Emma – Jane Austen
–Confío en que pronto tendré el placer de presentarle a mi hijo —dijo el señor Weston.
La señora Elton, muy predispuesta a suponer que con este deseo se le
tenía una atención muy particular, sonrió amabilísimamente.
—Supongo que habrá usted oído hablar de un tal Frank Churchill —siguió
él—, y que sabrá usted que es mi hijo, a pesar de que no lleve mi apellido.
—¡Oh, sí, desde luego! Y tendré mucho gusto en conocerle. Estoy segura
de que el señor Elton se apresurará a visitarle; y tanto él como yo
tendremos un gran placer de verle por la Vicaría.
—Es usted muy amable… Estoy seguro de que Frank se alegrará mucho
de conocerla. La semana que viene, y tal vez incluso antes, estará en
Londres. Nos hemos enterado por una carta suya que hemos recibido hoy.
La he visto esta mañana, y al ver la letra de mi hijo me he decidido a
abrirla… aunque no iba dirigida a mí, sino a la señora Weston. Verá usted,
es mi esposa la que suele escribirse con él. Yo apenas recibo cartas suyas.
—Pero ¿de verdad que ha abierto usted la carta que iba dirigida a su
esposa? ¡Oh, señor Weston! —riendo afectadamente—. Debo protestar…
¡Acaba usted de sentar un precedente peligrosísimo! No puede usted dar
ejemplos como éste a sus vecinos… Le doy mi palabra que si eso es lo
que me espera a mí, las mujeres casadas tendremos que empezar a
defendernos… ¡Oh, señor Weston! ¡Nunca hubiera creído una cosa semejante de usted!
—Sí, sí, no se fíe usted de los hombres. Tenga mucho cuidado, señora
Elton. En esta carta nos cuenta… es una carta muy corta… escrita a toda
prisa, sólo para darnos la noticia… nos cuenta que en seguida van a ir
todos a Londres por causa de la señora Churchill… No se ha encontrado
bien durante todo el invierno, y cree que el clima de Enscombe es
demasiado frío para ella… de modo que van a venir todos para el sur sin
pérdida de tiempo.
—¡Vaya, vaya! De modo que viven en el Yorkshire, ¿no? Enscombe está
en el Yorkshire, ¿verdad?
—Sí, viven a unas 190 millas de Londres. Un viaje considerable.
—Sí, ya lo creo, muy considerable. Sesenta y cinco millas más de la
distancia que hay entre Maple Grove y Londres. Pero, señor Weston, ¿qué
son estas distancias para las personas de gran fortuna? Se quedaría usted
maravillado si supiera cómo a veces mi cuñado, el señor Suckling, viaja de
una parte a otra. No sé si me creerá, pero… en la misma semana él y la
señora Bragge fueron a Londres y volvieron dos veces, con cuatro caballos.
—Lo malo de este viaje desde Enscombe —dijo el señor Weston— es que
la señora Churchill, según nos dicen, ha estado toda una semana sin
poder levantarse del sofá. En la última carta que le escribió a Frank, según
nos contó mi hijo, se quejaba de que estaba demasiado débil para ir hasta
su «invernadero» sin que él y su tío la cojan de los brazos. Ya ve usted,
esto indica que ha llegado a un grado extremo de debilidad… pero ahora
resulta que está tan impaciente por estar en Londres que quiere hacer el
viaje sin pasar más que dos noches en el camino… Es lo que dice
literalmente Frank. La verdad, señora Elton, es que las señoras delicadas
tienen naturalezas realmente singulares. Tiene usted que admitirlo.
—Pues no, no le admito nada de eso ni mucho menos. Yo siempre saldré
en defensa de mi sexo. Como ahora. Ya se lo advierto… En esta cuestión
encontrará en mí un temible antagonista. Yo siempre estoy al lado de las
mujeres… y le aseguro que si usted supiera la opinión de Selina con
respecto a eso de dormir en las posadas no se extrañaría de que la señora
Churchill hiciera los esfuerzos más increíbles para evitarlo. Selina dice que
a ella la horroriza… y yo creo que me ha contagiado algo de sus
escrúpulos. Mi hermana siempre viaja llevando sus propias sábanas. Una
precaución excelente. ¿Sabe usted si la señora Churchill hace lo mismo?
—Tenga usted la seguridad de que la señora Churchill hace todo lo que
cualquier otra gran dama ha podido hacer. La señora Churchill no va a ser
menos que cualquier dama, tratándose…
La señora Elton le interrumpió vivamente diciendo:
—¡Oh, señor Weston! No interprete mal mis palabras. Le aseguro que
Selina no es una gran dama. No imagine usted lo que no es verdad.
—¿No? Entonces no puede compararse con la señora Churchill, que es
tan gran dama como la que puede serlo más.
