El signo de los cuatro – Arthur Conan Doyle
La historia del hombre calvo
Seguimos al indio por un pasillo sórdido y vulgar, mal iluminado y peor
amueblado, hasta llegar a una puerta situada a la derecha, que abrió de par en
par. Quedamos bañados por un resplandor de luz amarilla, y en el centro del
resplandor se alzaba un hombre pequeño con la cabeza muy alta, una orla de
pelo rojizo alrededor y un cráneo calvo y reluciente, que sobresalía del
cabello como la cumbre de una montaña sobresale entre los abetos. Estaba de
pie, retorciéndose las manos y con los rasgos de la cara en constante
agitación: tan pronto sonreía como ponía mal gesto, pero sus facciones no
quedaban en reposo ni un solo instante. La naturaleza le había dotado de un
labio colgante y una hilera demasiado visible de dientes amarillentos e
irregulares, que procuraba ocultar sin mucho entusiasmo pasándose la mano
por la parte inferior del rostro. A pesar de su prominente calva, daba la
impresión de ser joven. Y de hecho, acababa de cumplir treinta años.
––A su servicio, señorita Morstan ––repitió varias veces, con su voz aguda
y penetrante––. A su servicio, caballeros. Por favor, pasen a mi humilde
santuario. Un pequeño rincón, señorita, pero amueblado a mi gusto. Un oasis
de arte en el ruidoso desierto del sur de Londres.
Todos nos quedamos asombrados por el aspecto de la habitación a la que
nos invitaba a entrar. Parecía tan fuera de lugar en aquella fúnebre casa como
un diamante de la mejor calidad en una montura de latón. Las paredes
estaban cubiertas por espléndidas cortinas y deslumbrantes tapices, recogidos
aquí y allá para dejar sitio a algún cuadro lujosamente enmarcado o a un
jarrón oriental. La alfombra, de colores ámbar y negro, era tan blanda y tan
gruesa que los pies se hundían agradablemente en ella, como en una capa de
musgo. Dos grandes pieles de tigre extendidas sobre la alfombra acentuaban
la impresión de lujo oriental, a la que contribuía una enorme hookah
colocada sobre una esterilla en un rincón. Una lámpara con forma de paloma
de plata colgaba de un cable casi invisible en el centro de la habitación. Al
arder, impregnaba el aire de un aroma sutil.
––Soy Thaddeus Sholto ––dijo el hombrecillo, sin dejar de temblar y
sonreír––. Ése es mi nombre. Usted, naturalmente, es la señorita Morstan. Y estos caballeros…
––Éste es el señor Sherlock Holmes, y éste el doctor Watson.
––Un médico, ¿eh? ––exclamó, muy excitado––. ¿Ha traído su
estetoscopio? ¿Podría pedirle…, tendría la amabilidad de…? Tengo serias
dudas acerca de mi válvula mitral, y si fuera tan amable… En la aorta puedo
confiar, pero me gustaría conocer su opinión sobre la mitral.
Le ausculté el corazón como me pedía, pero no escuché nada anormal,
aparte de que era evidente que sufría un ataque extremo de miedo, ya que temblaba de pies a cabeza.
––Parece normal ––dije––. No tiene por qué preocuparse.
––Tendrá que perdonar mi ansiedad, señorita Morstan ––dijo en tono
afectado––. Tengo muy mala salud y hace tiempo que sospechaba de esa
válvula. Me alegra muchísimo oír que mis sospechas eran infundadas. Si su
padre, señorita Morstan, no hubiera sometido su corazón a tantas tensiones, tal vez estaría vivo todavía.
Me dieron ganas de cruzarle la cara, de tanto que me indignó su cruel e
innecesaria alusión a un tema tan delicado. La señorita Morstan se sentó, completamente pálida.
––Siempre tuve la corazonada de que había fallecido ––dijo.
––Puedo darle toda la información al respecto ––dijo él––. Y lo que es más,
puedo hacerle justicia. Y lo haré, diga lo que diga mi hermano Bartholomew.
