Emma – Jane Austen
Pocos ánimos tenía Harriet para ir de visita. Tan sólo media hora antes de
que su amiga pasara a recogerla por casa de la señora Goddard, su mala
estrella la condujo precisamente al lugar en donde en aquel momento un
baúl dirigido al «Reverendo Philip Elton, White-Hart, Bath», era cargado en
el carro del carnicero que debía llevarlo hasta donde pasaba la diligencia;
y para Harriet todo lo demás del universo, excepto aquel baúl y su rótulo,
dejaron de existir.
No obstante se puso en camino; y cuando llegaron a la granja y descendió
del coche al final del ancho y limpio sendero engravillado que entre
manzanos dispuestos a espaldera conducía hasta la puerta principal, el
ver todas aquellas cosas que el otoño anterior le habían proporcionado
tanto placer, empezó a producirle una cierta desazón; y cuando se
separaron Emma advirtió que miraba a su alrededor con una especie de
curiosidad temerosa que la decidió a no permitir que la visita se prolongara
más allá del cuarto de hora que se habían propuesto. Emma siguió
adelante para dedicar aquel rato a un antiguo criado que se había casado
y que vivía en Donwell.
Al cabo de un cuarto de hora, puntualmente, volvía a estar de nuevo ante
la blanca entrada; y la señorita Smith, obedeciendo a sus llamadas, no
tardó en reunirse con ella sin la compañía de ningún peligroso joven. Se
acercó sola por el sendero de grava… sólo una señorita Martin apareció
en la puerta, despidiéndola al parecer con ceremoniosa cortesía.
Harriet tardó un poco en poder dar una explicación medianamente
inteligible de lo que había ocurrido. Sus sentimientos eran demasiado
intensos; pero por fin Emma logró enterarse de lo suficiente como para
hacerse cargo de cómo se había desarrollado aquella entrevista y de qué
clase de heridas había dejado en su amiga. Sólo había visto a la señora
Martin y a sus dos hijas. La habían acogido de un modo receloso, por no
decir frío; y casi durante todo el tiempo no se había hablado más que de
simples lugares comunes… hasta el último momento, cuando
inesperadamente la señora Martin había dicho que tenía la impresión de
que la señorita Smith había crecido, llevando así la conversación hacia un
tema más interesante y mostrándose más efusiva. En el pasado mes de
setiembre, en aquella misma habitación Harriet había comparado su
estatura con la de sus dos amigas. Allí estaban aún las señales de lápiz y
las inscripciones en el marco de la ventana. Lo había hecho él. Todos
parecieron recordar el día, la hora, la fiesta, la ocasión… sentir la misma
inquietud, el mismo pesar… estar dispuestos a volver a ser los mismos de
antes; y ya iban haciéndose a la idea de que todo volviera a ser igual que
unos meses atrás (Harriet, como Emma debía de sospechar, estaba tan
dispuesta como cualquiera de ellas a mostrarse de nuevo tan afectuosa y
tan contenta como antes), cuando reapareció el coche y todo se esfumó.
Entonces el carácter de la visita y su brevedad se sintieron más
intensamente. ¡Conceder catorce minutos a las personas a quienes hacía
menos de seis meses debía agradecer una feliz estancia de seis semanas!
Emma no podía por menos de imaginarse la situación y de darse cuenta
de la razón que tenían de sentirse ofendidos, y de lo natural que era que
Harriet sufriera por todo ello. Era un mal asunto. Ella hubiera estado
dispuesta a hacer cualquier cosa, hubiera tolerado cualquier cosa para
conseguir que los Martín estuvieran en un nivel social más elevado.
Tenían tan buena voluntad que sólo un poco más de altura ya hubiera
podido bastar; pero, tal como estaban las cosas, ¿de qué otra manera
podía obrar? Imposible… No podía arrepentirse. Tenían que separarse;
pero aquella era una operación muy dolorosa… para ella tanto en aquella
ocasión que en seguida sintió la necesidad de buscar un poco de
consuelo, y decidió regresar a su casa pasando por Randalls para
procurárselo. Estaba ya harta del señor Elton y de los Martin. El refrigerio
de Randalls era absolutamente necesario.
Había sido una buena idea. Pero al acercarse a la puerta les dijeron que
«ni el señor ni la señora estaban en casa»; los dos habían salido hacía ya
bastante rato; el criado suponía que habían ido a Hartfield.
