Emma – Jane Austen
La intimidad de Harriet Smith en Hartfield pronto fue un hecho. Rápida y
decidida en sus medios, Emma no perdió el tiempo y la invitó
repetidamente, diciéndole que fuese a su casa muy a menudo; y a medida
que su amistad aumentaba, aumentaba también el placer que ambas
sentían de estar juntas. Desde los primeros momentos Emma ya había
pensado en lo útil que podía serle como compañera de sus paseos. En
este aspecto, la pérdida de la señora Weston había sido importante. Su
padre nunca iba más allá del plantío, en donde dos divisiones de los
terrenos señalaban el final de su paseo, largo o corto, según la época del
año; y desde la boda de la señora Weston los paseos de Emma se habían
reducido mucho. Una sola vez se había atrevido a ir sola hasta Randalls,
pero no fue una experiencia agradable; y por lo tanto una Harriet Smith,
alguien a quien podía llamar en cualquier momento para que le
acompañara a dar un paseo, sería una valiosa adquisición que ampliaría
sus posibilidades. Y en todos los aspectos, cuanto más la trataba, más la
satisfacía, y se reafirmó en todos sus afectuosos propósitos.
Evidentemente, Harriet no era inteligente, pero tenía un carácter dulce y
era dócil y agradecida; carecía de todo engreimiento, y sólo deseaba ser
guiada —por alguien a quien pudiese considerar como superior. Lo
espontáneo de su inclinación por Emma mostraba un temperamento muy
afectuoso; y su afición al trato de personas selectas, y su capacidad de
apreciar lo que era elegante e inteligente, demostraba que no estaba
exenta de buen gusto, aunque no podía pedírsele un gran talento. En
resumen, estaba completamente convencida de que Harriet Smith era
exactamente la amiga que necesitaba, exactamente lo que se necesitaba en su casa.
En una amiga como la señora Weston no había ni que pensar. Nunca
hubiera encontrado otra igual, y tampoco la necesitaba. Era algo
completamente distinto, un sentimiento diferente y que no tenía nada que
ver con el otro. Por la señora Weston sentía un afecto basado en la
gratitud y en la estimación. A Harriet la apreciaba como a alguien a quien
podía ser útil. Porque por la señora Weston no podía hacer nada; por
Harriet podía hacerlo todo.
Su primer intento para serle útil consistió en intentar saber quiénes eran
sus padres; pero Harriet no se lo dijo. Estaba dispuesta a decirle todo lo
que supiera, pero las preguntas acerca de esta cuestión fueron en vano.
Emma se vio obligada a imaginar lo que quiso, pero nunca pudo
convencerse de que, de encontrarse en la misma situación, ella no
hubiese revelado la verdad. Harriet carecía de curiosidad. Se había
contentado con oír y creer lo que la señora Goddard había querido
contarle, y no se preocupó por averiguar nada más.
La señora Goddard, los profesores, las alumnas, y en general todos los
asuntos de la escuela formaban como era lógico una gran parte de la
conversación, y a no ser por su amistad con los Martin de Abbey-Mill
Farm, no hubiera hablado de otra cosa. Pero los Martin ocupaban gran
parte de sus pensamientos; había pasado con ellos dos meses muy
felices, y ahora le gustaba hablar de los placeres de su visita, y describir
los numerosos encantos y delicias del lugar. Emma le incitaba a charlar,
divertida por esta descripción de un género de vida distinto al suyo, y
gozando de la ingenuidad juvenil con la que hablaba con tanto entusiasmo
de que la señora Martin tenía «dos salones, nada menos que dos
magníficos salones»; uno de ellos tan grande como la sala de estar de la
señora Goddard; y de que tenía una sirvienta que ya llevaba con ella
veinticinco años; y de que tenía ocho vacas, dos de ellas Alderneys, y otra
de raza galesa, la verdad es que una linda vaquita galesa; y de que la
señora Martin decía, ya que la tenía mucho cariño, que tendría que
llamársele su vaca; y de que tenían un precioso pabellón de verano en su
jardín, en donde el año pasado algún día tomaban todos el té: realmente
un precioso pabellón de verano lo suficientemente grande para que
cupieran una docena de personas.
