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Capítulo 29

Emma – Jane Austen

Es posible vivir prescindiendo totalmente del baile. Se conocen casos de
jóvenes que han pasado muchos, muchos meses enteros, sin asistir a
ningún baile ni a nada que se le pareciera, sin sufrir por ello ningún daño ni
en el cuerpo ni el alma; pero una vez se ha empezado… una vez se ha
sentido, aunque sea levemente, el placer de girar rápidamente al son de
una música… es difícil renunciar a la tentación de pedir que se repita.
Frank Churchill ya había bailado una vez en Highbury, y ahora suspiraba
por volver a bailar; y la última media hora de una velada que el señor
Woodhouse consintió en pasar con su hija en Randalls, los dos jóvenes la
dedicaron a hacer proyectos sobre aquella cuestión. La iniciativa había
sido de Frank, así como el mayor interés en conseguir lo que deseaba; ya
que ella prestaba gran atención a las dificultades, y consideraba que debía
ser algo digno y adecuado a las circunstancias. Pero, a pesar de todo,
Emma tenía tantos deseos de volver a demostrar lo maravillosamente que
bailaban el señor Frank Churchill y la señorita Woodhouse —algo de lo
que no tenía que enrojecer al compararse con Jane Fairfax—… y también
tantos deseos simplemente de bailar, sin que contara el maligno aguijón
de la vanidad… que le ayudó primero a medir el salón en que estaban
para saber cuántas personas podrían caber allí… y luego a tomar las
medidas de la otra sala de estar, con la esperanza de descubrir —a pesar
de todo lo que el señor Weston podía decirles que eran exactamente de
las mismas dimensiones— que era un poco más grande.
La primera proposición del joven de que el baile que había empezado en
casa del señor Cole debía terminar en aquella casa… que se reunirían las
mismas personas que la vez anterior… y que la encargada de tocar el
piano sería la misma… halló la aprobación más inmediata. El señor
Weston acogió la idea con gran entusiasmo, y la señora Weston se
comprometió gustosamente a tocar durante todo el tiempo que ellos
quisieran dedicarse al baile; y acto seguido se aplicaron a la grata tarea de
calcular exactamente cuáles serían las parejas, y a destinar a cada una de
ellas la porción de espacio indispensable.
—Usted, la señorita Smith y la señorita Fairfax serán tres, y las dos
señoritas Cox cinco —repetía Frank Churchill una y otra vez. Y por otra
parte están los dos Gilbert, Cox hijo, mi padre y yo, y además el señor
Knightley. Sí, seremos los suficientes para divertirnos. Usted, la señorita
Smith y la señorita Fairfax, serán tres, y las dos señoritas Cox, cinco; y
para cinco parejas habrá mucho espacio.
Pero no tardó mucho en cambiar de opinión.
—Bueno, no sé si habrá espacio suficiente para cinco parejas… Casi me
parece que no.
Y poco después:
—Después de todo, por cinco parejas no vale la pena organizar nada. Si
uno piensa con calma en lo que eso significa, cinco parejas no son nada.
No va a salir bien invitando sólo a cinco parejas. Ha sido una idea que se
nos ha ocurrido en un mal momento.
Alguien dijo que estaban esperando a la señorita Gilbert en casa de su
hermano, y que debía ser invitada con los demás. Otro era de la opinión
que la señora Gilbert, si se lo hubiesen pedido, hubiera bailado en casa de
los Cole. Se habló también del hijo menor de los Cox; y por fin, después de
que el señor Weston hubiese nombrado a unos primos suyos que también
debían ser incluidos en la lista, y de otra amistad suya muy antigua a la
que no podía desairar, se llegó al convencimiento de que las cinco parejas
serían por lo menos diez, y empezaron a hacerse curiosos cálculos acerca
de las posibilidades de meter a toda aquella gente en el salón.
Las puertas de las dos salas se hallaban enfrente la una de la otra.
—¿No podríamos usar las dos salas y aprovechar también el espacio de la
puerta para bailar?
Ésta parecía ser la mejor idea; pero la mayoría pidió que se buscase una
solución más adecuada. Emma dijo que resultaría un poco vulgar; la
señora Weston se preocupaba por la cena; y el señor Woodhouse se
opuso decididamente por motivos de salud. La cosa le hubiera inquietado
tanto que había que desechar el proyecto.