—¡Qué mala suerte! —exclamó Emma mientras volvían al coche— Y
ahora cuando lleguemos allí ellos se habrán acabado de ir; ¡esto ya es
demasiado! Hacía tiempo que no me fastidiaba tanto una cosa así.
Y se recostó en un rincón del coche para desfogar su mal humor o para
disiparlo a fuerza de razonamientos; probablemente un poco ambas
cosas… como suele ocurrir con las personas de buen natural. De pronto el
coche se detuvo; levantó la mirada; lo habían detenido el señor y la señora
Weston, que estaban ante ella disponiéndose a hablarle. Sintió una gran
alegría al verles, alegría que fue aún mayor cuando oyó el sonido de sus
voces… porque el señor Weston la abordó inmediatamente.
—¿Qué tal, cómo está? ¿Qué tal? Hemos visitado a su padre… y nos ha
alegrado mucho verle con tan buen aspecto. Frank llega mañana… esta
misma mañana he tenido carta suya… mañana a la hora de comer ya lo
tendremos en casa, esta vez es seguro… hoy está en Oxford, y viene para
pasar dos semanas completas; ya sabía yo que tenía que ser así. Si
hubiera venido por Navidad no hubiese podido quedarse con nosotros más
que tres días; yo desde el primer momento me alegré de que no viniera
por Navidad; ahora disfrutaremos de un tiempo mucho mejor, hace unos
días claros, secos, el tiempo es estable. De este modo disfrutaremos
mucho más de su compañía; todo ha salido mejor de lo que hubiéramos
podido desearlo.
No había modo de resistir a estas noticias, ni posibilidad de evitar la
influencia de un rostro tan feliz como el del señor Weston, confirmándolo
todo las palabras y la actitud de su esposa, menos locuaz y más
reservada, pero no menos alegre por lo ocurrido. Saber que ella
considerara segura la llegada de su hijastro era suficiente para que Emma
lo creyese también así, y participó sinceramente de su júbilo. Era la más
grata recuperación de unos ánimos abatidos. Lo pasado se olvidaba ante
las felices perspectivas de lo que iba a ocurrir; y en aquel momento Emma
tuvo la esperanza de que no volvería a hablarse más del señor Elton.
El señor Weston les contó la historia de todo lo que había sucedido en
Enscombe, y que había permitido a su hijo escribirles diciendo que
disponía de dos semanas completas y describiéndoles cuál sería el
camino que seguiría y el modo en que llevaría a cabo el viaje; y la joven
escuchaba, sonreía y se alegraba muy de veras.
—Y en seguida le llevaré a Hartfield —dijo el señor Weston, como conclusión.
Al llegar a este punto Emma supuso que su esposa le llamaba la atención
apretándole el brazo.
—Tendríamos que irnos, querido —dijo—; estamos entreteniéndolas.
—Sí, sí, cuando quieras… —y volviéndose de nuevo a Emma—: pero
ahora no crea que es un joven tan apuesto, ¿eh?; usted sólo le conoce a
través de lo que yo le he dicho; me atrevería a decir que en realidad no es
nada tan extraordinario…
Pero el centelleo que tenían sus ojos en aquel momento decía bien a las
claras que su opinión no podía ser más distinta. Emma por su parte
consiguió aparentar una total tranquilidad e inocencia, y responder de un
modo que no la comprometiera en absoluto.
—Emma, querida, piensa en mí mañana alrededor de las cuatro —fue el
ruego con el que se despidió la señora Weston; y en sus palabras, que
sólo iban dirigidas a ella, había una cierta inquietud.
—¡A las cuatro! Puedes estar segura de que a las tres ya lo tendremos
aquí —le corrigió rápidamente el señor Weston.
Y así terminó aquel afortunado encuentro. Emma había cobrado nuevos
ánimos y se sentía completamente feliz; todo parecía distinto; James y sus
caballos no parecían ni la mitad de lentos que antes. Cuando posó la
mirada en los setos pensó que los saúcos por lo menos no tardarían ya
mucho en echar brotes, y cuando se volvió a Harriet también en su rostro
creyó ver como un atisbo primaveral, algo semejante a una vaga sonrisa.
Pero la pregunta que hizo no era excesivamente prometedora:
—¿Crees que el señor Frank Churchill además de pasar por Oxford pasará por Bath?
Pero ni los conocimientos geográficos ni la tranquilidad se adquieren en un
abrir y cerrar de ojos; y en aquellos momentos Emma se sentía dispuesta
a conceder que tanto una cosa como otra ya llegarían con el tiempo.