Durante algún tiempo esto divirtió a Emma sin que se preocupase de
pensar en nada más; pero a medida que fue conociendo mejor a la familia
surgieron otros sentimientos. Se había hecho una idea equivocada al
imaginarse que se trataba de una madre, una hija y un hijo y su esposa
que vivían todos juntos; pero cuando comprendió que el señor Martin que
tanta importancia tenía en el relato y que siempre se mencionaba con
elogios por su gran bondad en hacer tal o cual cosa, era soltero; que no
había ninguna señora Martin, joven, ninguna nuera en la casa; sospechó
que podía haber algún peligro para su pobre amiguita tras toda aquella
hospitalidad y amabilidad; y pensó que sí alguien no velaba por ella corría
el riesgo de ir a menos para siempre.
Esta sospecha fue la que hizo que sus preguntas aumentaran en número y
fuesen cada vez más agudas; y sobre todo hizo que Harriet hablara más
del señor Martin… y evidentemente ello no desagradaba a la joven. Harriet
siempre estaba a punto de hablar de la parte que él había tomado en sus
paseos a la luz de la luna y de las alegres veladas que habían pasado
juntos jugando; y se complacía no poco en referir que era hombre de tan
buen carácter y tan amable. Un día había dado un rodeo de tres millas
para llevarle unas nueces porque ella había dicho que le gustaban
mucho… y en todas las cosas ¡era siempre tan atento! Una noche había
traído al salón al hijo de su pastor para que cantara para ella. A Harriet le
gustaban mucho las canciones. El señor Martin también sabía cantar un
poco. Ella le consideraba muy inteligente y creía que entendía de todo.
Poseía un magnífico rebaño; y mientras la joven permaneció en su casa
había visto que venían a pedirle más lana que a cualquier otro de la
comarca. Ella creía que todo el mundo hablaba bien de él. Su madre y sus
hermanas le querían mucho. Un día la señora Martin le había dicho a
Harriet (y ahora al repetirlo se ruborizaba) que era imposible que hubiese
un hijo mejor que el suyo, y que por lo tanto estaba segura de que cuando
se casara sería un buen esposo. No es que ella quisiera casarle. No tenía la menor prisa.
—¡Vaya, señora Martin! —pensó Emma—. Usted sabe lo que se hace.
—Y cuando yo ya me hube ido, la señora Martin fue tan amable que envió
a la señora Goddard un magnífico ganso; el ganso más hermoso que la
señora Goddard había visto en toda su vida. La señora Goddard lo guisó
un domingo e invitó a sus tres profesoras, la señorita Nash, la señorita
Prince y la señorita Richardson a cenar con ella.
—Supongo que el señor Martin no será un hombre que tenga una cultura
muy superior a la que es normal entre los de su clase. ¿Le gusta leer?
—¡Oh, sí! Es decir, no; bueno no lo sé… pero creo que ha leído mucho…
aunque seguramente son cosas que nosotros no leemos. Lee las Noticias
Agrícolas y algún libro que tiene en una estantería junto a la ventana; pero
de todo eso no habla nunca. Aunque a veces, por la tarde, antes de jugar
a cartas, lee en voz alta algo de El compendio de la elegancia, un libro
muy divertido. Y sé que ha leído El Vicario de Wakefield. Nunca ha leído
La novela del bosque ni Los hijos de la abadía. Nunca había oído hablar
de estos libros antes de que yo se los mencionase, pero ahora está
decidido a conseguirlos lo antes posible.
La siguiente pregunta fue:
—¿Qué aspecto tiene el señor Martin?
—¡Oh! No es un hombre guapo, no, ni muchísimo menos. Al principio me
pareció muy corriente, pero ahora ya no me parece tan corriente. Al cabo
de un tiempo de conocerle ya no lo parece, ¿sabes? Pero ¿no le has visto
nunca? Viene a Highbury bastante a menudo, y por lo menos una vez por
semana es seguro que pasa por aquí a caballo camino de Kingston. Has
tenido que cruzarte con él muchas veces.
—Es posible, y quizá le haya visto cincuenta veces, pero sin tener la
menor idea de quién era. Un joven granjero, tanto si va a caballo como a
pie es la última persona que despertaría mi curiosidad. Esos hacendados
son precisamente una clase de gente con la que siento que no tengo nada
que ver. Personas que estén por debajo de su clase social, con tal de que
su aspecto inspire confianza, pueden interesarme; puedo esperar ser útil a
sus familias de un modo u otro. Pero un granjero no necesita nada de mí,
por lo tanto en cierto sentido está tan por encima de mi atención como en
todos los demás está por debajo.
