Readme

Capítulo 14

Emma – Jane Austen

Al entrar en el salón de la señora Weston ambos tuvieron que componer
su actitud; el señor Elton refrenar un poco su entusiasmo y el señor John
Knightley ahuyentar su mal humor. Para acomodarse a las circunstancias
y al lugar, el señor Elton tuvo que sonreír menos, y el señor John Knightley
que sonreír más. Emma fue la única que pudo ser espontánea, y
mostrarse tan contenta como estaba en realidad. Era una gran alegría
para ella el estar con los Weston. El señor Weston era uno de sus amigos
favoritos, y no había nadie en el mundo con quien pudiera hablar con tanta
franqueza como con su esposa; nadie en quien confiara con tanta
seguridad de ser escuchada y comprendida, despertando siempre el
mismo interés y la misma comprensión, nadie que se hiciera tanto cargo
de los pequeños conflictos, proyectos, dudas e ilusiones, suyos y de su
padre. No podía hablar de nada de Hartfield por lo que la señora Weston
no sintiera un vivo interés; y media hora de ininterrumpidas confidencias
acerca de todas esas cuestiones menudas de las que dependen la
felicidad cotidiana de la vida íntima de cada cual, era uno de los mayores
placeres que ambas podían concederse.
Éste era un placer del que quizá no podrían disfrutar durante toda aquella
visita, en la que sería difícil encontrar media hora para sus expansiones;
pero sólo la presencia de la señora Weston, su sonrisa, su contacto, su
voz, era ya reconfortante para Emma y decidió pensar lo menos posible en
las rarezas del señor Elton, o en cualquier otra cosa desagradable, y
disfrutar hasta el máximo de todo lo grato que pudiera ofrecer la velada.
Antes de su llegada ya se había hablado mucho de la mala suerte que
había tenido Harriet al resfriarse. Hacía rato que el señor Woodhouse se
hallaba cómodamente instalado en un sillón contando toda la historia,
además de toda la historia de los incidentes del trayecto hasta allí que
había hecho con Isabella; entonces se anunció la llegada de Emma, y
apenas había terminado unas frases en las que se congratulaba de que
James al ir con ellos tuviera ocasión de ver a su hija, cuando aparecieron
los demás, y la señora Weston, que hasta entonces había dedicado casi
toda su atención al señor Woodhouse, pudo dejarle y dar la bienvenida a
su querida Emma.
Emma encontró ciertas dificultades para poner en práctica su decisión de
olvidarse del señor Elton por un rato, ya que cuando todos se sentaron
resultó que el joven estaba a su lado. Era muy difícil apartar de su mente
la idea de su sorprendente insensibilidad respecto a Harriet, mientras no
sólo le tenía pegado a ella, sino que además le dedicaba de continuo las
más atentas sonrisas y le dirigía la palabra con la mayor deferencia
siempre que tenía ocasión. En vez de olvidarle, su proceder era tal que no
pudo evitar el decirse para sus adentros:
—¿Es posible que tenga razón mi cuñado? ¿Es posible que empiece a
olvidarse de Harriet y a poner su afecto en mí? ¡Sería absurdo, no puede ser!
Sin embargo, el señor Elton se desvivía de tal modo porque Emma no
sintiera frío, se mostraba tan atento con su padre y tan amable para con la
señora Weston, y por fin demostró tanto entusiasmo y tanta falta de criterio
ante sus dibujos, que no podía por menos de pensarse que parecía
enamorado, y ella tuvo que hacer un esfuerzo por conservar la calma y la
naturalidad. No quería mostrarse descortés, en primer lugar por ella misma
y luego por Harriet, confiando en que todo podría volver a encauzarse
bien, como al principio; de modo que fue muy amable con él; pero le
costaba un esfuerzo sobre todo cuando los demás hablaban de cosas por
las que ella estaba interesada, mientras que el señor Elton la aturdía con
su insípida locuacidad. Por algunas palabras sueltas que pudo oír
comprendió que el señor Weston estaba hablando de su hijo; oyó las
palabras «mi hijo» y «Frank», y que repetía «mi hijo» varias veces más; y
por alguna otra cosa que llegó hasta sus oídos, supuso que estaba
anunciando la próxima visita de su hijo; pero antes de que pudiera
deshacerse del señor Elton la conversación había cambiado por completo,
hasta el punto de que cualquier pregunta suya que hubiese resucitado el
tema hubiera parecido fuera de lugar e impertinente.
