Emma – Jane Austen
El señor Woodhouse no tardó en reclamar su té; y cuando lo hubo bebido
se mostró dispuesto a regresar a su casa; y lo único que consiguieron las
tres mujeres que estaban con él fue distraerle, haciéndole olvidar que era
ya tarde, hasta que hicieron su aparición los demás hombres. El señor
Weston era una persona habladora y jovial, y muy poco amiga de dejar ir a
sus invitados a una hora demasiado temprana; pero por fin todos fueron
pasando a la sala de estar. El señor Elton, que parecía de muy buen
humor, fue uno de los primeros que dejó el comedor por el salón. La
señora Weston y Emma estaban sentadas en el sofá, una al lado de la
otra. Él inmediatamente se les acercó y casi sin pedirles permiso se sentó entre ambas.
Emma, que estaba también de buen humor por la noticia de la inminente
llegada del señor Frank Churchill, estaba dispuesta a olvidar lo
enojosamente inoportuno que había sido el señor Elton y a mostrarse con
él tan atenta como al principio, y cuando Harriet se convirtió en el primer
tema de conversación, se dispuso a escucharle con la más cordial de sus sonrisas.
El señor Elton se mostró muy inquieto acerca del estado de su linda
amiga… su linda, adorable, simpática amiga.
—¿Sabe usted algo nuevo? ¿Ha tenido alguna noticia de ella desde que
estamos en Randalls? Estoy muy intranquilo… tengo que confesar que
esta enfermedad suya me alarma muchísimo…
Y en este tono siguió hablando durante un buen rato, muy en su punto, sin
esperar que le contestaran, realmente preocupado por aquel dolor de
garganta tan maligno; y así llegó a captarse de nuevo todas las simpatías de Emma.
Pero poco a poco la cosa degeneró en algo distinto; de pronto dio la
impresión de que si estaba tan preocupado por la malignidad de aquel
dolor de garganta era más por Emma que por Harriet… que más que el
que la enferma se recuperase de su mal, le inquietaba el que éste no fuera
contagioso. Rogó encarecidamente a Emma que se abstuviera de visitar a
su amiga, por lo menos por ahora… insistiendo en que le prometiese a él
que no se expondría a aquel peligro hasta que él hubiese hablado con el
señor Perry y conociera la opinión del médico; y aunque Emma intentó
tomárselo a broma, y hacer que la cuestión volviera a sus cauces
normales, no hubo modo de poner fin a su extremada solicitud por ella. Se
sentía molesta. Era manifiesto —y él no hacía ningún esfuerzo por
ocultarlo— que hacía como si estuviera enamorado de ella, en vez de
estarlo de Harriet; una muestra de inconstancia, que de ser verdad,
resultaba la cosa más despreciable y abominable del mundo. Y a Emma le
costaba esfuerzos conservar la calma. El señor Elton se volvió hacia la
señora Weston para implorar su ayuda.
—Ayúdeme, se lo suplico; ¿me ayudará usted a convencer a la señorita
Woodhouse de que no vaya a casa de la señora Goddard hasta que
tengamos la seguridad de que la enfermedad de la señorita Smith no es
contagiosa? No estaré tranquilo hasta que no me prometa que no va a ir
allí… ¿No quiere usted usar de su influencia para conseguir arrancarle a la
señorita Woodhouse esta promesa? ¡Tanto como se preocupa por los
demás —siguió diciendo— y tan poco que se cuida de sí misma! Quería
que esta noche me quedara en casa para cuidarme un resfriado, y ahora
no quiere prometerme que no se expondrá a contagiarse una peligrosa
inflamación de garganta… ¿Le parece razonable ese proceder, señora
Weston? Juzgue usted misma. ¿No tengo cierto derecho a quejarme?
Estoy seguro de que es usted demasiado comprensiva para no ayudarme
en esta empresa.
Emma vio la sorpresa de la señora Weston y comprendió que ésta debía
de ser mayúscula ante aquellas frases, que por su sentido y por la manera
en que se habían dicho hacían suponer que el señor Elton se atribuía más
derecho que nadie a interesarse por ella; y en cuanto a ella misma estaba
demasiado encolerizada y ofendida para poder decir algo sobre la
cuestión. Lo único que hizo fue mirarle fijamente; una mirada que creyó
bastaría para devolverle el buen juicio; y luego, levantándose del sofá fue
a sentarse en una silla al lado de su hermana, dedicando a ésta toda su atención.
