Emma – Jane Austen
Emma seguía totalmente convencida de que estaba enamorada. Sus ideas
sólo variaban en lo referente a la intensidad de este amor; al principio le
pareció que lo estaba mucho; luego, más bien que poco. Sentía un gran
placer en oír hablar de Frank Churchill; y por él, mayor placer que nunca
en ver al señor y a la señora Weston; pensaba muy a menudo en el joven,
y esperaba carta suya con mucha impaciencia para poder saber cómo
estaba, cuál era su estado de ánimo, cómo seguía su tía y qué
posibilidades había de que volviera a Randalls aquella primavera. Pero por
otra parte se resistía a admitir que no era feliz y, pasada aquella mañana,
luchaba contra la tentación de abandonarse a una vida menos activa que
la que tenía por costumbre llevar; seguía siendo activa y animosa; y a
pesar de ser él tan agradable, no dejaba de imaginarle con defectos; y
más adelante, a pesar de pensar mucho en él y de forjar, mientras
dibujaba o bordaba, innumerables y divertidos planes sobre el desarrollo y
la conclusión de sus relaciones, imaginando ingeniosos diálogos e
inventando elegantes cartas; el final de todas las imaginarias
declaraciones que él le hacía era siempre una negativa. El afecto que les
unía debía encauzarse por las vías de la amistad. Su separación iba a
estar adornada de toda la ternura y de todo el encanto imaginables; pero
tenían que separarse. Cuando reparó en ello, se dio cuenta de que no
debía de estar muy enamorada; porque a pesar de su previa y firme
determinación de no abandonar nunca a su padre, de no casarse nunca,
un verdadero amor era forzoso que causara muchas más luchas interiores
de las que por sus sentimientos Emma podía prever.
«No veo que yo saque a relucir nunca la palabra sacrificio —se dijo—. En
ninguna de mis prudentes réplicas ni de mis delicadas negativas hay la
menor alusión a hacer un sacrificio. Sospecho que en el fondo no le
necesito para ser feliz. Tanto mejor. No voy ahora a convencerme a mí
misma de que siento más amor del que existe en realidad. Ya estoy
suficientemente enamorada. No quiero estarlo más».
En conjunto, también estaba contenta con la impresión que había sacado
de los sentimientos de él.
«Sin ninguna duda, él está muy enamorado… todo lo demuestra… ¡lo que
se dice muy enamorado! Y cuando vuelva, si sigue teniéndome el mismo
afecto tendré que andar con mucho cuidado para no alentarle… obrar de
otro modo sería imperdonable, ya que mi decisión ya está tomada. No es
que imagine que él pueda pensar que hasta ahora le he estado alentando.
No, si él hubiera creído que yo compartía sus sentimientos, no se hubiese
sentido tan desgraciado. Si él hubiera podido considerarse alentado, sus
maneras y su lenguaje hubiesen sido diferentes al despedimos… Pero, a
pesar de todo, tengo que andar con mucho cuidado. Eso suponiendo que
su afecto por mí para entonces sea todavía lo que es ahora; pero la verdad
es que no creo que ocurra así; no me parece un hombre como para… No
me fiaría mucho de su firmeza o de su constancia… Sus sentimientos son
apasionados, pero tengo la impresión de que más bien variables. En
resumidas cuentas, que cada vez que pienso en esta cuestión estoy más
contenta de que mi felicidad no dependa demasiado de él… Dentro de
poco volveré a estar perfectamente bien… y entonces podré decir que he
salido bien librada; porque dicen que todo el mundo tiene que enamorarse
una vez en la vida, y yo habré salido del paso con bastante facilidad».
Cuando llegó la carta de Frank para la señora Weston, Emma pudo leerla;
y la leyó con tanto placer y tanta admiración que al principio le hicieron
dudar de sus sentimientos y pensar que no había valorado suficientemente
su fuerza. Era una carta larga y muy bien escrita que daba detalles de su
viaje y de su estado de ánimo, que expresaba toda la gratitud, el afecto y
el respeto que era natural y digno el expresar, y que describía todo lo
exterior y local que pudiera considerarse atractivo, con ingenio y concisión.