Lo que ocurría era que, a pesar de la decisión que había tomado Emma de
no casarse nunca, había algo en el nombre, en la idea del señor Frank
Churchill que siempre la había atraído. Con frecuencia había pensado
—sobre todo desde que el padre del joven había contraído matrimonio con
la señorita Taylor— que si ella tuviera que casarse Frank Churchill sería la
persona más indicada, tanto por su edad como por su carácter y su
posición social. Por la relación que existía entre ambas familias parecía
una unión perfectamente natural. Y Emma no podía por menos de suponer
que era una boda en la que debería de pensar todo el mundo que les
conocía. Estaba totalmente persuadida de que los Weston pensaban en
ello; y aunque no estaba dispuesta a que ni él ni ningún otro hombre le
hiciera abandonar su actual situación que consideraba más pletórica de
bienestar que ninguna otra nueva que pudiese sustituirla, sentía una gran
curiosidad por verle, una decidida intención a encontrarle agradable, a que
él se sintiera atraído hasta cierto punto, y una especie de placer ante la
idea de que en la imaginación de sus amigos ambos aparecieran unidos.
Bajo el influjo de estas sensaciones, las cortesías del señor Elton no
podían ser más inoportunas; pero ella se consolaba pensando que en
apariencia era muy atenta, cuando en realidad no podía contrariarla más
aquella situación… y suponiendo que durante el resto de la velada
forzosamente se volvería a hablar del mismo tema que al principio, o que
por lo menos se aludiría a lo esencial del asunto, tratándose de una
persona tan comunicativa como el señor Weston; y así resultó ser; y
cuando por fin se hubo desembarazado del señor Elton y se sentó a la
mesa junto al señor Weston, éste aprovechó la primera tregua que pudo
hacer en sus deberes como anfitrión, la primera pausa que hubo desde
que se sirvió el lomo de carnero, para decir a Emma:
—Sólo nos faltan dos personas más para ser el número exacto. Quisiera
poder tener con nosotros a dos invitados más… la amiguita de usted, la
señorita Smith, y mi hijo… sólo entonces podría decir que la reunión es
completa del todo. No sé si me ha oído usted decir a los demás cuando
estábamos en el salón que esperábamos a Frank. Esta mañana he tenido
carta suya, y me dice que estará con nosotros dentro de dos semanas.
Emma no tuvo que esforzarse mucho por manifestar su alegría; y se
mostró totalmente de acuerdo con la idea de que el señor Frank Churchill y
la señorita Smith eran los dos comensales que faltaban para completar la reunión.
—Desde el mes de setiembre —siguió diciendo el señor Weston— estaba
deseando venir a vernos; en todas sus cartas hablaba de lo mismo; pero
no puede disponer de su tiempo; se ve forzado a complacer a ciertas
personas, y complacer a estas personas (y que eso quede entre nosotros)
a veces cuesta muchos sacrificios. Pero ahora no tengo la menor duda de
que lo tendremos con nosotros hacia la segunda semana de enero.
—¡Qué alegría va a tener usted! Y la señora Weston está tan ansiosa por
conocerle bien que debe estar casi tan ilusionada como usted.