Llegó la mañana de aquel día tan esperado, y la fiel discípula de la señora
Weston no se olvidó ni a las diez, ni a las once ni a las doce, que a las
cuatro tenía que pensar en ella.
«¡Pobre amiga mía! —se decía para sí mientras salía de su alcoba y
bajaba las escaleras— ¡Siempre preocupándose tanto por el bienestar de
todo el mundo y sin pensar en el suyo! Ahora mismo te estoy viendo
atareadísima, entrando y saliendo mil veces de su habitación para
asegurarte de que todo está en orden. —El reloj dio las doce mientras
atravesaba el recibidor—. Las doce, dentro de cuatro horas no me olvidaré
de pensar en ti. Y mañana a esta hora, poco más o menos, o quizás un
poco más tarde, pensaré que estarán todos a punto de venir a visitarnos.
Estoy segura de que no tardarán mucho en traerle aquí».
Abrió la puerta del salón y vio a su padre hablando con dos caballeros: el
señor Weston y su hijo. Hacía pocos minutos que habían llegado, y el
señor Weston apenas había tenido tiempo de acabar de explicar porqué
Frank se había anticipado un día a lo previsto, y su padre se hallaba aún
dándoles la bienvenida y felicitándoles con sus ceremoniosas frases
cuando ella apareció para participar del asombro, de las presentaciones y
de la ilusión de aquellos momentos.
Frank Churchill, de quien tanto se había hablado, que tanta expectación
había suscitado, estaba en persona ante ella… se hicieron las
presentaciones y Emma pensó que los elogios que se habían hecho de él
no habían sido excesivos; era un joven extraordinariamente apuesto; su
porte, su elegancia, su desenvoltura no admitían ningún reparo, y en
conjunto su aspecto recordaba mucho del buen temple y de la vivacidad
de su padre; parecía despierto de inteligencia y con talento. Emma advirtió
inmediatamente que sería de su agrado; y vio en él una naturalidad en el
trato y una soltura en la conversación, propias de alguien de buena
crianza, que la convencieron de que él aspiraba a ganarse su amistad, y
de que no tardarían mucho en ser buenos amigos.
Había llegado a Randalls la noche antes. Emma quedó muy complacida al
ver las prisas por llegar que había tenido el joven y que le había hecho
cambiar de plan, ponerse en camino antes de lo previsto, hacer jornadas
más largas y más intensas para poder ganar medio día.
—Ya le decía ayer —exclamaba el señor Weston lleno de entusiasmo—,
yo ya les había dicho a todos que le tendríamos con nosotros antes del
tiempo fijado. Me acordaba de lo que yo solía hacer a su edad. No se
puede viajar a paso de tortuga; es inevitable que uno vaya mucho más
aprisa de lo que había planeado; y la ilusión de sorprender a nuestros
amigos cuando no se lo esperan vale mucho más que las pequeñas
molestias que trae consigo una cosa así.
—Hace mucha ilusión poder dar una sorpresa como ésta —dijo el joven—,
aunque no me atrevería a hacerlo en muchas casas; pero tratándose de
mi familia pensé que podía permitírmelo todo.
La expresión «mi familia» hizo que su padre le dirigiera una mirada de viva
complacencia. Emma se convenció plenamente de que el joven sabía
cómo hacerse agradable; y esta convicción se robusteció oyéndole hablar
más. Hizo muchos elogios de Randalls, la consideró como una casa
admirablemente ordenada, apenas quiso conceder que era pequeña,
elogió su situación, el camino de Highbury, el propio Highbury, Hartfield
todavía más, y aseguró que siempre había sentido por la comarca el
interés que sólo puede despertar la tierra propia, y que siempre había
sentido una enorme curiosidad por visitarla. Por la mente de Emma cruzó
suspicazmente la idea de que era extraño que hubiese tardado tanto
tiempo en poder cumplir este deseo; pero incluso si sus palabras no eran
sinceras, resultaban gratas, y eran hábiles y oportunas. No daba la
impresión de una persona afectada o amanerada. Lo cierto es que su
entusiasmo parecía totalmente sincero.