La señora Elton empezó a pensar que no había obrado bien al negar tan
tajantemente la alta condición social de su hermana; lo último que hubiera
podido desear es que creyeran su afirmación de que su hermana no era
una gran dama; no había sabido expresarse de un modo lo
suficientemente ingenioso como para que la interpretara bien; y aún
estaba pensando de qué modo podía volverse atrás sin quedar mal,
cuando el señor Weston siguió diciendo:
—Yo no siento una gran simpatía por la señora Churchill, como usted ya
puede suponer… pero que quede entre nosotros. Quiere mucho a Frank, y
por lo tanto yo no debería hablar mal de ella. Además, ahora no tiene
salud; aunque la verdad es que, según propia afirmación, nunca la ha
tenido. Eso yo no se lo diría a todo el mundo, señora Elton, pero no creo
mucho en la enfermedad de la señora Churchill.
—Si está verdaderamente enferma, ¿por qué no va a Bath, señor Weston?
A Bath o a Clifton.
—Se ha empeñado en que Enscombe tiene un clima demasiado frío para
ella. Supongo que lo que ocurre es que se ha cansado de Enscombe. Es
la primera vez que pasa allí una temporada tan larga, y empieza a
necesitar un cambio. Es un lugar apartado. Muy bonito, pero muy apartado.
—¡Ah…! Entonces igual que Maple Grove… Nada más apartado del
camino real que Maple Grove. ¡Está rodeado de tierras de cultivo tan
inmensas! Allí una se encuentra aislada de todo… en un retiro completo. Y
probablemente la señora Churchill no tiene la salud o el buen ánimo de
Selina para saber apreciar esa clase de soledad. O tal vez no tenga dentro
de sí recursos suficientes para vivir en el campo. Yo siempre digo que una
mujer nunca tiene demasiados recursos… y estoy muy contenta de tener
tantos que me permitan ser completamente independiente de la sociedad.
—En febrero Frank pasó dos semanas con nosotros.
—Sí, recuerdo haberlo oído decir. Cuando vuelva encontrará un
aditamento más a la sociedad de Highbury; es decir, si es que puedo
considerarme a mí misma como un aditamento. Pero quizá no tenga la
menor noticia de que yo exista en el mundo.
Esta incitación a que se le hiciera un cumplido era demasiado directa para
que pasara inadvertida, y el señor Weston, muy galante, exclamó inmediatamente:
—¡Mi querida señora! Nadie excepto usted podría considerar posible una
cosa semejante. ¡No haber oído hablar de usted! Estoy seguro que en las
últimas cartas de la señora Weston le hablaba de muy pocas cosas que no
estuvieran relacionadas con la señora Elton.
Una vez cumplido su deber, el señor Weston podía volver a ocuparse de su hijo.
—Cuando Frank se fue —siguió diciendo—, no teníamos ninguna
seguridad de cuándo podríamos volver a verle, y por eso las noticias de
hoy nos han causado aún más alegría. Ha sido algo totalmente
inesperado. Es decir, yo siempre he tenido el presentimiento de que no
tardaría en volver, estaba seguro de que iba a ocurrir algo, no sabía el
qué, que haría posible su regreso… pero nadie me creía. Tanto él como la
señora Weston estaban terriblemente desalentados. «¿Cómo va a
arreglárselas para venir? ¿Cómo vamos a suponer que sus tíos
consentirán en volver a separarse de él?» Y así por el estilo… Pero yo
seguía pensando que iba a ocurrir algo que nos iba a ser favorable; y ya
ve usted que ha sido así. A lo largo de mi vida, señora Elton, he podido
comprobar que cuando las cosas nos son contrarias un mes, al siguiente
siempre se arreglan.
—Tiene usted mucha razón, señor Weston, muchísima razón. Eso es
precisamente lo que yo solía decirle a cierto galán en la época en que me
cortejaba, cuando, porque las cosas no iban totalmente a su gusto, sin la
rapidez que, hubiera correspondido a sus sentimientos, se entregaba a la
desesperación y exclamaba que estaba seguro de que a este paso llegaría
el mes de mayo antes de que Himeneo nos recubriese con sus
azafranadas vestiduras… ¡Oh, cuánto me costó disipar esas sombrías
ideas y hacerle concebir pensamientos más alegres! El coche… teníamos
muchas dificultades con el coche; una mañana recuerdo que vino a verme
completamente desesperado…
Tuvo que interrumpirse debido a un acceso de tos, y el señor Weston
aprovechó inmediatamente la oportunidad para continuar.