—Sí, tendría una gran alegría, pero ella es de la opinión de que este viaje
volverá a aplazarse una vez más. No está tan segura como yo de que
venga. Pero yo conozco mejor que ella el intríngulis de ese asunto. Verá
usted, el caso es que… (pero sobre todo que eso quede entre nosotros; en
la sala de estar yo de eso no he dicho ni una palabra. Ya sabe usted que
en todas las familias hay secretos…). Le decía que el caso es que hay un
grupo de amigos que han sido invitados a pasar unos días en Enscombe,
en el mes de enero; y para que Frank venga es preciso que esta invitación
se aplace. Si no se aplaza, él no puede moverse de allí. Pero yo sé que se
aplazará, porque se trata de una familia por la que cierta señora, que tiene
bastante importancia en Enscombe, siente una particular aversión; y
aunque se considera necesario invitarles una vez cada dos o tres años,
cuando llega el momento siempre terminan aplazando la visita. No tengo la
menor duda de que va a ocurrir así. Estoy tan seguro de que Frank va a
estar aquí antes de mediados de enero, como de estar aquí yo mismo.
Pero su querida amiga —e indicó con la cabeza el otro extremo de la
mesa— tiene tan pocos caprichos, y en Hartfield estaba tan poco
acostumbrada a ellos, que no prevé los efectos que pueden tener,
mientras que yo tengo ya una práctica de muchos años en esas cosas.
—Lamento que todavía hayan dudas en este caso —replicó Emma—; pero
estoy dispuesta a ponerme a su lado, señor Weston. Si usted opina que
vendrá, yo seré de su misma opinión; porque usted conoce Enscombe.
—Sí… bien puedo decir que lo conozco; aunque en mi vida haya estado
allí… ¡Es una mujer extraña! Pero yo nunca me permito hablar mal de ella
por consideración a Frank; porque sé que ella le quiere de veras. Yo solía
pensar que no era capaz de querer a nadie excepto a sí misma; pero
siempre ha sido muy afectuosa con él (a su modo… consintiéndole
pequeños antojos y caprichos, y queriendo que todo salga de acuerdo con
su voluntad). Y a mi entender dice mucho en favor de él haber despertado
un afecto así; porque, aunque eso yo no lo diría a nadie más, la verdad es
que para el resto de la gente esa mujer tiene un corazón más duro que la
piedra; y un carácter endiablado.
Emma estaba tan interesada por aquel tema que volvió a abordarlo, esta
vez con la señora Weston, cuando al cabo de poco volvieron a trasladarse
a la sala de estar; le deseó que pudiera tener esta ilusión… aun
reconociendo que comprendía que la primera entrevista debería ser más
bien violenta… La señora Weston estuvo de acuerdo con ella; pero añadió
que aceptaría con gusto la violencia que pudiese haber en esta primera
entrevista con tal de poder tener la seguridad de que sería cuando se había anunciado…
—…porque yo no confío que venga. No puedo ser tan entusiasta como el
señor Weston. Mucho me temo que todo esto terminará en nada. Supongo
que el señor Weston te ha contado ya exactamente cómo están las cosas.
—Sí… parece ser que todo depende exclusivamente del mal humor de la
señora Churchill, que imagino que es la cosa más segura del mundo.
—Querida Emma —replicó la señora Weston, sonriendo—, ¿qué
seguridad puede haber en un capricho?
Y volviéndose hacia Isabella, que antes no había estado atendiendo a la
conversación, añadió:
—Debe usted saber, mi querida señora Knightley, que en mi opinión no
podemos estar tan seguros ni muchísimo menos de poder tener con
nosotros al señor Frank Churchill, como piensa su padre. Depende
exclusivamente del buen o mal humor y del capricho de su tía; en
resumen, de si ella quiere o no. Entre nosotras, porque estamos como
entre hermanas y puede decirse la verdad: la señora Churchill manda en
Enscombe, y es una mujer de un carácter caprichosísimo; y el que su
sobrino venga aquí depende de que esté dispuesta a prescindir de él por unos días.
—¡Oh, la señora Churchill! Todo el mundo conoce a la señora Churchill
—replicó Isabella—; y yo por mi parte siempre que pienso en ese pobre
muchacho me inspira una gran compasión. Vivir constantemente con una
persona de mal carácter debe de ser horrible. Eso es algo que
afortunadamente ninguno de nosotros conoce por experiencia; pero tiene
que ser una vida espantosa. ¡Qué suerte que esa mujer nunca haya tenido
hijos! ¡Pobres criaturas, qué desgraciados los hubiera hecho!