Pero Emma no tuvo ocasión de observar el efecto que producía en el
señor Elton aquel desaire, ya que inmediatamente la atención de todos se
concentró en otro asunto; ya que el señor John Knightley entró en la
estancia, después de haber estado observando el tiempo que hacía, y les
espetó la noticia de que todo estaba cubierto de nieve y de que aún seguía
nevando copiosamente entre violentas ráfagas de viento; y concluyó con
estas palabras dirigidas al señor Woodhouse:
—Será un comienzo muy animado para la primera de sus visitas de este
invierno. Algo nuevo para su cochero y los caballos tener que abrirse paso
en medio de una tormenta de nieve.
La consternación había vuelto silencioso al pobre señor Woodhouse; pero
todos los demás tenían algo que decir. Unos estaban asustados, otros no,
pero todos tenían alguna pregunta que hacer o algún consuelo que
ofrecer. La señora Weston y Emma intentaron animarle por todos los
medios, distrayendo su atención de las palabras de su yerno, que seguía
implacable en son de triunfo:
—Yo estaba admirado de su valentía —dijo— al arriesgarse a salir con un
tiempo así, porque por supuesto que ya veía usted que no iba a tardar
mucho en nevar. Todo el mundo veía que estaba a punto de desatarse un
temporal de nieve. Su valor ha sido admirable; y confío en que podremos
volver a casa sanos y salvos. Aunque nieve durante una o dos horas más,
no creo que los caminos se pongan intransitables; y tenemos dos coches;
si uno vuelca en el descampado del prado comunal, siempre podemos
recurrir al otro. Confío en que antes de medianoche todos estaremos de
regreso en Hartfield sanos y salvos.
El señor Weston, también triunfalmente, pero por otros motivos, confesaba
que ya hacía rato que se había dado cuenta de que estaba nevando, pero
que si no había dicho nada había sido para no intranquilizar al señor
Woodhouse, que así hubiera tenido una excusa para irse en seguida. En
cuanto a lo de que hubiera caído o estuviera a punto de caer tanta nieve
que impidiera su regreso, no era más que una broma; lo que temía era que
no encontraran dificultades para regresar. Lo que él deseaba era que los
caminos fuesen impracticables para poder retenerlos a todos en Randalls;
y con buena voluntad estaba seguro de que se encontraría acomodo para
todo el mundo; y dijo a su esposa que suponía que estaba de acuerdo con
él en que, con un poco de ingenio, podía alojarse a todo el mundo, lo cual
ella lo cierto es que no sabía cómo iba a conseguirse, ya que sabía que en
la casa no había más que dos habitaciones sobrantes.
—¿Qué vamos a hacer, querida Emma… qué vamos a hacer? —fue la
primera exclamación del señor Woodhouse, y todo lo que pudo decir por un buen rato.
Miró a su hija, como en demanda de auxilio; y cuando ésta le tranquilizó
recordándole lo buenos que eran los caballos, la pericia de James y la
confianza que debía inspirarle tener a tantos amigos a su alrededor, le
reanimaron un poco.
El susto de su hija mayor fue semejante al suyo. El horror de quedar
bloqueados en Randalls mientras sus hijos estaban en Hartfield dominó su
imaginación; y pensando que los caminos serían sólo transitables para
gente muy decidida, pero en un estado que no admitía más demora,
propuso rápidamente que su padre y Emma se quedaran en Randalls,
mientras ella y su esposo se pusieran en marcha inmediatamente
desafiando todas las posibles acumulaciones de nieve y temporales que
pudieran salirles al paso.
—Me parece, querido, que lo mejor que podríamos hacer es que guiaras tú
mismo el coche —dijo—; estoy segura de que ese modo conseguiremos
llegar a casa si salimos ahora mismo; y si tropezamos con algún obstáculo
insuperable, yo puedo bajar y seguir andando. No tengo ningún miedo. No
me importaría ir andando la mitad del camino. Cuando llegáramos a casa
me cambiaría los zapatos; ya sabes que eso es una cosa que no me da frío.
—¿De veras? —replicó su marido—. Entonces, mi querida Isabella, eso es
lo más extraordinario del mundo, porque en general todo te da frío. ¡Ir
andando hasta casa…! Pues me parece que llevas buen calzado para
volver andando. Ni los caballos creo que puedan llegar.