Me alegro de que hayan venido sus amigos, no sólo para escoltarla, sino
también para que sean testigos de lo que me dispongo a hacer y decir. Entre
los tres podremos hacer frente a mi hermano Bartholomew. Pero que no
intervengan extraños. Ni policías ni funcionarios. Podemos arreglarlo todo
perfectamente entre nosotros, sin ninguna interferencia. Nada molestaría
tanto a mi hermano Bartholomew como la publicidad.
Se sentó en un canapé bajo y nos miró inquisitivamente, sin dejar de guiñar sus ojos azules, miopes y acuosos.
––Por mi parte ––dijo Holmes––, lo que usted vaya a decirnos quedará entre nosotros.
Yo asentí para mostrar mi conformidad.
––¡Perfecto! ¡Perfecto! ––dijo Sholto––. ¿Le apetece un vaso de chianti,
señorita Morstan? ¿O de tokay? No tengo ninguna otra clase de vino. ¿Quiere
que abra una botella? ¿No? Muy bien. Confío en que no pondrá objeciones al
tabaco, al balsámico olor del tabaco oriental. Estoy un poco nervioso y mi
hookah es para mí un sedante maravilloso.
Aplicó una cerilla a la gran cazoleta de la pipa, y el humo burbujeó
alegremente a través del agua de rosas. Los tres nos sentamos en semicírculo,
adelantando la cabeza y apoyando la barbilla en las manos, mientras el
extraño y tembloroso hombrecillo de cráneo alto y reluciente aspiraba inquietas bocanadas en el centro.
––Cuando decidí comunicarle todo esto ––dijo––, podría haberle dado mi
dirección desde un principio, pero tuve miedo de que no hiciera caso de mis
condiciones y trajera con usted gente desagradable. Así pues, me tomé la
libertad de concertar una cita de manera que mi sirviente Williams pudiera
verlos antes. Tengo completa confianza en su discreción y le ordené que, si
no quedaba satisfecho, no siguiera adelante. Tendrá que perdonarme estas
precauciones, pero soy hombre de costumbres reservadas, e incluso podría
decir de gustos refinados, y no hay nada tan antiestético como un policía. Me
repugnan por naturaleza todas las manifestaciones de burdo materialismo.
Casi nunca entro en contacto con la masa vulgar. Vivo, como usted ve,
rodeado de una cierta atmósfera de elegancia. Podríamos decir que soy un
mecenas de las artes. Son mi debilidad. Ese paisaje es un auténtico Corot y,
aunque un entendido podría sentir ciertas dudas acerca de ese Salvatore Rosa,
con este Bouguereau no puede caber la menor duda. Me encanta la escuela francesa moderna.
––Perdone usted, señor Sholto ––dijo la señorita Morstan––, pero he venido
aquí a petición suya para enterarme de algo que usted desea contarme. Es ya
muy tarde y me gustaría que la entrevista fuera lo más breve posible.
––En el mejor de los casos, creo que nos tomará algún tiempo ––respondió
él––. Porque, naturalmente, tendremos que ir a Norwood a ver a mi hermano
Bartholomew. Podemos ir todos y trataremos de convencerlo. Está muy
enfadado conmigo por haber tomado la iniciativa que me parecía justa.
Anoche tuvimos unas palabras bastante fuertes. No pueden imaginar lo
terrible que se pone cuando está furioso.
––Si vamos a ir a Norwood, tal vez convendría salir ya ––me atreví a sugerir.
Sholto se echó a reír hasta que las orejas se le pusieron completamente rojas.
––Así no adelantaríamos nada ––exclamó––. No sé lo que diría si me
presentara con ustedes así, de repente. No, tengo que prepararles,
explicándoles cuáles son nuestras respectivas posiciones. En primer lugar,
debo decirles que hay ciertos detalles de la historia que yo mismo ignoro.
Sólo puedo explicarles los hechos hasta donde yo los conozco.