—Acaba usted de mencionar el mes de mayo. Mayo es precisamente el
mes que la señora Churchill tiene que pasar, según le han aconsejado, o
se ha aconsejado a sí misma, en un lugar más cálido que Enscombe… en
resumen, que tiene que pasar en Londres; y de este modo tenemos la
grata perspectiva de que Frank nos haga frecuentes visitas durante toda la
primavera… precisamente la estación del año que hubiéramos elegido de
haberlo podido hacer; cuando los días son muy largos, la temperatura es
suave y agradable, todo invita a estar al aire libre y no hace demasiado
calor para hacer ejercicio. Cuando estuvo aquí la otra vez se hizo lo que se
pudo; pero había humedad, llovió y el tiempo era desapacible; como suele
serlo en febrero, ya sabe usted; y no pudimos hacer ni la mitad de las
cosas que proyectábamos. Ahora será la época más adecuada. Vamos a
pasarlo muy bien. Y yo no sé, señora Elton, si la inseguridad de sus
visitas, esa especie de constante espera, no saber si llegará hoy o mañana
ni a qué hora, no sé, le decía, si esto dará más alicientes a nuestra
felicidad que si le tuviéramos siempre en casa. Creo que sí. Creo que en
este estado de ánimo vamos a disfrutar más de su compañía. Confío en
que encontrará usted agradable a mi hijo; pero no debe esperar ningún
prodigio. Suele considerársele como un joven de grandes prendas, pero no
espere usted ningún prodigio. La señora Weston siente un gran afecto por
él, lo cual, como puede usted suponer, me halaga mucho. Mi esposa cree
que no hay nadie que pueda comparársele.
—Y yo le aseguro, señor Weston, de que no tengo casi ninguna duda de
que mi opinión le será francamente favorable. ¡He oído hacer tantos
elogios del señor Frank Churchill…! De todas maneras, me veo en el
deber de advertirle que yo soy una de esas personas que siempre juzgan
por sí mismas y que en modo alguno se dejan guiar por el criterio de los
demás. Le advierto que la opinión que forme de su hijo responderá a mi
criterio personal… No me gusta adular a nadie…
El señor Weston estaba meditabundo.
—Confío —dijo inmediatamente— en que no he sido demasiado severo al
juzgar a la pobre señora Churchill. Si está enferma, sentiría mucho ser
injusto con ella; pero hay ciertos rasgos de su carácter que me hacen difícil
hablar de ella con la comprensión que yo desearía. No debe usted de
ignorar, señora Elton, las relaciones que he tenido con esta familia, ni la
clase de trato que me han dispensado; y, entre nosotros, toda la culpa sólo
puede atribuírsele a ella. Ella fue la instigadora. De no ser por ella, la
madre de Frank nunca hubiera sido menospreciada en la forma en que lo
fue. El señor Churchill tiene mucho orgullo; pero su orgullo no es nada
comparado con el de su esposa; el de él es un orgullo pacífico, indolente,
caballeroso, que no hace daño a nadie, y que sólo contribuye a hacerle un
poco más desamparado y aburrido; ¡pero el orgullo de ella es arrogancia e
insolencia! Y lo que lo hace aún más insoportable es que no tiene ningún
fundamento de nobleza de familia o de sangre. Cuando se casó con él no
era nadie, simplemente la hija de un caballero; pero una vez se hubo
convertido en una Churchill, sobrepasó a todos los Churchill en altanería y
en grandes pretensiones; pero en realidad puede usted estar segura de
que no es más que una advenediza.
—¡Hay que ver! Eso tiene que ser verdaderamente indignante. Yo siento
horror por los advenedizos. Maple Grove me ha hecho detestar esa clase
de gente; porque en aquellos contornos vive una familia que tiene tantos
humos que resultan fastidiosísimos para mi hermana y mi cuñado… La
descripción que ha hecho usted de la señora Churchill me ha hecho
pensar inmediatamente en ellos. Son una gente que se llaman Tupman,
que hace muy poco que se han instalado allí y que se han encumbrado
gracias a una serie de relaciones de lo más bajo, pero que tienen unos
humos… y que aspiran a ponerse al mismo nivel de las familias que hace
ya muchos años que están establecidas en aquel lugar. Como máximo
hace un año y medio que viven en West Hall; y nadie sabe cómo han
hecho su fortuna. Proceden de Birmingham, que, como usted ya sabe,
señor Weston, no es precisamente una ciudad de la que pueda esperarse
mucho. ¿Qué puede salir de un lugar como Birmingham? Yo siempre digo
que este nombre suena de un modo desagradable; pero esto es lo único
que se sabe con certeza de los Tupman, aunque, le aseguro a usted que
de ellos se sospecha pero que muchas cosas… Y sin embargo, a juzgar
por sus modales, evidentemente se consideran al mismo nivel incluso que
mi cuñado, el señor Suckling, que da la casualidad que es uno de sus
vecinos más próximos. ¡Oh, es algo francamente horrible! El señor
Suckling, que hace ya once años que vive en Maple Grove, propiedad que
ya había sido de su padre… por lo menos eso creo… estoy casi segura de
que el padre del señor Suckling cuando murió ya había comprado la propiedad.