Isabella se volvió hacia la señora Weston con la esperanza que aprobara
su plan. La señora Weston no podía por menos de aprobarlo. Isabella
entonces se volvió hacia Emma; pero Emma no se resignaba del todo a
abandonar la esperanza de que todos pudieran irse; y estaban aún
discutiendo la cuestión cuando el señor Knightley, que había salido de la
estancia inmediatamente después de que su hermano hubiera dado las
primeras noticias acerca de la nieve, regresó y les dijo que había salido
para examinar de cerca la situación y que podía asegurarles que no había
la menor dificultad de que regresaran a sus casas cuando quisieran,
entonces o al cabo de una hora. Había ido hasta más allá de la verja y
habían andado un trecho del camino en dirección a Highbury… en los
lugares de mayor espesor la nieve no pasaba de media pulgada de
grosor… en muchos lugares apenas había nieve suficiente para blanquear
la tierra; en aquellos momentos caían unos cuantos copos, pero las nubes
se estaban dispersando y todo parecía anunciar que la tormenta no
tardaría en cesar. Había estado hablando con los cocheros y ambos
estuvieron de acuerdo con él en que no había nada que temer.
Estas noticias fueron un gran alivio para Isabella, como lo fueron también
para Emma, principalmente a causa de su padre, quien inmediatamente se
tranquilizó todo lo que se lo permitieron sus nervios; pero la alarma que se
había producido no le permitía seguir sintiéndose a gusto mientras
continuara en Randalls. Estaba convencido de que por el momento no
había ningún peligro en regresar a su casa, pero nadie podía convencerle
de que no había ningún peligro en seguir allí; y mientras unos y otros
seguían discutiendo sus respectivas opiniones, el señor Knightley y Emma
resolvieron el caso en unas pocas frases escuetas:
—Su padre no estará tranquilo; ¿por qué no se van ustedes?
—Yo estoy dispuesta si los otros me siguen.
—¿Quiere que llame a los criados?
—Sí, por favor.
Sonó la campanilla y se dieron órdenes para que se dispusieran los
coches. Al cabo de unos minutos Emma pensó con alivio que no tardarían
en dejar en su casa al fastidioso acompañante que había tenido aquella
noche —tal vez allí recuperaría la sensatez y la serenidad—, mientras que
su cuñado volvería a su estado normal de calma y equilibrio una vez
terminada aquella ardua visita.
Llegaron los coches; y el señor Woodhouse, siempre la persona más
solícitamente cuidada en tales ocasiones, fue acompañado hasta el suyo
por el señor Knightley y el señor Weston; pero nada de lo que uno y otro le
dijeron pudo evitar que volviera a asustarse un poco al ver la nieve que
había caído y al darse cuenta de que la noche era mucho más oscura de
lo que él había supuesto.
—Me temo que vamos a tener un mal viaje de regreso. No quisiera que la
pobre Isabella se asustase. Y la pobre Emma, que vendrá en el coche de
atrás. No sé qué es lo mejor que podríamos hacer. Los dos coches
tendrían que ir tan cerca el uno del otro como fuera posible.
Hablaron con James y le ordenaron que fuera muy despacio y que
esperara al otro coche.
Isabella subió detrás de su padre; John Knightley, olvidando que él no
pertenecía a aquel grupo, subió con toda naturalidad detrás de su esposa;
de modo que Emma se encontró escoltada y seguida hasta el segundo
coche por el señor Elton, dándose cuenta de que la puerta iba a cerrarse
tras ellos y de que iban a hacer el viaje solos. Antes de que se despertaran
las sospechas de aquella noche con el fastidioso incidente de poco antes,
a Emma el viaje le hubiera resultado agradable; ella le hubiera hablado de
Harriet, y los tres cuartos de milla le hubieran parecido apenas un cuarto.
Pero ahora hubiera preferido que la situación hubiese sido otra. Tenía la
impresión de que su acompañante había abusado del excelente vino del
señor Weston, y tenía la seguridad de que no dejaría de decir necedades impertinentes.
