Emma – Jane Austen
A la mañana siguiente Frank Churchill se presentó de nuevo allí. Vino con
la señora Weston, por quien, como por el propio Highbury, parecía sentir
gran afecto. Al parecer ambos habían estado charlando amigablemente en
su casa hasta la hora en que se solía dar un paseo; y cuando el joven tuvo
que decidir la dirección que tomarían, inmediatamente se pronunció por Highbury.
—Él ya sabe que yendo en todas direcciones pueden darse paseos muy
agradables, pero si se le da a elegir siempre se decide por lo mismo.
Highbury, ese oreado, alegre y feliz Highbury, ejerce sobre él una
constante atracción…
Highbury para la señora Weston significaba Hartfield; y ella confiaba en
que para su acompañante lo fuese también. Y hacia allí encaminaron
directamente sus pasos.
Emma no les esperaba; porque el señor Weston, que les había hecho una
rapidísima visita de medio minuto, justo el tiempo de oír que su hijo era
muy buen mozo, no sabía nada de sus planes; y por lo tanto para la joven
fue una agradable sorpresa verles acercarse a la casa juntos, cogidos del
brazo. Había estado deseando volver a verle, y sobre todo verle en
compañía de la señora Weston, ya que de su proceder con su madrastra
dependía la opinión que iba a formarse de él. Si fallaba en este punto,
nada de lo que hiciera podría justificarle a sus ojos. Pero al verles juntos
quedó totalmente satisfecha. No era sólo con buenas palabras ni con
cumplidos hiperbólicos como cumplía sus deberes; nada podía ser más
adecuado ni más agradable que su modo de comportarse con ella… nada
podía demostrar más agradablemente su deseo de considerarla como una
amiga y de ganarse su afecto; y Emma tuvo tiempo más que suficiente de
formarse un juicio más completo, ya que su visita duró todo el resto de la
mañana. Los tres juntos dieron un paseo de una o dos horas, primero por
los plantíos de árboles de Hartfield y luego por Highbury. El joven se
mostraba encantado con todo; su admiración por Hartfield hubiera bastado
para llenar de júbilo al señor Woodhouse; y cuando decidieron prolongar el
paseo, confesó su deseo de que le informaran de todo lo relativo al pueblo,
y halló motivos de elogio y de interés mucho más a menudo de lo que
Emma hubiera podido suponer.
Algunas de las cosas que despertaban su curiosidad demostraban que era
un joven de sentimientos delicados. Pidió que le enseñaran la casa en la
que su padre había vivido durante tanto tiempo, y que había sido también
la casa de su abuelo paterno; y al saber que una anciana que había sido
su ama de cría vivía aún, recorrió toda la calle de un extremo al otro en
busca de su cabaña; y aunque algunas de sus preguntas y de sus
comentarios, no tenían ningún mérito especial, en conjunto demostraban
muy buena voluntad para con Highbury en general, lo cual para las
personas que le acompañaban venía a ser algo muy semejante a un mérito.
Emma, que le estudiaba, decidió que con sentimientos como aquellos con
los que ahora se mostraba, no podía suponerse que por su propia voluntad
hubiera permanecido tanto tiempo alejado de allí; que no había estado
fingiendo ni haciendo ostentación de frases insinceras; y que sin duda el
señor Knightley no había sido justo con él.