»Como ustedes habrán adivinado, mi padre era el mayor John Sholto, del
ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se instaló en el Pabellón
Pondicherry, en Upper Norwood. En la India le había ido bien y se trajo de
allá una considerable cantidad de dinero, una gran colección de valiosas
curiosidades y un equipo de sirvientes nativos. Con estos recursos se compró
una casa y vivió con todo lujo. Mi hermano gemelo Bartholomew y yo éramos sus únicos hijos.
»Recuerdo muy bien la sensación que provocó la desaparición del capitán
Morstan. Leímos los detalles en la prensa y, como sabíamos que había sido
amigo de nuestro padre, comentábamos el caso con toda libertad en su
presencia. Incluso participaba en nuestras especulaciones sobre lo que podría
haber ocurrido. Ni por un instante sospechamos que él estuviera al corriente
del secreto; que sólo él, entre todos los hombres, sabía qué había sido de Arthur Morstan.
»Sin embargo, sí que sabíamos que sobre nuestro padre se cernía algún
misterio, algún peligro concreto, porque le daba miedo salir solo y tenía
empleados a dos luchadores como porteros del Pabellón Pondicherry.
Williams, el que les ha traído aquí esta noche, era uno de ellos. En sus
tiempos fue campeón de Inglaterra de los pesos ligeros. Nuestro padre nunca
nos dijo de qué tenía miedo, pero sentía una extraordinaria aversión hacia los
hombres con pata de palo. En una ocasión llegó a disparar su revólver contra
un hombre con pata de palo, que resultó ser un inofensivo vendedor
ambulante que iba de casa en casa. Tuvimos que pagar una elevada suma
para silenciar el asunto. Mi hermano y yo creíamos que se trataba de una
simple manía de nuestro padre; pero los acontecimientos posteriores nos hicieron cambiar de opinión.
»A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le causó
un gran sobresalto. Al abrirla, estuvo a punto de desmayarse en la mesa del
desayuno, y desde aquel día estuvo enfermo hasta que murió. Jamás pudimos
descubrir lo que decía aquella carta, pero mientras la tenía en las manos pude
ver que era breve y estaba escrita con muy mala letra. Desde hacía varios
años, nuestro padre padecía de dilatación del bazo, pero a partir de entonces
empeoró rápidamente y hacia finales de abril supimos que no había
esperanzas y que quería hacernos una revelación postrera.
»Cuando entramos en su habitación, estaba incorporado en la cama con
ayuda de varias almohadas y respiraba con dificultad. Nos pidió que
cerráramos la puerta y que nos situáramos uno a cada lado de la cama.
Entonces, cogiéndonos de las manos, nos contó una historia extraordinaria,
con una voz quebrada por la emoción y el dolor a partes iguales. Voy a
intentar repetírsela a ustedes con sus mismas palabras:
»Sólo hay una cosa ––nos dijo–– que me pesa en la conciencia en este
momento supremo. Es la manera en que me he portado con la pobre huérfana
de Morstan. La maldita codicia, que ha sido mi principal pecado durante toda
mi vida, la ha privado del tesoro, cuando le correspondía por lo menos la
mitad del mismo. Y sin embargo, yo tampoco lo he aprovechado. ¡Qué cosa
tan ciega y estúpida es la avaricia! La simple sensación de poseerlo me
resultaba tan agradable que no podía soportar la idea de compartirlo con
nadie. ¿Veis esa diadema con cuentas de perlas que hay junto al frasco de
quinina? Pues ni siquiera de eso fui capaz de desprenderme, aunque lo había
sacado con la intención de enviárselo. Vosotros, hijos míos, le daréis una
parte justa del tesoro de Agra. Pero no le enviéis nada, ni siquiera la diadema,
hasta que yo haya muerto. Al fin y al cabo, hay quien ha estado tan mal como yo y se ha recuperado.
»Voy a contaros cómo murió Morstan ––continuó––. Llevaba años enfermo
del corazón, pero no se lo había dicho a nadie. Yo era el único que lo sabía.
