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Capítulo 3

Emma – Jane Austen

A su manera, al señor Woodhouse le gustaba la compañía. Le gustaba
muchísimo que sus amistades fueran a verle; y se sumaban una serie de
factores, su larga residencia en Hartfield y su buen carácter, su fortuna, su
casa y su hija, haciendo que pudiese elegir las visitas de su pequeño
círculo, en gran parte según sus gustos. Fuera de este círculo tenía poco
trato con otras familias; su horror a trasnochar y a las cenas muy
concurridas impedían que tuviera más amistades que las que estaban
dispuestas a visitarle según sus conveniencias. Afortunadamente para él,
Highbury, que incluía a Randalls en su parroquia, y Donwell Abbey en la
parroquia vecina —donde vivía el señor Knightley— comprendía a muchas
de tales personas. No pocas veces se dejaba convencer por Emma, e
invitaba a cenar a algunos de los mejores y más elegidos, pero lo que él
prefería eran las reuniones de la tarde, y a menos que en alguna ocasión
se le antojase que alguno de ellos no estaba a la altura de la casa, apenas
había alguna tarde de la semana en que Emma no pudiese reunir a su
alrededor personas suficientes para jugar a las cartas.
Un verdadero aprecio, ya antiguo, dio entrada a su casa a los Weston y al
señor Knightley; y en cuanto al señor Elton, un joven que vivía solo contra
su voluntad, tenía el privilegio de poder huir todas las tardes libres de su
negra soledad, y cambiarla por los refinamientos y la compañía del salón
del señor Woodhouse y por las sonrisas de su encantadora hija, sin ningún
peligro de que se le expulsara de allí.
Tras éstos venía un segundo grupo; del cual, entre los más asiduos
figuraban la señora y la señorita Bates, y la señora Goddard, tres damas
que estaban casi siempre a punto de aceptar una invitación procedente de
Hartfield, y a quienes se iba a recoger y se devolvía a su casa tan a
menudo, que el señor Woodhouse no consideraba que ello fuese pesado
ni para James ni para los caballos. Si sólo hubiera sido una vez al año, lo
hubiera considerado como una gran molestia.
La señora Bates, viuda de un antiguo vicario de Highbury, era una señora
muy anciana, incapaz ya de casi toda actividad, exceptuando el té y el
cuatrillo. Vivía muy modestamente con su única hija, y se le tenían todas
las consideraciones y todo el respeto que una anciana inofensiva en tan
incómodas circunstancias puede suscitar. Su hija gozaba de una
popularidad muy poco común en una mujer que no era ni joven, ni
hermosa, ni rica, ni casada. La posición social de la señorita Bates era de
las peores para que gozara de tantas simpatías; no tenía ninguna
superioridad intelectual para compensar lo demás o para intimidar a los
que hubieran podido detestarla y hacer que le demostraran un aparente
respeto. Nunca había presumido ni de belleza ni de inteligencia. Su
juventud había pasado sin llamar la atención, y ya de edad madura se
había dedicado a cuidar a su decrépita madre, y a la empresa de hacer
con sus exiguos ingresos el mayor número posible de cosas. Sin embargo
era una mujer feliz, y una mujer a quien nadie nombraba sin benevolencia.
Era su gran buena voluntad y lo contentadizo de su carácter lo que obraba
estas maravillas. Quería a todo el mundo, procuraba la felicidad de todo el
mundo, ponderaba en seguida los méritos de todo el mundo; se
consideraba a sí misma un ser muy afortunado, a quien se había dotado
de algo tan valioso como una madre excelente, buenos vecinos y amigos,
y un hogar en el que nada faltaba. La sencillez y la alegría de su carácter,
su temperamento contentadizo y agradecido, complacían a todos y eran
una fuente de felicidad para ella misma. Le gustaba mucho charlar de
asuntos triviales, lo cual encajaba perfectamente con los gustos del señor
Woodhouse, siempre atento a las pequeñas noticias y a los chismes inofensivos.