Su conversación fue interrumpida. Se estaba sirviendo el té y el señor
Weston, como ya había dicho todo lo que quería decir, no tardó en
aprovechar la oportunidad de dejar a la señora Elton.
Después del té, el señor y la señora Weston y el señor Elton se pusieron a
jugar a las cartas con el señor Woodhouse. Las cinco personas restantes
fueron abandonadas a sus propios recursos, y Emma dudó de que
pudieran componérselas medianamente bien, ya que el señor Knightley
parecía poco dispuesto a conversar; la señora Elton buscaba alguien que
le prestase atención, y como nadie mostraba deseos de hacerlo, se sentía
tan desairada que prefería encerrarse en su mutismo.
En cambio el señor John Knightley parecía más comunicativo que su
hermano. Iba a marcharse al día siguiente por la mañana; y empezó diciendo:
—Bueno, Emma, creo que ya no tengo nada más que decirte sobre los
niños; pero ya te he dado la carta de tu hermana y podemos estar seguros
de que allí todo se explica con los menores detalles. Mis recomendaciones
son mucho más breves que las suyas, y probablemente no coincidirán con
las de ella; todo lo que quisiera pedirte es que no los miméis mucho ni les
deis demasiados potingues.
—Espero que podré complaceros a los dos —dijo Emma—; haré todo lo
que pueda para que lo pasen bien, lo cual a Isabella ya le bastará; y para
mí el que lo pasen bien excluye el malcriarlos y el darles demasiados
potingues, como tú dices.
—Y si se ponen muy revoltosos, los envías otra vez a casa. —Eso es
bastante probable, ¿no te parece?
—Creo que ya me doy cuenta de que son demasiado bulliciosos para tu
padre… y de que incluso para ti pueden llegar a ser un estorbo, si vuestros
compromisos sociales aumentan tanto como en estos últimos tiempos.
—¿Nuestros compromisos sociales?
—Ya lo creo; supongo que te has dado cuenta que en estos últimos seis
meses habéis cambiado considerablemente vuestro género de vida.
—¿Cambiado? No, la verdad es que no me he dado cuenta.
—Pues no hay la menor duda de que ahora alternáis más de lo que antes
solíais hacerlo. Lo de esta noche, por ejemplo. Vengo de Londres sólo
para un día y me encuentro con que habéis organizado una cena con una
serie de invitados. Hace unos meses, ¿cuándo ocurría una cosa así?
Tenéis más vecinos y alternáis más con ellos. Desde hace algún tiempo
todas las cartas que recibe Isabella hablan de fiestas y reuniones como
ésta; cenas en casa del señor Cole, bailes en la Hostería de la Corona…
Lo que ha cambiado mucho es Randalls, y es Randalls tan sólo la que os
empuja a todo eso.
—Sí —dijo rápidamente su hermano—, todas esas cosas salen de allí.
—Perfectamente… y como supongo que no es probable que Randalls
vaya a tener menos influencia de la que ha tenido hasta ahora, se me
ocurre pensar, Emma, que es posible que Henry y John a veces puedan
seros un estorbo. En ese caso sólo te ruego que los envíes a casa.
—No —exclamó el señor Knightley—, ésta no tiene por qué ser la
consecuencia. Que vengan a Donwell. Yo estaré encantado con ellos.
—¡Por Dios! —exclamó Emma—. ¡Todo eso es ridículo! Me gustaría saber
a cuántos de estos numerosos compromisos sociales que dices que tengo
no has asistido; y por qué supones que hay la posibilidad de que me falte
tiempo para cuidarme de los niños. ¿Cuáles han sido todos esos
fantásticos compromisos sociales míos? Cenar una vez con los Cole y
hablar de organizar un baile que nunca se ha celebrado. Comprendo
perfectamente —dijo dirigiéndose al señor John Knightley— que la buena
suerte que has tenido al encontrar reunidos aquí a tantos de tus amigos te
ha dado tanta alegría que has concedido demasiada importancia a la cosa.
Pero usted —volviéndose hacia el señor Knightley—, que sabe en qué
pocas ocasiones llego a ausentarme de Hartfield por dos horas, no puedo
concebir que suponga que yo lleve una vida tan disipada. Y en cuanto a
mis sobrinitos, debo decir que si tía Emma no tiene tiempo para dedicarles
no creo que tío Knightley que, por cada hora que ella pasa fuera de casa él
pasa cinco, y que cuando está en casa o se pone a leer o repasa sus
cuentas, disponga tampoco de mucho tiempo para ellos.
El señor Knightley parecía estar haciendo esfuerzos para no sonreír; y no
tuvo que hacer más esfuerzos cuando la señora Elton empezó a hablarle.