—Sin duda alguna. ¡Oh! Sí, no es probable que te hayas fijado en él…
pero él sí que te conoce muy bien… quiero decir de vista.
—No dudo de que sea un joven muy digno. La verdad es que sé que lo es,
y como a tal le deseo mucha suerte. ¿Qué edad crees que puede tener?
—El día ocho del pasado junio cumplió veinticuatro años, y mi cumpleaños
es el día veintitrés… ¡exactamente dos semanas y un día de diferencia!
Qué casual, ¿verdad?
—Sólo veinticuatro años. Es demasiado joven para casarse. Su madre
tiene toda la razón al no tener prisa. Ahora parece ser que viven muy bien,
y si ella se preocupara por casarle probablemente se arrepentiría. Dentro
de seis años si conoce a una buena muchacha de su misma clase con un
poco de dinero, la cosa podría ser muy conveniente.
—¡Dentro de seis años! Pero, querida Emma, ¡él entonces ya tendrá treinta años!
—Bueno, ésa es la edad a la que la mayoría de los hombres que no han
nacido ricos tienen que esperar para casarse. Supongo que el señor
Martin aún tiene que labrarse un porvenir; y antes de eso no puede
hacerse nada. Por mucho dinero que heredase al morir su padre, por
importante que sea su parte en la propiedad de la familia me atrevería a
decir que todo no está disponible, que está empleado en el rebaño; y
aunque con laboriosidad y buena suerte dentro de un tiempo puede
hacerse rico, es casi imposible que ahora lo sea.
—Desde luego tienes razón. Pero viven muy bien. No tienen ningún criado
en la casa, pero no les falta nada, y la señora Martin habla de contratar a
un mozo para el año próximo.
—Harriet, no quisiera que te encontraras con dificultades cuando él se
case; me refiero a tus relaciones con su esposa, pues aunque sus
hermanas hayan recibido una educación superior y no pueda objetárseles
nada, eso no quiere decir que él no pueda casarse con alguien que no sea
digno de alternar contigo. La desgracia de tu nacimiento debería hacerte
aún más cuidadosa con la gente que tratas. No cabe ninguna duda de que
eres la hija de un caballero y debes mantenerte en esta categoría por
todos los medios a tu alcance, o de lo contrario serán muchos los que se
complacerán en rebajarte.
—Sí, sí, tienes razón, supongo que hay gente así. Pero mientras YO
frecuente Hartfield y tú seas tan amable conmigo no tengo miedo de lo que
otros puedan hacer.
—Harriet, comprendes muy bien lo que influyen las amistades; Pero yo
quisiera verte tan sólidamente establecida en la sociedad que fueras
independiente in luso de Hartfield y de la señorita Woodhouse. Quiero
verte bien relacionada y ello de un modo permanente… y para eso sería
aconsejable que tuvieses tan pocas amistades inferiores como fuera
posible; y por lo tanto lo que te digo es que si aún sigues en la comarca
cuando el señor Martin se case, sería preferible que tu intimidad con sus
hermanas no te obligara a relacionarte con su esposa, que probablemente
será la hija de un simple granjero, sin ninguna educación.
—Desde luego. Sí. Pero no creo que el señor Martin se case con alguien
que no tenga un poco de educación y que no sea de buena familia. Sin
embargo, no quiero decir con eso que te contradiga, yo estoy segura de
que no sentiré ningún deseo de conocer a su esposa. Siempre tendré
mucho afecto a sus hermanas, sobre todo a Elizabeth, y sentiría mucho
dejar de tratarlas, porque han recibido tan buena educación como yo. Pero
si él se casa con una mujer vulgar y muy ignorante claro está que haría
mejor en no visitarla, si puedo evitarlo.
Emma estuvo analizándola a través de las fluctuaciones de este
razonamiento y no vio en ella síntomas alarmantes de amor. El joven
había sido su primer admirador, pero ella confiaba que las cosas no
habían pasado de ahí, y que no habría dificultades muy grandes por parte
de Harriet como para oponerse al partido que ella pensaba proponerle.