En general, el tema de la conversación fue el normal entre personas que
acaban de conocerse. Él le preguntó si montaba a caballo, si le gustaba
pasear por el campo, si tenía muchos amigos por aquellos contornos, si
estaba satisfecha de la vida social que podía proporcionarles un pueblo
como Highbury —«He visto que hay casas preciosas por estos
alrededores»—, si había bailes, si celebraban reuniones de carácter musical…
Pero una vez satisfecha su curiosidad acerca de todos esos puntos, y
cuando su conversación se hizo ya un poco más íntima, el joven se las
ingenió para encontrar la oportunidad, mientras sus padres conversaban
solos aparte, para hablar de su madrastra y hacer de ella los mayores
elogios, declarándose un gran admirador suyo, y diciendo que le profesaba
tanta gratitud por la felicidad que había proporcionado a su padre y por la
cálida acogida que le había dispensado a él, que venía a constituir una
prueba más de que sabía cómo agradar… y de que sin duda consideraba
que valía la pena intentar atraérsela. Sin embargo, sus elogios nunca
rebasaron lo que Emma sabía que la señora Weston merecía
sobradamente; pero claro está que él tampoco podía saber demasiado
acerca de ella. Lo que sabía era que sus palabras iban a ser agradables;
pero no podía estar seguro de muchas cosas más.
—La boda de mi padre —dijo— ha sido una de sus decisiones más
afortunadas; todos sus amigos deben alegrarse; y la familia gracias a la
cual ha sido posible esta gran suerte para mí siempre será merecedora de
la mayor gratitud.
Casi llegó a agradecer a Emma los méritos de la señorita Taylor, aunque
sin dar la impresión de que olvidara completamente, que, en buena lógica,
era más natural suponer que había sido la señorita Taylor quien había
formado el carácter de la señorita Woodhouse que la señorita Woodhouse
el de la señorita Taylor. Y por fin, como decidiéndose a justificar su criterio
atendiendo a todos y cada uno de los aspectos de la cuestión, manifestó
su asombro por la juventud y la belleza de su madrastra.
—Yo suponía —dijo— que se trataba de una dama elegante y de maneras
distinguidas; pero confieso que en el mejor de los casos no esperaba que
fuese más que una mujer de cierta edad todavía de buen ver; no sabía que
la señora Weston era una joven tan linda.
—A mi entender —dijo Emma— exagera usted un poco al encontrar tantas
perfecciones en la señora Weston; si descubriera usted que tiene
dieciocho años, no dejaría de darle la razón; pero estoy segura de que ella
se enojaría con usted si supiese que le dedica frases como ésas. Procure
que no se entere de que habla de ella como de una joven tan linda.
—Espero que sabré ser discreto —replicó—; no, puede usted estar segura
(y al decir esto hizo una galante reverencia) de que hablando con la
señora Weston sabré a quién poder elogiar sin correr el riesgo de que se
me considere exagerado o inoportuno.
Emma se preguntó si las mismas suposiciones que ella se había hecho
acerca de las consecuencias que podía traer el que los dos se conocieran,
y que habían llegado a adueñarse tan completamente de su espíritu,
habían cruzado alguna vez por la mente de él; y si sus cumplidos debían
interpretarse como muestras de aquiescencia o como una especie de
desafío. Tenía que conocerle más a fondo para saber qué es lo que se
proponía; por el momento lo único que podía decir era que sus palabras le
eran agradables.
No tenía la menor duda de los proyectos que el señor Weston había
estado forjando sobre todo aquello. Había sorprendido una y otra vez su
penetrante mirada fija en ellos con expresión complacida; e incluso cuando
él decidía no mirar, Emma estaba segura de que a menudo debía de estar escuchando.
El que su padre fuera totalmente ajeno a cualquier idea de ese tipo, el que
fuese absolutamente incapaz de hacer tales suposiciones o de tener tales
sospechas, era ya un hecho más tranquilizador. Por fortuna estaba tan
lejos de aprobar su matrimonio como de preverlo… Aunque siempre ponía
reparos a todas las bodas, nunca sufría de antemano por el temor de que
llegara este momento; parecía como si no fuese capaz de pensar tan mal
de dos personas, fueran cuales fuesen, suponiendo que pretendían
casarse, hasta que hubiera pruebas concluyentes contra ellas. Emma
bendecía aquella ceguera tan favorable. En aquellos momentos, sin tener
que preocuparse por ninguna conjetura poco grata, sin llegar a adivinar en
el futuro ninguna posible traición por parte de su huésped, daba libre curso
a su cortesía espontánea y cordial, interesándose vivamente por los
problemas de alojamiento que había tenido Frank Churchill durante su
viaje —con molestias tan penosas como el dormir dos noches en
camino—, preguntando ansiosamente sí era cierto que no se había
resfriado… lo cual, a pesar de todo, él no consideraría totalmente seguro
hasta después de haber pasado otra noche.