Emma hubiese querido estar a solas con la señora Weston. De este modo
se hubiese enterado de más cosas; la señora Weston le hubiera hablado
con una franqueza que nunca se atrevería a emplear delante de Isabella; y
estaba segura de que no le hubiera ocultado casi nada referente a los
Churchill, exceptuando sus proyectos sobre el joven de los que
instintivamente presumía ya algo gracias a su imaginación. Pero allí no
podía decirse nada más. El señor Woodhouse no tardó en ir a reunirse con
ellas en la sala de estar. Permanecer durante mucho rato sentado a la
mesa después de comer era una penitencia que no podía soportar. Ni el
vino ni la conversación lograron retenerle; y se dispuso alegremente a
reunirse con las personas con las que siempre se encontraba a gusto.
Y mientras él hablaba con Isabella, Emma tuvo oportunidad de decir a su amiga:
—De modo que no crees que esta visita de tu hijo sea segura ni mucho
menos. Lo siento. Sea cuando fuere, la presentación tiene que ser un poco
violenta. Y cuanto antes se termine con eso mejor.
—Sí; y cada aplazamiento hace temer que vengan otros. Incluso si esa
familia, los Braithwaites, aplazan otra vez su visita, aún temo que puedan
encontrar alguna otra excusa y tengamos una nueva decepción. No puedo
imaginarme que haya ningún obstáculo por parte de él; pero estoy segura
de que los Churchill tienen un gran interés en retenerle a su lado. Tienen
celos. Están celosos incluso del afecto que siente por su padre. En
resumen, que no tengo ninguna seguridad de que venga, y preferiría que
el señor Weston no se entusiasmara tanto con esta idea.
—Debería venir —dijo Emma—. Aunque sólo pudiera estar con vosotros
un par de días, debería venir; casi es difícil imaginarse un joven de su
edad que no pueda ni siquiera hacer eso. Una joven, si cae en malas
manos, puede ser apartada y alejada de aquellas personas con las que
ella desearía estar; pero es inconcebible que un hombre esté tan
supeditado a sus parientes como para no poder pasar una semana con su
padre si lo desea.
—Para saber lo que él puede o no puede hacer —replicó la señora
Weston— deberíamos estar en Enscombe y conocer la vida de la familia.
Quizá fuera eso lo que deberíamos hacer siempre antes de juzgar el
proceder de cualquier persona de cualquier familia; pero estoy segura de
que lo que ocurre en Enscombe no puede juzgarse de acuerdo con
normas generales… ¡Es una mujer tan antojadiza! Y todo depende de ella…
—Pero quiere mucho a su sobrino: es su preferido, ¿no? Ahora bien, de
acuerdo con la idea que yo tengo de la señora Churchill, sería más natural
que mientras ella no hace ningún sacrificio por el bienestar de su marido, a
quien se lo debe todo, se dejara gobernar con frecuencia por su sobrino, a
quien no debe nada en absoluto, aun sin dejar de hacerle víctima de sus
constantes caprichos.
—Mi querida Emma, tienes un carácter demasiado dulce para comprender
a alguien que lo tiene muy malo, y poder fijar las leyes de su conducta;
déjala que sea como quiera. De lo que yo no dudo es de que en ocasiones
su sobrino ejerce sobre ella una considerable influencia; pero puede ocurrir
que a él le sea totalmente imposible saber de antemano cuándo podrá ejercerla.
Emma escuchaba, y luego dijo fríamente:
—No me convenceré a menos que venga.
—En ciertas cuestiones puede tener mucha influencia —siguió diciendo la
señora Weston —y en otras muy poca; y entre estas últimas que están
fuera de su alcance, es más que probable que figure eso de ahora de
poder separarse de ellos para venir a visitarnos.

Scroll al inicio