Emma – Jane Austen
Emma sólo echaba de menos una cosa para que el proyecto del baile
fuese completamente satisfactorio: el que la fecha fijada cayera dentro de
las dos semanas que su familia había concedido a Frank Churchill para su
estancia en Highbury; pues, a pesar de la confianza del señor Weston, la
joven no consideraba tan imposible que los Churchill no consintieran a su
sobrino quedarse allí un día más de los quince que le habían concedido.
Pero esto no era factible. Los preparativos requerían tiempo, y no podía
prepararse nada para antes de que empezara la tercera semana de su
estancia, y durante unos cuantos días tenían que hacer planes,
preparativos y concebir esperanzas en la incertidumbre —en el peligro—,
según su opinión el gran peligro, de que todo fuera en vano.
Sin embargo, en Enscombe se mostraron generosos, generosos en los
hechos, ya que no en las palabras. Evidentemente, su deseo de quedarse
más tiempo allí les contrarió; pero no se opusieron. Se hallaban, pues,
seguros, y se siguió adelante con el proyecto; y como una preocupación
generalmente al desaparecer cede su lugar a otra, Emma, una vez ya
segura de que el baile iba a efectuarse, empezó a considerar con inquietud
la provocadora indiferencia que el señor Knightley mostraba para con
estos planes. Ya fuera porque él no bailaba, ya porque los planes se
habían hecho sin consultarle, parecía haber decidido que no sentía ningún
interés por aquello, que no sentía ninguna curiosidad por enterarse de los
detalles, y que para él la fiesta no iba a proporcionarle ningún género de
diversión. Cuando Emma, entusiasmada, le explicó de lo que se trataba,
no logró obtener una respuesta más aprobadora que ésta:
—Perfectamente. Si los Weston consideran que vale la pena tomarse
todas estas molestias por unas cuantas horas de ruidosas expansiones, yo
no tengo nada que decir en contra, pero que nadie quiera elegirme las
diversiones por mí… ¡Oh, sí! Claro está que tengo que ir; no puedo
negarme; y procuraré estar tan animado como pueda; pero preferiría
quedarme en casa repasando las cuentas que cada semana me presenta
William Larkins; confieso que preferiría esto mucho más. ¿Es un placer ver
cómo bailan los demás? No para mí, se lo aseguro… Nunca me ha
gustado ver bailar… ni sé de nadie que le guste. En mi opinión, el bailar
bien, como la virtud, no necesita espectadores, y la satisfacción que
proporciona basta. Generalmente los que se quedan a ver bailar suelen
estar pensando en otras cosas muy diferentes.
Emma se dio cuenta de que se estaba refiriendo a ella, y esto la puso
fuera de sí. Sin embargo no era para favorecer a Jane Fairfax que se
mostraba tan indiferente y tan ofensivo; no pensaba en ella al censurar la
idea del baile, ya que Jane se hallaba entusiasmadísima con el proyecto;
tanto que parecía más alegre, más franca, y le había dicho por propia iniciativa:
—¡Oh, señorita Woodhouse! Supongo que no ocurrirá nada que impida
que se dé el baile. ¡Qué desilusión tendríamos! Confieso que pienso en
este baile con muchísima ilusión.
No era pues para halagar a Jane Fairfax que prefería la compañía de
William Larkins. No… cada vez estaba más convencida de que la señora
Weston se había equivocado completamente en sus suposiciones. Lo que
él sentía por la joven era mucha amistad y una gran compasión… pero no amor.
Pero, ¡ay!, no tardó en pasar mucho tiempo sin que dejara de haber
motivos para disputar con el señor Knightley. Dos días de jubilosa
seguridad fueron seguidos inmediatamente por el derrumbamiento de
todas sus ilusiones. Llegó una carta del señor Churchill instando a su
sobrino a regresar lo antes posible. La señora Churchill estaba enferma…
demasiado enferma para poder prescindir de su presencia; cuando había
escrito a su sobrino dos días antes ya se encontraba muy mal (según
decía su esposo), pero resistiéndose, como era habitual en ella,, a
preocupar a los demás y siguiendo su invariable costumbre de no pensar
nunca en sí misma, no lo había mencionado; pero ahora se había
agravado tanto que la cosa no podía tomarse a la ligera, y debía rogar a
Frank que regresase a Enscombe inmediatamente, sin la menor demora.
La señora Weston anticipó a Emma lo esencial de la carta en una nota que
se apresuró a enviarle. En cuanto a la partida del joven era inevitable.
Debía partir al cabo de pocas horas, aunque sin sentir ni la menor alarma
por el estado de su tía que pudiera contrarrestar su repugnancia a irse. Ya
conocía sus enfermedades, que sólo se presentaban cuando le convenía.
La señora Weston añadía que «Frank sólo tendrá tiempo de pasar un
momento por Highbury, después de desayunar, para despedirse de los
pocos amigos que supone que sienten algún interés por él; de modo que
no tardará mucho en aparecer por Hartfield».
