno para la moral ver una mala interpretación. Además, supongo que no
querrás que tu esposa actúe en el teatro. En ese caso, ¿qué importa si interpreta
Julieta como una muñeca de madera? Es encantadora, y si sabe tan
poco de la vida como de actuar en el teatro, será una experiencia deliciosa.
Sólo hay dos clases de personas realmente fascinantes: las que lo saben absolutamente
todo y las que no saben absolutamente nada. Santo cielo, muchacho,
¡no pongas esa expresión tan trágica! El secreto para conservar la
juventud es no permitirse ninguna emoción impropia. Ven al club con Basil
y conmigo. Fumaremos cigarrillos y beberemos para celebrar la belleza de
Sibyl Vane, que es muy hermosa. ¿Qué más puedes querer?
-Vete, Harry -exclamó el joven-. Quiero estar solo. Y tú también, Basil.
¿Es que no veis que se me está rompiendo el corazón?
Lágrimas ardientes le asomaron a los ojos. Le temblaban los labios y, dirigiéndose
al fondo del palco, se apoyó contra la pared, escondiendo la cara entre las manos.
-Vámonos, Basil -dijo lord Henry, con una extraña ternura en la voz. Un
instante después habían desaparecido.
Casi enseguida se encendieron las candilejas y se alzó el telón para el tercer
acto. Dorian Gray volvió a su asiento. Estaba pálido, pero orgulloso e
indiferente. La obra se fue arrastrando, interminable. La mitad del público
abandonó la sala, haciendo ruido con sus pesadas botas y riéndose. La representación
había sido un fiasco total. El último acto se interpretó ante una
sala casi vacía. Una risa contenida y algunas protestas saludaron la caída del último telón.
Nada más terminar la obra, Dorian pasó entre bastidores, para dirigirse al
camerino de la actriz. Encontró allí a Sibyl, con una expresión triunfal en el
rostro y los ojos llenos de fuego. Estaba radiante. Sonreía, los labios ligeramente
abiertos, a causa de un secreto muy personal.
Al entrar Dorian, la muchacha lo miró y apareció en su rostro una expresión
de infinita alegría.
-¡Qué mal he actuado esta noche, Dorian! -exclamó. -¡Horriblemente
mal! -respondió él, contemplándola asombrado-. ¡Espantoso! Ha sido terrible.
¿Estás enferma? No puedes hacerte idea de lo que ha sido. No te imaginas
cómo he sufrido.
La muchacha sonrió.
-Dorian -respondió, acariciando el nombre del amado con la prolongada
música de su voz, como si fuera más dulce que miel para los rojos pétalos
de su boca-. Dorian, deberías haberlo entendido. Pero ahora lo entiendes ya,
¿no es cierto?
-¿Entender qué? -preguntó él, colérico.
-El porqué de que lo haya hecho tan mal esta noche. El porqué de que de
ahora en adelante lo haga siempre mal. El porqué de que no vuelva nunca a actuar bien.
Dorian se encogió de hombros.
-Supongo que estás enferma. Cuando estés enferma no deberías actuar.
Te pones en ridículo. Mis amigos se han aburrido. Yo me he aburrido.
Sibyl parecía no escucharlo. Estaba transfigurada por la alegría. Dominada
por un éxtasis de felicidad. -Dorian, Dorian -exclamó-, antes de conocerte,
actuar era la única realidad de mi vida. Sólo vivía para el teatro. Creía
que todo lo que pasaba en el teatro era verdad. Era Rosalinda una noche y
Porcia otra. La alegría de Beatriz era mi alegría, e igualmente mías las penas
de Cordelia. Lo creía todo. La gente vulgar que trabajaba conmigo me
parecía tocada de divinidad. Los decorados eran mi mundo. Sólo sabía de
sombras, pero me parecían reales. Luego llegaste tú, ¡mi maravilloso amor!,
y sacaste a mi alma de su prisión. Me enseñaste qué es la realidad. Esta noche,
por primera vez en mi vida, he visto el vacío, la impostura, la estupidez
del espectáculo sin sentido en el que participaba. Hoy, por vez primera, me
he dado cuenta de que Romeo era horroroso, viejo, y de que iba maquillado;
que la luna sobre el huerto era mentira, que los decorados eran vulgares y
que las palabras que decía eran irreales, que no eran mías, no eran lo que yo
quería decir. Tú me has traído algo más elevado, algo de lo que todo el arte
no es más que un reflejo. Me has hecho entender lo que es de verdad el
amor. ¡Amor mío! ¡Mi príncipe azul! ¡Príncipe de mi vida! Me he cansado
de las sombras. Eres para mí más de lo que pueda ser nunca el arte. ¿Qué
tengo yo que ver con las marionetas de una obra? Cuando he salido a escena
esta noche, no entendía cómo era posible que me hubiera quedado sin
nada. Pensaba hacer una interpretación maravillosa y de pronto he descubierto
que era incapaz de actuar. De repente he comprendido lo que significa
amarte. Saberlo me ha hecho feliz. He sonreído al oír protestar a los espectadores.
