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Capítulo 5

Emma – Jane Austen

–No sé qué opinión tendrá usted, señora Weston —dijo el señor
Knightley— acerca de la gran intimidad que hay entre Emma y Harriet
Smith, pero a mi entender no es nada bueno.
—¿Nada bueno? ¿Cree usted realmente que es algo malo? ¿Y por qué?
—No creo que sea beneficioso para ninguna de las dos.
—¡Me sorprende usted! Emma puede hacer mucho bien a Harriet; y al
proporcionarle un nuevo motivo de interés puede decirse que Harriet le
hace un bien a Emma. Yo veo su amistad con una gran satisfacción. ¡En
eso sí que opinamos de un modo distinto! ¿Y dice usted que ninguna de
las dos va a salir beneficiada? Señor Knightley, sin duda éste será el
comienzo de una de nuestras discusiones acerca de Emma…
—Tal vez piense que he venido con el propósito de discutir con usted
sabiendo que Weston estaba ausente, y que usted debería defenderse sola.
—Sin duda alguna el señor Weston me apoyaría si estuviera aquí, porque
sobre este asunto piensa exactamente lo mismo que yo. Ayer mismo
hablamos de ello, y estuvimos de acuerdo en que Emma había tenido
mucha suerte de que hubiera en Highbury una muchacha así que pudiera
frecuentar. Señor Knightley, lo que es yo, no le admito que sea usted buen
juez en este caso. Está usted tan acostumbrado a vivir solo que no sabe
apreciar lo que vale la compañía; y quizá ningún hombre sería buen juez
cuando se trata de valorar la satisfacción que proporciona a una mujer la
compañía de alguien de su mismo sexo, después de estar acostumbrada a
ello durante toda su vida. Ya me imagino la objeción que va a poner a
Harriet Smith: no es una joven de tanta categoría como debería serlo una
amiga de Emma. Pero por otra parte, como Emma quiere ilustrarla, para
ella misma será un incentivo para leer más. Leerán juntas; sé que eso es
lo que se propone.
—Emma siempre se ha propuesto leer cada vez más, desde que tenía
doce años. Yo he visto muchas listas suyas de futuras lecturas, de épocas
diversas, con todos los libros que se proponía ir leyendo… Y eran unas
listas excelentes, con libros muy bien elegidos y clasificados con mucho
orden, a veces alfabéticamente, otras según algún otro sistema. Recuerdo
la lista que confeccionó cuando sólo tenía catorce años, que me hizo
formar una idea tan favorable de su buen criterio que la conservé durante
algún tiempo; y me atrevería a asegurar que ahora debe de tener alguna
lista también excelente. Pero ya he perdido toda esperanza de que Emma
se atenga a un plan fijo de lecturas. Nunca se someterá a nada que
requiera esfuerzo y paciencia, una sujeción del capricho a la razón. Donde
nada pudieron los estímulos de la señorita Taylor, puedo afirmar sin temor
a equivocarme que nada podrá Harriet Smith. Usted nunca logró
convencerla para que leyera ni siquiera la mitad de lo que usted quería; ya
sabe usted que no lo consiguió.
—Yo diría —replicó la señora Weston sonriendo— que entonces opinaba
así; pero desde que me casé no me es posible recordar ni un solo deseo
mío que Emma haya dejado de satisfacer.
—Comprendo que no sienta usted un gran deseo de evocar recuerdos
como éstos —dijo el señor Knightley vivamente.
Permaneció en silencio durante unos momentos, y en seguida añadió:
—Pero yo, que no he sufrido el efecto de sus encantos tan directamente,
aún debo ver, oír y recordar. A Emma la ha perjudicado el ser la más
inteligente de su familia. A los diez años tenía la desgracia de saber
contestar a preguntas que dejaban desconcertada a su hermana a los
diecisiete. Siempre ha sido rápida y ha estado segura de sí misma;
Isabella siempre ha sido lenta e indecisa. Y siempre, desde los doce años,
Emma ha sido la dueña de la casa y de todos ustedes. Con su madre
perdió a la única persona capaz de hacerle frente. He heredado el talento
de su madre y hubiera debido educarse bajo su autoridad.
—Señor Knightley, en bonita situación me hubiera visto de tener que
depender de una recomendación suya, en caso de que hubiese tenido que
dejar la familia del señor Woodhouse y buscarme otro empleo; no creo que
usted hubiera hecho ningún elogio de mí a nadie. Estoy segura de que
siempre me consideró como alguien poco adecuado para la misión que desempeñaba.