—¡Oh, no! —dijo—. Esto sería el colmo de la imprudencia. No puedo
consentirlo por Emma… Emma no es una muchacha fuerte. Iba a pillar un
resfriado terrible. Y la pobre Harriet también. Y todos ustedes igual. Señora
Weston, tendría usted que guardar cama; no les deje hablar de disparates
como éste; por favor, no les deje hablar de estas cosas. Ese joven —dijo
bajando la voz— no tiene ni pizca de seso. No se lo diga a su padre, pero
ese joven no rige bien. Toda la tarde a cada momento está abriendo las
puertas y las deja abiertas sin ninguna consideración. No piensa en las
corrientes de aire. Yo no quiero indisponerle con él, pero le aseguro que
ese joven de seso tiene muy poco.
La señora Weston quedó muy apenada al oír estas frases de reproche.
Sabía la importancia que tenían e hizo todo lo que pudo por disipar sus
aprensiones. Se cerraron todas las puertas, se abandonó el proyecto de
comunicar las dos salas y se volvió de nuevo al plan primitivo de bailar tan
sólo en el salón en el que entonces se encontraban; y con tan buena
voluntad por parte de Frank Churchill que el espacio que un cuarto de hora
antes apenas se consideraba suficiente para cinco parejas, se intentó
convertirlo en holgado para diez.
—Hemos sido demasiado generosos —dijo—; concedíamos mucho más
espacio del necesario. Aquí diez parejas caben perfectamente.
Emma protestó:
—Sería un gentío… un gentío horrible; no hay nada peor que bailar sin
espacio para moverse.
—Sí, sí, cierto —replicó él muy serio—, sería horrible.
Pero siguió tomando medidas y por fin terminó diciendo:
—A pesar de todo, creo que diez parejas tendrían espacio más que suficiente.
—No, no —dijo Emma—, sea usted un poco razonable. Sería horroroso
estar tan apretados. No hay nada más desagradable que bailar rodeado de
mucha gente… ¡y ese gentío en un sitio tan pequeño!
—Desde luego, eso no puedo negarlo —replicó—. Estoy totalmente de
acuerdo con usted… Ese gentío en un sitio tan pequeño… Señorita
Woodhouse, tiene usted el don de describir muy gráficamente las cosas en
muy pocas palabras. ¡Exquisito, verdaderamente exquisito! Sin embargo,
después de haberle dado tanta vueltas cuesta mucho dejarlo correr. Mi
padre se llevaría una decepción… y en resumidas cuentas… aunque no sé
muy bien por qué… yo más bien soy de la opinión de que diez parejas
cabrían perfectamente aquí dentro.
Emma se dio cuenta de que sus galanterías no eran muy espontáneas, y
que él opondría resistencia antes de renunciar al placer de bailar con ella;
pero aceptó el cumplido y olvidó todo lo demás. Si alguna vez llegaba a
pensar en casarse con él, valdría la pena detenerse a pensar con calma y
tratar de calibrar el valor de su inclinación por ella, y de comprender las
características de su temperamento; pero para todos los efectos de su
amistad el joven era más que suficientemente amable.
Antes de las doce de la mañana del día siguiente, Frank Churchill llegaba
a Hartfield; y entró en la sala exhibiendo una sonrisa tan agradable que
demostraba bien a las claras que no había abandonado su proyecto.
Pronto se vio que venía a anunciar alguna idea feliz.
—Bueno, señorita Woodhouse —empezó a decir casi inmediatamente—,
confío que la afición que usted siente por bailar no ha desaparecido por
completo con el terror que le inspiran las reducidas dimensiones de las
salitas de la casa de mi padre. Traigo una nueva proposición acerca de
este asunto: ha sido una idea de mi padre que sólo espera su aprobación
para ser puesta en práctica. ¿Puedo aspirar al honor de que me conceda
usted los dos primeros bailes de esta pequeña velada que pensamos que
podría celebrarse no en Randalls, sino en la Hostería de la Corona?
—¿En la Corona?
—Sí; si usted y el señor Woodhouse no ven ningún obstáculo y confío en
que no, mi padre espera de la amabilidad de sus amigos que le honren
con su visita en la hostería. Allí puede ofrecerles más comodidades y una
acogida no menos cordial que en Randalls. Ha sido idea suya. La señora
Weston no ve ningún inconveniente, con tal de que ustedes estén de
acuerdo. Y ésta es también nuestra opinión. ¡Oh! Tenía usted toda la
razón. Diez parejas en cualquiera de las dos salas de Randalls hubiera
sido algo realmente insufrible. ¡Qué horror! Durante todo el rato yo ya me
daba cuenta de que usted tenía mucha razón, pero tenía demasiados
deseos de defender algo para demostrar que cedía. ¿No le parece una
idea mucho mejor? ¿Está usted de acuerdo? Confío en que dará usted su
consentimiento.