Su primera visita fue para la Hostería de la Corona, una hostería de no
demasiada importancia, aunque la principal en su ramo, donde disponían
de dos pares de caballos de refresco para la posta, aunque más para las
necesidades del vecindario que para el movimiento de carruajes que había
por el camino; y sus acompañantes no esperaban que allí el joven se
sintiese particularmente interesado por nada; pero al entrar le contaron la
historia del gran salón que a simple vista se veía que había sido añadido al
resto del edificio; se había construido hacía ya muchos años con el fin de
servir para sala de baile, y se había utilizado como tal mientras en el
pueblo los aficionados a esta diversión habían sido numerosos; pero tan
brillantes días quedaban ya muy lejos, y en la actualidad servía como
máximo para albergar a un club de whist que habían formado los señores
y los medios señores del lugar. El joven se interesó inmediatamente por
aquello. Le llamaba la atención que aquello hubiera sido una sala de baile;
y en vez de seguir adelante, se detuvo durante unos minutos ante el marco
de las dos ventanas de la parte alta, abriéndolas para asomarse y hacerse
cargo de la capacidad del local, y luego lamentar que ya no se utilizase
para el fin para el que había sido construido. No halló ningún defecto en la
sala y no se mostró dispuesto a reconocer ninguno de los que ellas le
sugirieron. No, era suficientemente larga, suficientemente ancha, y
también lo suficientemente bien decorada. Allí podían reunirse
cómodamente las personas necesarias. Deberían organizarse bailes por lo
menos cada dos semanas durante el invierno. ¿Por qué la señorita
Woodhouse no hacía que aquel salón conociese de nuevo tiempos tan
brillantes como los de antaño? ¡Ella que lo podía todo en Highbury! Se le
objetó que en el pueblo faltaban familias de suficiente posición, y que era
seguro que nadie que no fuera del pueblo o de sus inmediatos alrededores
se sentiría tentado de asistir a esos bailes; pero él no se daba por vencido.
No podía convencerse de que con tantas casas hermosas como había
visto en el pueblo, no pudiera reunirse un número suficiente de personas
para una velada de ese tipo; e incluso cuando se le dieron detalles y se
describieron las familias, aún se resistía a admitir que el mezclarse con
aquella clase de gente fuera un obstáculo, o que a la mañana siguiente
habría dificultades para que cada cual volviera al lugar que le
correspondía. Argumentaba como un joven entusiasta del baile; y Emma
quedó más bien sorprendida al darse cuenta de que el carácter de los
Weston prevalecía de un modo tan evidente sobre las costumbres de los
Churchill. Parecía tener toda la vitalidad, la animación, la alegría y las
inclinaciones sociales de su padre, y nada del orgullo o de la reserva de
Enscombe. La verdad es que tal vez de orgullo tenía demasiado poco; su
indiferencia a mezclarse con personas de otra clase lindaba casi con la
falta de principios. Sin embargo no podía darse aún plena cuenta de aquel
peligro al que daba tan poca importancia. Aquello no era más que una
expansión de su gran vitalidad.
Por fin le convencieron para alejarse de la fachada de la Corona; y al
hallarse ahora casi enfrente de la casa en que vivían las Bates, Emma
recordó que el día anterior quería hacerles una visita, y le preguntó si
había llevado a cabo su propósito.
—Sí, sí, ya lo creo —replicó—; precisamente ahora iba a hablar de ello.
Una visita muy agradable… Estaban las tres; y me fue muy útil el aviso
que usted me dio; si aquella señora tan charlatana me hubiera cogido
totalmente desprevenido, hubiese sido mi muerte; y a pesar de todo me vi
obligado a quedarme mucho más tiempo del que pensaba. Una visita de
diez minutos era necesaria y oportuna… y yo le había dicho a mi padre
que estaría de vuelta en casa antes que él; pero no había modo de irse, no
se hizo ni la menor pausa; e imagínese cuál sería mi asombro cuando mi
padre al no encontrarme en ningún otro sitio por fin vino a buscarme, y me
di cuenta que había pasado allí casi tres cuartos de hora; antes de
entonces la buena señora no me dio la posibilidad de escaparme.
—¿Y qué impresión le produjo la señorita Fairfax?
—Mala, muy mala… es decir, si no es demasiado descortés decir de una
señorita que produce mala impresión. Pero su aspecto es realmente
inadmisible, ¿no le parece, señora Weston? Una dama no puede tener ese
aire tan enfermizo. Y, francamente, la señorita Fairfax está tan pálida que
casi da la impresión de que no goza de buena salud… Una deplorable falta de vitalidad.
Emma no estaba de acuerdo con él y empezó a defender acaloradamente
el saludable aspecto de la señorita Fairfax.