¿Qué saben ellos de un amor como el nuestro? Llévame lejos,
Dorian; llévame contigo a donde podamos estar completamente solos. Aborrezco
el teatro. Sé imitar una pasión que no siento, pero no la que arde dentro
de mí como un fuego. Dorian, Dorian, ¿no entiendes lo que significa?
Incluso aunque pudiera hacerlo, sería para mí una profanación representar
que estoy enamorada. Tú me has hecho verlo.
Dorian se dejó caer en el sofá y evitó mirarla.
-Has matado mi amor -murmuró.
Sibyl lo miró asombrada y se echó a reír. El muchacho no respondió. Ella
se acercó, y con una mano le acarició el pelo. A continuación se arrodilló y
se apoderó de sus manos, besándoselas. Dorian las retiró, estremecido por un escalofrío.
Luego se puso en pie de un salto, dirigiéndose hacia la puerta.
-Sí -exclamó-; has matado mi amor. Eras un estímulo para mi imaginación.
Ahora ni siquiera despiertas mi curiosidad. No tienes ningún efecto
sobre mí. Te amaba porque eras maravillosa, porque tenías genio e inteligencia,
porque hacías reales los sueños de los grandes poetas y dabas forma
y contenido a las sombras del arte. Has tirado todo eso por la ventana. Eres
superficial y estúpida. ¡Cielo santo! ¡Qué loco estaba al quererte! ¡Qué imbécil
he sido! Ya no significas nada para mí. Nunca volveré a verte. Nunca
pensaré en ti. Nunca mencionaré tu nombre. No te das cuenta de lo que representabas
para mí. Pensarlo me resulta intolerable. ¡Quisiera no haberte
visto nunca! Has destruido la poesía de mi vida. ¡Qué poco sabes del amor
si dices que ahoga el arte! Sin el arte no eres nada. Yo te hubiera hecho famosa,
espléndida, deslumbrante. El mundo te hubiera adorado, y habrías
llevado mi nombre. Pero, ahora, ¿qué eres? Una actriz de tercera categoría
con una cara bonita.
Sibyl palideció y empezó a temblar. Juntó las manos, apretándolas mucho,
y dijo, con una voz que se le perdía en la garganta:
-No hablas en serio, ¿verdad, Dorian? -murmuró-. Estás actuando.
-¿Actuando? Eso lo dejo para ti, que lo haces tan bien -respondió él con amargura.
Alzándose de donde se había arrodillado y, con una penosa expresión de
dolor en el rostro, la muchacha cruzó la habitación para acercarse a él. Le
puso la mano en el brazo, mirándole a los ojos. Dorian la apartó con violencia.
-¡No me toques! -gritó.
A Sibyl se le escapó un gemido apenas audible mientras se arrojaba a sus
pies, quedándose allí como una flor pisoteada.
-¡No me dejes, Dorian! -susurró-. Siento no haber interpretado bien mi
papel. Pensaba en ti todo el tiempo. Pero lo intentaré, claro que lo intentaré.
Se me presentó tan de repente…, mi amor por ti. Creo que nunca lo habría
sabido si no me hubieras besado, si no nos hubiéramos besado. Bésame otra
vez, amor mío. No te alejes de mí. No lo soportaría. No me dejes. Mi hermano…
No; es igual. No sabía lo que decía. Era una broma… Pero tú, ¿no
me puedes perdonar lo que ha pasado esta noche? Trabajaré muchísimo y
me esforzaré por mejorar. No seas cruel conmigo, porque te amo más que a
nada en el mundo. Después de todo, sólo he dejado de complacerte en una
ocasión. Pero tienes toda la razón, Dorian, tendría que haber demostrado
que soy una artista. Qué cosa tan absurda; aunque, en realidad, no he podido
evitarlo. No me dejes, por favor -un ataque de apasionados sollozos la
atenazó. Se encogió en el suelo como una criatura herida, y los labios bellamente
dibujados de Dorian Gray, mirándola desde lo alto, se curvaron en un
gesto de consumado desdén. Las emociones de las personas que se ha dejado
de amar siempre tienen algo de ridículo. Sibyl Vane le resultaba absurdamente
melodramática. Sus lágrimas y sus sollozos le importunaban.