—Me parece que es un proyecto al que nadie puede poner reparos, si no
los ponen el señor y la señora Weston. A mi modo de ver es espléndido. Y
por lo que a mí respecta, estaré contentísima de… Sí, creo que era la
única solución que podía encontrarse. Papá, ¿no te parece una solución excelente?
Emma se vio obligada a explicárselo de nuevo antes de ser comprendida
del todo; y luego, como se trataba de algo nuevo, para que lo aceptara fue
preciso que le hicieran una serie de consideraciones.
—No; a mí lo que me parece es que dista mucho de ser una solución
excelente… es una idea muy desafortunada… mucho peor que la otra. La
sala de una posada siempre es un sitio húmedo y peligroso, nunca está
bien ventilado y no es un lugar propio para ser habitado. Si tienen que
bailar es mejor que bailen en Randalls. Nunca he estado en esta sala de la
Corona… ni conozco a nadie que la haya visto por dentro… pero, ¡no, no!
Lo encuentro un plan pero que muy malo. En la Corona todo el mundo va
a pillar unos resfriados peores que en cualquier otro sitio.
—Precisamente iba a decirle —dijo Frank Churchill— que una de las
grandes ventajas de este nuevo proyecto es el poco peligro que hay de
que alguien coja un resfriado… ¡En la Corona el peligro es mucho menor
que en Randalls! Quizás el señor Perry tuviera motivos para lamentar este
cambio, pero nadie más.
—Caballero —dijo el señor Woodhouse, acalorándose un poco—, se
equivoca usted de medio a medio si supone que el señor Perry es un
hombre capaz de una cosa así. El señor Perry lo siente muchísimo cuando
alguno de nosotros cae enfermo. Pero lo que no entiendo es por qué cree
usted que el salón de la Corona será un lugar más seguro que el de casa de su padre.
—Pues sencillamente por el simple hecho de que es más espacioso. No
tendremos necesidad de abrir ninguna ventana… ni una sola ventana en
toda la velada; y es esta horrible costumbre de abrir las ventanas, dejando
que entre el aire frío que actúa sobre el cuerpo sudoroso, la que (como
usted sabe muy bien) es la responsable de esas desgracias.
—¡Abrir las ventanas! Pero sin duda alguna, señor Churchill, a nadie se le
hubiera ocurrido abrir las ventanas en Randalls. ¡Nadie hubiera podido ser
tan imprudente! En mi vida he oído decir una cosa semejante. ¡Bailar con
las ventanas abiertas! Estoy seguro de que ni su padre ni la señora
Weston (la pobre señorita Taylor, como antes la llamábamos) lo hubieran consentido.
—¡Ah! Pero siempre hay algún joven alocado que se escurre sin que nadie
le vea detrás de una cortina, y entreabre la ventana. Yo mismo lo he visto
hacer muchas veces.
—¿Lo dice de veras? ¡Dios nos asista! Nunca lo hubiera supuesto. Pero es
que yo vivo fuera del mundo, y muchas veces me quedo asombrado de lo
que me dicen. Sin embargo, esto ya significa una diferencia; y quizá,
cuando volvamos a hablar de ello… pero esta clase de cosas requieren
pensárselo mucho. No se pueden decidir con prisas. Si el señor y la
señora Weston fueran tan amables que vinieran a verme una mañana,
podríamos hablar del asunto, y veríamos lo que se puede hacer.
—Pero es que, por desgracia, dispongo de tan poco tiempo…
—¡Oh! —interrumpió Emma—, tendremos tiempo de sobras para hablar de
todo. No hay ninguna prisa. Si pudiera lograrse que el baile fuera en la
Corona, papá, sería muy conveniente para los caballos. Tendrían las
cuadras muy cerca.
—Sí, querida, en eso tienes toda la razón. Esto es una gran cosa. No es
que James se queje nunca; pero siempre que se pueda es mejor tener
consideración con los caballos. Si pudiera estar seguro de que la sala
estará bien ventilada… pero ¿podemos fiarnos de la señora Stokes? Lo
dudo. Yo no la conozco ni de vista.
—Puedo responder de todos esos detalles porque la señora Weston en
persona se ocupará de ellos. La señora Weston se encarga de la dirección
general de todo.