Para imponerle el máximo respeto posible con la frialdad de sus modales,
se dispuso inmediatamente a hablarle con extremada calma y seriedad del
tiempo y de la noche; pero apenas había empezado, apenas habían
traspuesto la verja en pos del otro coche, cuando el señor Elton le quitó la
palabra de la boca, le cogió la mano, solicitó su atención y empezó a
declararle su apasionado amor; aprovechando aquella oportunidad
inmejorable, le manifestó «sentimientos que debían de ser ya bien
conocidos de ella», su esperanza, su temor, su adoración… Estaba
dispuesto a morir si ella le rechazaba…; pero confiaba en que lo profundo
de su afecto, lo insuperado de su amor, lo ardiente de su pasión, tenían
que encontrar cierta correspondencia en ella, y, en resumen, le proponía
que le aceptase formalmente tan pronto como fuera posible. Así estaban
las cosas. Sin ningún escrúpulo, sin ninguna excusa, sin que al parecer se
sintiera responsable de la menor infidelidad, el señor Elton, el enamorado
de Harriet, estaba declarándose a Emma. Ésta intentó pararle los pies;
pero fue en vano; él estaba dispuesto a seguir adelante y a decirlo todo. A
pesar de lo enojada que estaba, al pensar en la situación en que se veía le
hizo contenerse al responderle. Pensaba que por lo menos la mitad de
aquella locura debía atribuirse a la embriaguez, y que por lo tanto era de
esperar que fuese algo pasajero. Así, en un tono entre grave y burlón que
confiaba sería más adecuado para su turbio estado mental, replicó:
—Me asombra usted, señor Elton. ¿Es a mí a quien se dirige usted? Se
está usted confundiendo… me está tomando por mi amiga… si tiene algún
recado para la señorita Smith, se lo transmitiré muy gustosa; pero, por
favor, recuerde que yo no soy ella.
—¿La señorita Smith? ¿Un recado para la señorita Smith? ¿Qué quiere usted decir?
Y repetía las palabras de ella con tal convicción, dando muestras de tal
estupor, que Emma no pudo por menos que replicar con viveza:
—Señor Elton, su proceder es totalmente inexplicable. Y sólo puedo
justificarlo de un modo: no está usted en su sano juicio; de lo contrario no
me hablaría de esta manera, ni aludiría a Harriet como acaba de hacerlo.
Domínese y no diga nada más, y yo intentaré olvidar sus palabras.
Pero el vino que había bebido el señor Elton le había dado ánimos, pero
no le había enturbiado la cabeza. Sabía perfectamente lo que estaba
diciendo; y después de protestar con vehemencia, considerando como
altamente ofensivas las sospechas de Emma, y de aludir aunque muy de
pasada al respeto que le merecía la señorita Smith… aunque afirmando
que no podía por menos de asombrarse de que se la mencionase en
aquellos momentos, volvió a insistir sobre su gran amor, apremiando a la
joven para que le diese una respuesta favorable.
Emma se iba dando cuenta de que las palabras de su interlocutor más que
a la embriaguez eran debidas a la inconstancia y a la presunción; y
haciendo ya menos esfuerzos para ser cortés, replicó:
—Ya me es imposible seguir dudando. Se ha manifestado usted tal cual
es. Señor Elton, no encuentro palabras para expresar mi asombro.
Después de su proceder, del que yo he sido testigo, durante este último
mes, respecto a la señorita Smith… después de las atenciones que yo he
visto día a día, como usted le prodigaba… dirigirse a mí con estas
pretensiones, le aseguro que me parece una falta de formalidad que nunca
hubiera creído posible en usted. Créame que no puedo estar más lejos de
congratularme de ser el objeto de su interés.
—¡Santo Cielo! —exclamó el señor Elton—. Pero ¿qué quiere usted decir
con esto? ¡La señorita Smith! En ningún momento de mi vida he pensado
en la señorita Smith… jamás le he prestado la menor atención… a no ser
como amiga de usted; nunca he manifestado el menor interés por ella
excepto por el hecho de ser amiga de usted. Si ella ha creído otra cosa,
han sido sus propias ilusiones las que la han engañado, y yo lo lamento
mucho… muchísimo. Pero la verdad es que la señorita Smith… ¡Oh,
señorita Woodhouse! ¿Quién puede pensar en la señorita Smith cuando
se tiene cerca a la señorita Woodhouse? No, le doy mi palabra de honor
de que no se trata de una falta de formalidad. Yo sólo he pensado en
usted. Le aseguro que nunca he prestado la menor atención a nadie más.
Desde hace ya muchas semanas, todo lo que yo hacía o decía no tenía
otro objeto que manifestar mi adoración por usted. ¡No puede usted
ponerlo en duda! ¡No!… —en un tono que pretendía ser insinuante— y
estoy seguro de que usted se ha dado cuenta de ello y me ha comprendido…
Sería imposible describir cuáles eran los sentimientos de Emma al
escuchar todo esto… que le producía una enojosa sensación de disgusto y
contrariedad. Quedó demasiado abrumada para poder darle una respuesta
inmediata, y la breve pausa de silencio que siguió dio nuevos ánimos al
exaltado señor Elton, quien intentó volver a cogerle la mano mientras
exclamaba jubilosamente:
—¡Encantadora señorita Woodhouse! Permítame que interprete este
significativo silencio, con el que usted reconoce que hace ya mucho tiempo
que me había comprendido.