Cuando él y yo estábamos en la India, por una extraña serie de
acontecimientos, llegó a nuestro poder un importante tesoro. Yo me lo traje a
Inglaterra, y cuando llegó Morstan, aquella misma noche vino derecho aquí a
reclamar su parte. Vino andando desde la estación y le abrió la puerta el viejo
y leal Lal Chowdar, que en paz descanse. Morstan y yo tuvimos una
diferencia de opiniones sobre el reparto del tesoro y nos cruzamos palabras
muy fuertes. En un ataque de ira, Morstan se puso en pie de un salto y, de
pronto, se llevó la mano al costado, se le oscureció el rostro y cayó hacia
atrás, golpeándose la cabeza contra la esquina del cofre del tesoro. Cuando
me incliné sobre él, descubrí horrorizado que había muerto.
»Me quedé mucho tiempo sentado y medio atontado, preguntándome qué
podía hacer. Naturalmente, mi primer impulso fue pedir ayuda; pero me daba
perfecta cuenta de que era muy probable que me acusaran de asesinato. El
que hubiera muerto durante una disputa y la herida que tenía en la cabeza
eran indicios muy graves en mí contra. Por otra parte, era imposible realizar
una investigación oficial sin que saliera a relucir la historia del tesoro, que yo
estaba firmemente decidido a mantener en secreto. El me había dicho que
nadie en el mundo sabía dónde había ido. Me pareció que no había ninguna
necesidad de que alguien lo supiera jamás.
»Todavía seguía dándole vueltas al asunto cuando levanté la mirada y vi a
mi sirviente Lal Chowdar en el umbral de la puerta. Entró con sigilo y cerró
la puerta con pestillo. «No tema, sahib ––dijo––. Nadie tiene por qué saber
que usted lo ha matado. Esconderemos el cadáver y ¿quién va a enterarse?».
«Yo no lo maté», dije. Lal Chowdar meneó la cabeza y sonrió. «Lo he oído
todo, sahib ––dijo––. Oí la pelea y oí el golpe. Pero mis labios están sellados.
Todos están dormidos en la casa. Lo sacaremos entre los dos». Aquello bastó
para decidirme. Si mi propio sirviente era incapaz de creer en mi inocencia,
¿cómo podía esperar que me creyeran doce estúpidos tenderos formando
parte de un jurado? Aquella misma noche, Lal Chowdar y yo nos deshicimos
del cadáver y a los pocos días todos los periódicos de Londres hablaban de la
misteriosa desaparición del capitán Morstan. Os cuento todo esto para que
veáis que no fue culpa mía. Sí soy culpable en cambio de haber escondido no
sólo el cadáver sino también el tesoro, y de haberme quedado con la parte de
Morstan, además de la mía. Por eso quiero que vosotros os encarguéis de
reparar mi falta. Acercad el oído a mi boca. El tesoro está escondido en…
»En aquel instante, su rostro sufrió una horrible transformación. Se le
desorbitaron los ojos, se le desencajó la mandíbula y gritó, con una voz que
jamás podré olvidar: «¡No le dejéis entrar! ¡Por amor de Dios, no le dejéis
entrar! «. Los dos nos volvimos hacia la ventana que teníamos a la espalda,
en la que nuestro padre tenía clavada la mirada. Una cara nos miraba desde la
oscuridad. Pudimos ver su nariz blanqueada al aplastarse contra el cristal. Era
un rostro barbudo, con ojos feroces y crueles y una expresión de maldad
concentrada. Mi hermano y yo corrimos hacia la ventana, pero el hombre
había desaparecido. Cuando regresamos junto a nuestro padre, su cabeza se
había desplomado y su pulso había dejado de latir.
»Aquella noche registramos el jardín sin encontrar ni rastro del intruso,
exceptuando una única pisada bajo la ventana, en un macizo de flores. De no
ser por aquella huella, habríamos podido pensar que aquel rostro feroz era un
producto de nuestra imaginación. Sin embargo, pronto tuvimos una nueva y
contundente prueba de que alguna fuerza secreta actuaba a nuestro alrededor.