-Me voy -dijo por fin, con voz clara y tranquila-. No quiero parecer descortés,
pero me será imposible volver a verte. Me has decepcionado.
Sibyl lloraba en silencio, pero no respondió; tan sólo se arrastró, para
acercarse más a Dorian. Extendió las manos ciegamente, dando la impresión
de buscarlo. El muchacho se dio la vuelta y salió de la habitación.
Unos instantes después había abandonado el teatro.
Apenas supo dónde iba. Más tarde recordó haber vagado por calles mal
iluminadas, de haber atravesado lúgubres pasadizos, poblados de sombras
negras y casas inquietantes. Mujeres de voces roncas y risas ásperas lo habían
llamado. Borrachos de paso inseguro habían pasado a su lado entre
maldiciones, charloteando consigo mismos como monstruosos antropoides.
Había visto niños grotescos apiñados en umbrales y oído chillidos y juramentos
que salían de patios melancólicos.
Al rayar el alba se encontró cerca de Covent Garden. Al alzarse el velo
de la oscuridad, el cielo, enrojecido por débiles resplandores, se vació hasta
convertirse en una perla perfecta. Grandes carros, llenos de lirios balanceantes,
recorrían lentamente la calle resplandeciente y vacía. El aire se llenó
con el perfume de las flores, y su belleza pareció proporcionarle un analgésico
para su dolor. Siguió caminando hasta el mercado, y contempló
cómo descargaban los vehículos. Un carrero de blusa blanca le ofreció unas
cerezas. Dorian le dio las gracias y, preguntándose por qué el otro se había
negado a aceptar dinero a cambio, empezó a comérselas distraídamente. Las
habían recogido a media noche, y tenían la frialdad de la luna. Una larga
hilera de muchachos que transportaban cajones de tulipanes y de rosas amarillas
y rojas desfilaron ante él, abriéndose camino entre enormes montones,
verde jade, de hortalizas. Bajo el gran pórtico, de columnas grises desteñidas
por el sol, una bandada de chicas desarrapadas, con la cabeza descubierta,
esperaban, ociosas, a que terminara la subasta. Otras se amontonaban alrededor
de las puertas batientes del café de la Piazza. Los pesados percherones
se resbalaban y golpeaban con fuerza los ásperos adoquines, agitando
sus arneses con campanillas. Algunos de los cocheros dormían sobre montones
de sacos. Con sus cuellos metálicos y sus patas rosadas, las palomas
corrían de acá para allá picoteando semillas.
Después de algún tiempo, Dorian Gray paró un coche de punto que lo llevó
a su casa. Una vez allí, se detuvo unos instantes en el umbral, recorriendo
con la mirada la plaza silenciosa, con sus ventanas vacías, sus contraventanas,
y los estores de mirada fija. El cielo se había convertido en un puro
ópalo, y los tejados de las casas brillaban como plata bajo él. De alguna chimenea
al otro lado de la plaza empezaba a alzarse una delgada columna de
humo que pronto curvó en el aire nacarado sus volutas moradas.
En la enorme linterna veneciana -botín dorado de alguna góndola ducalque
colgaba del techo del gran vestíbulo revestido de madera de roble, aún
ardían las luces de tres mecheros, semejantes a delgados pétalos azules con
un borde de fuego blanco. Los apagó y, después de arrojar capa y sombrero
sobre la mesa, cruzó la biblioteca en dirección a la puerta de su dormitorio,
una amplia habitación octogonal en el piso bajo que, dada su reciente pasión
por el lujo, acababa de hacer decorar a su gusto, colgando de las paredes
curiosas tapicerías renacentistas que habían aparecido almacenadas en
un ático olvidado de Selby Royal. Mientras giraba la manecilla de la puerta,
su mirada se posó sobre el retrato pintado por Basil Hallward. La sorpresa
le obligó a detenerse. Luego entró en su cuarto sin perder la expresión de
perplejidad. Después de quitarse la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta,
pareció vacilar. Finalmente regresó a la biblioteca, se acercó al cuadro y
lo examinó con detenimiento. Iluminado por la escasa luz que empezaba a
atravesar los estores de seda de color crema, le pareció que el rostro había
cambiado ligeramente. La expresión parecía distinta. Se diría que había
aparecido un toque de crueldad en la boca. Era, sin duda, algo bien extraño.
Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor
del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las
sombras fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión
que Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente,
más intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los
pliegues crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera
mirado en un espejo después de cometer alguna acción abominable.
Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de
marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó
una mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida
había deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello?
Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo.
No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo,
no cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo
había inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible.
Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un
relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Hallward el día
en que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había
expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se conservara
joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que el
rostro del lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que
en la imagen pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la meditación,
pero que él conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una
adolescencia que acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible
que su deseo hubiera sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran imposibles.
Parecía monstruoso incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí estaba
el retrato, con un toque de crueldad en la boca.
¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibyl era la culpable y no él. La había soñado
gran artista, y por creerla grande le había entregado su amor. Pero
Sibyl le había decepcionado, demostrando ser superficial e indigna. Y, sin
embargo, un sentimiento de infinito pesar se apoderó de él, al recordarla
acurrucada a sus pies y sollozando como una niñita. Rememoró con cuánta
indiferencia la había contemplado. ¿Por qué la naturaleza le había hecho
así? ¿Por qué se le había dado un alma como aquélla? Pero también él había
sufrido. Durante las tres terribles horas de la representación había vivido
siglos de dolor, eternidades de tortura. Su vida bien valía la de Sibyl. Ella lo
había maltratado, aunque Dorian le hubiera infligido una herida duradera.
Las mujeres, además, estaban mejor preparadas para el dolor. Vivían de sus
emociones. Sólo pensaban en sus emociones. Cuando tomaban un amante,
no tenían otro objetivo que disponer de alguien a quien hacer escenas. Lord
Henry se lo había explicado, y lord Henry sabía cómo eran las mujeres.
¿Qué razón había para preocuparse por Sibyl Vane? Ya no significaba nada para él.
Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El lienzo de Basil Hallward
contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado a
amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma?
¿Volvería alguna vez a mirarlo?
No; se trataba simplemente de una ilusión que se aprovechaba de sus sentidos
desorientados. La horrible noche pasada había engendrado fantasmas.
De repente, esa minúscula mancha escarlata que vuelve locos a los hombres
se había desplomado sobre su cerebro. El cuadro no había cambiado. Era locura pensarlo.
Sin embargo, el retrato seguía contemplándolo, con el hermoso rostro deformado
por una cruel sonrisa. Sus cabellos resplandecían, brillantes, bajo
el sol matinal. Los ojos azules del lienzo se clavaban en los suyos. Un indecible
sentimiento de compasión le invadió, pero no por él, sino por aquella
imagen pintada. Ya había cambiado y aún cambiaría más. El oro se marchitaría
en gris. Las rosas, rojas y blancas, morirían. Por cada pecado que cometiera,
una mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no volvería
a pecar. El cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su conciencia.
Resistiría a la tentación. Nunca volvería a ver a lord Henry: no volvería
a escuchar, al menos, aquellas teorías sutilmente ponzoñosas que, en
el jardín de Basil Hallward, habían despertado en él por vez primera el deseo
de cosas imposibles. Volvería junto a Sibyl Vane, le pediría perdón, se
casaría con ella, se esforzaría por amarla de nuevo. Sí; era su deber hacerlo.
Sin duda había sufrido más que él. ¡Pobre chiquilla! ¡Qué cruel y egoísta
había sido! La fascinación que provocara en él renacería. Serían felices juntos.
Su vida con ella sería hermosa y pura.
Se levantó de la silla y colocó un biombo de grandes dimensiones delante
del retrato, estremeciéndose mientras lo contemplaba. «¡Qué horror!», murmuró,
y, acercándose a la puerta que daba al jardín, la abrió. Al pisar la
hierba, respiró hondo. El frescor del aire matutino pareció ahuyentar todas
sus sombrías pasiones. Pensaba sólo en Sibyl. Un débil eco del antiguo
amor reapareció en su pecho. Repitió muchas veces su nombre. Los pájaros
que cantaban en el jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.