—Es cierto que nunca da la sensación de que rebosa salud, pero de eso a
decir que tiene un color quebrado y enfermizo va un abismo; y su piel tiene
una suavidad y una delicadeza que le da una elegancia especial a sus facciones.
Él la escuchaba con una cortés deferencia; reconocía que había oído decir
lo mismo a mucha gente… pero, a pesar de todo debía confesar que a su
juicio nada compensaba la ausencia de un aspecto saludable. Cuando la
belleza no era excesiva, la salud y la lozanía daban realce e incluso
hermosura a la persona; y cuando la belleza y la salud se daban juntas…
en este caso añadió con galantería, no era preciso describir cuál era el
efecto que producían.
—Bueno —dijo Emma—, sobre gustos no hay nada escrito… Pero por lo
menos, exceptuando el color de la tez, puede decirse que le ha producido
buena impresión.
El joven sacudió la cabeza y se echó a reír:
—No sabría dar una opinión sobre la señorita Fairfax sin tener en cuenta este hecho.
—¿La veía usted a menudo en Weymouth? ¿Se encontraban con
frecuencia en los mismos círculos sociales?
En aquel momento se estaban acercando a la tienda de Ford, y él se
apresuró a exclamar:
—¡Vaya! Ésta debe de ser la tienda a la que, según dice mi padre, acude
todo el mundo cada día sin falta. Dice que de cada semana seis días viene
a Highbury y siempre tiene algo que hacer aquí. Si no tienen ustedes
inconveniente me gustaría entrar para demostrarme a mí mismo que
pertenezco al pueblo, que soy un verdadero ciudadano de Highbury.
Tendría que hacer unas compras. Me someto, abdico de mi independencia
de criterio… Supongo que venderán guantes ¿no?
—¡Oh, sí! Guantes y todo lo que usted quiera. Admiro su patriotismo. Le
adorarán en Highbury. Antes de su llegada ya era muy popular por ser el
hijo del señor Weston… pero deje usted media guinea en casa Ford y
tendrá mucha más popularidad de la que merece por sus virtudes.
Entraron, y mientras traían y desplegaban sobre el mostrador los suaves y
bien liados paquetes de «Men\’s Beavers» y «York Tan», el joven dijo:
—Le ruego que me disculpe, señorita Woodhouse, me estaba usted
hablando, ¿qué me decía en el momento de mi estallido de amor patriae?
¿Sería tan amable de repetírmelo? Le aseguro que por mucho que
aumentara mi renombre en el pueblo, no me consolaría de la pérdida de
un gramo de felicidad en mi vida privada.
—Sólo le preguntaba si había tratado mucho a la señorita Fairfax en Weymouth.
—Ahora que entiendo su pregunta, debo confesarle que me parece muy
delicada. El derecho de decidir el grado de amistad que se tiene con un
caballero siempre se concede a las damas. La señorita Fairfax ya debe
haber dado su parecer sobre la cuestión. No voy a ser tan indiscreto como
para atreverme a atribuirme más del que ella haya decidido concederme.
—Palabra que contesta usted con tanta discreción como podría hacerlo
ella misma. Pero siempre que ella hablaba de algo lo hace de una manera
tan ambigua, es tan reservada, se resiste tanto a dar la menor información
acerca de cualquiera, que creo que usted puede decirnos lo que le plazca
acerca de su amistad con ella.
—¿De veras? Entonces les diré la verdad, y nada me complace tanto
como poder hacerlo. En Weymouth la veía con frecuencia. En Londres yo
había tenido cierto trato con los Campbell; y en Weymouth
frecuentábamos los mismos círculos. El coronel Campbell es un hombre
muy agradable, y la señora Campbell una dama muy amable y muy
cordial. Les profeso un gran afecto.
—Entonces supongo que conocerá usted la situación de la señorita
Fairfax; la clase de vida que le espera.
—Sí contestó titubeando—, creo estar enterado de todo eso.
—Emma —dijo la señora Weston sonriendo—, ésas son cuestiones muy
delicadas; recuerda que estoy yo presente. El señor Frank Churchill
apenas sabe qué decir cuando le hablas de la situación de la señorita
Fairfax. Si no te importa, me apartaré un poco.