Esta triste nota llegó a las manos de Emma cuando terminaba de
desayunar. Una vez la hubo leído no pudo por menos de lamentarse de su
mala suerte. Adiós al baile… adiós al joven… ¡y cómo debía de sentirlo
Frank Churchill! ¡Era demasiada mala suerte! ¡Una fiesta tan maravillosa
como hubiera sido! ¡Todo el mundo hubiese sido tan feliz! ¡Y ella y su
pareja los más felices de todos!
—¡Yo ya dije que pasaría eso! —fue su único consuelo.
Mientras, su padre se preocupaba por cosas totalmente distintas; pensaba
sobre todo en la enfermedad de la señora Churchill, y quería saber qué
tratamiento seguía; y en cuanto al baile, sentía que su querida Emma
hubiese tenido aquella desilusión; pero estarían más seguros quedándose en casa.
Emma estaba ya dispuesta a recibir a su visitante un rato antes de que
éste apareciera; pero si su tardanza no decía mucho en favor de su
impaciencia por verla, su aire apenado y el absoluto desánimo que
reflejaba su rostro cuando llegó, bastaban para que se le perdonara. Su
marcha entristecía demasiado al joven para que quisiera hablar de ella. Su
abatimiento era evidente. Durante unos minutos permaneció en silencio,
sin saber qué decir; y cuando logró dominarse, fue sólo para comentar:
—De todas las cosas horribles, la peor es una despedida.
—Pero volverá usted —dijo Emma—. Esta no será la única visita que haga a Randalls.
—¡Ah! —dijo cabeceando tristemente—, ¡es tan incierto el día en que
podré regresar! Pondré de mi parte todo lo posible… No pensaré en nada
más, ni me ocuparé de otra cosa, se lo aseguro… y si mis tíos van a
Londres esta primavera… pero temo… la primavera pasada no salieron de
Enscombe… temo que ésta sea una costumbre que haya desaparecido para siempre.
—O sea que hay que abandonar la idea de nuestro pobre baile…
—¡Ah! El baile… ¿Por qué hemos puesto nuestra ilusión en una
esperanza? ¿Por qué no aprovechamos la felicidad cuando pasa por
nuestro lado? ¡Cuántas veces la dicha queda destruida por los
preparativos, los necios preparativos! Usted ya dijo que pasaría esto…
¡Oh, señorita Woodhouse! ¿Por qué tiene usted siempre tanta razón?
—Le aseguro que en este caso siento mucho haber tenido razón. Hubiese
preferido mucho más no tenerla y ser feliz.
—Si puedo volver, celebraremos nuestro baile. Mi padre no abandona la
idea. Y usted no olvide lo que me prometió.
Emma sonrió halagada, y él siguió diciendo:
—¡Qué dos semanas hemos tenido! ¡Cada día más radiante y más
maravilloso que el día anterior! Cada día haciéndome más incapaz de
soportar la vida en cualquier otro sitio. ¡Felices los que pueden quedarse en Highbury!
—Ya que ahora es usted tan amable con nosotros —dijo Emma riendo—,
me arriesgaré a preguntarle si no vino usted con ciertos recelos. ¿No nos
ha encontrado usted más interesantes de lo que esperaba? Estoy segura
de que sí. Estoy segura de que no confiaba usted mucho en encontrarse a
gusto en este pueblo. Si hubiera tenido una buena opinión de Highbury, no
hubiese tardado tanto en venir.
Él se rió un poco forzadamente; y aunque negó las predisposiciones que le
atribuían, Emma estaba convencida de que estaba en lo cierto.
—Y ¿tiene usted que ir esta misma mañana?
—Sí; mi padre vendrá aquí a buscarme; volveremos juntos a Randalls y en
seguida me pondré en camino. Casi tengo miedo de que se presente aquí
de un momento a otro.
—¿Y no ha tenido ni cinco minutos para despedirse de sus amigas la
señorita Fairfax y la señorita Bates? ¡Qué mala suerte! Los convincentes y
sólidos argumentos de la señorita Bates quizá hubiesen podido consolarle.
—Sí… ya he estado en su casa; pasaba por delante, y he pensado que
era mejor entrar. Tenía que hacerlo. Entré sólo para quedarme tres
minutos, pero me entretuve más porque la señorita Bates estaba ausente.