—Sí —dijo sonriendo—. Su lugar es éste; es usted una esposa admirable,
pero no sirve en absoluto para institutriz. Pero estuvo usted preparándose
para ser una excelente esposa durante todo el tiempo que estuvo en
Hartfield. Usted no podía dar a Emma una educación tan completa como
su capacidad parecía prometer; pero estaba usted recibiendo,
precisamente de ella, una magnífica educación para la vida matrimonial en
lo que se refiere a someter su voluntad a otra persona, haciendo lo que se
le mandaba; y si Weston me hubiera pedido que le recomendase una
esposa, sin duda alguna yo hubiese nombrado a la señorita Taylor.
—Muchas gracias. Tiene muy poco mérito ser una buena esposa con un
hombre como el señor Weston.
—Verá usted, a decir verdad temo que no tenga ocasión de emplear sus
dotes, y que estando dispuesta a soportarlo todo, no tenga nada que
soportar. Sin embargo, no desesperemos. Weston puede llegar a sentirse
molesto por llevar una vida excesivamente regalada, o quizá su hijo le dé disgustos.
—Espero que no sea así. No es probable. No, señor Knightley, no
pronostique usted disgustos por esa parte.
—No, claro que no. No hago más que mencionar posibilidades. No
pretendo tener la intuición de Emma para hacer predicciones y adivinar el
futuro. Deseo de todo corazón que el joven pueda ser un Weston en
méritos y un Churchill en fortuna. Pero Harriet Smith… como ve aún no he
concluido, ni mucho menos, con Harriet Smith. A mi entender es la peor
clase de amiga que Emma podía llegar a tener. Ella no sabe nada de
nada, y se cree que Emma lo sabe todo. No hace más que adularla; y lo
que aún es peor, la adula sin proponérselo. Su ignorancia es una continua
adulación. ¿Cómo puede Emma imaginarse que tiene algo que aprender
mientras Harriet ofrezca una inferioridad tan agradable? Y en cuanto a
Harriet, me atrevería a decir que no puede salir beneficiada en nada de
esta amistad. Hartfield sólo conseguirá que se sienta desplazada en todos
los demás ambientes a los que pertenece. Adquirirá más refinamientos,
pero sólo los precisos para que se sienta incómoda con aquellas personas
con las que tiene que vivir por su nacimiento y su posición. Me equivocaría
de medio a medio si las enseñanzas de Emma le dan más personalidad o
consiguen que la muchacha se adapte de un modo más racional a las
diferentes situaciones de su vida. Lo único que logrará será darle un poco de lustre.
—Yo tengo más confianza que usted en el sentido común de Emma, o
quizá me preocupo más por su bienestar de ahora; porque yo no lamento
esta amistad. ¡Qué buen aspecto tenía la noche pasada!
—¡Oh! Veo que habla usted de su persona y no de su vida interior, ¿no?
De acuerdo; no pretendo negar que Emma sea muy bonita.
—¡Bonita! Sería más propio decir muy hermosa. ¿Concibe usted algo que
se aproxime más a la belleza perfecta que Emma, que su rostro y su figura?
—No sé qué es lo que podría concebir, pero confieso que pocas veces he
visto un rostro o una figura más agradados que los de ella. Pero yo soy un
viejo amigo y en eso soy parcial.
—¡Y sus ojos! Ojos de verdadero color avellana, ¡y qué brillantes! ¡Y las
facciones regulares, lo franco de su semblante y lo proporcionado de su
cuerpo! ¡Qué aspecto más saludable y qué armoniosa silueta! Tan erguida
y firme. Rebosa salud, no sólo en sus frescos colores, sino también en
todo su porte, en su cabeza, en sus miradas. A veces se oye decir de un
niño que es «la viva imagen de la salud»; pero a mí Emma siempre me da
la impresión de ser la imagen más completa de lo saludable en pleno
desarrollo. Parece la encarnación de la lozanía. ¿No le parece a usted, señor Knightley?