—La verdad es que me olvido de pensar en ti —dijo Emma—, porque para
mí nunca has sido otra cosa que mi amiga, la mejor de mis amigas.
El joven pareció comprender todo el sentido de las palabras de Emma y
rendir homenaje a sus sentimientos. Y una vez comprados los guantes, de
nuevo en la calle, Frank Churchill dijo:
—¿Ha oído tocar alguna vez a la señorita de la que estábamos hablando?
—¿Si la he oído tocar? —exclamó Emma—. Olvida usted que ha pasado
muchas temporadas en Highbury. La he oído todos y cada uno de los años
de nuestra vida desde que las dos empezamos a estudiar música. Toca de
una manera encantadora.
—¿De veras lo cree así? Tenía interés por conocer la opinión de alguien
que pudiera juzgar con conocimiento de causa. A mí me parecía que
tocaba bien, es decir, con mucho gusto, pero yo no entiendo nada en estas
cuestiones… Soy muy aficionado a la música, pero me considero un
profano, y no me creo con derecho a juzgar a nadie… Siempre que la oía
tocar me quedaba admirado; y recuerdo una ocasión en que vi que la
consideraban como una buena intérprete: un caballero muy entendido en
música, y que estaba enamorado de otra dama… estaban prometidos y
faltaba poco para la boda… pues este señor siempre prefería que fuera la
señorita Fairfax la que se sentara a tocar en vez de su prometida… nunca
parecía tener interés en oír a la una si podía oír a la otra. Eso en un
hombre muy entendido en música, yo consideré que significaba algo.
—Pues claro que sí —dijo Emma muy divertida— El señor Dixon entiende
mucho de música, ¿verdad? Vamos a enterarnos de más cosas de todos
ellos en media hora gracias a usted que las que en medio año la señorita
Fairfax se hubiera dignado a decirnos.
—Sí, el señor Dixon y la señorita Campbell eran las personas a que aludía;
y yo lo consideré como una prueba concluyente.
—Desde luego, creo que lo es; para serle sincera, demasiado concluyente
para que, si yo hubiera sido la señorita Campbell, la hubiese aceptado de
buen grado. No encontraría disculpas para un hombre que prestara más
atención a la música que al amor… que tuviera más oído que ojos… una
sensibilidad más aguzada para los sonidos armoniosos que para mis
sentimientos. ¿Cómo reaccionó la señorita Campbell?
—Era íntima amiga suya, ¿sabe usted?
—¡Vaya consuelo! —dijo Emma riendo—. Yo preferiría verme preterida por
una extraña que por una amiga muy íntima… por lo menos con una
extraña hay la posibilidad de que la cosa no vuelva a suceder… pero lo
triste es que una amiga muy íntima siempre está cerca de nosotros, y si
resulta que lo hace todo mejor que una misma… ¡Pobre señora Dixon!
Bueno, me alegro de que haya decidido ir a vivir a Irlanda.
—Tiene usted razón. No era muy halagador para la señorita Campbell;
pero la verdad es que ella no parecía darse cuenta.
—Tanto mejor… o tanto peor… No lo sé. Pero, tanto si era por dulzura de
carácter como por tontería, porque siente intensamente la amistad o
porque es corta de luces, a mi entender había una persona que debería
haberse dado cuenta de ello: la propia señorita Fairfax. Era ella quien
debía advertir lo impropio y lo peligroso de las distinciones de que era objeto.
—Por lo que a ella se refiere, no creo que…
—Oh, no crea que espero que usted o cualquiera otra persona me
describa cuáles son los sentimientos de la señorita Fairfax. Ya supongo
que nadie puede conocerlos, excepto ella misma. Pero si seguía tocando
siempre que se lo pedía el señor Dixon, cada cual puede suponer lo que quiera.