—¡Ya ves, papá! Supongo que esto te tranquilizará… Nuestra querida
señora Weston, que es el cuidado personificado. ¿Te acuerdas de lo que
dijo el señor Perry, hace muchos años, cuando tuve el sarampión? «Si la
señorita Taylor se encarga de arropar a la señorita Emma, no tiene que
tener usted ningún miedo de que se destape». Muchas veces te lo he oído
contar como haciéndole un gran elogio.
—Sí, sí, es verdad, es verdad que el señor Perry lo dijo. Nunca lo olvidaré.
¡Mi pobre Emmita! Llegaste a estar muy mal con el sarampión; bueno,
quiero decir que hubieses llegado a estar muy mal, de no ser por los
muchos cuidados de Perry. Durante una semana vino cuatro veces al día.
Desde el principio ya dijo que era un sarampión muy benigno… y esto era
lo que nos consolaba más, pero a pesar de todo el sarampión siempre es
una enfermedad terrible. Confío en que cuando alguno de los pequeños de
la pobre Isabella tenga el sarampión, mandará llamar a Perry.
—Mi padre y la señora Weston están en la Corona en estos momentos
—dijo Frank Churchill— estudiando la capacidad del local. Yo les dejé allí,
y vine a Hartfield porque estaba impaciente por saber su opinión, y
también porque esperaba que la convencería para que fuera a reunirse
con ellos y pudiera exponer su criterio sobre el terreno. Los dos me
rogaron que se lo dijera así. Les daría usted una gran alegría si ahora me
permitiera acompañarla hasta allí. Sin usted no podemos tomar ninguna
decisión definitiva.
Emma se sintió muy halagada al ver que la convocaban para tal asamblea;
y después de hacer prometer a su padre que durante su ausencia
reflexionaría sobre todo lo que habían estado hablando, los dos jóvenes
salieron inmediatamente en dirección a la Hostería de la Corona. Allí les
esperaban el señor y la señora Weston; muy contentos de verla y de
recibir su aprobación, muy ocupados, y muy felices, cada cual de un modo
diferente; ella poniendo pequeños reparos, y él encontrándolo todo perfecto.
—Emma —dijo ella—, el papel de las paredes está en peor estado de lo
que yo pensaba. ¡Mira! Hay trozos en que ya ves que está
espantosamente sucio; y el arrimadero está mucho más amarillento y
deslucido de lo que podía imaginarme.
—Querida, eres demasiado exigente —dijo su esposo—. ¿Qué
importancia tiene? A la luz de las velas no vas a ver nada de todo eso. Te
parecerá tan limpio como Randalls a la luz de las velas. Nunca nos fijamos
en esas cosas cuando vamos a un club.
Aquí probablemente las señoras cambiaron una mirada que significaba:
«Los hombres nunca saben cuándo las cosas están limpias o no lo están»;
y los caballeros tal vez pensaron para sus adentros: «Las mujeres siempre
se preocupan por esas pequeñeces y naderías».
Sin embargo, surgió una dificultad que los propios caballeros no
desdeñaron. Se trataba del comedor. En la época en que se construyó la
sala de baile no se había pensado en la posibilidad de que allí se
celebrasen también comidas; y el único anexo que habían añadido había
sido una pequeña sala de juego. Ahora bien, esta sala de juego se
necesitaría como tal; y, en el caso de que los cuatro organizadores
considerasen más conveniente prescindir del juego, ¿no era demasiado
pequeña para que allí se pudiera cenar cómodamente? Para aquel objeto
podía disponerse también de otro salón mucho más espacioso; pero se
hallaba en el otro extremo del edificio, y para llegar hasta él se tenía que
pasar por un corredor muy poco presentable. Eso creaba una dificultad. La
señora Weston temía que en este corredor, los jóvenes estuvieran
demasiado expuestos a las corrientes de aire; y ni Emma ni los dos
caballeros se resignaban a la perspectiva de tener que cenar apretujados
en una estancia pequeña.
La señora Weston propuso que no se preparara una cena en toda regla;
sino que sólo se sirvieran emparedados, etc. en la salita más reducida;
pero la sugerencia se descartó como una idea poco afortunada. Un baile
particular, en el que los invitados no pudieran sentarse a la mesa para
cenar, fue considerado como un vergonzoso fraude a los derechos de las
damas y de los caballeros; y la señora Weston tuvo que renunciar a volver
a hablar de ello. Pero poco después se le ocurrió otra solución, y
asomándose a la salita de juego, comentó:
—Tampoco me parece que sea tan pequeña. Al fin y al cabo tampoco seremos tantos.
Y al mismo tiempo el señor Weston, mientras recorría a grandes pasos el corredor, exclamaba:
—Querida, me parece que exageras un poco con este corredor; después
de todo, no es tan largo como dices; y no se nota ni la menor corriente de aire de la escalera.