Al día siguiente se encontraron con el señor Martin mientras paseaban por
Donwell Road. Él iba a pie, y tras mirar respetuosamente a Emma, miró a
su compañera con una satisfacción no disimulada. Emma no lamentó
disponer de esta oportunidad para estudiar sus reacciones; y se adelantó
unas cuantas yardas, mientras ellos hablaban y su aguda mirada no tardó
en formarse una idea suficiente acerca del señor Robert Martin. Su
aspecto era muy pulcro y parecía un joven juicioso, pero su persona
carecía de otros encantos; y cuando lo comparó mentalmente con otros
caballeros, pensó que era forzoso que perdiese todo el terreno que había
ganado en el corazón de Harriet. Harriet no era insensible a las maneras
distinguidas, y le había llamado la atención la cortesía del padre de Emma,
de la que hablaba con admiración, maravillada. Y parecía que el señor
Martin no supiera ni lo que eran las buenas maneras.
Sólo estuvieron juntos unos pocos minutos, ya que no podían hacer
esperar a la señorita Woodhouse; y entonces Harriet alcanzó corriendo a
su amiga, tan confusa y con una sonrisa en el rostro, que la señorita
Woodhouse no tardó en interpretar debidamente.
—¡Piensa lo casual que ha sido el encontrarle! ¡Qué coincidencia! Me ha
dicho que ha sido mucha casualidad que no haya ido a dar la vuelta por
Randalls. Él no sabía que paseáramos por aquí. Creía que la mayoría de
los días paseábamos en dirección a Randalls. Aún no ha podido conseguir
un ejemplar de La novela del bosque. La última vez que estuvo en
Kingston estaba tan ocupado que se olvidó por completo, pero mañana
volverá allí. ¡Qué casualidad que le hayamos encontrado! Bueno, dime,
¿es como tú creías? ¿Qué te ha parecido? ¿Te parece muy vulgar?
—Desde luego lo es, y bastante; pero eso no es nada comparado con su
absoluta falta de «clase»; no tenía por qué esperar mucho de él, y la
verdad es que no me hacía muchas ilusiones; pero no suponía que fuese
tan basto, de tan poca categoría. Confieso que le imaginaba un poco más refinado.
—Desde luego —dijo Harriet, en un tono de contrariedad— no tiene los
modales de un verdadero caballero.
—Me parece, Harriet, que desde que tratas con nosotros has tenido
muchas ocasiones de estar en compañía de verdaderos caballeros, y que
debe llamarte la atención la diferencia entre éstos y el señor Martin. En
Hartfield has conocido a modelos de hombres bien educados y
distinguidos. Me sorprendería si ahora que los conoces pudieras tratar al
señor Martin sin darte cuenta de que es muy inferior, y más bien
asombrándote de que antes hubieras podido considerarlo como una
persona agradable. ¿No empiezas a sentir algo así? ¿No te ha llamado la
atención esto? Estoy segura de que has tenido que reparar en su aspecto
desmañado, en sus modales bruscos y en la rudeza de su voz, que incluso
desde aquí se advertía que no tenía la menor modulación.
—Desde luego no es como el señor Knightley. No tiene un aire tan
distinguido como él, ni sabe andar como el señor Knightley. Veo muy bien
la diferencia. Pero el señor Knightley ¡es un hombre tan elegante!
—El señor Knightley es tan distinguido que no me parece bien compararle
con el señor Martin. Entre den caballeros no encontrarías uno que
mereciera tan bien este nombre como el señor Knightley. Pero no es el
único caballero a quien has tratado en estos últimos tiempos. ¿Qué me
dices del señor Weston y del señor Elton? Compara al señor Martin con
cualquiera de los dos. Compara sus maneras; su modo de andar, de
hablar, de guardar silencio. Tienes que ver la diferencia.
—¡Oh, sí! Hay una gran diferencia. Pero el señor Weston es casi un viejo.
El señor Weston debe de tener entre cuarenta y cincuenta años.
—Lo cual aún da más mérito a sus buenas maneras. Harriet, cuanta más
edad tiene una persona más importante es que tenga buenas maneras… y
es más notoria y desagradable cualquier falta de tono, grosería o torpeza.
Lo que es tolerable en la juventud, es imperdonable en la edad madura.
Ahora el señor Martin es rudo y desmañado; ¿cómo será cuando tenga la
edad del señor Weston?
—Eso nunca puede decirse —replicó Harriet con cierto énfasis.
—Pero es bastante fácil de adivinar. Será un granjero tosco y
completamente vulgar, que no se preocupará lo más mínimo por las
apariencias y que sólo pensará en lo que gana o deja de ganar.