La señora Goddard era maestra de escuela, no de un colegio ni de un
pensionado, ni de cualquier otra cosa por el estilo en donde se pretende
con largas frases de refinada tontería combinar la libertad de la ciencia con
una elegante moral acerca de nuevos principios y nuevos sistemas, y en
donde las jóvenes a cambio de pagar enormes sumas pierden salud y
adquieren vanidad, sino una verdadera, honrada escuela de internas a la
antigua, en donde se vendía a un precio razonable una razonable cantidad
de conocimientos, y a donde podía mandarse a las muchachas para que
no estorbaran en casa, y podían hacerse un pequeña educación sin
ningún peligro de que salieran de allí convertidas en prodigios. La escuela
de la señora Goddard tenía muy buena reputación, y bien merecida, pues
Highbury estaba considerado como un lugar particularmente saludable:
tenía una casa espaciosa, un jardín, daba a las niñas comida sana y
abundante, en verano dejaba que corretearan a su gusto, y en invierno ella
misma les curaba los sabañones. No era, pues, de extrañar que una hilera
de a dos de unas cuarenta jóvenes la siguieran cuando iba a la iglesia. Era
una mujer sencilla y maternal, que había trabajado mucho en su juventud,
y que ahora se consideraba con derecho a permitirse el ocasional
esparcimiento de una visita para tomar el té; y como tiempo atrás debía
mucho a la amabilidad del señor Woodhouse, se sentía particularmente
obligada a no desatender sus invitaciones y a abandonar su pulcra salita, y
pasar siempre que podía unas horas de ocio perdiendo o ganando unas
cuantas monedas de seis peniques junto a la chimenea de su anfitrión.
Éstas eran las señoras que Emma podía reunir con mucha frecuencia; y
estaba no poco contenta de conseguirlo, por su padre; aunque, por lo que
a ella se refería, no había remedio para la ausencia de la señora Weston.
Estaba encantada de ver que su padre parecía sentirse a gusto y muy
contento con ella por saber arreglar las cosas tan bien; pero la apacible y
monótona charla de aquellas tres mujeres le hacía darse cuenta que cada
velada que pasaba de este modo era una de las largas veladas que con
tanto temor había previsto.
Una mañana, cuando creía poder asegurar que el día iba a terminar de
este modo, trajeron un billete de parte de la señora Goddard que solicitaba
en los términos más respetuosos que se le permitiera venir acompañada
de la señorita Smith; una petición que fue muy bien acogida; porque la
señorita Smith era una muchacha de diecisiete años a quien Emma
conocía muy bien de vista y por —quien hacía tiempo que sentía interés
debido a su belleza. Contestó con una amable invitación, y la gentil dueña
de la casa ya no temió la llegada de la tarde.
Harriet Smith era hija natural de alguien. Hacía ya varios años alguien la
había hecho ingresar en la escuela de la señora Goddard, y recientemente
alguien la había elevado desde su situación de colegiala a la de huésped.
En general, esto era todo lo que se sabía de su historia. En apariencia no
tenía más amigos que los que se había hecho en Highbury, y ahora
acababa de volver de una larga visita que había hecho a unas jóvenes que
vivían en el campo y que habían sido sus compañeras de escuela.
Era una muchacha muy linda, y su belleza resultó ser de una clase que
Emma admiraba particularmente. Era bajita, regordeta y rubia, llena de
lozanía, de ojos azules, cabello reluciente, rasgos regulares y un aire de
gran dulzura; y antes del fin de la velada Emma estaba tan complacida con
sus modales como con su persona, y completamente decidida a seguir tratándola.