Pero nada que delatase el tono de la excusa o del interés forzado; aquél
era el lenguaje de quien sentía verdadero afecto por la señora Weston; y la
transición de Highbury a Enscombe, el contraste entre los lugares en
algunas de las primeras ventajas de la vida social, apenas se esbozaba,
pero lo suficiente para que se advirtiera con qué agudeza lo había sentido
el joven, y cuántas cosas más hubiera podido añadir de no impedírselo la
cortesía… No faltaba tampoco el encanto del nombre de Emma.
La señorita Woodhouse aparecía más de una vez, y nunca sin relacionarlo
con algo halagador, ya fuera un cumplido para su buen gusto, ya un
recuerdo de algo que ella hubiera dicho; y en la última ocasión en la que
sus ojos tropezaron con su nombre, despojado aquí de los adornos de su
florida galantería, Emma advirtió el efecto de su influencia, y supo
reconocer que aquél era tal vez el mayor de los cumplidos que le dedicaba
en toda la carta. Apretadas en el único espacio libre que le había quedado,
en uno de los ángulos inferiores del papel, se leían estas palabras: «El
martes, como usted ya sabe, no tuve tiempo para despedirme de la bella
amiguita de la señorita Woodhouse; le ruego que le presente mis excusas
y que me despida de ella». Emma no podía dudar de que aquello iba
dirigido exclusivamente a ella. A Harriet se la citaba solamente por ser su
amiga. Por lo que decía de Enscombe se deducía que allí las cosas no
iban ni mejor ni peor que antes; la señora Churchill iba mejorando, y Frank
aún no se atrevía, ni siquiera en su imaginación, a fijar fecha para un
posible regreso a Randalls.
Pero aunque la carta en su redacción, en la expresión de sus sentimientos,
fuese satisfactoria y estimulante, Emma advirtió, una vez la hubo doblado
y devuelto a la señora Weston, que no había alimentado ningún fuego
perdurable, que ella podía aún prescindir de su autor, y de que éste debía
hacerse a la idea de prescindir de ella. Las intenciones de la joven no
habían cambiado. Sólo su decisión de mantenerse en una negativa se hizo
más interesante, al añadírsele un proyecto del modo en que Frank podía
luego consolarse y encontrar la felicidad. El que se hubiera acordado de
Harriet, aludiéndola galantemente como «su bella amiguita», le sugirió la
idea de que podía ser Harriet quien le sucediera en el afecto de Frank
Churchill. ¿Es que era algo imposible? No… Desde luego Harriet era muy
inferior a él en inteligencia; pero el joven había quedado muy impresionado
por el atractivo de su rostro y por la cálida sencillez de su trato; y todas las
probabilidades de circunstancia y de relación estaban en favor de ella…
Para Harriet sería algo muy ventajoso y muy deseable.
«Pero no debo hacerme ilusiones —se dijo— no tengo que pensar en esas
cosas. Ya sé lo peligroso que es dejarse llevar por estas suposiciones.
Pero cosas más extrañas han ocurrido. Y cuando dos personas dejan de
sentir una mutua atracción, como ahora nosotros la sentimos, éste puede
ser el medio de afirmarnos en esa especie de amistad desinteresada que
ahora puedo ya prever con gran ilusión».
Era mejor tener en reserva el consuelo de un posible bien para Harriet,
aunque lo más prudente sería no dejar demasiado suelta la fantasía;
porque en cuestiones así el peligro acechaba constantemente. Del mismo
modo que el tema de la llegada de Frank Churchill había arrinconado el del
compromiso matrimonial del señor Elton en las conversaciones de
Highbury, eclipsando como novedad más reciente a la otra, tras la partida
de Frank Churchill, el interés por el señor Elton volvió a privar de un modo
indiscutible… Ya se había fijado el día de su boda. Apenas hubo tiempo de
hablar de la primera carta que se recibió de Enscombe, antes de que «el
señor Elton y su prometida» atrajeran la atención general, y Frank
Churchill quedara olvidado. Emma se ponía de mal humor al volver a oír
hablar de aquello. Durante tres semanas se había visto libre de la pesadilla
del señor Elton, y había empezado a confiar que durante aquel tiempo
Harriet se había recuperado notablemente. Y con el baile del señor
Weston, o mejor dicho, con el proyecto del baile, había llegado a olvidarse
casi por completo de todo lo demás; pero ahora se veía obligada a
reconocer que no había alcanzado un grado de serenidad suficiente como
para afrontar lo que se le venía encima… otra visita, el sonar de la
campanilla de la puerta, y lo restante.