—Yo no encuentro ni un solo defecto en su persona —replicó—. Creo que
es exactamente como usted la describe. Es un placer mirarla. Y yo
añadiría aún este elogio: que no me parece que sea vanidosa. Teniendo
en cuenta lo atractiva que es, da la impresión de que no piensa mucho en
ello; su vanidad es por otras cosas. Pero yo, señora Weston, sigo
manteniendo que no me complace su intimidad con Harriet Smith, y que
temo que una y otra salgan perjudicadas.
—Y yo, señor Knightley, también sigo sosteniendo que confío en que eso
no será un mal para ninguna de las dos. A pesar de todos sus defectillos,
Emma es una muchacha excelente. ¿Puede existir una hija mejor, una
hermana más afectuosa, una amiga más fiel? No, no, puede confiarse en
sus virtudes; es incapaz de causar verdadero daño a alguien; no puede
cometer un disparate que tenga importancia; por cada vez que Emma se
equivoca hay cien veces que acierta.
—De acuerdo; no quiero importunarla más. Emma será un ángel, y yo me
guardaré mis recelos hasta que John e Isabella vengan por Navidad. John
siente por Emma un afecto razonable, y por lo tanto no le ciega el cariño, e
Isabella siempre piensa igual que él; excepto cuando su marido no se
alarma suficientemente con alguna cosa de los niños. Estoy seguro de que
estarán de acuerdo conmigo.
—Ya sé que todos ustedes la quieren demasiado para ser injustos o
demasiado duros con ella; pero usted me disculpará, señor Knightley, si
me tomo la libertad (ya sabe que me considero con el derecho de exponer
mi opinión como hubiera podido hacerlo la madre de Emma), si me tomo la
libertad de indicar que no creo que se consiga ningún bien haciendo que la
amistad de Harriet Smith y Emma sea materia de una larga discusión entre
ustedes. Le ruego que no lo tome a mal; pero suponiendo que
encontráramos algún pequeño inconveniente en esta amistad, no es de
esperar que Emma, que no tiene que dar cuentas de sus actos a nadie
más que a su padre, quien aprueba totalmente esa amistad, pusiera fin a
ella mientras sea algo que la complazca. Han sido muchos años en los
que mi misión ha sido la de dar consejos, o sea que no puede usted
extrañarse, señor Knightley, de que aún me quede algún resabio.
—¡En absoluto! —exclamó—; yo se lo agradezco mucho; es un magnífico
consejo, y tendrá más suerte de la que han solido tener sus consejos;
porque éste será seguido.
—La señora de John Knightley se alarma fácilmente, y no quisiera que se
preocupe por su hermana.
—Tranquilícese usted —dijo él—, no voy a provocar ningún alboroto. Me
guardaré el mal humor. Siento un interés muy sincero por Emma. No
considero a mi cuñada Isabella más hermana que ella; no siento mayor
interés por ella que por Emma, y quizá ni siquiera tanto. Lo que siento por
Emma es como una ansiedad, una curiosidad. Me preocupa lo que pueda ser de ella.
—También a mí, y mucho —dijo la señora Weston quedamente.
—Emma siempre dice que nunca se casará, lo cual, por supuesto, no
significa absolutamente nada. Pero no creo que haya encontrado aún a un
hombre que atraiga su atención. Le sería un gran bien enamorarse
perdidamente de alguien que la mereciese. Me gustaría ver a Emma
enamorada, sin que estuviera segura del todo de ser correspondida; le
haría mucho bien. Pero por estos alrededores no hay nadie en quien
pueda pensarse, y sale tan poco de casa.
—Lo cierto es que ahora me parece aún menos decidida que antes a
romper esta resolución —dijo la señora Weston—; mientras sea tan feliz
en Hartfield, yo no puedo desearle que se forme nuevas relaciones que
crearían tantos problemas al pobre señor Woodhouse. Por el momento yo
no aconsejaría a Emma que se casase, aunque le aseguro a usted que no
pretendo en absoluto desdeñar el estado matrimonial.
En parte, lo que ella se proponía con todo esto era ocultar, dentro de lo
posible, los proyectos que ella y el señor Weston acariciaban acerca de
aquella cuestión. En Randalls existían planes respecto al futuro de Emma,
pero no era conveniente que nadie sospechase nada de ellos; y cuando el
señor Knightley no tardó en cambiar tranquilamente de conversación,
preguntando: «¿Qué piensa Weston del tiempo? ¿Cree que vamos a tener
lluvia?», se convenció de que él no tenía nada más que decir acerca de
Hartfield y que no barruntaba nada de todo aquello.

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