No le llamó la atención nada particularmente inteligente en el trato de la
señorita Smith, pero en conjunto la encontró muy simpática —sin ninguna
timidez fuera de lugar y sin reparos para hablar— y con todo sin ser por
ello en absoluto inoportuna, sabiendo estar tan bien en su lugar y
mostrándose tan deferente, dando muestras de estar tan agradablemente
agradecida por haber sido admitida en Hartfield, y tan sinceramente
impresionada por el aspecto de todas las cosas, tan superior en calidad a
lo que ella estaba acostumbrada, que debía de tener muy buen juicio y
merecía aliento. Y se le daría aliento. Aquellos ojos azules y mansos y
todos aquellos dones naturales no iban a desperdiciarse en la sociedad
inferior de Highbury y sus relaciones. Las amistades que ya se había
hecho eran indignas de ella. Las amigas de quien acababa de separarse,
aunque fueran muy buena gente, debían estar perjudicándola. Eran una
familia cuyo apellido era Martin, y a la que Emma conocía mucho de oídas,
ya que tenían arrendada una gran granja del señor Knightley, y vivían en la
parroquia de Donwell, tenían muy buena reputación según creía —sabía
que el señor Knightley les estimaba mucho— pero debían de ser gente
vulgar y poco educada, en modo alguno propia de tener intimidad con una
muchacha que sólo necesitaba un poco más de conocimientos y de
elegancia para ser completamente perfecta. Ella la aconsejaría; la haría
mejorar; haría que abandonase sus malas amistades y la introduciría en la
buena sociedad; formaría sus opiniones y sus modales. Sería una
empresa interesante y sin duda también una buena obra; algo muy
adecuado a su situación en la vida; a su tiempo libre y a sus posibilidades.
Estaba tan absorta admirando aquellos ojos azules y mansos, hablando y
escuchando, y trazando todos estos planes en las pausas de la
conversación, que la tarde pasó muchísimo más aprisa que de costumbre;
y la cena con la que siempre terminaban esas reuniones, y para la que
Emma solía preparar la mesa con calma, esperando a que llegara el
momento oportuno, aquella vez se dispuso en un abrir y cerrar de ojos, y
se acercó al fuego, casi sin que ella misma se diera cuenta. Con una
presteza que no era habitual en un carácter como el suyo que, con todo,
nunca había sido indiferente al prestigio de hacerlo todo muy bien y
poniendo en ello los cinco sentidos, con el auténtico entusiasmo de un
espíritu que se complacía en sus propias ideas, aquella vez hizo los
honores de la mesa, y sirvió y recomendó el picadillo de pollo y las ostras
asadas con una insistencia que sabía necesaria en aquella hora algo
temprana y adecuada a los corteses cumplidos de sus invitados.
En ocasiones como ésta, en el ánimo del bueno del señor Woodhouse se
libraba un penoso combate. Le gustaba ver servida la mesa, pues tales
invitaciones habían sido la moda elegante de su juventud; pero como
estaba convencido de que las cenas eran perjudiciales para la salud, más
bien le entristecía ver servir los platos; y mientras que su sentido de la
hospitalidad le llevaba a alentar a sus invitados a que comieran de todo,
los cuidados que le inspiraba su salud hacía que se apenase de ver que comían.
Lo único que en conciencia podía recomendar era un pequeño tazón de
avenate claro como el que él tomaba, pero, mientras las señoras no tenían
ningún reparo en atacar bocados más sabrosos, debía contentarse con decir:
—Señora Bates, permítame aconsejarle que pruebe uno de estos huevos.
Un huevo duro poco cocido no puede perjudicar. Serle sabe hacer huevos
duros mejor que nadie. Yo no recomendaría un huevo duro a nadie más,
pero no tema usted, ya ve que son muy pequeños, uno de esos huevos
tan pequeños no pueden hacerle daño. Señorita Bates, que Emma le sirva
un pedacito de tarta, un pedacito chiquitín. Nuestras tartas son sólo de
manzana. En esta casa no le daremos ningún dulce que pueda
perjudicarle. Lo que no le aconsejo son las natillas. Señora Goddard, ¿qué
le parecería medio vasito de vino? ¿Medio vasito pequeño, mezclado con
agua? No creo que eso pueda sentarle mal.
Emma dejaba hablar a su padre, pero servía a sus invitados manjares más
consistentes; y aquella noche tenía un interés especial en que quedaran
contentos. Se había propuesto atraerse a la señorita Smith y lo había
conseguido. La señorita Woodhouse era un personaje tan importante en
Highbury que la noticia de que iban a ser presentadas le había producido
tanto miedo como alegría… Pero la modesta y agradecida joven salió de la
casa llena de gratitud, muy contenta de la afabilidad con la que la señorita
Woodhouse la había tratado durante toda la velada; ¡incluso le había
estrechado la mano al despedirse!

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