Había salido; y me pareció que era forzoso esperar a que volviera. Es una
persona de la que uno se puede, y casi diría que se debe, reír; pero a la
que no se es capaz de dar un desaire. O sea que lo mejor era que
aprovechase la ocasión para hacer la visita…
El joven titubeó, se levantó y se dirigió hacia la ventana. Luego siguió diciendo:
—En fin, señorita Woodhouse, tal vez… creo que usted ya debe de haber
sospechado algo…
Él la miró como si quisiera leer en su pensamiento. Emma casi no sabía
qué decir. Aquello parecía como el anuncio de algo muy serio de lo que
ella no deseaba enterarse. De modo que haciendo un esfuerzo por hablar,
con la esperanza de que él no siguiera adelante, dijo con mucha calma:
—Obró usted muy bien; era la cosa más natural del mundo aprovechar la
ocasión para hacer la visita…
Él guardaba silencio. Emma creía que la estaba mirando; probablemente
reflexionaba sobre lo que ella le había dicho y trataba de interpretar su
actitud. Le oyó suspirar. Era natural que se creyese con motivos para
suspirar. Era imposible creer que ella le estaba alentando. Pasaron unos
momentos embarazosos, y el joven volvió a sentarse; y de un modo más resuelto dijo:
—Eso me hizo caer en la cuenta de que todo el tiempo restante de que
disponía iba a dedicarlo a Hartfield. Siento un gran afecto por Hartfield…
Volvió a interrumpirse, se levantó de nuevo y dio la impresión de hallarse
muy turbado… Estaba más enamorado de ella de lo que Emma había
supuesto; y ¿quién sabe cómo hubiese podido terminar aquella escena si
su padre no hubiese entrado en aquellos momentos? El señor Woodhouse
no tardó mucho en hacer acto de presencia; y la necesidad obligó al joven a dominarse.
Sin embargo, pasaron todavía varios minutos antes de que se pusiera fin a
aquella penosa situación. El señor Weston, siempre tan activo cuando
había algo que hacer, y tan incapaz de diferir un mal que era inevitable,
como de prever el que era incierto, dijo:
—Ya es hora de irnos.
Y el joven tuvo que resignarse a lanzar un suspiro, asentir con la cabeza y
levantarse para despedirse.
—Tendré noticias de todos ustedes —dijo—; esto es lo que más me
consuela. Me enteraré de todo lo que les ocurra. He hecho prometer a la
señora Weston que me escribirá. Ha sido tan buena que me ha asegurado
que no dejará de hacerlo. ¡Oh! ¡Qué maravilloso es poder contar con una
mujer que nos escriba cuando se está realmente interesado por alguien
ausente! Ella me lo contará todo. Gracias a sus cartas volveré a estar en
este querido Highbury.
Un fuerte apretón de manos y un cordialísimo «adiós» siguieron a sus
palabras, y la puerta no tardó en cerrarse detrás de Frank Churchill. La
comunicación había sido breve… y breve su entrevista; él se había ido; y
Emma se encontraba tan apenada por su marcha, y preveía que su
ausencia iba a ser una pérdida tan grande en su pequeño círculo de
amistades, que empezó a tener miedo de estar demasiado triste y de
sentirlo demasiado.
Frank dejaba un gran vacío. Desde su llegada a Highbury se habían visto
casi todos los días. Desde luego su presencia en Randalls había animado
mucho aquellas dos semanas que acababan de transcurrir… una vida
indescriptible; la idea, la ilusión de verle que le había traído cada mañana,
la seguridad de sus delicadezas, de su alegría, de sus cumplidos… Habían
sido dos semanas muy felices y ahora costaba resignarse volver al curso
ordinario de la vida de Hartfield. Y además de todo eso, él casi le había
dicho que la amaba. La firmeza, la constancia en el afecto de que podía
ser capaz ya era otra cuestión; pero por el momento Emma no podía tener
ninguna duda de que sentía por ella una cálida admiración y una sensible
preferencia; y esta convicción, unida a todo lo demás, le hizo pensar que
también ella debía de estar un poco enamorada del joven a pesar de todos
sus prejuicios en contra de ello.
«Sí, sin duda debo estarlo —se decía—. ¡Esa sensación de desánimo, de
cansancio, de agotamiento, esa falta de ganas de ponerme a hacer algo,
esa impresión de que todo lo que me rodea en la casa es triste, aburrido,
insípido…! Sí, debo de estar enamorada; sería el ser más extraño de la
creación si no lo estuviera… al menos durante unas semanas. Bueno, lo
que para unos es malo es bueno para otros. Muchos se lamentarán
conmigo por lo del baile, ya que no por la marcha de Frank Churchill; pero
el señor Knightley estará contento. Ahora si quiere podrá quedarse en
casa con su querido William Larkins».
Sin embargo, el señor Knightley no demostró una alegría desbordante. No
podía decir que lo lamentaba, por lo que a él se refería; la vivaz expresión
de su rostro hubiera contrarrestado el efecto de sus palabras; pero lo que
dijo, y ello con gran convicción, era que lo sentía por la desilusión que
habían tenido los demás, y añadió con una notable amabilidad:
—Usted, Emma, que tiene tan pocas oportunidades para bailar, usted sí
que tiene mala suerte; ¡ha tenido usted muy mala suerte!
Transcurrieron varios días antes de que la joven volviera a ver a Jane
Fairfax y pudiese juzgar cómo había reaccionado ante aquella terrible
decepción; pero cuando volvieron a verse la fría compostura de Jane le
resultó odiosa. Sin embargo, en los últimos días se había encontrado
bastante mal, y había tenido tales jaquecas que habían hecho decir a su
tía que de haberse celebrado el baile en su opinión Jane no hubiese
podido asistir; y era más caritativo atribuir aquella indiferencia afectada a la
postración que le producía su falta de salud.