Había transcurrido ya un tiempo razonable para la visita, y el señor Weston
se levantó para irse.
—Ya es hora de que me vaya. Tengo que pasar por la hostería de la
Corona para hablar de un heno que necesito, y la señora Weston me ha
hecho muchísimos encargos para la tienda de Ford; pero no es preciso
que me acompañe nadie.
Su hijo, demasiado bien educado para recoger la insinuación, también se
levantó inmediatamente diciendo:
—Mientras te ocupas de todos esos asuntos, yo aprovecharía la ocasión
para hacer una visita que tengo que hacer un día u otro, y por lo tanto
puedo quedar bien hoy mismo. Tuve el gusto de conocer a un vecino suyo
—volviéndose hacia Emma—, una señora que vive en Highbury, o por
aquí cerca; una familia cuyo nombre es Fairfax. Supongo que no tendré
dificultad en encontrar la casa; aunque creo que no se apellidan Fairfax
propiamente… es algo así como Barnes o Bates. ¿Conoce usted alguna
familia que se llame así?
—¡Ya lo creo! —exclamó su padre—; la señora Bates… cuando pasamos
por delante de su casa vi que la señorita Bates estaba asomada a la
ventana. Cierto, cierto que conoces a la señorita Fairfax; me acuerdo que
la conociste en Weymouth, y es una muchacha excelente. Sobre todo no
dejes de visitarla.
—No es necesario que vaya a visitarles esta misma mañana —dijo el
joven—; puedo ir cualquier otro día; pero en Weymouth nos hicimos tan
amigos que…
—Nada, nada, no dejes de ir hoy mismo; no tienes por qué aplazar la
visita. Nunca es demasiado pronto para hacer lo que se debe. Y además,
Frank, tengo que hacerte una advertencia; aquí tendrías que poner mucho
cuidado en evitar todo lo que pudiera parecer un desaire para con ella.
Cuando tú la conociste vivía con los Campbell y estaba a la misma altura
de todos los que la trataban, pero aquí está con su abuela, que es una
anciana pobre, que apenas tiene la suficiente para vivir. O sea que si no la
visitas pronto le harás un desaire.
Su hijo pareció quedar convencido. Emma dijo:
—Ya le he oído hablar de su amistad; es una joven muy elegante.
Él asintió, pero con un «sí» tan escueto que casi hizo dudar a Emma de
que ésta era su opinión; y sin embargo, en el gran mundo se debía de
tener una idea muy distinta de la elegancia si Jane Fairfax sólo era
considerada como una joven corriente.
—Si antes de ahora nunca le habían llamado la atención sus maneras
—dijo ella—, creo que hoy le impresionarán. Podrá verla en un ambiente
que le da más realce; verla y oírla… bueno, aunque me temo que no le
oirá decir ni una palabra, porque tiene una tía que no para de hablar ni un momento.
—¿De modo que conoce usted a la señorita Jane Fairfax? —dijo el señor
Woodhouse, siempre el último en tomar parte en la conversación—;
entonces permítame asegurarle que le parecerá una joven muy agradable.
Está pasando una temporada aquí, en casa de su abuela y de su tía, gente
muy bien; les conozco de toda la vida. Se alegrarán muchísimo de verle,
estoy seguro, y uno de mis criados le acompañará para enseñarle el camino.
—¡Por Dios, señor Woodhouse, de ninguna manera, no faltaba más! Mi
padre puede guiarme.
—Pero su padre no va tan lejos; va sólo a la Corona, que está al otro lado
de la calle, y por allí hay muchas casas y es fácil equivocarse; puede usted
desorientarse, y se va a poner perdido de andar por allí si no cruza por el
mejor paso; pero mi cochero puede indicarle el mejor sitio para cruzar la calle.
Frank Churchill siguió declinando el ofrecimiento, con toda la seriedad de
que era capaz, y su padre acudió en su ayuda exclamando:
—¡Mi querido amigo, pero si es completamente innecesario! Frank no es
tan tonto como para meterse en un charco sin verlo, y desde la Corona
puede llegar a casa de la señora Bates en un instante.
Se les permitió que se fueran solos; y con un cordial movimiento de la
cabeza por parte de uno y una graciosa reverencia por parte del otro, los
dos caballeros se despidieron. Emma quedó muy complacida con el
comienzo de esta amistad, y a partir de entonces a cualquier hora del día
que pensara en todos los miembros de la familia de Randalls, tenía plena
confianza en que eran felices.