—En apariencia todos parecían vivir en muy buena armonía —empezó a
decir rápidamente, pero en seguida añadió como corrigiéndose—: aunque
me sería imposible decir exactamente en qué términos se hallaba su
amistad… todo lo que pudiera haber detrás de estas apariencias. Lo único
que puedo decir es que exteriormente no parecía haber dificultades. Pero
usted que ha conocido a la señorita Fairfax desde niña, debe de tener más
elementos que yo para juzgarla y para adivinar cómo puede llegar a
conducirse en una situación crítica.
—Desde luego, la he conocido desde niña; juntas hemos sido niñas y
luego mujeres; y es natural el suponer que tenemos intimidad… que
hemos vuelto a vernos a menudo siempre que visitaba a sus amigas. Pero
nunca ha ocurrido así. Y no sabría explicarle muy bien por qué; quizás
haya influido un poco una cierta malignidad mía que me ha llevado a sentir
aversión por una muchacha tan idolatrada y tan alabada como siempre ha
sido ella, por su tía, su abuela y todas las personas de su círculo. Por otra
parte está su reserva… nunca he podido hacer amistad con alguien que
fuera tan extremadamente reservado.
—Ciertamente —dijo él— es un rasgo de carácter muy poco agradable.
Sin duda a menudo resulta muy conveniente, pero nunca es grato. La
reserva ofrece seguridad, pero no es atractiva. No es posible querer a una
persona reservada.
—No, hasta que no abandone esta reserva para con uno; y entonces la
atracción puede ser mayor. Pero por lo que a mí respecta, hubiera debido
tener más necesidad de una amiga, de una compañera agradable, de la
que he tenido, para tomarme la molestia de conquistar la reserva de
alguien para atraérmelo. Una amistad íntima entre la señorita Fairfax y yo
es totalmente impensable. Yo no tengo motivos para pensar mal de ella…
ni un solo motivo… pero esa perpetua y extremada cautela en el hablar y
en el obrar, ese temor a dar una opinión clara sobre cualquiera se prestan
a despertar la sospecha de que tiene algo que ocultar.
El joven estuvo totalmente de acuerdo con ella; y después de haberse
paseado juntos durante largo rato y de haber advertido que coincidían en
muchas cosas, Emma se sintió tan familiarizada con su acompañante que
apenas podía creer que era sólo la segunda vez que le veía. No era
exactamente como ella había esperado; era menos mundano en algunas
de sus ideas, menos niño mimado de la fortuna, y por lo tanto mejor de lo
que ella esperaba. Sus ideas parecían más moderadas, sus sentimientos
más efusivos. Lo que más la sorprendió fue su actitud ante la casa del
señor Elton, que al igual que la iglesia estuvo contemplando por todos los
lados, sin que les diera la razón en encontrarle demasiados defectos. No,
él no estaba de acuerdo en que aquella casa tuviera tantos
inconvenientes; no era una casa como para compadecer a su dueño. Si
tuviera que ser compartida con la mujer amada, en su opinión ningún
hombre podía ser compadecido por vivir allí. Forzosamente debía tener
habitaciones grandes que serían realmente cómodas. El hombre que
necesitase algo más tenía que ser un necio.
La señora Weston se echó a reír, y le dijo que no sabía lo que estaba
diciendo. Que estaba acostumbrado a vivir en una casa grande, y que
nunca se había parado a pensar en las muchas ventajas y comodidades
que representaba el disponer de mucho espacio, y que por lo tanto no era
la persona más indicada para opinar acerca de las limitaciones propias de
una casa pequeña. Pero Emma en su fuero interno decidió que el joven
sabía muy bien lo que estaba diciendo, y que demostraba una agradable
propensión a casarse pronto, y ello por motivos elevados. Posiblemente no
se hacía cargo de los trastornos que forzosamente tenían que ocasionar
en la paz doméstica el carecer de una habitación para el ama de llaves o
el hecho de que la despensa del mayordomo no reuniera las debidas
condiciones, pero sin duda se daba perfectamente cuenta de que
Enscombe no podía hacerle feliz, y de que cuando se enamorara
renunciaría gustoso a muchos lujos con tal de poder casarse pronto.