Por la mañana encontramos abierta la ventana de la habitación de nuestro
padre; habían revuelto todos sus armarios y cajones, y le habían prendido al
pecho un papel arrugado, con las palabras «El signo de los cuatro». jamás
supimos lo que significaba aquella frase, ni quién podía haber sido nuestro
misterioso visitante. Por lo que pudimos apreciar, no había robado ninguna
de las pertenencias de nuestro padre, aunque lo había revuelto todo.
Naturalmente, mi hermano y yo relacionamos este curioso incidente con el
miedo que había atormentado a nuestro padre cuando estaba vivo; pero sigue
siendo un completo misterio para nosotros.
El hombrecillo se inclinó para volver a encender su hookah y estuvo unos
momentos dando chupadas, con expresión pensativa. Todos habíamos
quedado absortos escuchando aquel extraordinario relato. Durante la breve
descripción de la muerte de su padre, la señorita Morstan se había puesto
pálida como un cadáver, y por un momento temí que fuera a desmayarse. Sin
embargo, se recuperó bebiendo un vaso de agua que yo le serví de una
garrafa veneciana que había en una mesita. Sherlock Holmes estaba echado
hacia atrás en su asiento, con expresión abstraída y los párpados medio
cerrados sobre sus ojos relucientes. Al mirarlo no pude evitar acordarme de
que aquel mismo día se había estado quejando de las vulgaridades de la vida.
Por lo menos, aquí tenía un problema capaz de poner a prueba toda su
sagacidad. El señor Thaddeus Sholto nos miró a todos, visiblemente
orgulloso del efecto que había producido su relato, y continuó, entre chupada
y chupada a su voluminosa pipa:
––Como podrán suponer ––dijo––, mi hermano y yo estábamos
excitadísimos por aquel tesoro del que nos había hablado nuestro padre.
Durante semanas y meses, cavamos y registramos en todos los rincones del
jardín y de la casa sin localizar el escondrijo. Era como para volverse loco,
pensar que lo tenía en la punta de la lengua en el mismo instante de morir. La
diadema que nos había enseñado daba idea del esplendor de las riquezas
ocultas. Mi hermano Bartholomew y yo tuvimos algunas discusiones acerca
de aquella diadema. Era evidente que las perlas tenían muchísimo valor, y él
se resistía a desprenderse de ellas, porque, aquí entre nosotros, también mi
hermano tiene cierta tendencia al pecado de mi padre. Además, creía que
entregar la diadema podría dar lugar a habladurías que, al final, nos meterían
en apuros. Lo más que pude hacer fue convencerle de que me permitiera
averiguar la dirección de la señorita Morstan y enviarle las perlas una a una,
a intervalos fijos, para que, al menos, nunca más pasara necesidades.
––Fue una idea muy generosa ––dijo nuestra acompañante, emocionada––. Ha sido usted muy amable.
El hombrecillo agitó la mano en señal de negativa.
––Nosotros éramos como sus albaceas ––dijo––. Así es como lo veía yo,
aunque mi hermano Bartholomew no acababa de estar de acuerdo. Nosotros
teníamos ya mucho dinero; yo no deseaba más. Además, habría sido de muy
mal gusto tratar a una joven de manera tan mezquina. Le mauvais groût mène
au crime, como dicen los franceses, que tienen una manera muy fina de decir
estas cosas. Nuestras diferencias de opinión sobre el tema llegaron a tal
extremo que juzgué conveniente buscarme una casa propia, así que me
marché del Pabellón Pondicherry, llevándome conmigo al viejo khitmutgar y
a Williams. Pero ayer mismo me enteré de que había ocurrido un
acontecimiento de la máxima importancia. Se ha descubierto el tesoro. Al
instante, Me puse en contacto con la señorita Morstan, y ahora sólo nos
queda ir a Norwood y reclamar nuestra parte. Anoche le expuse mis
opiniones a mi hermano Bartholomew, así que seremos visitantes esperados, aunque no bienvenidos.