—Si es así, la verdad es que no será muy atractivo.
—Hasta qué punto, incluso ahora, le absorben sus ocupaciones, se
advierte por el hecho de que haya olvidado buscar el libro que le
recomendaste. Estaba tan preocupado por sus negocios en el mercado
que no ha pensado en nada más… que es precisamente lo que debe
hacer un hombre que quiera prosperar. ¿Qué tiene él que ver con los
libros? Y yo no dudo de que prosperará y de que con el tiempo llegará a
ser muy rico… y el que sea un hombre poco refinado y de pocas letras no
tiene por qué preocuparnos.
—Me extraña que se olvidara del libro —fue todo lo que respondió Harriet,
y en su voz había un matiz de profunda contrariedad en la que Emma no
quiso intervenir. Por lo tanto, dejó pasar unos minutos en silencio, y luego recomenzó:
—En cierto aspecto quizá las maneras del señor Elton son superiores a las
del señor Knightley o el señor Weston; son más delicadas. Podrían
considerarse como más modélicas que las de los otros. En el señor
Weston hay una franqueza, una vivacidad, casi una brusquedad, que en él
todo el mundo encuentra bien porque responden a lo expansivo de su
carácter… pero que no deberían ser imitadas. Y lo mismo ocurre con la
llaneza, ese aire resuelto e imperioso del señor Knightley, aunque a él le
siente muy bien; su rostro y su aspecto físico, e incluso su situación en la
vida, parecen permitírselo; pero si cualquier joven se pusiera a imitarle
resultaría insufrible. Por el contrario, a mi entender, a un joven podría
recomendársele muy bien que tomase por modelo al señor Elton. Tiene
buen carácter, es alegre, amable y cortés. Y me parece que en estos
últimos tiempos se muestra especialmente amable. No sé si tiene el
propósito de llamar la atención de alguna de las dos, Harriet, redoblando
sus amabilidades, pero me sorprende que sus maneras sean aún más
delicadas de lo que eran antes. Si algo se propone tiene que ser
agradarte. ¿No te dije lo que había dicho de ti el otro día?
Y entonces repitió una serie de calurosos elogios que el señor Elton había
hecho de su amiga, sin omitir ni inventar nada; y Harriet se ruborizó y
sonrió, y dijo que siempre había creído que el señor Elton era muy agradable.
El señor Elton era precisamente la persona elegida por Emma para
conseguir que Harriet no pensara más en el joven granjero. Le parecía que
iba a formar una magnífica pareja; sólo que una pareja demasiado
evidente, natural y probable para que, para ella, tuviese demasiado mérito
el planear su boda. Temía que no fuese algo que todos los demás debían
pensar y predecir. Sin embargo, lo que no era probable era que a nadie
más se le hubiese ocurrido antes que a ella, ya que la idea la había tenido
la primera vez que Harriet fue a Hartfield. Cuanto más lo pensaba, más
oportuna le parecía aquella reunión. La situación del señor Elton era la
más favorable, ya que era un perfecto caballero y no tenía relación con
gente inferior, y al propio tiempo no tenía familia que pudiese poner
objeciones al dudoso nacimiento de Harriet. Podía ofrecer a su esposa un
hogar confortable, y Emma suponía que también una posición económica
decorosa; pues aunque la vicaría de Highbury no era muy grande, se
sabía que poseía algunos bienes personales; y tenía muy buen concepto
de él, considerándolo como un joven de buen_, carácter, juicio claro y
respetabilidad, sin nada que enturbiase su comprensión o conocimiento de
las cosas del mundo.
Emma estaba satisfecha de que él considerase atractiva a Harriet, y
confiaba que contando con que se encontraran frecuentemente en
Hartfield, en principio aquello bastaba para interesar al señor Elton; y en
cuanto a Harriet, no cabía apenas duda de que la idea de ser admirada por
él tendría la influencia y la eficacia que tales circunstancias suelen tener. Y
es que él era realmente un joven muy agradable, un joven que debía
gustar a cualquier mujer que no fuera melindrosa. Se le consideraba como
muy atractivo; su persona en general era muy admirada, aunque no por
ella, ya que echaba de menos una distinción en sus facciones que le era
imperdonable; pero la muchacha que sentía tanto agradecimiento porque
un Robert Martin recorriese unas millas a caballo para llevarle unas
nueces, bien podía ser conquistada por la admiración del señor Elton.