—Lo que yo quisiera —dijo la señora Weston— es saber lo que preferirían
la mayoría de nuestros invitados; debemos decidirnos por lo que sea del
agrado del mayor número de nuestros amigos… si es que puede
averiguarse qué es lo que piensa la mayoría…
—Sí, esto es verdad —exclamó Frank—, la pura verdad. Usted quiere
saber cuál es la opinión de sus vecinos. Es una idea que sólo podía
ocurrírsele a usted. Si pudiéramos consultar a los principales… a los
Coles, por ejemplo. No viven muy lejos de aquí. ¿Voy a visitarles? ¿O la
señorita Bates? Aún vive más cerca… Aunque no sé si la señorita Bates
representaría la opinión del resto de los invitados… Me parece que
necesitamos consultar con más personas. ¿Qué les parece si voy a ver a
la señorita Bates y le digo que venga a reunirse con nosotros?
Pues… me parece muy bien, si es usted tan amable —dijo vacilando la
señora Weston—. Si cree usted que puede sernos de alguna utilidad…
—La señorita Bates no nos va a solucionar nada —dijo Emma—. Se
deshará en cumplidos y en agradecimientos, pero no nos va a resolver el
problema. Ni siquiera prestará atención a lo que se le pregunte. No veo
ninguna ventaja en consultar a la señorita Bates.
—¡Pero es tan divertida, tan extraordinariamente divertida! A mí me
encanta oír hablar a la señorita Bates. Y tampoco necesito traer a toda la familia.
En este punto el señor Weston se incorporó al grupo, y al oír la proposición
que se había hecho, le dio su decidida aprobación.
—Sí, sí, Frank; ve a buscar a la señorita Bates, y terminemos de una vez
con este asunto. Estoy seguro de que le entusiasmará la idea; y no
conozco a ninguna persona más indicada que ella para ayudarnos a
resolver estas dificultades. Ve a buscar a la señorita Bates. Nos estamos
poniendo demasiado escrupulosos. Ella es una lección viviente de cómo
ser feliz. Pero trae a las dos. Diles a las dos que vengan.
—¿Las dos? ¿Aquella señora anciana…?
—¿Qué anciana? ¡No, hombre, no, te estoy hablando de la joven! Te
consideraré un zoquete si traes a la tía sin la sobrina.
—¡Oh, comprendido, comprendido! Al principio no lo había captado. Pues,
desde luego, si lo prefiere así intentaré convencerlas a las dos para que vengan.
Y salió rápidamente. Mucho antes de que regresara acompañando a la
menuda, pulcra y vivaz tía, y a su elegante sobrina, la señora Weston,
como mujer equilibrada y como buena esposa, había vuelto a examinar las
condiciones del corredor, y advirtió que sus inconvenientes eran mucho
menores de lo que antes había supuesto… la verdad es qué casi
insignificantes; y aquí terminaron las dificultades para tomar una decisión.
Todo lo demás, por lo menos en teoría, no presentaba ningún problema.
Los detalles complementarios de la mesa y las sillas, las luces y la música,
el té y la cena, se resolverían solos; o se dejaron de lado como
nimiedades, a resolver en cualquier momento entre la señora Weston y la
señora Stokes… No cabía duda de que todos los invitados iban a asistir;
Frank ya había escrito a Enscombe, proponiendo prolongar su estancia en
Highbury durante unos cuantos días más de las dos semanas acordadas,
y no era posible que se negaran a complacerle. Iba, pues, a celebrarse un
magnífico baile.
Cuando llegó, la señorita Bates se declaró totalmente de acuerdo con todo
lo que le propusieron. Ya no se requería su ayuda para dar ideas; pero
para aprobarlas (y en ese aspecto era mucho más de fiar) fue acogida con
toda cordialidad. Su aprobación, que fue total e inmediata, circunstanciada,
calurosa e incesante, no podía por menos de complacer a todos; y durante
media hora más estuvieron yendo de un lado a otro de las diferentes salas,
los unos haciendo sugerencias, los otros recibiéndolas y todos gozando ya
de antemano de la alegre reunión que se estaba organizando. El grupo no
se disolvió sin que Emma no hubiese prometido en firme al héroe de la
velada los dos primeros bailes, ni sin que el señor Weston, que la había
oído por casualidad, murmurase al oído de su esposa:
—Se los ha pedido a ella, querida. La cosa marcha. ¡Ya sabía ya que lo haría!

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