La pobre Harriet se hallaba en una confusión de espíritu que requería
todos los razonamientos, las atenciones y los consuelos de toda clase que
Emma pudiera proporcionarle. Emma comprendía que aunque no pudiese
hacer gran cosa por ayudarla, tenía la obligación de dedicarle todo su
interés y toda su paciencia; pero empezaba a cansarse de estar siempre
intentando convencerla sin producir ningún efecto, de que le diesen
siempre la razón sin conseguir que sus opiniones coincidieran. Harriet
escuchaba sumisamente y decía que sí, que era verdad… que era tal
como Emma decía… que no valía la pena seguir pensando en aquello… y
que nunca más volvería a atormentarse… pero inevitablemente volvía a
hablar de lo mismo, y al cabo de media hora se mostraba de nuevo tan
inquieta y tan preocupada por los Elton como antes… Por fin Emma se
decidió a atacarla en otro terreno:
—Harriet, el que te preocupes tanto y te sientas desgraciada porque el
señor Elton se case, es el mayor reproche que puedes hacerme. Es el
modo más directo de acusarme del error que cometí. Ya sé que todo fue
culpa mía. Te aseguro que no lo he olvidado… Al engañarme a mí misma
hice que tú te engañaras también de la manera más lamentable… y para
mí éste será siempre un recuerdo muy penoso. No creas que haya ningún
peligro de que lo olvide.
Aquello impresionó demasiado a Harriet para dejarle proferir más que unas
palabras de viva sorpresa. Emma Prosiguió:
—Harriet, si te digo que intentes dominarte, no es por mí; si te digo que
pienses menos en esto, que hables menos del señor Elton no es por mí;
sobre todo por tu propio bien quisiera que me hicieses caso, por algo que
es más importante que mi comodidad, un hábito de imponerte a ti misma,
una consideración de cuál es tu deber, una preocupación por tu dignidad,
una necesidad de evitar las sospechas de !_os otros, de cuidar de tu salud
y de tu buen nombre, y de recuperar la tranquilidad. Éstos son los motivos
que me impulsan a insistir tanto en este asunto. Son cosas muy
importantes, y me sabe muy mal el ver que no te das suficientemente
cuenta de hasta qué punto lo son como para obrar en consecuencia. El
quererme evitar una violencia es algo muy secundario. Lo que yo quiero es
salvarte de un desasosiego mucho mayor. A veces he podido tener la
impresión de que Harriet no iba a perdonarme nunca… ni siquiera por el
afecto que me profesa.
Esta apelación al cariño que las unía pudo más que todo el resto. La idea
de que estaba faltando a sus deberes de gratitud y de consideración para
con la señorita Woodhouse, a la que la muchacha quería muy de veras, la
dejó sumida en la aflicción, y cuando su desconsuelo empezó a ceder en
intensidad, se encontraba aún lo suficientemente conmovida como para
seguir los buenos consejos de Emma, y perseverar en su decisión.
—¡Tú, que has sido la mejor amiga que he tenido en mi vida! ¡Con la
gratitud que te debo! ¡No hay nadie como tú! ¡No me importa nadie tanto
como tú! ¡Oh, Emma… qué ingrata he sido!
Estas exclamaciones, acompañadas de las miradas y de los gestos más
convincentes, hicieron pensar a Emma que nunca había querido tanto a
Harriet, y que nunca había apreciado su afecto tanto como entonces.
«No hay ningún encanto comparable al de la ternura de corazón —decía
para sí misma más tarde—. No hay nada que pueda comparársele. La
efusividad y la ternura de corazón, unidas a un temperamento abierto y
cariñoso, valen más y son más atractivas que toda la clarividencia del
mundo. Estoy segurísima. Es su bondad, su buen corazón lo que hace que
todo el mundo quiera tanto a mi padre… lo que hace que Isabella sea tan
popular… Ahora me doy cuenta… pero ya sé cómo apreciarla y
respetarla… Harriet es superior a mí por el encanto y la felicidad que
irradia… ¡Mi querida Harriet…! No te cambiaría por la mujer más
inteligente, de mejor criterio, de más claridad mental… ¡Oh, la frialdad de
una Jane Fairfax…! Harriet vale cien veces más que las que son como
ella… Y para esposa… para esposa de un hombre de buen juicio… es
inapreciable. No quiero citar nombres; pero ¡feliz el hombre que cambie a
Emma por Harriet!»