—¡No! —exclamó Emma—. Este silencio no reconoce semejante cosa. No
sólo no he podido estar más lejos de comprenderle a usted, sino que hasta
este mismo momento había estado completamente equivocaba respecto a
sus intenciones. Y por lo que a mí se refiere, lamento muchísimo que haya
estado alimentando esas esperanzas… Porque nada podía ser más
contrario a mis deseos… El afecto que demostraba tener a mi amiga
Harriet… el modo en que le hacía la corte (por lo menos así lo parecía),
me causaban un gran placer, y le deseaba de todo corazón el mayor éxito;
pero si hubiera supuesto que lo que le atraía en Hartfield no era ella,
inmediatamente hubiera pensado que se equivocaba usted al visitarnos
con tanta frecuencia. ¿Tengo que creer que jamás ha sentido usted ningún
interés particular por la señorita Smith? ¿Que nunca ha pensado seriamente en ella?
—¡Nunca! —exclamó él, sintiéndose ofendido a su vez—; nunca, se lo
aseguro. ¡Yo, pensar seriamente en la señorita Smith! La señorita Smith es
una joven excelente; y me alegraría mucho verla bien casada. Yo le deseo
toda clase de venturas; y sin duda hay hombres que no tendrían nada que
objetar a… Pero no creo que esté a mi altura; me parece que puedo
aspirar a algo mejor. ¡No tengo porqué pensar que no voy a poder
casarme con alguien de mi misma posición como para tener que dirigirme
a la señorita Smith! No… mis visitas a Hartfield no tenían otro objetivo que
usted; y como allí se me alentaba…
—¿Que se le alentaba? ¿Que yo le alentaba? Me temo que se haya usted
equivocado por completo al suponer semejante cosa. Yo sólo le
consideraba como un admirador de mi amiga. Bajo cualquier otro punto de
vista, no hubiera podido ser usted más que un conocido como cualquier
otro. Lo lamento muy de veras; pero es mejor que se haya aclarado este
error. De haber continuado como hasta ahora la señorita Smith hubiera
podido llegar a interpretar mal sus intenciones; probablemente sin advertir,
como tampoco lo había advertido yo, la gran desigualdad a la que usted da
tanta importancia. Pero, una vez aclarado el asunto, todo se reduce a una
decepción por parte de usted, que, confío, no durará mucho. Por el
momento no tengo la menor intención de casarme.
Él estaba demasiado enojado para contestar; y el tono de Emma había
sido demasiado cortante para invitar a nuevas súplicas; y ambos irritados y
ofendidos, y profundamente molestos el uno con el otro, tuvieron que
seguir juntos durante unos minutos más, ya que los temores del señor
Woodhouse les obligaban a ir a un paso muy lento. De no haber estado
tan encolerizados, la situación hubiese sido muy embarazosa, pero la
intensidad de sus emociones no daba lugar a los pequeños zigs-zags de
este estado de ánimo. El coche enfiló el callejón de la Vicaría y se detuvo,
y ellos inesperadamente se encontraron delante de la puerta de la casa del
señor Elton, quien bajó sin pronunciar ni una palabra… A Emma le pareció
indispensable desearle buenas noches; y él se limitó a corresponder a la
cortesía fría y orgullosamente; y la joven, presa de una indescriptible
turbación, siguió su camino hasta Hartfield.
Allí fue acogida con grandes muestras de alegría por su padre, quien
temblaba de miedo al pensar en los peligros que podía representar el que
viniera sola desde el callejón de la Vicaría… y el doblar aquella esquina
cuya sola idea le horrorizaba… y todo ello con el coche conducido por
manos extrañas… por un cochero cualquiera… no por James; y pareció
como si todos esperaran su regreso para que todo empezara a marchar
perfectamente; ya que el señor John Knightley, avergonzado de su mal
humor de antes, ahora se deshacía en amabilidades y atenciones;
mostrándose particularmente solícito con su suegro, hasta el punto de
parecer —ya que no dispuesto a tomar con él un bol de avenate— por lo
menos totalmente comprensivo respecto a las grandes virtudes de esta
bebida; y así fue cómo el día concluyó en paz y sosiego para toda la
familia, excepto para Emma… que se hallaba tan turbada y nerviosa que
tuvo que hacer un gran esfuerzo por mostrarse alegre y fingir que prestaba
atención a lo que se decía; hasta que al llegar la hora en que como de
costumbre todos se retiraron a descansar, pudo permitirse el alivio de
reflexionar con calma.