El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar y siguió temblequeando, sentado
en su lujoso canapé. Todos quedamos callados, pensando en el nuevo giro
que había adoptado aquel misterioso asunto. Holmes fue el primero en ponerse en pie.
––Caballero, ha obrado usted bien de principio a fin ––dijo––. Es posible
que podamos corresponderle en cierta medida, arrojando algo de luz sobre lo
que todavía está oscuro para usted. Pero, como dijo hace poco la señorita
Morstan, se hace tarde y lo mejor será que resolvamos el asunto sin más dilación.
Nuestro nuevo conocido enrolló muy parsimoniosamente el tubo de su
hookah y sacó de detrás de una cortina un abrigo muy largo, abrochado con
alamares y con cuello y puños de astracán. Se lo abotonó hasta arriba, a pesar
de que la noche era bastante sofocante, y completó su atuendo
encasquetándose un gorro de piel de conejo con orejeras, de manera que no
quedó visible parte alguna de su cuerpo, excepto su cara gesticulante y puntiaguda.
––Tengo la salud algo frágil ––comentó mientras abría la marcha por el
pasillo––. Me veo obligado a vivir como un achacoso.
El coche nos aguardaba fuera y era evidente que nuestro programa estaba
organizado de antemano, porque el cochero arrancó inmediatamente a paso
rápido. Thaddeus Sholto hablaba sin parar, con una voz que destacaba muy
por encima del traqueteo de las ruedas.
––Bartholomew es un tipo listo ––dijo––. ¿Cómo creen que averiguó dónde
estaba el tesoro? Había llegado a la conclusión de que tenía que estar en
alguna parte de la casa, así que calculó todo el espacio cúbico de la casa y
tomó medidas por todas partes, de manera que no quedara por comprobar ni
una pulgada. Entre otras cosas, descubrió que la altura del edificio era de
setenta y cuatro pies, pero que sumando las alturas de todas las habitaciones
y dejando margen suficiente para los espacios entre ellas, que verificó
haciendo calas, el total no pasaba de setenta pies. Faltaban cuatro pies por
alguna parte. Sólo podían estar en lo alto del edificio; así que abrió un
agujero en el techo de yeso de la habitación más alta y allí, efectivamente,
encontró un pequeño desván, completamente tapiado, que nadie conocía. En
el centro estaba el cofre del tesoro, colocado sobre dos vigas. Lo descolgó a
través del agujero y allí lo tiene. Ha calculado el valor de las joyas en medio
millón de libras esterlinas, como mínimo.
Al oír aquella gigantesca cifra, todos nos miramos con ojos desorbitados. Si
podíamos hacer valer sus derechos, la señorita Morstan dejaría de ser una
humilde institutriz para convertirse en la heredera más rica de Inglaterra.
Cualquier amigo leal habría tenido que alegrarse ante semejante noticia, pero
confieso avergonzado que me dejé vencer por el egoísmo y sentí que el
corazón me pesaba como si fuera de plomo. Balbuceé unas cuantas y
entrecortadas palabras de felicitación y me quedé abatido, con la cabeza
gacha, sordo al parloteo de nuestro nuevo amigo. Decididamente, el hombre
era un hipocondríaco sin remedio, y yo era vagamente consciente de que iba
enumerando interminables series de síntomas y suplicando información
acerca de la composición y efectos de innumerables potingues de charlatán,
varios de los cuales llevaba en el bolsillo, en un estuche de cuero. Confío en
que no recuerdo ninguna de las respuestas que le di aquella noche. Holmes
asegura que me oyó advertirle del gran peligro que supone tomar más de dos
gotas de aceite de ricino, y que le recomendé estricnina en grandes dosis
como sedante. Sea lo que fuere, lo cierto es que sentí un gran alivio cuando
nuestro coche se detuvo con una sacudida y el cochero saltó a tierra para abrirnos la puerta.
––Esto, señorita Morstan, es el Pabellón Pondicherry ––dijo Thaddeus
Sholto mientras le ofrecía la mano para bajar.